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El Bosque de Thanan.

  

 

   Thanan era un lugar mágico y misterioso a la par. El hogar de los elfos silvanos, los punielden, crecía justo al norte del reino de Páravon, justo en la frontera que lo separaba de las frías y yermas tierras de Mezóberran. Un lugar reverenciado y temido por muchos, donde nadie se atrevía a adentrarse por temor a los espíritus del bosque que allí moraban. Cuantos para asustar a los niños, se dijo Muras una vez hace ya demasiado tiempo. Ahora comprendía la verdadera naturaleza de Thanan, y sabía que la realidad superaba con creces a cualquier historia de esas que contaban las viejas de las aldeas de Páravon.

   Había llegado allí huyendo de los Señores de las Sombras, aquellos seres que no pertenecían al mundo terrenal, y desde entonces su vida cambió. Los punielden le tomaron como prisionero una vez consiguieron espantar a los espectros, algo que Muras no acabó de entender pues lo que los habitantes de Thanan solían hacer con los intrusos era matarlos. Hubo un momento en el que no se sintió cautivo, más bien un huésped de aquellos elfos que parecían salvajes. Quizá ellos sí que lo admitían, y tal vez lo protegerían de los espíritus del bosque, tales como las driades, que sí que parecían hostiles con él. Pero la realidad era otra. Los punielden lo consideraban un invasor, un intruso que merecía un castigo ejemplar por haber sido tan insolente como para entrar en sus dominios. Matarlo hubiera sido demasiado rápido y fácil. Tenían que ajusticiarlo.

   Por eso lo llevaron ante los Señores y Soberanos del Bosque: Éreborn, Señor de las Bestias y la Caza, y Elwen, Dama de Árboles y el Viento. Muras jamás olvidaría cuando los vio por primera vez. Él representaba la parte guerrera de los punielden, ella la parte mística. Tan sólo Elwen se dirigió a él en lengua común, hasta ese momento el caballero no había entendido nada de lo que los elfos silvanos le decían o hablaban entre ellos. Y lo hizo para no sólo perdonarle la vida, sino que le otorgó el privilegio de permanecer entre ellos, de aprender de todo cuanto le rodeaba. No era una propuesta, era una obligación. Si Muras hubiera preferido dejar atrás Thanan lo hubieran ejecutado allí mismo.

   Sin saber muy bien cuál era el motivo para que los punielden se fijaran de aquella manera en él, sin conocer qué cualidad le habían descubierto, le asignaron un maestro para descubrirle los secretos de Thanan. La encargada fue una de elfa de aquellas que luchaban con dos espadas y que parecían danzar mientras lo hacían, una de aquellos guerreros que se pintaban la cara con motivos tribales. La elfa tuvo que aceptar a regañadientes los deseos de sus señores, pero no mostró el menor aprecio por el miserable mortal. Muras no había conocido a un ser tan maravilloso nunca. Tenía el pelo del color del fuego y los ojos azul como el cielo. Tardó tres días en descubrir su nombre, ya que ella se negaba a decírselo argumentando que no era un dato ni necesario ni importante como para que él lo supiese. Varya, se llamaba. Desde entonces todo cambió.

   En Thanan el concepto del tiempo era muy relativo. Las horas podían pasar rápidas como minutos y los minutos lentos como horas. Todo parecía girar en torno a las necesidades de sus habitantes. Un misterio y una maravilla más para que Muras descubriera.

   De la mano de Varya, aprendió a comunicarse con los punielden en su mismo idioma, sorprendiéndose a sí mismo hablando en élfico con quienes le rodeaban, entendiendo y haciéndose entender. Aprendió a usar la espada no como un burdo soldado de los reinos mortales, ahora se movía como los elfos silvanos. Su mentora no permitía ningún fallo y no le concedía ventajas por ser humano, al contrario. Cada vez era más exigente en lo relativo a cuestiones de idioma y de combate.

   Cuando fue ganando soltura con el acero y fluidez con el élfico, Varya le habló de los espíritus que moraban en el bosque, aquellos que un día les permitieron a ellos morar en Thanan y convivir con ellos. Las driades eran las más numerosas y peligrosas que existían. Bajo aquella apariencia de damas delicadas y bellas residían almas negras y violentas muy difíciles de controlar. Muchos punielden habían muerto creyendo que dominarían a las driades de Dryza. Poco a poco fueron comprendiendo que debían respetarse mutuamente y evitar soliviantar a estos seres. Dryza también cedió, concediéndoles su favor a los elfos, aunque nunca había dejado de ser recelosa y poco comunicativa con ellos.

   Otros espíritus que habitaban en Thanan eran los dendriántropos, u hombres árbol. Eran mucho más calmados y dóciles que las driades, y difíciles de ver. Muchos de ellos se confundían con los propios árboles del bosque, y así permanecían hasta que se despertaban y comenzaban a moverse, y esto no sucedía a menos que sintieran que su hogar estaba en peligro o era invadido. Una vez despiertos eran el enemigo más letal y terrible que se podía imaginar, auténticos baluartes y bastiones en movimiento que no se detenían hasta acabar con cualquiera que amenazase su bosque. Burthum era el dendriántropo más viejo de todos, quizá el ser más antiguo de todo Thanan. Muras sólo lo había visto una vez desde que estaba allí, y observó cómo él solo liquidaba a unos cuarenta krulls antes de volver a perderse en la espesura del bosque y sumirse en uno de sus dilatados sueños.

   Así fue pasando el tiempo en Thanan, entrenamiento y conocimiento, hasta que un día Varya apareció con una armadura negra como la noche que había mandado hacer para él. Había llegado allí como un cuervo errante, ahora era parte de ellos, parte de Thanan. Era un caballero fantasma. La gratitud que Muras sintió hacia Varya no fue nada en comparación con los sentimientos que la elfa había despertado él. Y aquello parecía ser recíproco, y que una noche, tras abatir a un rebaño de krulls que pretendían cruzar el bosque, la punielden le besó furtivamente. Desde entonces, jamás se separaban.

   No sabía muy bien cuánto tiempo llevaba allí, todo era ambiguo y relativo en lo referente al paso de las estaciones. Le parecía demasiado, incluso estaba llegando a olvidar quién era, de dónde venía y cuál era su naturaleza. Hasta ese día. Cuando puso sus ojos en Danéleryn en los caballeros de Páravon, algo se le removió en las entrañas. Los durmientes recuerdos de su hogar volvieron a despertarse y a asaetearlo sin piedad. Estaba en Thanan porque había fallado como caballero, como servidor de sus reyes. La imagen de Búrdelon asolado por los no muertos y los Señores de las Sombras volvió a aparecer, pero nada lo atormentaba más que el rostro de Kathline, moribunda y agonizante, instantes antes de que él la abandonara para salvarse. Danéleryn sólo había traído consigo a los elfos de Asuryon, también traía muchos malos recuerdos.

   - Llevas demasiado tiempo entre nosotros para que la presencia de una mujer mortal te turbe de esta manera - le dijo Varya, sin que él lo esperase. Estaba absorto mirando las aguas en movimiento de río Élbor, que cruzaba el bosque.

   - Su presencia aquí me ha hecho recordar - Muras volvió a posar sus ojos en el río.

   - Tu pasado no debería atormentar a tu presente.

   - Eso es fácil decirlo, pero no ponerlo en práctica.

   La elfa le cogió de la barbilla e hizo que girase la cara para mirarla.

   - No le debes nada.

   - Antaño fue mi reina.

   - Y ahora es una prisionera.

   Muras sonrió con desgana.

   - Eso no cambia las cosas.

   - No fue ella la que te salvó de los Señores de las Sombras cuando penetraste en Thanan - Varya parecía molesta, - como tampoco fue ella la que te otorgó una segunda oportunidad para convertirte en lo que hoy eres.

   - ¿Y qué es lo que soy Varya? Un recuerdo vago en la mente de mi pueblo, un fantasma que se aparece en mitad de la noche cuando alguien osa acercarse a las lindes del bosque. Eso es lo que soy.

   - Para mí eres mucho más que eso - se puso de puntillas y le besó en los labios suavemente.

   Muras había querido luchar contra sus propios sentimientos, ya que conocía las consecuencias que podría tener para Varya regalarle su amor. Pero no tenía las fuerzas suficientes como para hacerlo y se rindió al deseo y la atracción, igual que hacía la bella elfa. Había oído tantas historias sobre el amor entre mortales y elfos… Pero ahora no tenía tiempo de pensar en aquello.

   - ¿A dónde los llevarán? - le preguntó.

   Varya volvió a torcer el gesto, contrariada.

   - Los llevan ante los Señores del Bosque.

   - ¿Ante Éreborn y Elwen? - Muras abrió los ojos desmesuradamente. - ¿Cómo es posible?

   - La presencia de Élennen, Reina Imperecedera de Asuryon, y del paladín real Célestor juegan a favor de ellos. Tampoco debemos olvidar que nosotros nunca mataríamos a uno de los nuestros, aunque sean atelden. Somos elfos, y la sangre élfica no ha de ser derramada como lo fue antaño. El vidente que acompañaba a Élennen ha muerto a manos de Dryza, se merecen ser escuchados - sus ojos azules se empequeñecieron y un brillo lleno de rencor brotó de ellos. - Tu reina mortal tiene suerte de verse acompañada de ellos, de lo contrario ella y sus caballeros ya estarían muertos.

 

 

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   - ¿Es necesario que nos escoltéis apuntándonos con flechas? - Danéleryn habló en élfico para asegurarse de que sus captores la entendían. Frunció el ceño al encontrarse con la callada como respuesta.

   Los habían retenido una noche y un día en Thanan, como si fueran prisioneros, alegando que no podían ir más allá del bosque, que habían violado sus fronteras, y que ahora deberían ser juzgados. Aquello desconcertaba a Danéleryn, pues entre los prisioneros de los elfos silvanos estaban tanto Célestor como la propia Élennen, eso sin mencionar al resto de atelden que los acompañaba. Ella era una simple mortal, como sus caballeros, y comprendía que la retuvieran allí, que la viesen incluso como una enemiga, una intrusa. Pero hacer prisioneros a los de su propia raza no lo comprendía. La naturaleza de aquellos elfos de los bosques parecía ser muy distinta a la de sus parientes de Asuryon, y aquello no la tranquilizaba en absoluto. ¿Habría sido un error llegar hasta allí? ¿Y si en lugar de ayudar a Élennen la había conducido a un destino más incierto y oscuro? Aquella situación la frustraba.

   Los atelden, por su parte, permanecían mucho más tranquilos que ella y sus caballeros. Era como si asimilaran y entendieran que aquello era del todo normal, que cumplía con lo esperado, y no protestaban ni hablaban entre murmullos sobre las rudas formas y la poca hospitalidad de sus anfitriones. Célestor, particularmente, permanecía en completo silencio, pendiente en todo momento de Élennen, que quizá fuera la que parecía más alicaída de todos ellos. Cuando Danéleryn le preguntó  si su pesar venía de su afección, ella contestó que no. Lloraba en silencio por la inesperada muerte de Celdan, el Valido de los Videntes. Era un apoyo para ella, y en muchos aspectos su guía. Ahora ya no estaba y Élennen  temía verse perdida en un mar de dudas. Danéleryn no supo muy bien a qué se refería con ello, pero no quiso seguir insistiendo.

   Al atardecer del siguiente día, el punielden del gran arco que había tomado partida en la matanza de los krulls, en las lindes del bosque, fue a buscarlos. Pidió hablar con Célestor, lo hizo en voz baja, intentando que nadie se enterase de la conversación. Cuando se hubo ido, el paladín anunció que los llevarían ante los Señores del Bosque aunque no sabía muy bien con qué finalidad. Aquello no tranquilizaba. Poco después, una escolta de punielden venían para escoltar a Élennen, Célestor y a ella.

   - Sigo sin entender cómo son capaces de apuntar así a su reina - refunfuñó Danéleryn en común mientras continuaban caminando por los laberínticos senderos de Thanan. - Es una locura.

   - Lo hacen porque para ellos no es su reina - dijo Célestor firmemente, frunciendo el ceño. - Sus señores son aquellos a los que nos van a presentar. Su lealtad y su respeto es para con ellos, no con nosotros.

   - Pero sigo sin comprender. ¿Acaso no sois parientes, por así decirlo? ¿No sois el mismo pueblo?

   - ¿Y acaso no lo son los elfos oscuros? - Célestor la miró de soslayo. - Mi señora, no cometáis el error de creer que todos los elfos somos iguales, como tampoco lo son los hombres. Cada individuo es libre de elegir los senderos a seguir.

   Danéleryn se encogió de hombros, poco convencida con las palabras del paladín, y volvió su mirada a Élennen. La reina atelden estaba más seria que de costumbre, con un semblante tenso que mostraba las inquietudes y preocupaciones que estaba soportando en silencio.

   - ¿Os encontráis bien, mi señora? - le dijo tomándola de la mano. Estaba fría.

   Élennen esbozó una dulce sonrisa y asintió con el gesto.

   - Es sólo la tristeza por la pérdida de Celdan, como ya os dije. Eso sólo y nada más.

   Mentía, Danéleryn lo intuía. Pero aquel no era el mejor momento para insistir en tales cuestiones, menos aún delante del bravo Célestor, al que se le notaba que su preocupación por su reina iba en aumento.

   Los condujeron hasta el mismo corazón del bosque, donde se extendía un inmenso claro tan grande como un patio de armas de una fortaleza. En él, varios punielden iban y venían, lanzando miradas llenas de recelo a los tres prisioneros. En el centro, se elevaba un árbol enorme de gruesa corteza gris y una copa tan grande y poblada que daba sombra a todo el claro. A Danéleryn se le escapó una ahogada exclamación al ver semejante árbol. Era tan alto como una torre de astrología y su perímetro era como el de un gran edificio. A simple vista, podría alojar en su interior a varios centenares de punielden. Sus raíces eran tan gruesas y tan grandes que formaba puentes y arcos que daban a pequeñas puertas que accedían al interior del tronco. Mientras aún se maravillaban con aquel árbol, el elfo del arco blanco se les acercó.

   - Este es Punibethlín, nuestro Árbol Sagrado - anunció. - Hogar de Éreborn y Elwen, los Señores del Bosque. Ahora os presentaremos ante ellos y decidirán vuestra suerte.

   Danéleryn apretó los labios hasta convertirlos en dos delgadas líneas carmesí. Observó cómo Célestor le mantenía la mirada al elfo silvano hasta que este la retiró.

   - Adelante - los invitó a que lo acompañaran con la mano.

   Subieron unas escaleras naturales hasta las puertas que se hallaban en el enorme tronco y entraron en su interior. Como era de esperar, estaba hueco formado por pilares naturales similares a hermosas columnas de madera, bellamente talladas con motivos florales y runas élficas. Justo en el centro, se elevaba una gran escalera espiral que ascendía a lo largo de sus cuatro niveles. Cada uno de estos correspondía con una sala con estancias a los lados. El último nivel correspondía al salón del trono, un espacio circular alrededor del tronco, cuyo grosor se había ido estrechando a medida que ascendían. El techo lo constituía un manto de doradas hojas que se trenzaban de manera natural, dotándolo de un aspecto compacto y firme. Sobre un podio reposaban dos tronos de madera, cuyo trabajo en la talla era magistral, correspondientes a los Señores del Bosque, que aún no estaban allí.

   - ¿Y para esto tantas prisas? - le soltó Danéleryn al elfo del arco en su idioma. Él se limitó a mirarla de soslayo.

   - Espero que en nuestra ausencia vuestra hospitalidad no merme con los nuestros - le dijo Célestor clavándole esa mirada suya tan profunda.

   - Nos ocuparemos de que los atelden estén bien - se limitó a decir el punielden.

   - También los caballeros de Páravon.

   El elfo silvano enarcó una ceja y asintió de mala gana.

   - Todos gozarán de la hospitalidad del pueblo punielden - aquella voz profunda venía de detrás suya.

   Cuando Danéleryn y los atelden se giraron vieron por primera vez a los Señores del Bosque: Éreborn, Señor de las Bestias y la Caza, y Elwen, Dama de Árboles y el Viento. Danéleryn se vio frente a dos elfos silvanos de porte solemne y majestuoso. Éreborn era alto y fuerte para ser un elfo, de constitución más esbelta y estilizada. Tenía el pelo como la plata y le caía más allá de los hombros. Sobre su frente llevaba una diadema trenzada delicadamente con juncos pardos, a modo de corona. Sus ojos eran violetas y su rostro de rasgos suavemente marcados. Elwen era una presencia divina, mágica. Ella sola parecía acaparar toda la luz del salón. Su dorada melena le enmarcaba el rostro entre sus bucles, luciendo una diadema de plata, similar a la que lucía Éreborn. Tenía la piel muy blanca y fina, parecía porcelana. Pero lo que más llamó la atención a Danéleryn fueron los enormes y expresivos ojos azul celeste que brillaban en su rostro como dos zafiros. Mirarlos era como perderse en un mar antiguo que albergaba muchos secretos y sabiduría otorgados por largos años de vida. Danéleryn imitó a Célestor y Élennen haciéndolos una reverencia.

   - Largos años han pasado desde la última vez que Thanan albergó huéspedes - aquellas palabras le hicieron gracias a Danéleryn, aunque mantuvo la compostura. Ella hubiera jurado que eran prisioneros. - Puedes retirarte, Naldin.

   El elfo silvano del gran arco inclinó la cabeza sumiso y despareció por las escaleras. Los Señores del Bosque cruzaron el salón hasta sentarse en los tronos. A Danéleryn le pareció que estaba contemplando la escena más solemne y bella que jamás había visto. Ningún rey o gran señor de los hombres podría igualar a aquella sencilla majestuosidad.

   - He aquí, ante nosotros, a Célestor el Invicto - anunció solemnemente Éreborn. - El gran paladín de los atelden y guardián de Asuryon. Nos complace poder mirar a la cara a tan valeroso y diestro guerrero, comprometido con su pueblo y con su causa.

   - Mis señores - Célestor puso una rodilla en tierra e inclinó la cabeza.

   - Y la reina Danéleryn de Páravon, hija de Arthas - continuó el Señor del Bosque. - Nos honráis con vuestra presencia. Las gestas del vuestro pueblo no nos son desconocidas.

   - ¿Me conocéis? - Danéleryn estaba sorprendida al haber sido reconocida.

   Éreborn esbozó una sonrisa llena de complicidad.

   - Thanan tiene ojos y oídos más allá de sus lindes.

   La reina de Páravon centró su atención en Elwen. La Dama del Bosque aún no había hablado, tan sólo se limitaba a mirar a los ojos a Élennen, cuya mirada mantenía. Era difícil poder saber qué había detrás de aquel pulso que mantenían las dos soberanas elfas, si trataban de ver qué había en el interior de la una o la otra, si trataban de intimidarse o si simplemente ambas se maravillaban la una de la otra. No titubeaban ni por un momento, mirada contra mirada. Danéleryn sabía que era una privilegiada al ser testigo de aquello. Tan sólo esperaba poder vivir lo suficiente como para poder contarlo.

   - Jamás hubiera pensado que algún días tú y yo nos conoceríamos - la voz de Elwen los acarició como una suave manta de terciopelo. Élennen no bajó la mirada. - Las raíces que los atelden echáis en Asuryon son fuertes y muy profundas, y rara vez os dejan salir más allá de vuestras islas.

   - En tiempos difíciles, como estos que nos han tocado vivir - le respondió con calma Élennen, - hasta las raíces más firmes pueden moverse.

   - Ya ha habido más tiempos difíciles, y eso no os ha sacado de vuestros fastuosos salones.

   - Jamás la Tierra Antigua se enfrentó a un mal como el que ahora la amenaza.

   Elwen ladeó la cabeza, extrañada.

   - ¿Es ese mal mayor que la secesión que dividió nuestro pueblo? ¿Mayor que la maldición que sufrieron los reyes de Cáladai como pago de su propia codicia? ¿Es un mal mucho más terrible que el despertar de los dragones, cuando arrasaron civilizaciones enteras con su fuego, antes de que los Cuernos de Dragón fuesen destruidos? ¿Más que el Gran Cataclismo, origen de las Piedras de Ilethriel? ¿Cuál es la diferencia entre este mal y los que ha habido a lo largo de la historia?

   Élennen guardó silencio, pero mantuvo firme su mirada.

   - Tan sólo hemos venido a alertaros de que hay una guerra en ciernes - intervino Célestor.

   - Habéis venido porque vuestra reina se muere - las palabras de Elwen restallaron como un látigo en el salón, frías y duras, pero a la vez reales.

   Danéleryn se sintió incómoda con aquella situación. Ella había sugerido marchar a Thanan en busca de los punielden, pensando que de existir prestarían su ayuda a Élennen, que pondrían todos sus conocimientos a su servicio. Nunca hubiera imaginado aquel recibimiento. Quiso decir algo, pero no pudo. No le salían las palabras. ¿Cómo podría? Estaba rodeada de seres mucho más antiguos, sabios e importantes que ella. Se sentía insignificante a su lado.

   - Nos juzgáis injustamente, mi señora - dijo Célestor vehementemente.

   - Eso es algo que los atelden habéis hecho durante siglos - le respondió con rapidez. - Os consideráis un pueblo por encima del resto y ondeáis al viento vuestra verdad sin cuestionárosla, sin plantearos siquiera las otras verdades que circulan por este mundo. Por eso nuestro pueblo conoció la ruina y la maldición, por eso el destino decidió dividirnos. Por creer que sólo había una verdad. Durante siglos hemos acusado a los hombres y los enanos de codiciosos y soberbios sin darnos cuenta de que nosotros no nos diferenciamos mucho de ellos.

   - ¿Y cuál es vuestra verdad, mi señora? - Élennen lanzó la pregunta visiblemente molesta. Los ojos de Elwen brillaban con intensidad.

   - Mi verdad la constituye aquello que veo y que vivo. Nada más.

   - ¿Y qué veis?

   Elwen se levantó del trono y descendió del pedestal donde estos se asentaban. Dio unos pasos hasta situarse frente a Élennen. Danéleryn no supo decir cuál de las dos elfas era más bella, incluso guardaban cierto parecido.

   - Ya que me preguntas - comenzó, - te lo diré. Veo tierras envueltas en fuego, carne atravesada por el frío acero. Veo mares negros que penetran en inmaculadas playas, el duro invierno azotando verdes praderas. Veo roca y piedra desparramada por los suelos, castillos reducidos a escombros. Veo espadas quebradas, coronas caídas. Veo desolación, dolor u muerte - hizo una pausa para volver a mirar a los ojos a Élennen - Veo tu propia muerte, Reina Imperecedera.

   - ¡No! - gritó Célestor a la vez que daba un paso adelante. Elwen le miró y esbozó una media sonrisa.

   - La amas, ¿no es cierto? Eso también lo veo. Un amor puro, sincero. Darías la vida por ella, al igual que ella lo haría por ti. Algo magnífico pero a la vez prohibido. Habéis convertido aquello de lo que podríais enorgulleceros en algo furtivo y vergonzoso. Jamás entendí las leyes atelden. Es cruel obligar a alguien a permanecer toda la eternidad al lado de quien no ama.

   Danéleryn observó cómo, por primera vez, Élennen se ponía tensa. Sus ojos delataban que aquello la había pillado por sorpresa. Elwen tenía razón, era algo secreto y furtivo, y a la reina atelden le había dolido que se sacara a la luz. Élennen y Célestor. Tal y como ella había sospechado.

   - ¿Por qué habláis de aquello que desconocéis? - Célestor formuló la pregunta más como un reproche.

   - Sé que el amor, un sentimiento puro y noble, es algo que a muchos de nosotros se nos niega para preservar un equilibrio que no deja de ser una mentira. Muchos señalan al amor que hubo entre Gileon y Mórgathi como responsable de nuestra tragedia, pero se equivocan. Gileon se vio obligado a aceptar como esposa a Ayrennen, cuando en realidad su corazón pertenecía a Mórgathi. Quizá todo hubiese cambiado sin aquella imposición. El verdadero sentimiento que nos dividió fue la codicia.

   Por un momento, Danéleryn creyó ver un atisbo de turbación en el rostro de Elwen. Quizás el recuerdo de aquellos tiempos oscuros había removido algún sentimiento en su interior.

   - Sé lo que es el amor - continuó la Dama del Bosque. - Un sentimiento que los mortales pueden disfrutar de forma libre, mientras que a nosotros se nos ha castigado por ello. Tu unión con el rey Thil Ganir es un engaño para ti misma. Accedes a ello y te resignas por el equilibrio de tu pueblo, pero tus sentimientos te traicionan. Nadie puede luchar contra ello. Es preferible morir y haber amado a vivir una eternidad y no haberlo hecho nunca.

   - Los punielden somos libres - dijo Éreborn desde su trono, - aunque paguemos con ello las consecuencias.

   - ¿Qué queréis decir con eso? - se atrevió a preguntar Danéleryn.

   Elwen se giró hacia ella y la miró con la dulzura que no había tenido con Élennen.

   - Aún se canta en todo Thanan la Balada de Iyánatha y Avénuil, la doncella elfa que se enamoró de un mortal. Aún recuerdo verla partir de Päuré Dëpárion en aquel barco de velas color plata. Recuerdo las lágrimas en el rostro de Varawen, mi madre, a la que habían coronado Reina Imperecedera, separándola de Éllemer, mi padre, y desposándola con Eaudulion Rey Inmortal. Creo que ya sabéis qué les sucede a aquellos que deciden entregar su amor a un mortal.

   Élennen bajó la cabeza y asintió.

   - Pierden su condición de inmortales cuando yacen con sus amantes.

   - Tanto mi madre como el propio rey - continuó - decidieron impedir aquella locura que iba contra todas nuestras leyes. Un nutrido grupo partimos de Asuryon para hacer entrar en razón a Iyánatha, mi hermana. La buscamos por todo el Continente del Naciente hasta que la encontramos en Eren, cuyo rey era el propio Avénuil. Los mortales ignoraban la verdadera naturaleza de Iyánatha hasta que nos vieron reclamarla como una de los nuestros. Los hombres de Eren se enfurecieron ante aquella aberración, y exigieron el destierro de mi hermana, pero Avénuil se negó y se enfrentó a su pueblo por el amor que sentía hacia ella. Sobra decir que murió bajo la espada traidora de sus propios soldados. Iyánatha, culpándonos de su desdicha se negó a regresar a Asuryon con nosotros, partiendo hacia el bosque Longevo hasta que la tristeza decidió llevársela para siempre.

   Danéleryn observó cómo una lágrima brillante se deslizaba por las mejillas de Elwen, pero aquello no duró mucho y retomó su firmeza.

   - Entonces, muchos de nosotros comprendimos que Asuryon y las leyes élficas nos quitaban más que nos daban. Sabíamos qué les sucedía a aquellos que osaban ir en contra de lo establecido. De modo que decidimos no regresar jamás, y así llegamos a Thanan, un lugar que nos proporcionó todo lo que buscábamos y, lo más importante, un sitio donde vivir en paz y libertad.

   Éllenen hizo el ademán de querer acercarse a Elwen, pero se detuvo al instante. Seguramente pensó que esa cercanía era una falta de respeto hacia ella.

   - Mi madre me habló de aquella historia - dijo la Reina Imperecedera, - y me habló de vos. Sois la hermana de la madre de mi madre.

   Elwen se giró y asintió con gesto serio. Durante ese segundo Danéleryn pudo encontrar rasgos parecidos entre las dos damas elfas. La misma sangre corría por sus venas.

   - La Hija del Amor, te llamaron cuando naciste - le dijo Elwen. - La única descendiente de dos Reyes Fénix de Asuryon que llegaron a amarse. Recuerdo que tu nacimiento fue considerado una señal y que grandes cosas se esperaban de ti. Puede que seas fruto del amor, puede que aquello te otorgase dones que otros no comprenden, pero este sentimiento es el que te está matando, Reina Imperecedera. Agradéceselo a las leyes de tu pueblo.

   - ¿Y qué me decís de Celdan? - dijo airadamente Célestor. - ¿A él también lo mató el amor? ¿Fueron nuestras tradiciones y costumbres las que le han arrebatado la vida?

   - Lamentamos profundamente la pérdida de vuestro sabio vidente - intervino Éreborn, - y creednos cuando os decimos que lloramos su muerte. Mas murió por imprudente. No fueron nuestras flechas ni nuestras espadas las que atravesaron su pecho, fue Dryza quien lo hizo. Cualquiera sabe que las driades y demás espíritus del bosque atacan a aquello que les haga sentirse amenazados. No entienden de bien ni mal, de rivales o aliados. Todo aquel que no es como ellos es un enemigo.

   - Dejadnos marchar - imploró Danéleryn. - Dejadnos marchar o prestarnos ayuda para combatir a aquellos que amenazan nuestra tierra.

   - Vuestra tierra no es nuestra tierra - sentenció Elwen. - No nos incumbe lo que suceda más allá de este bosque.

   - Pues dejadnos partir en paz - insistió. - No volveremos a acercarnos jamás a vuestros dominios, pero permitidnos que marchemos para decidir nuestro propio destino.

   Los ojos de Elwen volvieron a brillar. Resultaba intimidante con aquel semblante serio que no mostraba sentimientos.

   - Vuestro destino ya lo habéis decidido al internaros en Thanan. No podréis abandonar este lugar.