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La caída de Onun.
Ánquok había sido durante mucho tiempo considerada una ciudad inmaculada, que jamás había visto la guerra acercarse a sus muros más allá de las noticias que traían cuervos y emisarios, pero nunca se cruzaron aceros en sus proximidades. Ahora, vacía de todo hijo de Onun y sin un rey que la defendiese, la capital de Onun había sido ocupada por el vasto ejército de Sártaron, que comparó el penetrar en la ciudad con violar a una joven virgen.
Aún quedaba el rastro en la ciudad del éxodo que los ónunim se habían visto obligados a hacer. Una huída precipitada que debió marcar el miedo y la prisa, pues aún quedaban restos de comida y bebida en las despensas, leña seca en las leñeras y el suministro de agua no había sido cortado. Estaba claro que Iyurin había demostrado tener mucho más conocimientos bélicos que su hermana, mientras que él había incendiado campos y aldeas a su paso hasta llegar a la Mazmorra de Cristal, con el único fin de no dejar nada que pudiera servir de aprovisionamiento a su enemigo, á la joven princesa no se le había pasado por la cabeza incendiar la ciudad. Seguro que el rey Iyurin hubiera preferido reducirla a cenizas antes que ver cómo la invadían sus enemigos.
Los arietes hicieron su trabajo y abrieron las puertas tanto de los muros de Ánquok como del propio Palacio de Hielo, el castillo de los reyes del norte. Acto seguido, Sártaron le encomendó la tarea a Zárrock de registrar la ciudad en busca de cualquier cosa que fuese útil, desde armas hasta alimentos. Pero lo que el Señor del Fin de los Días realmente buscaba era una de las Piedras de Ilethriel. Zárrock formó grupos de arjones y borses para que peinaran cada rincón de la ciudad, y él mismo supervisó todo aquello que se iba encontrando. Hubo suerte con las provisiones y algunos materiales útiles, pero ni rastro de los artefactos que realmente estaban buscando.
- Hemos registrado todas las casas y edificios de la ciudad, mi señor - le informó a Sártaron, - al igual que el Palacio de Hielo y no hemos encontrado nada.
El rostro de piedra de Sártaron se giró hacia las vidrieras del salón del trono. La tenue luz que entraba por ella sombreó los duros rasgos del Caudillo de Mezóberran.
- Me lo temía - se limitó a decir.
- Puedo ordenar otra búsqueda, si lo deseáis.
- No, está bien así. No quisiera que los varelden sospechasen algo por culpa de una conducta extraña por nuestra parte. Quiero evitar las posibles preguntas incómodas de la reina Mórgathi.
Zárrock se paseó por la estancia. Estaba ellos dos solos, custodiados desde el otro lado de la puerta por dos soldados de la Guardia del Terror.
- ¿Creéis que los elfos oscuros se nos han adelantado y han encontrado antes la piedra?
Sártaron negó con la cabeza. Sus ojos glaucos no expresaban nerviosismo o zozobra.
- Esta ciudad no custodiaba ninguna de esas piedras. Mórgathi lo sabía, como seguro sospecha de nuestra búsqueda, y nos ha dejado venir hasta aquí para conseguir ella más tiempo en su búsqueda.
- ¿Debo entender que su hijo ha volado con su dragón en busca de ellas?
Sártaron se giró y dio unos pasos hasta llegar al trono, donde se sentó.
- Al principio pensé que sí, pero a medida que observo a nuestra bruja y a su hijo más me doy cuenta de la rivalidad que existe entre ellos. Los varelden son codiciosos y traicioneros, y no me extrañaría que Mathrenduil fuese capaz de vender a su madre por el poder que otorgan esas piedras. Pienso igual de ella. Creo que Mórgathi utiliza a su hijo, el gran rey de los varelden, como peón de sus propios intereses. Esta rivalidad quizá juegue a nuestro favor en un futuro.
- ¿Y ahora?
Sártaron se inclinó hacia delante. Su figura resultaba imponente allí en aquel trono.
- Ahora más nos vale que se lleven bien. Buena parte del éxito o fracaso de esta guerra se deberá a ellos. Mejor tenerlos conspirando contra nosotros que contra ellos mismos.
Zárrock tomo asiento en uno de los bancos de madera que había en la sala. Por un momento, el ser consciente de dónde se encontraba le hizo tener vértigo. Jamás habían estado tan al sur, tan cerca de la Muralla. Su objetivo estaba cerca. Pronto comenzaría la gran batalla que sometería a todos los pueblos libres.
- ¿Tenemos noticias de Xeelthow, mi señor? - preguntó el señor de la guerra.
- Sabemos que nuestros planes se desarrollan según lo previsto - dijo Sártaron. - Pronto Cáladai se verá sacudido por sus propias luchas internas, debilitándolos. Se verán sorprendidos tanto por el norte como por el sur, por donde les asediarán los mercenarios de Eren. No habrán terminado de pelearse cuando quieran darse cuenta de que nuestras mandíbulas se cierran sobre ellos.
- ¿Y qué me decís del nigromante? Temo que su poder aumente y se convierta en una amenaza más que en un aliado.
Sártaron sonrió fríamente.
- Por eso necesitamos a nuestro lado a la Reina Bruja - sus ojos brillaron con astucia, - no sólo para matar elfos. Nos conviene que el nigromante despierte toda la oscuridad que mora en Olath para someter a Páravon, que es sin duda el pueblo que más nos podría hacer daño, y para mantener a ralla a los que habitan en el bosque de Thanan.
- ¿Seguís pensando que…?
- Lo sé - le interrumpió con brusquedad. - Ese bosque maldito alberga algo en su interior que ni los varelden podrían someterlo. Dejemos que las fuerzas de la no-vida de Kéller hagan el trabajo sucio, que se emborrache de poder y que, cuando quiera traicionarnos, se ocupen los elfos oscuros de ellos.
Zárrock se admiraba ante la brillante y calculadora inteligencia de Sártaron. Había medido todos los pasos que se darían y se había adelantado a posibles contratiempos. Todo parecía perfectamente tejido y orquestado por su señor, dejando que cada aliado tomara su propio camino pero asegurándose de que todos al final llegaban al mismo lugar que él había elegido.
Se escuchó un sonido de cuernos, de multitud de cuernos acompañados por tambores. Venían de fuera, más allá del patio de armas, seguramente de la muralla que los rodeaba. Eso sólo podía significar una cosa: Arvílcar había llegado. La Mazmorra de Cristal había caído. Sártaron se levantó y se acercó a una de las ventanas junto con Zárrock, para confirmar que las sospechas eran ciertas. En efecto. El patio de armas del castillo comenzaba a llenarse con los hombres del señor de la guerra arjón. Lucían los estandartes orgullosos y en un carro portaban una jaula donde tenían prisionero a un joven rubio, cuyo aspecto dejaba mucho que desear. Era el joven rey Iyurin. Sártaron se giró para mirar a Zárrock a los ojos. Por un instante un atisbo de júbilo se reflejó en sus glaucos ojos.
- Onun ha capitulado.
Abajo estaban todos los caudillos y jefes de las tribus de ogros, orcos y krulls, además de los elfos oscuros. Las bestias gruñían y lanzaban gritos guturales al viento en señal de victoria, golpeaban sus escudos y chocaban las lanzas contra el suelo. Lo habían logrado, habían conseguido someter al Reino del Invierno. Triunfante, Arvílcar saludaba a todos desde su caballo. Sus hombres coreaban su nombre y los borses lo aclamaban como conquistador. Su imagen, exultante, contrastaba con la del rey ónunim. El joven Iyurin, metido en aquella jaula como si fuera un animal, ofrecía una imagen lamentable. Sus ropas eran poco más que harapos, su pelo largo estaba sucio y enmarañado y la barba estaba descuidada. A pesar de todo, en sus ojos claros aún había una luz de orgullo, de valentía. Su rostro, sombreado con las ojeras y los restos del cansancio y la fatiga, no mostraba miedo, ni resignación. Era la cara de la valentía, de aquel que acepta su destino.
Cuando Arvílcar vio a Sártaron, acompañado siempre por Zárrock, se bajó de su caballo y se aproximó a él, clavó rodilla en tierra y se puso un puño en el pecho.
- Mi señor - dijo el arjón con voz solemne, - Onun es vuestro.
Hubo un estallido de júbilo por parte de todos los que abarrotaban el patio de armas. Era el clamor de la victoria y Sártaron lo sabía. Onun había sido el enemigo más letal y cruel que jamás había tenido el pueblo de Mezóberran, y ahora lo habían sometido.
Sártaron dio unos pasos hasta ponerse al lado de Arvílcar, le indicó con dos dedos que se levantase y, cuando este lo hizo, el Señor del Fin de los Días alzó su brazo en alto, reconociéndolo como su campeón. Y la muchedumbre volvió a rugir enfervorizada. Zárrock sonrió. Su señor sabía muy bien cómo ganarse a sus aliados, de la misma manera que sabía someter a aquellos que osaban levantarse contra él. Con esa jugada maestra había otorgado reconocimiento a Arvílcar, el cual siempre le estaría agradecido por ese gesto, había demostrado a los que se habían unido a su causa que bajo su mando todo era posible, unía más si cabía a los borses y a los arjones bajo su bandera y, lo más importante, no había tenido que entrar él en combate, arriesgando sus tropas para un fin menor. Al final tenía lo que quería sin tener que sumergirse en el fango para conseguirlo. Iyurin era su prisionero y Onun estaba bajo su poder.
- Quizás deberíais recordar a vuestro señor que hicimos un trato - era la voz de Mórgathi, que se acercaba a Zárrock seguida de Turándil. La reina bruja parecía surgir de la nada a veces. - El prisionero me pertenece.
- ¿No creéis que puede haber otros momentos mejores para reclamarlo, mi señora? - le preguntó procurando no parecer descortés.
Turándil ahogó una risa sarcástica, pero Mórgathi permanecía seria con los ojos fijos en el prisionero.
- Pensé que Iyurin sería más mayor - se dijo, enarcando una ceja.
- Mi señora Mórgathi - Sártaron la invitó a acercarse extendiendo un brazo. - La victoria también es vuestra.
Zárrock se dio cuenta de que ella sonreía de mala gana ante aquella ostentación de poder de su señor. No debía hacerle mucha gracia a madre del rey de los varelden conformarse con las migajas que le tendía un aliado al que debía considerar inferior. Detectó veneno en sus ojos ambarinos.
Mórgathi se acercó e inclinó la cabeza, a modo de reconocimiento. Zárrock casi pudo sentir la punzada de ira que la Reina Bruja había tenido que sentir al hacer ese gesto a Sártaron.
- Sois poderoso, mi señor - dijo ella, siempre con ese tono meloso suyo. - Os reconocemos el valor tan importante de esta victoria, primera piedra del camino que os llevará a conquistar todo aquello que abarquen vuestros ojos.
Al ver que Turándil se aproximaba al lado de su señora, Zárrock decidió hacer lo mismo. Estaba claro que los varelden no atentarían contra su señor ahí mismo, delante de todo el ejército que lo aclamaba y vitoreaba, pero siempre había que ser precavido… por si acaso.
Despacio, comenzaron a caminar hacia la jaula donde el desgraciado rey de Onun asistía impertérrito a la caída de su pueblo. De cerca Zárrock pudo comprobar que Mórgathi tenía razón. Iyurin era mucho más joven de lo que habían oído. Quizás aparentase menos edad de la que tenía, aunque su aspecto fuese francamente lamentable, incluso no guardaba parecido con su padre. Era la primera vez que todos veían a Iyurin y ciertamente les llamó la atención este hecho.
- ¿Sois el rey de Onun? - le preguntó Sártaron.
El joven no dijo palabra. Se limitó a mirarle fijamente, sin signos de estar amedrentado.
- Permanecéis firme y orgulloso pese a vuestra lamentable situación - la voz de Sártaron cortaba como un mandoble y helaba como el invierno. - He de reconoceros vuestro valor al entregaros para salvar a vuestro pueblo. Lamentablemente, las condiciones que mi señor de la guerra os propuso yo no las reconozco, y me temo que no perdonaré la vida a todo hijo de Onun que no se arrodille ante mí. Aunque esto no os sorprenderá, ¿no es cierto?
Silencio por respuesta.
- Me veo en la obligación, mi señor - intervino Mórgathi, que examinaba con cuidado al joven rey, - de recordaros que le prometisteis a mi hijo que ´podría disponer de la vida de Iyurin como gustase.
Sártaron se giró, y por el gesto que compuso su rostro no debió hacerle mucha gracia aquel comentario de Mórgathi. Zárrock sabía que su señor lo consideraría inoportuno y fuera de lugar. Observó cómo se le tensaba la mandíbula y empequeñecía los ojos.
- Le hice una promesa a vuestro hijo, así es - sus palabras no eran amables. - El mismo que ha vuelto a desaparecer con su dragón sin dar explicaciones de ningún tipo de hacia dónde se iba a dirigir y cuál era su propósito.
La conversación se tensaba como una soga tirando de un árbol. Turándil ladeó la cabeza y dio un paso más, lo que obligó a Zárrock a hacer lo mismo. Tan sólo esperaba que nadie cometiera ninguna estupidez ahora que habían dado un paso de gigante al conquistar Onun.
- Mi hijo - Mórgathi logró ofrecer un tono más conciliador - en este momento está velando por vuestra victoria, allá en el último bastión que nos separa de nuestro objetivo real.
Sártaron levantó una ceja extrañado.
- ¿La Muralla? - preguntó sin ocultar sus recelos.
Mórgathi se acercó un poco más a Sártaron con ese contoneo felino suyo. Se puso de puntillas para susurrarle al oído algo que Zárrock alcanzó a escuchar.
- ¿Confiáis vos en el señor de la guerra que habéis mandado allí?
Lédesnald, recordó Zárrock. Casi se había olvidado de su petulante presencia y sus aires de prepotencia, ahora que su señor le había puesto en su lugar. Sártaron miró a Mórgathi sin dejar de lado la suspicacia, pero en el fondo sabía que la bruja varelden tenía razón. Lédesnald era incontrolable y la victoria sobre Haoyu le habría subido el ego. El Regicida lo llamaban, Asesino de Reyes. Un plato muy suculento para que su ego lo devorara.
- Haced con el joven rey lo que os plazca - sentenció Sártaron antes de darse la vuelta y encaminarse de nuevo hacia el Palacio de Hielo.
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Sártaron no era un bárbaro norteño como los demás, eso había quedado claro desde hacía ya mucho tiempo, pero no dejaba de ser un hombre, un mortal con todos los defectos que ello implicaba. Su vida y la experiencia que acumulaba quizá eran lo suficientemente maduras como para que los hombres le admiraran, pero nada podía compararse con los largos años que soportaban los hombros de Mórgathi. Eso la hacía más sabia y muchísimo más astuta que cualquiera de los allí presentes.
Puede que el Señor del Fin de los Días se hubiera creído sus propias mentiras y que, con ello, pensase que también ella lo hiciera. Se recordó asintiendo y sonriendo complacida cuando Sártaron ordenó buscar alimentos y material que le les fuese de utilidad, para reabastecerse. Era una pantomima y Mórgathi lo sabía, de modo que decidió jugar al juego que Sártaron proponía. Era patético, pero se divertía al ver el rostro de confianza y satisfacción del caudillo arjón. Lamentablemente, Mórgathi había decidido comenzar a jugar mucho antes de lo que Sártaron pensaba.
Que un contingente de elfos oscuros desapareciera implicaba que a la mañana siguiente alguien los echara en falta. Pero cuatro brujas elfas sí que podían desvanecerse con las sombras de la noche sin que nadie advirtiera su ausencia. Y así lo hicieron, bajo mandato expreso de la propia Mórgathi. Su misión era llegar a Ánquok mucho antes que el ejército, registrar la ciudad para asegurarse de que ninguna de las Piedras de Ilethriel estuvieran allí, y no dejar rastro de su paso. Y así se hizo. Cuando llegaron a la ciudad era como si el último signo de vida en ella hubieran sido los ónunim que la abandonaron, nada hacía sospechar que mucho antes las brujas de Mórgathi habían registrado cada palmo de la capital de Onun, sin encontrar absolutamente nada de lo que le importaba a la reina de los varelden.
Había sido sencillo engañar a Sártaron con aquello, y hacerle sentir superior en inteligencia. Había sido tan fácil como hacerle creer que su hijo Mathrenduil había ido a vigilar a Lédesnald en lugar de instigarlo a traicionarlo. Sonrió en sus aposentos, en el Palacio de Hielo, ante aquel pensamiento. Gran estratega, gran guerrero y gran líder, pero estúpido al pensar que podría ir un paso por delante que ella. Y aquellos no eran los únicos pasos en los que Mórgathi aventajaba al arjón.
Alguien tocó la puerta y ella dio su permiso para entrar. Era Turándil.
- Mi señora - dijo haciendo una reverencia.
- ¿Qué nuevas me traes?
Turandil sacó un pergamino enrollado y se lo tendió.
- No me hagas perder el tiempo y dime qué es lo que pone.
- Traigo noticias de Freuthon, mi señora. Noticias sobre el joven que camina con el huargo blanco.
Aquellas palabras captaron la atención de Mórgathi al instante.
- Habla.
- Los siguieron el rastro hasta Habar, en el desierto de Nakerah, donde se vieron obligados a retirarse ante el acoso que sufrían por parte de los jinetes de las arenas. Cuando se reagruparon y consiguieron penetrar en la ciudad lograron apresar a la Princesa del Este, a la cual interrogaron.
- ¿Le arrancaron alguna información?
- Tan sólo que el joven lobo y los suyos marchaban hacia Eren en busca de transporte, pero poco más. La señora de habar resultó ser muy testaruda y fiel a sus principios, de modo que su cadáver ahora sirve para alimentar a los escarabajos del desierto, según Freuthon.
Mórgathi sonrió complacida. No esperaba menos de su asesino.
- Continua - le ordenó.
- Freuthon envió un cuervo a los arcontes mercenarios informando sobre la supuesta captura de la Princesa del Este, reclamando para él a aquellos forasteros que entrasen en Eren-Ban con un lobo enorme blanco. Sólo entonces, y cuando estos estuvieran bajo su custodia, liberaría a la joven dama.
- Pero a los mercenarios poco les importa lo que le suceda a una señora de muy, muy lejos.
- Exacto. Tan sólo se dedicaron a repartir ese mismo mensaje a todos los lugares donde los forasteros pudieran ir. Posadas, tabernas… Ese tipo de sitios, con la única orden de dárselo a cualquier habarii que se dejase caer por allí.
- Ve al grano, Turándil.
El varelden esbozó una sonrisa.
- Son prisioneros del Gran Gerifalte de Eren-Ban.
Aquella noticia era la mejor que podría haber recibido, mucho mejor que ver a Iyurin entre cadenas. ¡Los tenía! Había conseguido adelantarse otra vez a Sártaron y dando un golpe maestro. Que se quedara él con sus victorias sobre reyezuelos jóvenes e inexpertos, ella siempre apuntaría más alto.
- En cuanto llegue Freuthon a Eren - le dijo a Turandil, - deberán de entregárselos. Encárgate de que el señor de los mercenarios reciba su recompensa.
- ¿Creéis que podrá delatarnos?
- Habrá que encargarse de que no lo haga, pero a su debido momento.
- Así se hará, mi señora.
- Una cosa más, Turandil - le dijo justo antes de que este se retirase. - ¿Mi prisionero está a buen recaudo?
- Está en las mazmorras, custodiado por diez de mis hombres. ¿Deseáis que sea preparado para el ritual?
Mórgathi se sentó en la cama y se estiró perezosa. Sintió los ojos de Turandil sobre ella, presas del deseo silencioso. Le encantaba sentirse deseada.
- No, de momento que permanezca encerrado y vigilado. Esperaré al momento propicio para que Iyurin sirva para algo más que salvar a su pueblo. Pero no dejéis que nadie se le acerque, mucho menos si son ogros, orcos y cualquier otro ser de repugnancia similar.
El destino volvía a sonreír a su causa. Ahora sólo quedaba esperar a que todo lo acontecido desembocase en el final. Un final que ella misma había escrito.