1
Ghrégug, el Devastador del Valle
La paz en la que se había sumido, durante un tiempo que no sabría determinar, tocaba a su fin. Había sido reconfortante vivir en esos sueños durante su estado de inconsciencia, pero ahora tocaba regresar a la realidad.
- ¿Lo ves? - sus oídos ya empezaban a percibir unas voces a su alrededor, aunque no las conseguía identificar. - Te dije que sobreviviría.
- Esta jovencita está hecha de roca viva, por descontado - respondió una segunda voz, muy parecida a la primera.
Abrió los ojos e intentó enfocar la visión. Le costó un poco. Todo estaba oscuro y unas pequeñas lucecillas blancas, producto de su creciente mareo, flotaban su alrededor. Pronto sintió una humedad que le castigaba los huesos, que le entumecía las articulaciones. Debía estar tumbada en el frío suelo de piedra, dedujo. La cabeza le daba vueltas, estaba aturdida, desorientada. Una bofetada de mal olor le golpeó de súbito, una mezcla de humedad, heces y carne podrida. Sintió nauseas al intentar incorporarse y se tambaleó un poco.
- Cuidado, niña - uno de sus acompañantes la sujetó del brazo con una mano dura y áspera. - Llevas mucho tiempo inconsciente, no te fuerces en exceso.
Se frotó los ojos, que le escocían. Algunas lágrimas recorrieron sus mejillas justo cuando se volvía para identificar a quienes estaban con ella. Eran dos enanos, uno de ellos con la cabeza rapada. Los dos presentaban un aspecto descuidado y sucio, con sus barbas enmarañadas y sus pobres ropajes, andrajos sacados de quién sabía dónde. Ambos la miraban con interés y cierta preocupación.
- ¿Quiénes sois? - dijo con voz trémula, le ardía la garganta. - ¿Dónde estoy?
Los dos enanos se miraron con el ceño fruncido, sin ocultar una nota de pesar. Parecían hundidos pese a que su apariencia denotase todo lo contrario.
- Mi nombre es Gorin, del clan de los Rocasangre - dijo el enano de la cabeza afeitada, - y él es mi camarada Tóbur, de los Yunqueternos.
- A vuestro servicio - intervino el otro enano. - Y ahora que nos hemos presentado, ¿tendríais a bien decirnos vuestro nombre? Sentimos curiosidad de saber a quién hemos cuidado en nuestro cautiverio.
- ¿Cautiverio? - miró a su alrededor, sobrecogida y vio una especie de calabozo rudimentario excavado en la roca de lo que se suponía era una montaña. Burdos barrotes de hierro oxidado hacían las veces de rejas, y unos lamentos agónicos se escuchaban de las estancias vecinas.
Comenzaba a recordar. El éxodo de su pueblo, la Muralla de Dür Areth, el combate contra los monstruosos orcos y ogros. ¡No la habían matado! La habían hecho prisionera.
- ¿Y bien, joven? - inquirió Tóbur. - ¿Cuál es vuestro nombre?
- Iyúnel hija de Haoyu - dijo con cierta cautela.
Los dos enanos abrieron mucho los ojos, sorprendidos al escuchar su nombre.
- ¡Por las barbas de mis ancestros! - Gorin ahogó una exclamación.
- ¡La Princesa de Onun! - añadió Tóbur. - La hija del rey Haoyu. ¡Por todas las rocas que moran en esta tierra! ¿Cómo habéis podido llegar aquí?
- ¿Aquí? - pese a que todo parecía encajar, Iyúnel aún estaba desconcertada.
- Mi señora - comenzó a explicar Gorin, intentado que su voz se asemejara a un susurro, - estáis en las entrañas de los Montes Vigías, en el valle de Rumm. Somos prisioneros de los ogros que aquí moran.
Cada vez estaba todo más nítido en su memoria. Habían caído presa de los ogros justo cuando ella y su séquito marchaban en busca de ayuda rumbo a la aldea de Thondon, donde según parecía encontraría a los montaraces que vivían al margen del gobierno del regente de Cáladai. Los habían masacrado ante la impotente mirada de los Guardianes del Huargo Blanco del Dür Areth, que nada pudieron hacer por ellos. Aquellos recuerdos aguijonearon el ánimo y la esperanza de Iyúnel.
- ¿Hay supervivientes? - preguntó de forma apresurada la princesa. Los dos enanos no parecían entender a qué se refería. - ¿Sabéis si hay más ónunim entre los prisioneros?
Gorin frunció el ceño y meneó la cabeza con pesadumbre.
- Cuando os trajeron aquí - comenzó a explicar Tóbur - sí que había más de los vuestros, que debieron meter en otras estancias algo más alejadas de estas. Pero no me atrevería a decir que sigan con vida.
El horror brilló en los ojos de Iyúnel.
- ¿Todos muertos? - balbució la joven princesa.
- Los ogros son seres crueles, mi señora - dijo sombríamente Gorin. - Han sido dotados de escasa inteligencia, mas la poca que tienen es brutalidad y salvajismo en estado puro.
- Estas abominaciones tienen extrañas y grotescas formas de divertirse - continuó Tóbur, rascándose con ganas la cabeza. - Lo hacen a nuestra costa, ¿lo sabéis? Organizan duelos a vida o muerte en fosos entre los prisioneros. Si alguno se niega a combatir… Bueno… Digamos que les sirve de aperitivo a nuestros anfitriones.
Iyúnel sintió cómo le recorría por la espalda un escalofrío de horror. La mera idea de imaginarse a los ónunim, sus hermanos, luchando los unos contra los otros por la supervivencia, si es que a aquella miserable existencia se le podía llamar así, le hacía sentir asco, rabia e impotencia.
- ¿Los obligan a matarse? - la joven sentía que las fuerzas le faltaban.
Los enanos asintieron.
- Eso dicen aquellos que llevan aquí más tiempo encarcelados, y que se han convertido en campeones de este macabro juego - afirmó Gorin. - Muchos prefieren pactar su muerte para que uno sobreviva, pero eso no te garantiza que todos lo vayan a hacer por ti.
- Tienes razón, camarada - intervino Tóbur. - De hecho, siempre puedes encontrarte con alguien también dispuesto a seguir viviendo. Es realmente truculento, no hay duda. Por eso mismo os digo, mi señora, que no alberguéis muchas esperanzas en que los vuestros sigan con vida. Al menos no todos…
Descorazonador. Su hermano la había elegido como única esperanza para unir a todos los pueblos ante la guerra que se iniciaba en el norte y ella los había conducido a un destino atroz. Los que no habían muerto bajo el puño de los orcos y ogros cuando la hicieron prisionera, lo estarían haciendo en esos infames juegos. Pensó en Íniel, su fiel capitana de las Hijas del Invierno, sus bravos guerreros… Los había fallado a todos. Al menos consiguió poner a salvo al resto de su pueblo, que marcharon a través de las Cumbres Heladas rumbo a Daroir, guiados por Threyu el archidruida. Confiaba en que él pudiera triunfar donde ella había fracasado.
Las explicaciones que los enanos la estaban dando la hicieron dar un paso atrás y los miró con cierto recelo.
- ¿Debo entender que vosotros dos estáis aquí porque habéis matado gente en los fosos de lucha? - preguntó con indignación.
Gorin abrió mucho los ojos, como ofendido, mientras que Tóbur soltaba una carcajada.
- No, mi señora - dijo divertido Tóbur. - Gracias a vos no hemos tenido que participar en ellos.
- Somos enanos, por todas las rocas de la Tierra Antigua - refunfuñó Gorin, sin ocultar cierta molestia. - Nosotros no matamos inocentes, y menos sin motivo. Preferiríamos cortarnos la cabeza con nuestras propias hachas nosotros mismos antes que hacer tal barbaridad.
- Cuando os trajeron a los calabozos inconsciente nos encomendaron la tarea de cuidaros, mi señora - continuó explicando Tóbur. - Supusimos que debíais ser alguien importante para que os quisieran mantener con vida en lugar de comeros, aunque suene un poco cruel decirlo así.
- ¿Y vosotros habéis velado por mí? - Iyúnel se sintió alentada ante aquella revelación.
Tóbur esbozó una amplia y cordial sonrisa.
- Día y noche.
- Parecíais muy malherida cuando aquí os dejaron. No dábamos nada porque sobrevivierais, y menos en estas condiciones tan insalubres - Gorin se frotó las manos, la humedad hacía que el frío se acentuara. - Pero los ónunim debéis ser hijos de la roca y la piedra.
- Supongo que, ahora que ya estáis bien, no nos necesitarán más - reflexionó Tóbur, encogiéndose de hombros. - En cuanto sepan qué hacer con vos, nosotros estamos muertos. Nos afeitarán las barbas y serviremos como entrantes. Espero producirles una terrible indigestión.
- O tal vez nos utilicen en los pozos de lucha. En tal caso, nos mataremos nosotros mismos.
Era chocante ver la naturalidad con la que aceptaban su destino aquellos enanos. La resignación había dado paso a una determinación y una claridad de ideas que resultaba pasmosa. Sabían que la recuperación de Iyúnel sería su perdición y aún así parecían satisfechos y contentos de haberla cuidado hasta que despertase. Les debía la vida y siempre les estaría agradecida, por eso no iba a dejar que eso sucediera. Por eso ella no se resignaría a un fatal destino.
- Pues debemos salir de aquí, y cuanto antes - replicó Iyúnel, incorporándose. Se miró de arriba abajo y descubrió que ella también iba vestida con andrajos. - ¿Dónde están nuestras ropas y qué ha sido de las armas?
Los dos enanos estaban desconcertados con la actitud de la princesa. Daba la sensación que consideraban que la joven había perdido la cabeza.
- Mi señora - dijo con amabilidad Tóbur, - los ogros nos desnudan a todos los prisioneros y las armas estarán en alguna estancia, custodiadas.
- ¿Desnudos? - se extrañó Iyúnel. - ¿Y estos trapos?
- Cadáveres - soltó sin más Gorin. - Sus ropas a ellos ya no les sirven.
La princesa no pudo contener el vómito ante la idea de estar vestida con los restos de la ropa de un muerto. A saber qué calamidades tuvo que pasar y para qué utilizó esos harapos. Gorin se acercó a Iyúnel para comprobar que se encontraba bien.
- Desde luego, camarada, lo tuyo no es el tacto - rió Tóbur.
- No importa, estoy bien - declaró Iyúnel, limpiándose la boca con el dorso de la mano. - Lo que ahora nos interesa es cómo salir de aquí.
Los ojos de Gorin brillaron desde las profundas cuencas perfiladas por unas espesas cejas.
- Mi señora, no se puede salir de aquí.
Iyúnel, desesperada, agarró el fuerte brazo del enano y le clavó su mirada.
- ¿Cómo que no se puede? - su voz era presa de la angustia. - Tenemos que escapar de aquí como sea.
- Mi camarada tiene razón - intervino Tóbur, que se puso al lado de los dos. - No hay escapatoria posible. Estas celdas están muy bien vigiladas. Moriríamos si nos vieran asomar la nariz más allá de estas verjas.
- Y en caso de conseguirlo, tendríamos que atravesar una colonia de ogros dispuestos a descuartizarnos. No pudimos derrotarlos con todo un contingente de enanos, mucho menos siendo sólo tres y estando tan débiles.
- ¿Todo un contingente? - se extrañó Iyúnel. - ¿A qué os referís? La guerra está en el norte, en la frontera entre Onun y Mezóberran. Mi padre y mi hermano…
- Mucho me temo, mi señora - la interrumpió Gorin, - que los largos tentáculos de la guerra abarcan más allá de vuestras tierras.
- Caímos sin necesidad en las garras de estos engendros - Tóbur meneó pesadamente la cabeza. - Ni siquiera pudimos impedir que atravesaran el paso del Ered-Durak. Nuestro sacrificio y el de nuestros camaradas caídos fue en vano.
Iyúnel, pese a la ansiedad y el nerviosismo, se obligó a calmarse y reflexionar. Seguramente, el contingente de orcos y ogros con los que se enfrentaron, serían los mismos que a los que hacían referencia los enanos.
- Ningún sacrificio es en vano - apuntó digna la princesa. - Si no hubieseis sobrevivido, posiblemente yo estaría muerta. Sólo por eso os estaré eternamente agradecida.
Los sombríos rostros de los enanos parecieron iluminarse un instante ante las palabras de Iyúnel. Resultaba extrañamente curioso imaginar a aquellos dos hombrecillos de rostros duros y rudos, de cuerpos pequeños, macizos y compactos, de voces roncas y ásperas, ejerciendo de cuidadores de la joven princesa herida. Si realmente eran hijos de la roca, como ellos decían, su corazón estaba hecho de sentimiento puro.
- No hay nada que agradecer, mi señora - contestó turbado Tóbur. - Somos vuestros humildes sirvientes.
- Pues dejadme devolveros el favor - dijo apresuradamente Iyúnel. - Ideemos un plan para escapar de este horrible lugar. Debemos alertar al resto de pueblos libres. Debemos ayudar a los vuestros y a los míos.
- Sois más terca que las mujeres enanas - ironizó Gorin.
- Nunca fue malo albergar esperanzas, mi señora. Mas como bien dice mi camarada… No podremos salir de aquí. Al menos sin ayuda, y dudo mucho…
Tóbur no pudo concluir la frase porque unas voces y risas guturales, acompañadas por ruido de llaves y bisagras oxidadas inundó los lóbregos pasillos de aquellas estancias.
Iyúnel se giró con brusquedad hacia la puerta enrejada, y vio cómo aparecían unas enormes sombras que ocultaban la exigua luz de las antorchas. Sintió cómo se le aceleraba el corazón, mientras los dos enanos se situaban a ambos lados de ella, erguidos y orgullosos, pese a lo dramático de la situación.
Dos ogros enormes, tanto de altura como de corpulencia, aparecieron por el umbral de los barrotes. Sus pequeños ojillos brillaban con malicia mientras se asomaban y observaban a sus prisioneros.
- Mira - la voz cavernosa y tétrica de uno de ellos hizo que Iyúnel se sobresaltara. - La hembra ha despertado por fin.
- Seguro que Ghrégug se siente complacido - le contestó el otro, con idéntico tono. - Parecía muy interesado en que sobreviviera.
- Va a ser una mascota muy bonita para él.
Ambas moles rieron con ganas ante el pavor que sentía Iyúnel. ¿Qué clase de interés podría tener un ogro en ella? No quería ni imaginárselo.
Con una llave oxidada, uno de los ogros abrió la puerta que chirrió de modo estridente, como quejándose, y ambos guardianes entraron en el calabozo.
- Ponte en pie, mujer - gruñó de malas formas el que había abierto la puerta. - Ghrégug querrá verte.
Los dos enanos dieron un paso adelante, desafiantes y protectores con la princesa.
- ¿A dónde pensáis que vais a llevárosla? - Tóbur alzó el mentón con dignidad y orgullo.
- Eso no te incumbe, hombrecito - respondió el ogro, exhibiendo una sonrisa de dientes amarillentos. - Pronto los dos tendréis que demostrar si merecéis vuestra vida en los pozos de lucha. Por alguna razón a Ghrégug le entretiene veros luchar, y ya sois los últimos que nos quedan.
El ogro extendió su musculoso y enorme brazo y cogió de las muñecas a Iyúnel, tan rápido que los enanos no pudieron hacer nada. Notó la piel áspera y dura como el cuero de las manos del monstruo. Le hacía daño aquella brusquedad, pero su orgullo de princesa le impidió dar muestras de debilidad.
- ¡Suéltala, escoria! - gritó Gorin antes de lanzarse contra el ogro.
El enorme ser se quitó de encima al enano como el que se quita un insecto, apartándolo con desprecio y mirando a Tóbur de forma desafiante.
- ¡Basta, dejadlos en paz! - se revolvió Iyúnel. - No opondré resistencia, pero dejadlos tranquilos.
- No vamos a permitir que os separen de nosotros, mi señora - dijo Tóbur con determinación. - No al menos mientras vivamos.
- No, Tóbur. No lo hagáis. Ya ha muerto mucha gente por mí. No quiero que se derrame más sangre.
Los ogros rieron ante la impotencia de los enanos, que no pudieron reprimir gritos y amenazas contra ellos mientras sacaban a Iyúnel de allí y se la llevaban a través del pasillo tenuemente iluminado. De las otras estancias sólo consiguió escuchar quejidos y lamentos, pero no identificó a nadie debido a la oscuridad que llenaba las pequeñas mazmorras.
Si Iyúnel hubiera tenido que regresar por si sola al calabozo donde se encontraban Tóbur y Gorin no lo hubiera logrado. Atravesó otros pasadizos, enormes escaleras, puertas herrumbrosas y estancias de las que emanaba un olor horrible. Se cruzaron con muchos más ogros, que la miraban con aires de superioridad y desdén. Aún así, la princesa pudo advertir que no eran tantos como ella pensaba. Su marcha a la guerra había los había dejado escasos en número, pero seguramente serían los suficientes como para controlar una pequeña revuelta o conflicto.
No tardó mucho en llegar a una sala mucho más amplia que las demás, de forma circular. De las paredes de roca colgaban pieles y pellejos de quién sabía qué seres, pero lo más grotesco eran las cabezas que estaban clavadas en dicha piedra de forma burda. Había cabezas de todo tipo: Desde orcos hasta otros ogros, enanos, hombres, y otras bestias que se suponían habitaban en el valle de Rumm. Algunas tan sólo eran un cráneo, otras presentaban un severo aspecto de descomposición. Otras, en cambio, eran visiblemente reconocibles, con el gesto de dolor y sufrimiento aún grabado en ellas. Iyúnel tembló al reconocer el rostro de algunos ónunim que la acompañaron, entre ellos mujeres de su escolta personal.
En el centro de la estancia estaba el famoso pozo de lucha, como si la tierra hubiera abierto sus fauces. Tendría una profundidad de unos cinco metros y un radio de unos veinte. Alrededor de él se apiñaban varios ogros que gritaban y coreaban, y de su interior emanaban gritos y voces fatigadas. Debían estar combatiendo dos pobres infelices.
Al final de la estancia había una especie de diván, con cojines enmohecidos y mugrientos, y recostado de medio lado había un ogro monstruoso. Su tamaño era colosal, increíblemente alto y orondo. Parecía que no pudiera moverse, o tal vez no quisiera, pues el diván tenía unas ruedas que servían para moverlo, esta función la cumplían dos ogros que lo arrastraban hasta el pozo para que, el que parecía ser su líder, pudiera ver el juego mortal.
La cara de aquel ogro era espantosa, casi congestionada debido a las grasas de las que era presa su enorme cuerpo, con largos y finos bigotes lacios igual que su escaso cabello, similar a cuerdas o alambres. Sus ojos, igual de pequeños que el resto de sus congéneres, desprendían una maldad y un desprecio hacia toda forma de vida que infundían ciertamente pavor. Un ser que, como supuso Iyúnel, sería todo crueldad.
Cuando el gran ogro se percató que la princesa y sus guardianes estaban allí, alzó la vista de forma casi imperceptible, pues el inexistente cuello y la ingente papada parecían impedir cualquier movimiento de su testa. Levantó una mano y todos los ogros se callaron, sólo rompía el silencio los alaridos de los luchadores del pozo.
- ¡Ah, vaya! - su voz era terriblemente gutural y profunda, casi imposible de entender. - La Princesa del Invierno ha despertado.
A un leve gesto suyo, los dos ogros que la custodiaban se aproximaron más a su jefe, acercando a Iyúnel a escasos centímetros suyos. Ella, pese al pánico que le provocaba aquella monstruosa forma de vida, intentó controlar sus temblores y permanecer lo más digna que podía. Era hija de reyes. Si había que morir, sería sin perder el honor.
- Sois un ser mucho más bello visto de cerca, y más aún estando consciente - rió aquella mole. - Creo que debo presentarme. Soy Ghrégug el Devastador, rey de los ogros del valle de Rumm, y os doy la bienvenida a mi humilde morada. Espero que sea de vuestro agrado, porque pasaréis el resto de vuestros días aquí.
El aliento fétido del que se hacía llamar Ghrégug abofeteó a Iyúnel, que no pudo evitar volver la cara. Uno de los que la sujetaban la agarró del pelo y la obligó a mirarle.
- Os acabaréis acostumbrando, os lo aseguro - continuó Ghrégug. - No deseo vuestra muerte, de verdad. Igual que los hombres tenéis perros, caballos, gatos como mascotas… vos seréis la mía. De modo que os recomiendo que os habituéis a ello rápidamente, o de lo contrario moriréis.
- Quizá muera, o quizá no - soltó Iyúnel sin pensar. - Lo que está claro es que pronto uno de los dos lo hará. Eso lo juro por mi honor.
Los ogros estallaron en carcajadas al escuchar las osadas palabras de la pobre joven princesa. Sus risas hicieron retumbar hasta las entrañas de la caverna.
- Llevaos de aquí a mi mascota y adecentadla un poco - Ghrégug disfrutaba con aquello. - Cuando esté lista, traedla y encadenadla a mi diván. Vamos a ser muy buenos amigos.