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Nuevas en Cárason.

 

 

   - Pido vuestro permiso, mi señor - dijo el heraldo, sin apartar la vista del amplio pergamino que tenía desenrollado entre sus manos, - para proceder con la lectura del parte que nos ha hecho llegar Lord Umphas, Mariscal y Lord Comandante de la Orden del León.

   Dúnel dirigió una mirada nerviosa a su esposa Danéleryn. Había pasado mucho tiempo desde que Lánzolt y Muras habían partido a sus respectivas misiones. Del primero le llegaron nuevas de Lord Údel, informándole que había partido hacia Búrdelon, tras haber acabado con la incursión de krulls que amenazaban Qüénel. Del segundo, no se sabía nada, ni de Muras ni de la Orden del Cuervo Errante.

   - Adelante - asintió el rey de Páravon.

   El heraldo se aclaró la garganta y comenzó la lectura del pergamino.

   - “Mi señor y rey - decía, - tal y como vos me pedisteis, salí con una guarnición de mis mejores hombres en busca de algo que nos pusiera sobre la pista del paradero de Lord Muras y Lord Lánzolt. He de advertiros que no son buenas nuevas las que traigo.

   Llegamos a Búrdelon con las primeras luces del alba, justo cuando una espesa neblina parecía arropar la ciudad, y os confieso que esa imagen ya hacía presagiar que tras sus muros no nos esperaba nada bueno.

   El portón principal estaba abierto de par en par, sin guardias que nos saliesen al paso ni nada parecido, algo realmente extraño dado que Búrdelon se caracterizaba por su férrea disciplina marcial. Con cierta cautela, nos adentramos.

   La primera impresión que tuve era la de estar en una ciudad fantasma. No se escuchaba más ruido que el de los cascos de nuestros caballos contra el suelo. No se escuchaba el repiqueteo del martillo contra el yunque en la fragua, ni el crepitar del los hornos haciendo pan. Ni los niños con sus risas y juegos, correteando de allí para acá. O las mujeres hablando a gritos sobre quién tenía la mejor carne de Búrdelon. Nada. No había vida en la ciudad.

   Con la angustia en el corazón, que me avisaba de lo que estaba por venir, aceleré el paso, buscando un rastro de vida, alguien que me pudiera decir qué había sucedido. No tardé en recibir la respuesta. Por doquier yacían los cuerpos inertes de los caballeros de la Orden del Cuervo Errante. Todos muertos, con un extrañó gesto de horror y dolor en el rostro. Mas quién pudo hacer esa masacre, lo ignoro.

   Con el ánimo encogido, ordené que recogieran los cadáveres y los quemaran en piras funerarias, con sus armaduras y sus espadas, como manda la tradición, hasta que su carne se consumiese. Yo continué la búsqueda de una respuesta ante lo acontecido, pero poco pude encontrar, salvo restos de un incendio en la torre y las huellas de nuestros caballeros. Del enemigo, ni rastro.

   Tampoco hallamos el cadáver de Lord Muras, lo que me lleva a pensar que quizá fue hecho prisionero, en el mejor de los casos, aunque, y tal y como se han sucedido los hechos, yo lo daría por muerto. Pero lo que sí encontramos es una frase escrita en sangre sobre un muro de la maltrecha torre. Vengaré su muerte con mi vida. Lo que me lleva creer que Lord Lánzolt estuvo aquí y que se encontró, muy a nuestro pesar, con el cuerpo sin vida de su amada Lady Kathline. Tampoco hallamos su cuerpo, mas sí lo que parecían ser sus ropas teñidas de sangre.

   Me siento muy desolado al ser portador de tan malas noticias: La caída de Búrdelon y de la Orden del Cuervo Errante, la desaparición de Lord Lánzolt y sus Dragones Rojos, y la muerte de Lady Kathline. No tengo palabras  para expresar tanto pesar.

   Os informo también de que partiré de inmediato para investigar qué fue de la Orden del Dragón Rojo e informaros en cuanto tenga la más mínima información.

   Vuestro fiel servidor:

   Lord Umphas hijo de Eomphas, Mariscal y Lord Comandante de la Orden del León.”

   Cuando terminó la lectura de la misiva, a Dúnel le temblaban las manos. ¡No podía ser! Sus amigos y compañeros. ¿Qué maldición había caído sobre su reino? Sintió la mano de Danéleryn atenazándole el antebrazo, fría como si la sangre se le hubiera congelado. Miró a su esposa, permanecía con los ojos muy abiertos y respiraba con dificultad.

   - ¿Te encuentras bien? - preguntó, aturdido y como si nada de lo escuchado tuviera importancia.

   La reina asintió con la cabeza.

   - Tan sólo me siento conmocionada, eso es todo.

   - Gracias - le dijo Dúnel al heraldo. - Dame el pergamino y puedes retirarte.

   El hombre hizo una reverencia, se acercó para darle la misiva al rey y luego desapareció.

   En completo silencio, Dúnel volvió a leer lo que Lord Umphas había escrito. ¡Debía ser imposible! Se negaba a creer que eso hubiese sucedido. Se mezclaban muchas sensaciones en su interior. Tenía ganas de llorar, de gritar, de maldecir. Ganas de coger un caballo y cabalgar hacia ningún lugar en busca de más respuestas, quizá de mayor consuelo. No estaba preparado para un golpe tan duro. De pronto cayó en la cuenta. Él había ordenado que Muras partiera hacia Búrdelon mientras Lánzolt liquidaba a los krulls.

   - Es culpa mía - musitó de repente. - Yo preparé estas misiones. Es culpa mía.

   Danéleryn se levantó del ornamentado trono y se acercó a su esposo, tomando su rostro entre sus manos.

   - No cargues con la culpa y el dolor a la vez, Dúnel - la voz de la reina sonaba pausada y cargada de comprensión. - Sé que buscas una razón y hasta un culpable de esta tragedia, pero no descargues tu ira sobre ti.

   - Debimos mandar a Lánzolt a Búrdelon, Danéleryn. Erramos en nuestra decisión.

   - Aunque Lánzolt es un guerrero fiero y diestro, no creo que hubiese podido hacer nada. Si Muras no pudo hacer frente a la adversidad, él tampoco lo habría conseguido.

   - Al menos habría muerto al lado de Kathline. Le hemos privado de ello.

   Los ojos de la reina se llenaron de lágrimas al momento, pero se mantuvo firme frente a su esposo.

   - Yo también los quería, Dúnel. No te hagas esto, por favor. No te culpes más, porque tu culpa también es la mía.

   Ambos soberanos, superados por el dolor, se fundieron en un abrazo. Dúnel notaba la respiración entrecortada de Danéleryn, sus sollozos. No iban a encontrar consuelo, tan sólo tristeza y congoja.

   De pronto, algo les hizo olvidarse de las malas noticias. Escucharon de fondo las campanas de las torres cercanas al puerto. Pronto se le unieron el sonido de los cuernos, que ponían la ciudad en sobre aviso. Dúnel hizo un gesto de extrañeza mirando a los ojos a su esposa.

   - Vayamos a ver qué sucede - dijo ella.

   Los dos monarcas salieron al patio de armas del castillo de Brómmel, escoltados por varios caballeros de la Orden del Hipogrifo del rey. En cuanto estuvieron fuera, Dúnel ordenó ensillar dos caballos para la reina y para él.

   - ¿Qué sucede? - le preguntó a uno de los escuderos que sujetaban las riendas de su caballo.

   - No lo sé, mi señor. Tan sólo puedo deciros que han avistado naves acercándose.

   Aquello pilló de sorpresa a Dúnel, pues no esperaba la llegada de ningún barco amigo. Hacía ya tiempo que los elfos de Asuryon habían partido, y no resultaba verosímil que volvieran de nuevo. A menos que las cosas se hubieran puesto peor de lo que ellos creían o intuían. Esperaba que no fuera así.

   Montados en sus caballos, y seguidos por sus caballeros, los reyes de Páravon se dirigieron al Puerto del Hipogrifo, descendiendo por las calles empedradas de Cárason, y atravesando una zona ajardinada de tupido césped. Aún les separaba un pequeño trecho del puerto, pero ya veían las velas blancas y los pendones de gran diseño elaborado de las naves que atracaban en él. Danéleryn dio un respingo al reconocer las enseñas.

   - Elfos - la voz de la reina sonó más bajo de lo que ella hubiera querido. - Han vuelto los elfos.

   - ¿Otra vez? - se extrañó Dúnel. - ¿Y sin avisar? Esto no es nada normal.

   - Tengo un mal presentimiento, Dúnel.

   - Y yo.

   El puerto parecía bullir. Los soldados elfos, con sus doradas y resplandecientes armaduras ya estaban en tierra firme y en perfecta formación. Los guardias de Cárason los rodeaban, mas no era en actitud hostil. Tan sólo formaba parte del protocolo de seguridad de la ciudad. Por muy sabio y bello que fuera el pueblo atelden, su llegada no dejaba de ser demasiado inusual. En las torres del puerto, los pendones con el hipogrifo del rey y el unicornio de la reina parecían rivalizar con los de los elfos. Cuando Dúnel y Danéleryn llegaron, las personalidades élficas ya parecían haber desembarcado.

   - ¿Lo reconoces? - susurró Danéleryn a su esposo, cuando desmontaba del caballo. - Es el paladín. El tal Célestor.

   Dúnel se fijó en la perfecta figura que era Célestor, con el que se había entrevistado tiempo atrás. Acompañándolo, estaban otro elfo de pelo oscuro y porte regio, vestido con una túnica de bordados magníficos y otro que llevaba una venda en los ojos. Pero quizá le llamó más la atención la extraña figura a la que Célestor parecía prestar una atención especial, enfundada en una capa, cuya capucha ocultaba por completo su rostro.

   El paladín y su compañía, al ver a los reyes de Páravon, se inclinaron cortésmente en señal de respeto. Pero el personaje de la capa no se movió ni hizo gesto alguno.

   - Mi señor Dúnel, mi señora Danéleryn - saludó con gentileza el paladín.

   Al tiempo que Célestor presentaba sus respetos hacia los soberanos, llegaron más caballeros, portando el estandarte de la orden del Cisne Blanco que comandaba Lord Cásthiel, un individuo alto, de pelo ondulado y oscuro como lo eran sus ojos. Junto con la reluciente armadura color plata, decorada con motivos que evocaban a las alas de un cisne, caía sobre sus hombros una capa nívea. El casco, que sujetaba en la mano que tenía libre de sujetar las riendas de su caballo blanco, tenía un par de alas de cisne a cada lado color plata también.

   - Vuestro regreso a nuestras costas - dijo Dúnel, haciendo un gesto con la mano a los caballeros recién llegados - es tan celebrado como desconcertante.

   Célestor se acercó a los dos reyes, junto con sus acompañantes.

   - Y hemos de pedir perdón por tan repentina y poco apropiada forma de hacerlo, mi señor. Pero antes de dar las explicaciones pertinentes, me gustaría presentaros a estas personalidades que me acompañan y que serán testigos de vuestra hospitalidad. Mi compañero el invidente es Elebrian, capitán de Los Primeros Espadas Inmortales de la guardia de Vior.

   - Mi señor - saludó cortésmente el elfo que tenía la venda alrededor de los ojos.

   - Este de aquí - continuó la presentación Célestor, señalando al otro elfo de ricas vestimentas - es Celdan, el Ministro y Valido de los Sabios y Videntes de nuestro reino.

   Al escuchar esto, Danéleryn se acercó al llamado Celdan, le cogió la mano y se la besó.

   - Nos honráis con vuestra presencia, mi señor Celdan - dijo la reina, mirándole a los ojos. - Creedme cuando os digo que vuestro nombre y vuestra fama os preceden.

   - Y yo os digo, mi señora Danéleryn de Páravon, que el honor es mío.

   Dúnel se sorprendió al ver al vidente, pues bien sabido era que estos místicos nunca salían de sus tierras. Nunca. Tan sólo en épocas de gran pesar habían accedido a servir de embajadores y heraldos de los reinos élficos. Su poder y su sabiduría eran legendarios incluso entre los propios atelden. Se lo había explicado Danéleryn, una gran conocedora de la cultura élfica. Preocupaba ver al líder de los sabios de Asuryon en Páravon.

   Pero su atención volvió a centrarse en la figura encapuchada, que permanecía inmóvil y expectante. Parecía que Célestor quería obviar su presencia.

   - ¿Y quién es él? - dijo el rey de Páravon, señalando con el dedo al encapuchado. - ¿Y bien?

   Los elfos guardaron silencio. Un silencio que resultaba excesivamente incómodo, desconcertante y tenso. Se cruzaron miradas cómplices que a Dúnel no le sirvieron más que para sentir cierto recelo. ¿Qué ocurría ahí?

   Lord Cásthiel desmontó de su caballo con decisión y desenvainó la espada. Al momento, toda la escolta élfica estaba preparada, con los arcos y flechas prestos para defender a aquel extraño personaje. Los caballeros, al ver la actitud hostil de los atelden, sacaron sus espadas y lanzas. Pero antes de que el mariscal de los Cisnes Blancos se diera cuenta, ya tenía en frente al invidente Elebrian, con su espada entre las manos y en posición de ataque.

   - ¡No! - la voz de Dúnel se elevó por encima del sonido de las armas al desenfundar. - ¡No he dado órdenes en este sentido!

   - Ni nosotros, mi señor - apuntó Célestor, con la mano en el pomo de su espada. - Pero debéis entender que si estamos aquí no es por voluntad propia, sino empujados por hechos crueles.

   - Designios del destino que a todos nos afecta - concluyó Celdan, el vidente.

   - Pues decidle a vuestro compañero que se descubra - la voz de Lord Cásthiel sonó gélida. - Esta no es vuestra tierra. Estáis en Páravon, y si queréis andar libremente por nuestra patria no os guardéis secretos. ¡Vamos, déjanos ver tu rostro, elfo! No quiero ser yo el que te quite la capucha.

   - Antes de hacerlo - amenazó Elebrian, - estarías muerto.

   - Guardad las espadas - aquella orden provenía de Danéleryn, que había permanecido impasible ante la escena, mirando fijamente al encapuchado, como hechizada ante su presencia. - Y tú el primero, Cásthiel. No es precisamente al pueblo atelden al que debemos temer.

   La mirada del Cisne Blanco estaba llena de desconfianza, aún así enfundó el arma igual que el resto de los caballeros. Los elfos hicieron lo propio.

   Danéleryn se acercó a Dúnel y le susurró al oído:

   - Creo que deberíamos buscar un sitio más discreto para hablar con nuestros visitantes. No conviene llamar mucho más la atención.

   El rey frunció el ceño, pero asintió. Si Danéleryn confiaba en ellos, él también debía hacerlo.

   - Acompañadnos al castillo, por favor.

   Durante el corto trayecto hasta el castillo, nadie dijo una palabra. Se respiraba cierta tensión, cierta desconfianza. Dúnel y Danéleryn avanzaban detrás de Lord Cásthiel y sus caballeros; a continuación los elfos, encabezados por Celdan y Elebrian; tras ellos, caminaban Célestor y el encapuchado. El resto del contingente atelden cerraba la marcha.

   No tardaron mucho en volver a cruzar las puertas de Brómmel, entre una gran algarabía de curiosos que se maravillaban ante la repentina vuelta de la gente bella de Asuryon. Dúnel procuró no detenerse al caminar hasta que llegó a la sala del trono, evitando las preguntas indiscretas que ciertas miradas vacilantes amenazaban con hacerle. Danéleryn no aceleró el paso, y se quedó algo más rezagada, al lado de los elfos. Cuando llegaron a la sala, el rey mandó cerrar las puertas a Cásthiel.

   - Ahora podremos hablar en confianza - dijo Dúnel, mirando a los ojos al vidente Celdan.

   - Podremos hacerlo cuando él se retire - Elebrian hizo un gesto con la cabeza en dirección mariscal de los Cisnes Blancos. Resultaba maravilloso que el elfo, pese a su ceguera, estuviera al tanto de cada mínimo movimiento que sucedía a su alrededor.

   - Aquí todos somos iguales, capitán elfo - volvió a intervenir Dúnel. - Podéis confiar en nosotros.

   - Así estaremos en igualdad de condiciones - apuntó con el ceño fruncido Cásthiel. - Sois cinco emisarios ante los reyes de Páravon, no veo razón por la que me tenga que ir, a no ser que mis señores así lo requieran. Además, no soy yo el que se oculta tras una capa de viaje.

   - Cásthiel, vigila tus modales  - intervino Danéleryn. - No hay razón para mostrar hostilidad. No son dueños de sus actos, eso está claro.

   El paladín de los elfos la miró a los ojos. Había algo en su mirada que denotaba más preocupación y ansiedad que ofensa por las palabras del caballero. Algo que atenazaba su corazón. Danéleryn lo presentía, y Dúnel la conocía lo suficientemente bien como para saberlo.

   - No existe ofensa en las palabras de un devoto servidor a sus reyes y su patria - la voz de Celdan parecía envolver toda la sala. - Nadie osaría culpar al caballero de preocuparse por la seguridad de aquellos a los que profesa lealtad.

   Cásthiel pareció calmarse con esas palabras. Asintió con el gesto y relajó la tensión que se dibujaba en su rostro.

   - Podéis estar tranquilos, insisto - ahora era Dúnel el que hablaba. - Nada de lo que hablemos o veamos saldrá de estas paredes.

   - Debéis comprender que no teníamos otra opción - por primera vez, habló el encapuchado. Pero, para sorpresa de los presentes, no era la voz de un varón, si no la de una elfa. - De haberla tenido os juro que nunca os hubiéramos importunado de esta manera.

   Con mucha calma, el desconocido alzó las manos y se retiró la capucha del rostro, dejando ver un bello e incomparable rostro de ojos celestes, una cascada de sedoso pelo dorado que caía por los blancos hombros. Era el ser más hermoso que jamás hubieran visto.

   Cuando Danéleryn observó el rostro de aquella elfa, hincó una rodilla en el suelo. Dúnel se quedó blanco. No entendía nada, hasta que la reina, turbada por la emoción, pronunció las siguientes palabras:

   - Su Alteza Real la Reina Imperecedera de Asuryon. Mi señora Élennen.