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Intrigas en Cáladai.

  

 

   - Si se han de tomar decisiones que pueden afectar al rumbo de Cáladai, el regente Átethor debe estar presente - la voz de Válrar, conde de Athaniel, retumbó en aquella sala circular e iluminada con antorchas que era la Cámara del Consejo.

   Se levantó indignado de su asiento y clavó la mirada en maese Tsártak, cuyos ojos estrábicos parecían querer envenenarlo.

   - Nuestro señor y regente Átethor - dijo con su voz siseante Tsártak, que permanecía sentado a la derecha de la enorme silla de madera negra que permanecía vacía y que pertenecía al señor de Cáladai - tiene otros asuntos que atender. Por eso delega en nosotros asuntos menores que…

   - ¿Asuntos menores? - dijo Rémort, barón de Thour y vasallo del conde Ilebrom de Theadurion. Un hombre menudo, corpulento, calvo y con la barba llena de canas. - Os recuerdo que mi señor Ilebrom desapareció en extrañas circunstancias que aún no han sido aclaradas, y que la ciudad de Theadurion se halla sumida en una ley marcial que ha impuesto la Hermandad de la Luna Escarlata.

   - El regente debería estar aquí - insistió el barón Lódhar de Thrandiel, un muchacho joven y pelirrojo, de ojos claros y barba corta y arreglada.

   - Pero no está - repuso maese Hewin, astrónomo y sanador. - Como tampoco están el conde Lúdebrand ni Sálthar el Albo, y sus ausencias no parecen importaros.

   - Ellos no son los encargados de gobernar Cáladai - Válrar se dejó caer en su asiento, airado.

   Hacía ya varias semanas que habían recibido un cuervo requiriendo la presencia de todos los grandes señores de Cáladai para una asamblea especial. Una reunión que no admitía demora, pues se debatirían ciertos asuntos que podrían cambiar el futuro de su pueblo, para bien o para mal. Todos lo recibieron y todos acudieron. El escrito llevaba la firma y el sello personal de Átethor, urgiendo a aquel encuentro, y ni siquiera salió a recibirlos cuando fueron llegando. Era extraño, pues nunca antes había hecho gala de semejante desaire. Y ahora aquello. No se presentaba a su asamblea, la que él mismo había convocado. Parte del Consejo estaba muy disgustado con aquella inusual actitud por parte de su señor.

   - Vos sois vasallo de Lúdebrand, Ródrek - le dijo Imrasel, tan imponente como siempre, al barón de Huarburgo, un venerable anciano de larga y blanca barba. - ¿No sabéis por qué no ha respondido a la llamada de su señor?

   El viejo señor de Huarburgo se encogió de hombros.  Parecía hundirse entre sus ropas.

   - Lo ignoro, mi señor Imrasel - contestó tras aclararse la garganta con fuerza. - Hace tiempo que las puertas de Daroir se han cerrado y no admiten visitas.

   - ¿Y qué autoridad tiene el conde Lúdebrand de decidir tales cosas? - Hewin enarcó una ceja y se apartó un mechón de su lacio y negro pelo del rostro. - Negarle la entrada a un fiel vasallo y servidor como lo sois vos, Ródrek. No hay justificación posible.

   - A mí no me corresponde poner en tela de juicio las decisiones de mi señor, maese Hewin. Tendrá sus motivos.

   - Motivos que no ha compartido con esta cámara y con su regente - Tsártak meneó la cabeza, un claro gesto de desaprobación. - Es muy decepcionante, sin duda.

   - A mí lo que realmente me decepciona - el que hablaba era Edtyr, barón de Dyr Arac, un individuo entrado en años, con el pelo y la barba poblados de canas - es que estemos discutiendo sobre quién se ha ausentado en esta asamblea, mientras que nadie menciona ni una sola palabra sobre el brutal ataque que ha sufrido la aldea de Thondon, al norte de mi ciudad.

   - Thondon es una aldea perdida demasiado pegada a la Muralla y al bosque de Árnor - Hewin hizo un gesto con la mano como quitándole hierro al asunto. - Está expuesta a pequeñas incursiones de trasgos u orcos que…

   - ¿Pequeña incursión, decís? - Edtyr no ocultó su indignación. - ¡Thondon ha sido arrasada por completo! ¡Prendieron fuego a la aldea y no dejaron alma con vida!

   El silencio que siguió a las palabras del barón de Dyr Alrac hizo que la tensión creciera.

   - Conozco Thondon - quebró el silencio Hemen, el mariscal de los Caballeros de Plata. - Yo mismo he visitado la ciudad varias veces para supervisar el trabajo del maestro herrero Velteon, que se ha encargado de forjar muchas de las espadas que empuñan los soldados de la ciudadela. Es un lugar pequeño, tranquilo y humilde. No entiendo qué pretendían encontrar allí.

   - Quizá no buscaban algo, si no a alguien - Válrar se acarició la barbilla, pensativo.

   - ¡Es ridículo, mis señores! - Tsártak soltó una risita entre dientes. - Tan sólo eran orcos. Una vulgar horda de orcos de la que se ocuparon los valientes soldados de nuestro pueblo.

   - ¿Han acabado con ellos? - preguntó Ródrek.

   - La Hermandad de la Luna Escarlata se encargó de ellos - respondió Rémort.

   - No obstante - apuntó Edtyr, - y con el fin de cerciorarnos de que no quedó ninguno con vida que pueda campar a sus anchas por estas tierras, alguien debería ir a Theadurion y confirmarlo.

   - ¿Y a quién preguntarías, Edtyr? - inquirió con suspicacia Lódhar. - ¿A la Hermandad de la Luna Escarlata? La ley marcial se ha impuesto en la ciudad, nadie puede acceder a Theadurion sin correr un serio riesgo.

   - Eso me lleva a pensar que, tarde o temprano, tendremos que intervenir - dijo Hewin. - No hay motivo como para declarar la ley marcial sólo porque su conde, que dicho sea de paso estaba completamente desequilibrado, haya desaparecido.

   - No reconocen ninguna autoridad que no sea la de su señor - Lódhar se encogió de hombros.

   - Eso suena a insurrección - dijo Tsártak frunciendo el ceño y meneando ligeramente la cabeza.

   - Eso suena a protección - le contradijo Válrar, cuya irritación crecía por momentos.

   - ¿Protegerse? ¿De quién? ¿De su propio pueblo, de su propia gente?

   - De momento se han protegido de los orcos y ogros que devastaron la aldea de Thondon. Pero supongo que los enemigos que más temen son aquellos que se quieren disfrazar de aliados - Válrar clavó su mirada inquisitoria en Tsártak, que mantuvo el pulso sin titubeo.

   - Habláis como si estuviéramos caminando bajo la sombra de una traición - Ródrek enarcó una poblada ceja blanca.

   De nuevo, imperó el silencio. ¿Cabía la posibilidad de que alguien conspirara contra el gobierno de Cáladai? La idea quedó flotando en el aire, sin que nadie quisiera decir nada, causando estragos en la confianza que se suponía debían tener los unos con los otros. Eran miembros del Consejo de Cáladai, servidores del regente Átethor. Las dudas no podían traer consigo nada bueno.

   - ¡Si es así, castigaremos a los conspiradores con mano dura! - exclamó Tsártak, poniéndose en pie para enfatizar más su frase. - ¡No nos temblará el pulso llegado el momento!

   Hubo algún tímido aplauso por parte de Hewin, al que se le unieron Imrasel, Ródrek y Lódhar. El resto permanecía en un estado a caballo entre la incredulidad y la vergüenza.

   - Y lo primero que haremos será debatir las sospechosas ausencias de los condes de Theadurion y Daroir, así como la del mago decano Sálthar. Ausencias que, como bien se ha señalado, no han sido ni avisadas ni justificadas de la debida forma.

   - ¿Pretendes declarar a Lúdebrand, a Ilebrom y a Sálthar traidores al regente? - preguntó sin dar crédito Válrar.

   Los estrábicos ojos de Tsártak parecían brillar desde sus hundidas cuencas.

   - Si es menester, lo haré.

   Se levantó un tremendo revuelo, algunos de los presentes comenzaron a lanzar gritos en contra de Tsártak mientras que otros defendían la postura del consejero. Las voces subían de tono y nada se alcanzaba a distinguir entre el griterío, salvo la disgregación de la cámara.

   - ¡Orden! - bramó Imrasel con su atronadora voz. - ¡Guarden el orden!

   Poco a poco, las voces se fueron aplacando pero no se consiguió extinguir un murmullo generalizado que acababa retumbando en la sala, como el zumbido de un millón de abejas.

   - Entonces, según vuestra teoría de las ausencias - dijo Válrar, una vez se apaciguaron los bisbiseos, - también deberíamos declarar traidor a Átethor.

   - ¿Y quién se atrevería a lanzar semejante acusación?

   Aquellas palabras no provenían de ninguno de los presentes, que se miraron los unos a los otros en busca de quien había intervenido. La voz venía del umbral de las puertas de la sala, donde la figura del regente Átethor proyectaba una sombra alargada que llegaba hasta los asientos del fondo. A su derecha, se distinguía el brillante pelo de Xeelthow y el fulgor de sus ojos claros.

   Reinó un tenso silencio a medida que el gran señor de Cáladai avanzaba con paso lento, pero seguro, hacia el centro de la sala seguido en todo momento por la arjona, la cual se había convertido en algo más que la diplomática de los pueblos bárbaros de Mezóberran. Justo cuando pasó al lado de Válrar, Átethor le dedicó una mirada llena de reproche.

   Algo parecía haber cambiado en el regente. Lo revelaba su forma de mirar, su pose, sus gestos. Parecía más altivo, más autoritario, seguro de sí mismo pero desconfiado de los demás. Exceptuando a aquella arjona que parecía tener cautivo el corazón de Átethor, y a Tsártak, el cual había vuelto a granjearse el favor de su señor.

   Átethor se giró despacio hacia todos los presentes, haciendo ondular su capa carmesí. Esbozó una media sonrisa y desenfundó su espada con delicadeza, el acero brilló con la luz que se colaba por las puertas entreabiertas de la sala.

   - De modo que hay quien piensa que soy un traidor a mi reino - era la primera vez que el regente se refería a Cáladai como de su propiedad. Su voz pastosa hacía sospechar que estaba ebrio. - Mi ausencia en esta asamblea ha provocado controversia, quién lo diría. Nunca imagine que mi persona fuese tan imprescindible y tan valorada.

   Los presentes intentaban desviar las miradas que les lanzaba el regente, todos menos Válrar que se mantenía firme. Tsártak y Xeelthow  tenían los semblantes rebosantes de una suficiencia imposible de ocultar.

   - Nadie sugiere que seáis un traidor, mi señor - se aventuró a decir Lódhar. - Y no dudéis de que vuestra persona goza de muy alta estima entre todos nosotros.

   - Ahórrate las alabanzas, querido amigo - el tono de Átethor rozaba la impertinencia. - Sé lo que muchos pensáis de mí, y sé lo que muchos desearíais hacer conmigo.

   - Vuestras dudas, mi señor, nos ofenden - protestó con voz queda Rémort.

   - Y vuestros cuchicheos sobre mí a mis espaldas también me ofenden - dijo Átethor lleno de reproche. Estas palabras volvieron a hacer que se propagara el silencio en la sala.

   Los unos se miraban a los otros sin saber muy bien qué decir o cómo actuar. Nadie había oído hablar al regente con tanta arrogancia y despecho. Jamás. Todos parecían confusos y desorientados ante el giro que había dado el carácter y la actitud de su señor. Quizá Tsártak hubiera contribuido a que esto sucediera, quizá la bella arjona lo hubiera persuadido con sus dotes amatorias. Había muchos interesados en mover los hilos de la marioneta en la que se había convertido Átethor, pero nadie se atrevía a señalar con el dedo. Y menos en aquella sala, con todos los consejeros y grandes señores de Cáladai mirando y escuchando. Aquello podría llevar a una guerra civil.

   Átethor, con andares cimbreantes, se acercó a la silla que debía haber ocupado en aquella reunión y se dejó caer en ella de forma pesada. Su rostro, demacrado a causa del exceso de vino, mostraba una sonrisa sarcástica y burlona que no dudó en regalar a todos los presentes.

   - Estoy rodeado de aduladores que sólo pretenden abrazarme con la mano derecha para que su siniestra me aparte del trono de Cáladai - dijo Átethor. - No habléis, no intentéis buscar excusas vanas que sólo servirían para irritarme más. Sé que conspiráis contra mí. Y quien conspira contra mí, también lo hace contra Cáladai. Eso convierte a conspirador en traidor, y a los traidores se les castiga con dureza.

   - Estáis hablando de traiciones y de confabulaciones contra vos, mi señor, ahí sentado en el lugar que antes ocupaba vuestro padre, y su padre antes que él - Válrar fue el que habló con esa vehemencia. - Sois hijo de un gran linaje, de una casa antigua y poderosa que asumió el gobierno de Cáladai cuando los viejos reyes cayeron. Vuestros padres mostraron gran valor a lo largo de todos estos siglos de guerras y paz. Ahora vos ocupáis ese lugar que os pertenece desde vuestro nacimiento, hacéis gala de ese valor pronunciando estas palabras. Pero ese mismo valor lo debéis mostrar señalando a aquellos que pensáis que os están traicionando. Sed valiente y acabad con esto ahora.

   La tensión iba creciendo por momentos. Todas las miradas se clavaron en el conde de Athaniel, un hombre muy comedido y reservado, poco dado a este tipo de intervenciones y mucho menos a cuestionar a su señor con ese furor. A todos les cogió por sorpresa la reacción de Válrar. Tsártak tenía los estrábicos ojos desmesuradamente abiertos, Hewin permanecía con la boca abierta. Xeelthow, por su parte, perdonaba la vida del conde. El resto de los grandes de Cáladai no sabían muy bien cómo actuar, quizá por miedo a que sus reacciones pudieran sembrar más dudas en Átethor o en cualquiera de ellos.

   Imrasel, con el ceño fruncido, levantó el mentón y se dirigió a Válrar.

   - Espero que vuestras palabras se estén malinterpretando, mi señor conde de Athaniel - dijo. - Ya sabéis que todo hombre es responsable de lo que dice.

   - Lo sé - respondió, al tiempo que se levantaba de su asiento. - Y espero que todos lo sepáis también, en especial nuestro señor Átethor.

   El conde se giró y se dirigió a la salida ante el estupor de todos. No se digno a darse la vuelta y dedicarles una última mirada.

   - Válrar, espera - a Hemen la voz le salió sin fuerza.

   - ¡Dais la espalda a vuestro señor después de cuestionar su buen juicio y poner en duda  el buen criterio e intención de este Consejo! - Tsártak parecía fuera de sí, señalando teatralmente al conde. - No volveréis a poner un pie en Griäl, perderéis todo derecho a ser escuchado en esta cámara y se os juzgará por vuestras palabras. Vuestra voz será extinguida para que no podáis seguir poniendo obstáculos en la tan anhelada paz que todos deseamos.

   Válrar se paró en seco, mirando en todo momento las puertas que permanecían entornadas, dando la espalda al regente y el resto de los consejeros.

   - Poner obstáculos - dijo para sí, encogiéndose de hombros.

   - Válrar, reflexiona - dijo Edtyr, inclinándose en su asiento hacia delante. - Lúdebrand no está, tampoco Sálthar el Albo, e Ilebrom sigue sin aparecer. Tenemos una aldea destruida y Theadurion en manos de los soldados. No hagas nada que pueda conducir a Cáladai hacia un camino demasiado doloroso. Nuestro pueblo no necesita esto.

   - No, no necesita esto.

   El conde abrió las puertas con ambas manos y salió de la sala andando con dignidad y orgullo, perdiéndose en las sombras del largo pasillo. Átethor se levantó violentamente de su asiento, tanto que este cayó al suelo.

   - ¡Dejad que se marche! - bramó sin poder contener su ira. - ¡Que corra con sus amigos a destriparme a escondidas! ¿Me escuchas, maldito cobarde? ¡No necesito gente como tú a mi lado! ¡Belicoso y provocador conde! ¡Te desposeo de tu título y de tus privilegios, perro bastardo! ¡Te cortaré la cabeza y la clavaré en las murallas de Griäl si vuelvo a verte por aquí!

   - Tranquilizaos, mi señor - Xeelthow se había acercado a Átethor y le acariciaba la mano, tratando de apaciguar su furia. - No merece la pena.

   - Todos sois testigos - dijo Tsártak, dramatizando al máximo su discurso - de cómo Válrar, conde de Athaniel, ha osado desafiar a nuestro señor Átethor, de cómo ha cuestionado la imparcialidad y lealtad de esta cámara, y cómo ha optado por desoír las palabras de todos aquellos que juramos velar por nuestro pueblo, dando la espalda a todo aquello que un día prometió proteger. Y al igual que él, muchos pueden seguir su ejemplo.

   - No podemos permitir que se confabule contra Griäl - añadió Hewin. - Queda demostrado que el resto de las ciudades ya no son seguras ni de fiar.

   - ¿Insinuáis que los señores de otras ciudades de Cáladai conspiran contra el regente? - la pregunta de Rémort llevaba una mitad cargada de sorpresa y otra de incredulidad.

   - Por desgracia no podemos confiar en nadie salvo en nosotros mismos - dijo Tsártak, meneando la cabeza e intentando parecer decepcionado. - Mis señores, ya habéis visto al conde Válrar. Sus actos dicen más que sus palabras. Y las ausencias de los consejeros anteriormente citados no dejan lugar a dudas: Estamos bajo la sombra de la traición.

   Átethor respiraba agitadamente, visiblemente alterado por su choque con Válrar, uno de los hombres por el que más aprecio y respeto sentía. Le costaba creer que todo entre ellos hubiera acabado así. Xeelthow no retiraba su mano de la suya. El roce de su piel le apaciguaba sólo en parte.

   - Maese Tsártak tiene razón, mi señor - le susurró la arjona al oído. Su cálido aliento le hizo estremecer. - No podemos confiar en aquellos que un día juraron lealtad a la casa regente, y quizá sería sensato enviar a alguien leal para averiguar qué sucede más allá de los muros de Griäl. Alguien en quien todos confíen y que no sea sospechoso de servir a un bando u otro. Imrasel, vuestro protector, sería una sabia elección.

   Átethor sentía cómo se le nublaba la vista y cómo los rostros que parecían prestarle toda su atención se difuminaban como las siluetas de los árboles en la niebla. Demasiado vino, demasiado placer con Xeelthow.

   - Que así sea.