27
Los Habariis.

 

 

   No había tiempo para mirar atrás, ni para parar un segundo y recuperar fuerzas, para echar un trago de agua bajo el abrasador sol del desierto de Nakerah. Aquella bola de fuego incluso parecía más grande, como si hubiese decidido acercarse un poco más a aquella parte de la Tierra Antigua para cerciorarse de que, pese a ser uno de los símbolos de la vida, nada podía sobrevivir allí.

   No había árboles, ni arbustos, ni una mala brizna de hierba. Sólo arena y dunas, y aquel gigantesco y rojizo sol que quemaba incluso la piel protegida por las ropas. No se veía animal alguno tampoco. Realmente, no había vida en Nakerah. Excepto los ocho compañeros que corrían a través de él, dejando tras de sí una rojiza y débil polvareda debido a sus pasos sobre la fina y ardiente arena.

   A Velthen le caía el sudor a chorros por la cara. Tenía el pelo empapado, como si le hubieran lanzado una jarra de agua por la cabeza, y notaba cómo la camisa y los pantalones se pegaban al sudor de su piel, creando una sensación incómoda y muy molesta al moverse. El resto de sus compañeros no lo estaban pasando mejor. Los dos enanos, Gorin y Tóbur, respiraban trabajosamente mientras intentaban no perder el ritmo que marcaban los demás. Tenían las caras rojas, congestionadas, y les lloraban los ojos. Lo mismo que la princesa Iyúnel, cuya piel estaba enrojecida a causa del sol, igual que Íniel. Las dos eran del norte, de Onun, esa tierra que algunos llamaban el Reino del Invierno. Estaba claro que ellas no podrían aguantar el intenso calor como el resto.

   Ectherien y Márdinel parecían llevarlo mejor, o eso se intuía al no escucharse protestas por su parte. No obstante, estaban empapados de sudor y en sus caras se reflejaba el agotamiento. Dálfvar, aunque también sudaba, era el que parecía soportarlo perfectamente. Marcaba el rápido paso que llevaban y, si alguno se quedaba rezagado, no dudaba en darse la vuelta y prestarle ayuda para luego volver a la cabeza y guiar al grupo por aquel inhóspito lugar. En cuanto al huargo, tan sólo decir que casi arrastraba su lengua por la arena, pero no desfallecía.

   - Que nadie se retrase - decía el viejo mago, mientras miraba de reojo atrás sin dejar de aminorar el paso. - Los elfos oscuros sin duda se habrán desembarazado de los gigantes y nos estarán pisando los talones. Son más rápidos que nosotros, son más resistentes que nosotros. Si nos dan caza aquí, no tendremos oportunidad.

   Velthen también miraba atrás, pendiente en todo momento de Iyúnel. Le inspiraba lástima aquella joven y bella princesa, había sufrido mucho a su parecer. Lejos de su reino, en una tierra que era justo lo contrario a Onun, separada de su pueblo y su familia, prisionera de los ogros del Valle de Rumm y perseguida por elfos oscuros. Y pese a lo frágil que parecía su aspecto, hacía gala de una tremenda fuerza y una inquebrantable voluntad que la convertían en alguien a la que admirar. No en vano era hija del poderoso Haoyu de Onun. Aquella casta le venía de familia.

   - ¡Por las barbas de mis ancestros! - farfulló Tóbur, rojo como un tomate y con la respiración quejumbrosa. - ¿Acaso no hay más que esto en este condenado lugar? ¿Arena y polvo?

   - Por eso lo llaman desierto, camarada - le dijo Gorin, tan sofocado como él.

   - Pues hazme un favor, cuando toque con mi rodilla el suelo remátame.

      La broma del enano Yunqueterno no pasó desapercibida, y Velthen creyó ver una sonrisa en los labios de Iyúnel. Una sonrisa en medio de la desesperanza, era como el arco iris que se deja ver después de la tormenta. Las cosas no podían ir a peor.

   Casi de forma inconsciente, Velthen fue quedándose atrás hasta avanzar al mismo paso que la princesa y su desconfiada compañera, que lanzó una mirada furibunda al joven en completo silencio. Aquello le hizo sentirse un poco intimidado.

   - Ese lobo huargo tuyo demuestra más coraje que cien hombres juntos - dijo de pronto Iyúnel, que miraba fascinada al lobo blanco, mientras se limpiaba el sudor de la frente. - Una bestia interesante.

   - Bueno - Velthen se aclaró la garganta y carraspeó nervioso, - supongo que no es muy normal que alguien tenga este tipo de animal como mascota.

   - No, desde luego - Iyúnel sonrió. - Eres la primera persona que conozco, y él es el primer huargo que veo. Mi padre me hablaba de ellos. Me dijo que su padre y él organizaban batidas para cazarlos, cuando descendían de las Cumbres Heladas e Infinitas y sembraban el caos en las aldeas. También me contó que los trasgos los apresaban y hacían de ellos sus monturas. En mi imaginación siempre creí que eran bestias sanguinarias y crueles. Admito que tu lobo ha cambiado ese concepto.

   Velthen se encogió de hombros.

   - Supongo que ambos hemos cambiado de pensamiento tras conocerlo - dijo el joven, mientras observaba al lobo avanzar más adelantado que el resto del grupo, como si supiera dónde ir. - Yo también tenía una opinión negativa de los huargos, pero al ver cómo los trasgos lo atacaban, yo…

   - ¿Trasgos? - Iyúnel pareció sorprenderse. Sus ojos azules buscaron los de Velthen.

   - Sí, bueno… - intentó explicarse azorado. - Había un pequeño bosque cerca de lo que antaño era mi aldea - sintió una punzada de dolor al recordar la ruina de Thondon. - Allí lo encontré. Todavía no sé muy bien qué me movió para intervenir e impedir que lo mataran, supongo que fue el destino el que quiso que así fuera.

   - Conmovedor… - espetó irónicamente Íniel. Velthen ignoró el comentario.

   - Sin duda el destino así lo quiso - intervino Iyúnel de nuevo, mirando ahora al frente. Tenía que guiñar los ojos para no deslumbrarse con la claridad. - Un joven herrero de Thondon, un muchacho que salvó de la muerte a un huargo para acabar liderando a un par de montaraces de Lagoscuro y a un mago.

   - No, yo no lidero a nadie. Simplemente…

   - ¿Cuál es tu historia, Velthen de Thondon? - le interrumpió y volvió posar sus ojos en los de él. - La verdadera, aquella que te ha llevado hasta las entrañas del Valle de Rumm.

   - ¿Qué queréis saber exactamente?

   - Todo. No creo en las casualidades, y dudo mucho que, por muy bravo y decidido que sea y por mucho que haya adoptado a un huargo como animal de compañía, los señores de Lagoscuro y un mago accedan a llevarte con ellos a un destino esquivo e incierto. Tiene que haber mucho más.

   Velthen se sintió incómodo. Todas aquellas dudas que se habían abierto en su vida, como heridas de daga en blanca carne, lo alteraban y lo atormentaban. Había conseguido olvidarlas durante todas las aventuras que había vivido desde que se adentraron en el Valle de Rumm, incluso antes. Se sentía muy cómodo ignorando algo que, en realidad, tendría que afrontar tarde o temprano. Que Iyúnel removiera aquel avispero no le hacía gracia, pero la princesa desconocía su historia, aquella por la que tanto se interesaba, era normal que le preguntase.

   - Veréis, Iyúnel…

   - Veréis, mi señora - le corrigió severamente Íniel. La voz de la guerrera ónunim sonó más fuerte de lo que realmente ella hubiera deseado, y captó la atención del resto de viajeros, que se volvieron para mirar qué había pasado.

   - Íniel, por favor - Iyúnel parecía avergonzada, y bajó la cabeza.

   - Te dirigirás a la princesa con el debido respeto, ¿está claro?

   - ¿Qué sucede, herrero? - dijo Márdinel, sin dejar de lado su característica ironía. - No se te dan bien las mujeres, ¿no es cierto?

   - ¡Vamos, no dejéis de andar! - bramó Ectherien, con gesto contrariado. - ¡Nos ganan terreno a cada paso perdido!

   Íniel levantó la cabeza, orgullosa como la guerrera de Onun que era.

   - Mi señora comparte camino con vosotros, pero no olvidéis al hablar con ella a quién os estáis dirigiendo. Es la princesa Iyúnel de Onun, hija del rey Haoyu.

   - Decidle eso a los varelden cuando nos den caza - Márdinel se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y se ajustó el cinto. - Quizá os otorguen una muerte digna de una reina - Íniel le fulminó con la mirada. - No me miréis así, no soy tan blando como el herrero, y además… No sois en absoluto mi tipo.

   - ¿No sabes estar con la boca cerrada, verdad? - la ónunim se le encaró. Márdinel no se retiró, sin perder su irónica sonrisa.

   - ¡Basta ya! - Iyúnel parecía saturada de que aquella situación se diera otra vez. - ¡Íniel, deja ya de provocar! La situación no requiere de protocolos ni de fórmulas corteses. ¡Nos han salvado la vida, y con eso basta!

   - Creo que sólo os la hemos prolongado durante un tiempo - puntualizó Dálfvar, que tenía los ojos muy abiertos, reflejaba el pánico en su rostro. - ¡Allí, mirad!

   Todos se giraron en la dirección donde apuntaba el dedo de Dálfvar. Había bastante distancia, pero para desgracia de todos ellos, los varelden ya estaban pisándoles los talones. Sus gráciles siluetas, que ondeaban a causa del calor que desprendía la arena, cada vez parecían más cercanas y más amenazantes. Velthen, instintivamente, dio un paso atrás al tiempo que el enorme lobo blanco que situaba delante del grupo, mirando fijamente a los enemigos que se aproximaban, con el lomo erizado y gruñendo de manera intimidante. No dejaba de mostrar los colmillos como dagas de nácar.

   - Nos han dado alcance - dijo entre dientes Ectherien. - Son demasiado rápidos para nosotros como para pensar que podíamos sacarles ventaja.

   - ¿Qué opciones tenemos? - preguntó Gorin.

   - Deberíamos salir corriendo ya - respondió Márdinel, poniendo la mano sobre su frente, haciendo de visera, y escrutando la distancia que los separaba de los elfos oscuros.

   - Si piensas que correr es una alternativa, vete sacando esa idea de la cabeza, joven - repuso Tóbur, que se había acercado al lado de su camarada Rocasangre. - Por si no te has dado cuenta, aquí mi amigo y yo, somos enanos. No somos tan veloces como vosotros.

   - Aunque tuvierais las piernas tan largas como nosotros, no serviría de nada - Ectherien se volvió para mirar a Dálfvar. - Nos han dado alcance pese a sacarles una gran distancia y pese a que tuvieron que matar a los gigantes. Sabes que correr no serviría de nada, Dálfvar. Agotaríamos nuestras fuerzas y nuestras escasas opciones de enfrentarnos y vencer a los varelden se quedarían en nada.

   Márdinel frunció el ceño y maldijo.

   - Supongo que eso zanja cualquier duda - Gorin se mesó la barba. - Plantaremos cara.

   - Si he de morir - añadió Tóbur, - que sea en batalla y no huyendo. No se dirá tal cosa de Tóbur, capitán de la Guardia del Martillo de Plata.

   En ese momento, Velthen se sentía prácticamente un cadáver que aún caminaba entre los vivos por algún extraño motivo. Enfrentarse a los elfos oscuros espada contra espada. Tácticamente se podría decir que era un suicidio. Se le agolpaban historias en su cabeza que había oído en la taberna del Lobo Errante. Algunos decían que los varelden eran tan rápidos que podían cercenarte la cabeza sin que vieras el tajo que cortaba tu cuello. Otros hablaban de cómo los varelden hacían prisioneros para luego sacrificarlos en oscuros y misteriosos rituales. Sea como fuera, aquel enemigo era terrible y mortal, y ellos estaban agotados. Los caminos a seguir eran sencillos: Morir luchando o morir huyendo. Velthen compartía la opinión de los enanos.

   - Me llevaré a alguno de ellos conmigo a la otra vida - soltó Márdinel, al tiempo que ponía una rodilla en la arena y preparaba su arco.

   Ectherien asintió con la cabeza e hizo lo propio, mientras que Iyúnel e Íniel se acercaban a los dos montaraces.

   - Si vais a formar una línea de tiro - dijo Iyúnel, - nosotras también queremos participar.

   - Intentad manteneos a salvo, mi señora. Sólo disponemos de estos arcos - contestó Ectherien sin mirarla.

   Velthen se fijó cómo Iyúnel le buscó rápidamente con la mirada. Lo examinó de arriba abajo hasta que encontró lo que buscaba.

   - Dame tu arco, Velthen - le dijo, mientras se aproximaba con paso vivo hacia él. El joven se sintió intimidado cuando la tuvo tan cerca, con la mano extendida en un claro reclamo de lo que precisaba.

   - Dispararé yo. No tenéis necesidad de…

   - No tengo necesidad, desde luego. Pero insisto. El arco.

   Velthen dudó. Buscó con la mirada una respuesta en Íniel pero, por primera vez, la pelirroja ónunim parecía indecisa.

   - Mi señora, quizá debéis dejar que… - intentó decir.

   - ¡El arco! - ordenó, severamente Iyúnel.

   Velthen no prestó más resistencia. Le tendió el arco y las flechas, que llevaba colgado, e Iyúnel se los arrebato de las manos rápidamente. La princesa se situó al lado de los dos montaraces, que permanecían en sus posiciones con los arcos prestos. Márdinel la sonrió.

   - Recordad que queremos darle a los elfos oscuros, esos objetivos en movimiento. Si falláis y le dais al herrero no nos servirá.

   - Tranquilo, no es la primera vez que tengo uno de estos en las manos. ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! ¡Un hacha!

   Los varelden cada vez estaban más cerca. Posiblemente, caminaban más rápidamente desde que habían tomado contacto visual con los compañeros de Velthen, y parecía que la tierra giraba a su favor, acercándolos más y más.

   - A mi señal - Ectherien puso una flecha en el arco y los demás lo imitaron. - ¡Soltad!

   Las flechas silbaron en el aire y volaron raudas hacia sus objetivos, empujadas por el viento. Los elfos oscuros no parecieron inmutarse al ver surcar aquellas saetas, ni siquiera aminoraron el paso. Estaban aún lejos, pero no parecían temer ponerse a tiro de la princesa y sus montaraces.

   Impactaron sobre la arena, levantando una fina polvareda a su alrededor, mientras que sus perseguidores comenzaban a apresurarse cada vez más. El huargo no cesaba de gruñir, cada vez con mayor fiereza.

   Soltaron otras tres flechas, con idéntico resultado salvo porque esta vez sí tuvieron que esquivarlas. Una de ellas pasó rozando por la cabeza de uno de los varelden, pero ni siquiera eso sirvió para amedrentarlos. Cada vez estaban más cerca.

   Los enanos se colocaron cerca de los arqueros, dispuestos a entrar en acción en cuanto les dijeran, e Íniel hizo lo mismo.

   - Velthen, mantén al lobo a tu lado hasta que entremos en combate - le sugirió Dálfvar al momento que pasaba por su lado. - Si se lanza al ataque él solo, no será rival para los elfos oscuros por mucho que sus mandíbulas impongan respeto.

   - Aquí, chico - le silbó el joven. El huargo blanco se puso a su lado, manteniendo el lomo erizado y gruñendo roncamente.

   Dálfvar se situó delante de la línea de tiro, haciendo que dejaran de malgastar flechas. Se agachó y tomó del suelo un puñado de arena.

   - No creo que sirva para mucho, pero preparaos para entrar en acción cuando yo os diga, ¿de acuerdo?

   Nadie dijo nada. Se limitaron a quedarse muy quietos y mirar al mago sin saber muy bien lo que pensar. Con Dálfvar todo era posible.

   El viejo mago extendió la mano donde tenía el puñado de arena y sopló sobre ella haciendo que se arremolinara. Al principio, el pequeño puñado tan sólo era una espiral polvorienta que parecía danzar en el aire, pero poco a poco fue ganando en fuerza y en tamaño. El remolino que se creó era del tamaño de cinco hombres y la fuerza que desprendía hacía que los cabellos de todos los compañeros se revolvieran sin control alguno. A continuación, y con una velocidad vertiginosa, le lanzó en pos de los varelden, que ahora sí que se habían detenido ante aquella pequeña tormenta de arena que amenazaba con engullirles.

   Dálfvar, con los brazos extendidos, parecía guiar la tormenta de arena, que hostigaba a los elfos oscuros de manera implacable. Estos, por su parte, se agazapaban y corrían más rápido, intentando aguantar el envite del mago. Velthen sabía, como le había explicado su viejo amigo, que no podría mantener la ventisca de arena durante todo el tiempo que precisasen. Tarde o temprano, las fuerzas del viejo mago flaquearían y los varelden se verían libres de aquella traba en su camino.

   - ¡Atentos! - la voz de Dálfvar se elevó por encima el fuerte sonido del vendaval. - ¡A mi señal, cargad sin miramientos!

   Ectherien, Márdinel e Iyúnel dejaron los arcos, los montaraces sacaron las espadas mientras que la princesa de Onun empuñó una daga. Velthen hizo lo mismo, desenvainando la suya. Miró de reojo a Iyúnel y se maravilló con el arrojo que mostraba, no parecía vacilar. Empuñaba una daga, seguramente sería insuficiente para ni siquiera rozar a un elfo oscuro. Pero eso no parecía importarle. La imagen de aquella bella joven de alta cuna dispuesta a todo, infundió valor y esperanza en el corazón de Velthen.

   En ese momento, cuando ya iban a lanzarse a la carga, se escuchó un sonido que provenía de detrás de las dunas que estaban a sus espaldas. Un sonido retumbante precedido de una densa humareda provocada por la agitación de la fina arena rojiza. Todo el grupo se giró, incluso Dálfvar que dejó de concentrarse en su labor, haciendo que la tormenta de arena perdiera poco a poco intensidad, dejando vía libre de nuevo a los varelden.

   El sonido se iba acercando, y con él se iba reconociendo, iba tomando más forma. Velthen sintió como su corazón se aceleraba con el ritmo de aquel retumbante sonido. ¿Sería posible que fuera lo que pensaba? Y así fue. De las dunas, surgieron unos cincuenta jinetes, montados en caballos pardos, sus cascos levantaban una polvareda casi similar a la que Dálfvar había provocado con su magia. Los hombres que los montaban empuñaban unas espadas de hojas curvas, en forma de “u” o de hoz, y vestían ropas vaporosas, protegidos por piezas de cuero endurecido, y llevaban enrollados en las cabezas largas chalinas que ondeaban al viento y que les cubrían casi toda la cabeza, tan sólo se les podía distinguir los ojos y parte de la nariz.

   No se detuvieron al pasar junto a los ocho compañeros, ni dedicaron una mirada al huargo, que parecía haberse calmado con la llegada de los extraños jinetes. Se lanzaron sin miramientos contra los elfos oscuros, que parecían completamente sorprendidos por el giro que habían dado los acontecimientos. Una primera línea, que portaban arcos cortos, les lanzaron una terrible lluvia de flechas, que ralentizó el avance de los varelden, mientras que los que empuñaban los extraños y exóticos aceros trazaban un semicírculo en el que mantener a raya a los varelden.

   Hubo unos minutos en los que todo fue desorientación. Velthen y los suyos pasaron de ser los protagonistas de aquella escena a ser simples espectadores. Veían, entre desconcertados y dubitativos, cómo los jinetes del desierto plantaban cara a los elfos oscuros, que parecían resistir a duras penas. Por un momento, el joven pensó que quizá los obligarían a retirarse. El combate era duro y reñido, pese a que ellos serían unos treinta con espadas y otra decena con arcos, y los varelden eran cinco. Los otros diez jinetes se aproximaron al grupo. Al principio, todos se alarmaron, pues pensaban que los iban a atacar como estaban haciendo con los elfos oscuros, pero no demostraron tener una actitud hostil contra ellos.

   Uno de ellos, dirigiendo a su caballo de forma magistral, se adelantó al resto y observó a los compañeros en completo silencio. Sus ojos, que eran lo único visible de su rostro de piel bronceada y curtida, eran profundamente oscuros. Luego, fijó la vista en el huargo blanco, que también lo miraba de forma desconfiada.

   Nadie dijo nada, se mantenía un tenso silencio en el que todos parecían dudar de todos. Las intenciones que aquellos hombres del desierto trajeran, de momento sólo las sabían ellos.

   - Y vendrá con paso lento, y con sus lobos detrás - dijo el extraño montado en su caballo, con marcado acento extranjero, señalando al lobo con la gran espada curva.

   - ¿Quiénes sois? - preguntó Ectherien, sin dejar de bajar su espada.

   El extraño le miró y luego se volvió para mirar el combate en el que estaban trabados sus hombres con los varelden.

   - Quienes os hemos salvado, supongo - contestó, bajándose la tela que le cubría la boca, dejando ver un atractivo rostro de rasgos marcados, con una barba arreglada que acababa en una fina trenza adornada que caía de su barbilla. - Y vosotros sois aquellos que menciona la Profecía de los bellos elfos.

   Velthen abrió los ojos, sorprendido de aquella afirmación. Estaban en un desierto donde la vida prácticamente ni existía, un lugar rodeado de muerte, y aquellos hombres misteriosos surgen de la nada, los salvan y hablan de la famosa Profecía élfica. Había cosas que no dejaban de maravillarlo de una forma u otra.

   - Yo soy Iyúnel hija del rey Haoyu de Onun - intervino apresuradamente la princesa. - Y estos son mis compañeros, los cuales nos liberaron de los ogros del Valle de Rumm…

   - No hay tiempo para hablar más - dijo el jinete, interrumpiéndola. - Montad con nosotros. Os llevaremos a Habar, nuestra patria, y allí ya tendremos tiempo para las explicaciones.

   Le tendió una mano a Iyúnel, para ayudarla a montar. Por un momento, la joven princesa dudó, pero acabó aceptando la ayuda y se agarró a la espalda del jinete. El resto hicieron lo propio, incluso los enanos que refunfuñaban contrariados ante la idea de tener que montar a caballo. Al instante, los ocho compañeros cabalgaron a las espaldas de los habariis, seguidos por el gran lobo blanco, y dejando atrás a sus perseguidores que seguían luchando contra el resto de los jinetes del desierto.