16
Atravesando Onun.
Aunque ya se habían alejado bastante, la Muralla se seguía viendo en la distancia. Firme, vigilante, majestuosa. Férrea e infranqueable como la imperturbable defensora de Cáladai que era. Lúdebrand no dejaba de volver la vista atrás para mirarla una y otra vez, maravillado de aquella magnífica obra del hombre, aquel portento que daba la bienvenida a cualquier enemigo intimidando. Maldijo que Onun no estuviera al otro lado de la Muralla.
Tal y como había solicitado, el comandante Thódred había preparado una partida de exploradores para que acompañaran a Lúdebrand en su camino por Onun. El capitán Morthorn, Arthan y Lúmpher el Cazador fueron los elegidos para tal cometido, más guardianes no harían falta pues supuestamente Onun estaría casi desierto tras el éxodo de sus gentes buscando el amparo de Cáladai, y la guerra aún no habría llegado más allá de la Garganta Negra o de la Mazmorra de Cristal. Tampoco es que fueran a combatir o a enviar refuerzos a los ónunim, simplemente marchaban en busca de respuestas e información. Quizá eso bastase para saber cuál debía ser el siguiente paso a dar antes de que la desolación de la guerra se extendiera más allá de cualquier frontera. Pero Lúdebrand tampoco estaba muy seguro de qué iba a encontrarse, ni por dónde empezar a buscar, y lo más significativo era que sabía que lo que en Onun hallase no le gustaría en absoluto.
La partida de exploradores llevaba sendos macutos cargados de provisiones, pieles para combatir el frío y demás enseres necesarios para la dura marcha que les esperaba. También se equiparon con espada, arco y carcaj repleto de flechas. Nunca se sabía dónde podían esconderse la amenaza y el peligro. Las capas de viaje eran de piel, pesadas, incómodas de llevar, pero frente al gélido viento del norte eran el mejor aliado.
- ¿Dónde queréis ir primero? - le preguntó Morthorn. Durante el largo trecho que llevaban recorrido nadie dijo ni una palabra. Lúdebrand comprendió que los Guardianes del Huargo Blanco eran gentes muy reservadas y poco dadas a conversaciones animadas y amenas.
- Deberíamos dirigirnos a Ánquok - contestó elevando la voz por encima del siseo del viento. - Es lo que tenemos más cerca y allí encontraremos cobijo.
- ¿Qué buscáis ahí? - preguntó Arthan.
- Realmente nada. No creo que ningún ónunim se retirara a las murallas del Palacio de Hielo para defender su tierra. Plantarán cara intentando alejar lo máximo posible al enemigo de su capital. Si Ánquok cae, Onun caerá.
- Entonces debemos pensar que Onun ya ha caído - la voz de Lúmpher era áspera como una lija. - La princesa ha caído, sus habitantes están en vuestra ciudad, en Daroir, y el rey y su heredero luchan más al norte.
- He dicho que ningún ónunim se arriesgaría a defender Ánquok en sus proximidades.
- Ya, claro… Dejar vacía la ciudad es la mejor estrategia para defenderla, en caso de que las cosas se tuerzan y la balanza se incline a favor de sus enemigos.
Lúdebrand se puso tenso.
- ¿Qué quieres decir, Lúmpher? ¿Qué ya dan Onun por perdido?
El Cazador no respondió, se limitó a mirarlo de soslayo. Aquel hombre ponía nervioso al conde.
El tiempo parecía ir empeorando por momentos. El viento se convirtió en un auténtico suplicio, golpeando con fuerza a los cuatro hombres que se arrebujaban en las gruesas pieles de viaje. Para colmo, comenzó a caer una cellisca bastante molesta, las finas gotas de aguanieve eran como pequeñas agujas frías que se clavaban en los rostros de Lúdebrand y los guardianes. Continuar avanzando era una tarea harto complicada.
- Buscaremos refugio en las montañas - les indicó Morthorn. - Pronto caerá la noche, debemos descansar.
Buscaron el amparo de las Cumbres Heladas, con bastante suerte ya que no tardaron mucho en encontrar una pequeña cueva de poca profundidad. Ahí establecieron su campamento. Tardaron bastante en encender una fogata, ya que toda la leña que encontraban estaba mojada a causa de la lluvia y la humedad, pero consiguieron ramas finas y secas que se hallaban dentro de la cueva.
- Yo haré la primera guardia - dijo Morthorn, una vez se acomodaron. - Después Lúmpher, Arthan y por último vos, mi señor conde.
Lúdebrand asintió. Se sentía un poco extraño, rodeado de aquellos rudos y bravos soldados que parecían haberse forjado en el mismo infierno. Se sentía fuera de lugar, menospreciado por ser un noble de Cáladai, y quizá tenían razón. Se embozó entre las pieles y trató de dormir, tumbado en el frío suelo de piedra, pero le era muy difícil. Daba una vuelta, luego otra más, intentando encontrar una postura cómoda, mientras Lúmpher roncaba y dormía a pierna suelta. Finalmente se incorporó y se acercó a las trémulas llamas de la fogata.
- Deberíais descansar, mi señor - le sugirió Morthorn, mientras afilaba su espada con movimientos calmados y metódicos.
- Sí, debería pero no puedo. No estoy acostumbrado a dormir sobre la roca mientras el frío me cala los huesos.
- Ya veo.
- Por lo que veo, vosotros no tenéis problemas al respecto - Lúdebrand señaló a Lúmpher, que seguía durmiendo plácidamente.
- Es la costumbre, mi señor. La Muralla nos hace ser como somos.
Las respuestas de Morthorn eran tan frías como la hoja que estaba afilando. Lúdebrand estuvo tentado de preguntarle qué efecto tenía Dür Areth sobre ellos como para hacerlos así de hoscos, pero prefirió guardar silencio y evitar una polémica innecesaria. Aunque, por la mirada que le lanzó el capitán de los guardianes, parecía que le había leído el pensamiento.
- ¿Creéis que servir en la Guardia del Huargo Blanco es un trabajo fácil, algo menor en comparación con los flamantes Caballeros de Plata? ¿O con la Hermandad de la Luna Escarlata?
- Jamás pensaría una cosa así.
- Y si lo hicierais, no os culparía por ello - enfundó la espada y se guardó la piedra de afilar en el macuto. - Somos una vieja y hastiada guardia, vestigios de un tiempo mejor donde éramos los favoritos de los reyes de Cáladai, donde marchábamos a la guerra con grandes huargos que nos hacían más temibles que a ningún otro mortal. La envidia de todo Cáladai.
Por lo que Lúdebrand intuyó, Morthorn se conocía muy bien la historia de la Guardia del Huargo Blanco. Lo contaba con pasión, casi como si él lo hubiera vivido. Hasta el conde hubiera jurado ver cómo le brillaban los ojos a cada palabra que pronunciaba.
- Yo creo que en Cáladai se valora vuestra dedicación en la defensa de…
- Pues yo creo que eso no es así, mi señor. Escasos somos, y cada vez va resultando más complicado reclutar hombres para servir en Dür Areth. Somos los despojos de Cáladai.
- No hables así. No deberías decir esas cosas.
- Soy realista, simplemente. Todos tenemos un duro pasado en esta guardia. Arthan, por ejemplo - señaló al maestro de armas que dormía acurrucado entre las pieles, - era hijo de un rico mercader de Theadurion. Cuando su padre murió, los sabios consejeros de nuestro señor regente decidieron expropiarle los negocios por el bien público. A él y a su familia les dieron una compensación económica irrisoria, y pronto cayeron en la más absoluta de las ruinas. Intentó entrar en la Hermandad de la Luna Escarlata, la guardia de la ciudad, pero lo rechazaron por ser ya muy mayor. Su madre murió pocos meses después, y él pidió voluntariamente ingresar en los Huargos Blancos.
Lúdebrand no pudo evitar dirigirle una mirada de compasión a Arthan, que dormía ajeno a la conversación.
- Lúmpher, por otro lado - continuó Morthorn con el relato, - era un rastreador y cazador consumado. Siempre se requerían sus servicios cuando las bestias más abominables salían de sus cubiles. Se jacta de haber matado a orcos, ogros, trolls, gusanos de ghágnar, huargos… Cualquier engendro que podáis imaginar estaba perdido cuando Lúmpher y sus tramperos les seguían el rastro. Una vez, un gran caballero de Páravon requirió de sus servicios para acabar con un krull especialmente astuto que atemorizaba la ciudad. Según se decía, era el jefe de un gran rebaño de krulls. Algunos le llamaban Izhkad, una bestia portentosa, negra como los ojos de las tinieblas. Lúmpher y los suyos le siguieron el rastro hasta el mismo corazón del bosque de Drawlorn, donde cayeron en una emboscada. Todos murieron, a excepción del Cazador, que consiguió escapar, no sin antes llevarse un bonito recuerdo del maldito Izhkad - al decir esto último, Morthorn se dibujó de forma invisible una cicatriz en el ojo, haciendo alusión a la que Lúmpher tenía.
- ¿Por eso se enroló en la guardia?
- ¿Quién quiere contratar a un tuerto que escapó como un cobarde de las garras de lo krulls, mientras que los suyos morían cruelmente? La gente es muy mal pensada, mi señor. Lúmpher dejó de ser el Cazador más respetado para convertirse en un borracho medio loco, hosco y grosero. Seguro que a día de hoy le está agradecido al comandante Thódred de que le sacara de aquel abismo.
- ¿Vuestro comandante?
Morthorn asintió.
- Nuestro señor Thódred fue, tiempo atrás, un gran soldado en la guardia de Griäl. Era un Caballero de Plata, y de los más reputados, según se comenta. Tal era su valía que llegó a ganarse el favor del propio Átekor, difunto padre del actual regente. Combatió en muchas ocasiones a su lado, dando lo mejor de sí mismo para su señor regente y para Cáladai. Estoy seguro que, a día de hoy, hubiera sido el mejor mariscal que hubieran tenido en Griäl.
- ¿Qué fue lo que le sucedió?
Morthorn se cubrió con las pieles casi hasta la nariz.
- Thódred tenía mujer y dos hijas, las amaba por encima de todas las cosas. Hay quien dice que siempre llevaba colgado del cuello una pequeña estrella de seis puntas, que perteneció a su esposa y que ella se la cedió cuando se marchó a combatir con Átekor. Siempre las tenía presentes, incluso yo creo que las sigue teniendo en su corazón, a pesar de todo.
- ¿Murieron? - Lúdebrand formuló la pregunta deseando encontrarse con otra respuesta.
- No. Lo que Thódred encontró a su regreso de las largas campañas militares en las que se embarcaba Átekor fue mucho peor. Había pasado más de tres años fuera de su hogar, matando orcos y enemigos de Cáladai, una causa noble y justa. Pero se olvidó de que la mayor causa por la que puede luchar un hombre es por su propia familia. Ella le dio por muerto y sus hijas, que eran prácticamente bebés cuando el partió, no tenían recuerdo alguno de su padre. Cuando Thódred regresó se encontró con dos extrañas como hijas y una mujer que había encontrado el consuelo y el cariño que él no les había proporcionado en brazos de otro hombre. Sobra decir por qué se marchó de Griäl y eligió este exilio que vivimos en la Muralla.
Eran unas historias demasiado tristes para el gusto de Lúdebrand. Sabía de lo que algunos llamaban la marginalidad de los Guardianes del Huargo Blanco, pero ignoraba que detrás de aquellos hombres adustos y huraños existieran tales dramas. Ahora comprendía por qué la gente con una vida cómoda y plácida no se decidía por servir en Dür Areth. Sólo aquellos que lo han perdido todo no temen no ganar nada.
- ¿Así fue como conoció a Lúmpher? - el conde se sentía atrapado por aquella historia.
- Lo conoció en una taberna de vuestra ciudad, en Daroir. Estaba borracho como un tonel de cerveza y se había metido en algún tipo de problema, por lo que pudo intuir Thódred, ya que tres tipos intentaban sin éxito dar su merecido al Cazador. Nuestro comandante, al ver el arrojo de aquel borracho que no se dejaba amedrentar por tres adversarios, salió en su defensa. Cuando estuvo sobrio, lo convenció para que lo acompañara a la Muralla.
- Son historias muy infaustas. Nadie merece tanto dolor en su corazón.
- El destino es cruel y caprichoso con algunas personas, mi señor. Yo digo que lo hace para que no nos quedemos sin soldados - esbozó una débil y lacónica sonrisa.
- ¿Y qué me dices de tu historia, Morthorn?
El joven capitán de los Huargos Blancos miró al frente. Las titilantes llamas naranjas de la fogata hacían que sus ojos brillaran con intensidad.
- Un hombre humilde y sensato nunca habla de sí mismo, mi señor. Nuestro mayor enemigo es nuestra propia vanidad.
Hubo un momento de largo y tenso silencio, donde Morthorn cogió un palito y comenzó a remover las ascuas del fuego para avivarlo. Lúdebrand intuyó que la conversación había terminado, de modo que se dio media vuelta e intentó dormir hasta que le despertaran para hacer su turno de guardia.
Aunque le costó un poco, logró conciliar el sueño con ayuda del propio cansancio que acumulaba. Cuando Arthan le despertó aún estaba todo oscuro, y la luna trazaba una sonrisa de plata que parecía rasgar la noche. El guardián le dijo que iba a adentrarse en la espesura del monte, en busca de alguna pieza.
- ¿No tenemos provisiones de sobra? - le preguntó Lúdebrand, frotándose los ojos y bostezando.
- Las tenemos, mi señor. Pero mientras podamos contar con otros recursos, es mejor no tocarlas.
Acto seguido, se colgó el carcaj y tomó su arco, se colocó la capucha de su capa y al poco desapareció en la negrura de la noche. Lúdebrand se quedó sólo, la compañía de Morthorn y Lúmpher que dormían acurrucados y embozados en sus pieles no la contaba. Se acercó al fuego que aún se mantenía vivo para intentar entrar en calor rápidamente. En aquella quietud, en aquella oscuridad y silencio que envolvían al conde, todos los pequeños sonidos se intensificaban y parecían ser más de lo que realmente eran. El ulular de los búhos, el crujir de las hojas secas al moverse alguna pequeña alimaña invisible para ojos inexpertos, un batir de alas de un ave nocturna, el aullido lejano de los lobos, el susurro del viento… Todo sonido parecía estar dispuesto a inquietar a Lúdebrand, que desenvainó la espada apoyándola sobre sus muslos, con el puño crispado en el pomo. Sabía que si los guardianes le veían en aquella actitud sería el blanco de sus burlas, pero estaba demasiado tenso como para fingir plena confianza.
La guardia se le hizo pesada y tediosa, hasta que se empezó a dibujar una fina franja naranja entre las montañas, anuncio que el sol estaba a punto de aparecer. El conde se levantó trabajosamente, con las rodillas anquilosadas de haber estado todo el tiempo con las piernas cruzadas y sentado. Justo en ese instante apareció Arthan con tres aves. El guardián se las arrojó a Lúmpher, que saltó como un resorte, sobresaltado, con una daga en la mano y su único ojo sano fuera de sí.
- Ya que te has despertado, despluma las piezas - ironizó Arthan. El Cazador dio como única respuesta un bufido.
Desayunaron las piezas cazadas y, aunque Lúdebrand no estaba acostumbrado a comer a esas horas tan copiosamente, agradeció el bocado jugoso y caliente de las aves. Les quedaba aún un trecho hasta llegar a Ánquok y más les valdría coger fuerzas, dado el mal tiempo. Tras haber llenado el estómago, los tres guardianes comenzaron a borrar todo rastro de su paso por aquel lugar. Parecían tan metódicos y tan cuidadosos que Lúdebrand llegó a temer que alguien los estuviera siguiendo. Pero era del todo imposible, la Muralla les guardaba las espaldas. El peligro era otro, y ellos se dirigían hacia él.
Retomaron la marcha una vez terminaron de eliminar el rastro. El viento continuaba siendo gélido y un manto de nubes grises ocultaba el cielo en su totalidad. Ni siquiera los rayos del sol podían abrir una pequeña brecha en ellas. Al menos no llovía, de modo que consiguieron avanzar a buen ritmo. La mayoría del trayecto fue en silencio, como venía siendo costumbre, y tan sólo lo rompían cuando consultaban el mapa y comentaban la mejor ruta para seguir. Lúdebrand tampoco es que tuviera mucho que decir. Se dejaba guiar por aquellos avezados exploradores y asentía a cada propuesta de camino que hacían. La mente del conde únicamente parecía ocuparse de las dramáticas vidas de sus compañeros. Sintió una profunda pena por todos y cada uno de ellos, pero de igual forma también sintió mucho respeto y admiración. Tras unas vivencias tan azarosas debieron tener una voluntad de hierro para no sucumbir al dolor como hubiera sido lógico. Estaban hechos de una pasta especial, no cabía duda de ello.
El paisaje que los acompañó durante toda la marcha era precioso. Lúdebrand jamás había estado en Onun, y siempre había supuesto que Daroir guardaría cierta similitud con el reino vecino dada la proximidad. Pero lo único que tenían en común eran las grandes montañas, las Cumbres Heladas que hacían honor a su nombre. Buena parte de ellas estaba cubierta de un manto blanco de nieve que no disimulaba lo escarpado de ellas. Se elevaban majestuosas, dignas como gigantes y más ancianas que la propia tierra que pisaban. Delante de ellos, se extendían los prados verdes salpicados de nieve y escarcha, las zonas boscosas típicas de Onun, riachuelos y arroyos. Era un regalo para la vista. Lúdebrand pensó que no se podía permitir que la guerra arrasara aquel bello lugar. No debían permitírselo.
Al poco divisaron los muros de Ánquok, la capital de Onun. La ciudad parecía un fantasma enorme y blanco sumido en una extraña melancolía que contagió al conde de Daroir. En lo alto de la ciudad, el Palacio de Hielo, hogar de los soberanos de Onun, les observaba como el que agradece una inútil pero bienintencionada visita. Pese a que la ciudad estaba desierta, las puertas que la guardaba permanecían cerradas, signo de la voluntad del pueblo ónunim de nunca rendirse. Les llevó un largo rato encontrar un lugar por el que acceder. Tuvieron que escalar la parte más baja de sus murallas, con cuerdas y ganchos, para acceder al interior de Ánquok. Una vez dentro, observando las casas y edificios completamente vacíos, la ausencia de vida, el silencio que lo impregnaba todo, Lúdebrand no pudo contener un escalofrío. Si aquellas gentes habían abandonado su ciudad, sus hogares, era porque algo realmente grave estaba pasando o a punto de pasar.
Los cuatro compañeros recorrieron gran parte de la ciudad y llegaron a subir hasta el Palacio de Hielo sin encontrar nada. No había signos de vida, de modo que el enemigo aún no había logrado su objetivo. Onun continuaba siendo libre. Aún ondeaban al viento sus estandartes, y las casas no habían sido violentadas por culpa del saqueo. Había esperanza en aquella soledad y desamparo.
- ¿Deseáis que sigamos peinando la ciudad, mi señor? - le preguntó Morthorn antes de que cayera el sol.
- No es necesario, capitán. Ánquok está vacía. Repongamos fuerzas y durmamos calientes en alguna de estas casas. Cuando nos recuperemos continuaremos hacia el norte.