14
En las entrañas de la montaña.

 

 

   Ya casi se había acostumbrado al incesable hedor que impregnaba las paredes de roca de aquellas cavernas que los ogros llamaban hogar. Y ya era bastante familiar la terrible melodía que creaban los infelices que acaban matándose en los pozos de lucha. Y la presencia de los ogros. Pero a lo que Iyúnel no se acostumbraba era a estar encadenada al diván donde Ghrégug reposaba. Y es que la cercanía del grotesco rey ogro la repugnaba hasta límites insospechados.

   Ghrégug la trataba como si fuera su mascota, como si fuera un perro sarnoso al que mantenía por puro entretenimiento. La vestían con harapos que apenas le cubrían sus partes más íntimas, estaba llena de mugre y se sentía pegajosa y maloliente. Le dolían las muñecas de los grilletes, y llevaba varios días con nauseas que no desaparecían y que Iyúnel atribuyó al fétido aliento del rey ogro. Pese a todo, trataban de alimentarla bien. Le daban carne cuya procedencia prefería ignorar, y cuando Ghrégug se retiraba para descansar, la llevaban a una celda donde podía estar sola. No es que fuera una habitación como las del Palacio de Hielo, pero al menos podía descansar de la ingrata compañía de los ogros.

   Ya no sabía qué día era, ni si brillaba el sol o si había caído la noche. Hubiera podido jurar que habían pasado meses desde su cautiverio, y otras veces la razón le decía que sólo habían pasado semanas. Pero, qué más daba. En aquella pesadilla el único aliciente que tenía Iyúnel era cerrar los ojos para dormir y no volver a abrirlos nunca más.

   De todas las horribles situaciones a las que se enfrentaba cada día, la peor fue sin duda cuando tuvo que asistir a una terrible contienda en el pozo de lucha entre dos ónunim, dos de aquellos hombres valientes que la habían servido con honor. Quiso evitar mirar, gritó, blasfemó, pero todo en vano. Su malvado amo la obligó a ver cómo sus súbditos se mataban por sobrevivir. Fue doloroso, desgarrador, al menos no la lograron reconocer ninguno de los dos pobres infelices.

   Aquel día, o noche (Iyúnel no sabría decirlo), había mucho revuelo entre los ogros. Parecía que fuera a suceder algo que llevaban mucho tiempo deseando que ocurriera. Se retaban los unos a los otros y hacían apuestas de diversa índole, mientras el tronar de sus voces guturales lo inundaba todo. Había empujones y codazos por encontrar un sitio entre las primeras filas próximas al pozo, y el debate se centraba en quién sobreviviría de los dos contendientes. Estaba claro que habría otro duelo a muerte, pero no entendía quién podrían ser para causar tanta expectación.

   - Espero que hoy llegues a apreciar este juego que tanto nos entretiene, mascota - le dijo Ghrégug, tirando de las cadenas y acercándosela a él, tanto que notó su piel grasienta y fofa, y su repugnante aliento sobre ella. Le entraron ganas de escupirle a la cara y que su vida acabara en ese momento, pero no lo hizo. Se sintió cobarde hasta para eso.

   Un ruido se escuchó al fondo del pasillo que salía de la sala donde estaban, justo delante suya. Se escucharon voces, ruidos de armas. Una discusión que parecía avivarse por momentos. Iyúnel ladeó la cabeza un poco, intentando ver más allá del umbral del pasillo, sólo distinguió varias sombras. Tres de ellas eran ogros, por el tamaño y el diámetro de las mismas, la otra estaba casi segura de que pertenecía a un hombre.

   Ghrégug frunció el ceño y gruñó sordamente.

   - ¿Qué sucede ahí? - bramó el rey ogro. - ¿A qué viene tanto jaleo?

   A la voz de su amo, los tres ogros que guardaban el acceso a la sala se apartaron e hicieron gestos para que el intruso se presentara ante Ghrégug. Lentamente, la sombra comenzó a moverse, tirando de algo que parecía un cajón y que rechinaba contra el suelo de piedra de aquella guarida. Y entonces ocurrió algo que Iyúnel no esperaba. Se escuchó un aullido, un profundo y oscuro aullido que parecía proceder de aquel objeto que movía el extraño hombre.

   La sombra por fin dejó paso a la figura de un hombre, alto y de constitución vigorosa. Iba embozado en una ajada capa de viaje cuya capucha le envolvía el rostro en sombras. Tiraba de una jaula de madera, donde permanecía cautivo, para admiración y sorpresa de Iyúnel, un enorme lobo blanco de ojos amarillos que centelleaban en el lóbrego reino de los ogros, como una advertencia muda para aquellos seres repugnantes y grotescos. Estaba claro que aquella bestia no era un lobo normal, era un huargo. Iyúnel nunca había visto uno, únicamente sus pieles y cabezas disecadas en alguna casa de los soldados de Onun, y tan sólo había oído hablar de ellos levemente, como que eran montura de trasgos y que eran animales muy salvajes e indómitos. Ghrégug también parecía maravillado.

   - Me envía el gran señor de las tierras del norte - en la voz del individuo se reconocía cierta juventud. - Supuso que os gustaría tener este extraño ejemplar de huargo.

   Ghrégug rió roncamente.

   - Así que Sártaron el Arjón me envía un pequeño presente - dijo, socarronamente. - Bien, bien… No esperaba dádivas tan pronto, y que fuera tan singular. ¡Fijaos, un huargo albino!

   La chusma empezó a jalear a Ghrégug. El enorme lobo no cesaba de gruñir y de enseñar sus colmillos, que eran como dagas nacaradas. El hombre se rió irónicamente.

   - Esto no es un regalo - ironizó. - No me iré de aquí sin una compensación por cazarlo.

   Los ogros gruñeron y renegaron. Algunos sacaron sus armas y varios comenzaron a aproximarse hacia aquel temerario personaje, al que Iyúnel ya daba por muerto. Pero Ghrégug levantó una grasienta y enorme mano, deteniendo a sus servidores que ya se abalanzaban sobre el pobre incauto. El rey ogro se inclinó un poco hacia delante en su diván, sus ojos pequeños y porcinos brillaban con maldad.

   - Dame una buena razón por la que deba pagar un precio por ese huargo, que se halla en mis dominios, en lugar de decirles a mis muchachos que te despiecen poco a poco ante mí, y así deleitarme con tu dolor.

   El extraño, con un movimiento rápido, tiró de la capa hacia atrás, dejando ver, no sólo su rostro joven de ojos verdes y pelo dorado, también una espada que no dudó en colar por la jaula, apuntando directamente al cuello del huargo, que se había quedado petrificado.

   - Porque si no me pagas - desafió el muchacho, - me veré obligado a llevarme conmigo a la tumba al lobo. Sí, puede que tenga una muerte agónica, pero tú te quedarás sin la nueva atracción en tus pozos de lucha. El Temible Lobo Blanco, cuyo aullido es lo último que llegan a escuchar los mortales. Tú decides.

   Definitivamente Iyúnel llegó a la conclusión de que ese joven, de apariencia apuesta y rostro atractivo, era un loco que buscaba la muerte. Sólo así se podría entender que accediera a que su señor le mandara al valle de Rumm y se presentara ante los ogros. Podía darse por perdido. La princesa sintió lástima por él.

   Pero, tras un momento de tenso silencio, sucedió lo inimaginable. Ghrégug estalló en carcajadas que hicieron retumbar la nave de piedra. Sus ogros se miraron los unos a los otros, incrédulos y sin saber muy bien qué hacer.

   - Eres el tipo de escoria que me gusta - Ghrégug reía con malicia. - Creativo e imprudente. Sólo por eso te perdonaré la vida, pero el precio por el huargo lo pondré yo. Y no aceptaré una negativa. ¿Tal vez diez monedas de oro y una bolsita de piedras preciosas?

   El chico mantenía el pulso en la mirada con Ghrégug, no parecía tenerle miedo al enorme y temible rey ogro.

   - Acepto - dijo, envainando la espada.

   - Estupendo. Y, como regalo personal, te daré un consejo: Procura que tu señor no se entere de este desafío, o te costará muy caro.

   - Aquí no ha sucedido nada.

   Ghrégug talló en su grotesco rostro una media sonrisa. Parecía satisfecho con su trato y su nueva adquisición.

   - ¿Has visto, mascota mía? - tiró de nuevo de las cadenas e Iyúnel cayó con todo su peso sobre la oronda barriga del rey ogro. - Hemos añadido una criatura más a nuestro pequeño zoológico particular. Espero ver al lobo en acción muy pronto.

   Uno de sus esbirros empujó la jaula hasta situarla a la diestra de Ghrégug. El huargo lo miraba fijamente y gruñía. El joven lo siguió con la mirada, pero no se movió del sitio.

   - Ya que estás aquí y te has tomado tantas molestias por traerme el huargo como símbolo de la unión entre tu señor y mi vasto pueblo - le dijo Ghrégug, - quizá tengas a bien quedarte un poco con nosotros y disfrutar de la lucha que estábamos a punto de ver comenzar.

   Iyúnel supo, al escuchar estas palabras, que su mal llamado amo pretendía ganar algo de tiempo antes de matar a ese impertinente aprendiz de caza-recompensas, pues si se pensaba que iba a pagarle ese precio… Estaba muy equivocado. El muchacho volvió la vista hacia el pozo de lucha, donde se volvían a apiñar los ogros de nuevo, entre vítores y gritos impacientes.

   - No es mala idea - contestó, ajeno a aquello que le deparaba el destino.

   A una voz de Ghrégug, dos ogros empujaron el diván hasta situarlo en primera fila del pozo de lucha. La muchedumbre ogra bramaba de excitación. El rey ogro volvió a acercar a Iyúnel hacia él y le susurró con ese aliento viciado y caliente que tenía:

   - Sé que no disfrutarás hoy con esto, mascota. Pero puedes presumir de ser una privilegiada, pues no se ve todos los días a dos enanos matarse - Iyúnel sintió un escalofrío al escuchar esas palabras. - ¡Que salgan ya los contendientes!

   Iyúnel casi no se atrevía a dirigir la vista hacia el pozo, intentando negar aquel mal presentimiento que le dictaba la lógica. Se aferró a otras posibilidades, por injustas y canallas que parecieran. Pero estaba claro que su instinto no le fallaba. De cada lado del foso, donde había dos pequeñas aberturas circulares con un enrejado herrumbroso cada una, aparecieron los dos enanos que se tenían que matar el uno al otro. Los reconoció antes que volvieran la mirada hacia ella, sorprendidos y asustados. Eran Tóbur y Gorin.

   La princesa sabía que implorar clemencia para ellos sería inútil, pues no había funcionado con sus compatriotas, de modo que sólo le quedaba apelar al sentido de honor de los enanos y rogar porque no se hicieran daño alguno. Aunque en aquella situación, estaba claro que la mejor opción era matarse a uno mismo.

   Los ogros les dejaron caer dos venablos de puntas oxidadas, para que Tóbur y Gorin se defendieran el uno del otro, mas ninguno de los dos hizo gesto alguno para coger las armas del suelo. Permanecían de pie, mirando a los ogros desde ahí abajo, en silencio. Ghrégug parecía ir perdiendo la paciencia.

   - ¡Moveos, maldita sea! - tronó. - ¡Comenzad a luchar si no queréis que otros ocupen vuestro lugar!

   Iyúnel sabía que aquella amenaza, para cualquier hombre corriente en esa situación, hubiera sido un milagro, una oportunidad para evadir la muerte y que fueran otros los que perecieran. Pero los enanos eran gente de honor, de orgullo. Nunca harían tal cosa, aunque eso implicara tener que atacarse.

   Con paso desganado y semblantes sombríos, los dos enanos se aproximaron a las lanzas y las empuñaron. Hubo unos instantes de zozobra por parte de ambos, pero en seguida comenzó el combate. Se tiraban lanzadas, las esquivaban, se medían y se tanteaban… Iyúnel no tardó en darse cuenta de que no pretendían hacerse daño. Estaban ganando tiempo. ¿Pero, para qué? ¿Acaso creían que los ogros no se darían cuenta de aquella farsa? Y así fue. La muchedumbre no tardó en empezar a protestar, a lanzarlos piedras y escupirlos. Estaba claro que no podrían mantener esa parodia mucho más tiempo. Y mientras ocurría todo este revuelo, Iyúnel observó cómo el joven caza-recompensas se iba escabullendo entre la multitud, alejándose del pozo de lucha. Quizá el espectáculo le resultaba aburrido o irónico, o tal vez se hubiera percatado de que le iban a tender una trampa y prefería salir de allí con los bolsillos vacios, pero con vida.

   - Si lo que esta basura enana pretende es reírse de mí - Ghrégug se enfurecía por momentos, - es que no saben quién es el Devastador del Valle. ¡Soltad al yeti!

   Iyúnel abrió los ojos de par en par, desorbitados al escuchar aquella orden. Sabía qué significaba aquello, pues ya lo había visto en acción contra otros desafortunados. El yeti era una bestia enorme, tan alta como un ogro, pero mucho más hábil y mucho más salvaje. Ghrégug lo utilizaba cuando una combate le parecía especialmente tedioso, o simplemente cuando alguno de los supervivientes no le gustaba demasiado. Entonces salía aquella bestia, y su contrincante tenía nulas opciones de sobrevivir.

   Una de las verjas por donde habían salido los enanos se volvió a abrir y, con el arropo de los cánticos y jaleos guturales de los ogros, hizo aparición el yeti. Su pelaje blanco y grisáceo parecía iluminar el pozo. Sus ojos eran muy pequeños y rojos, ávidos de sangre. Los enanos parecían dos juguetes en comparación con el tamaño de aquella bestia, que rugió mostrando sus terribles dientes. Sus zarpas eran afiladas como cuchillos. Una bestia que era todo mal y que habitaba en los Montes Vigías, en las grandes alturas.

   - ¡Mantén la calma, camarada! - escuchó decir a Gorin. - ¡Cuidado!

   El yeti, sin pensárselo dos veces, se lanzó hacia ellos a una velocidad endiablada. Los dos enanos esquivaron como pudieron el ataque de la bestia, y empuñaron con ambas manos las picas, apuntándole. El monstruo se giró rápidamente y giró la cabeza a ambos lados, que era donde se situaban Tóbur y Gorin intentando acosar y acorralar al ser. Pero el yeti estaba curtido de otras ocasiones, y no se dejó amedrentar. Uno de sus poderosos brazos voló a gran velocidad sobre Tóbur que, pese a zafarse del mortal zarpazo, quedó desarmado al recibir el impacto el canto de la pica, que voló hasta el otro lado del pozo. A continuación, la bestia saltó y se colocó entre los dos enanos, de modo que podía controlar a Tóbur, evitando que pidiera recuperar su arma, y encararse con Gorin para hacer lo propio. El enano Rocasangre intentaba moverse en círculos y lanzarle alguna estocada, pero el yeti era rápido y hacía vanos todos sus intentos de alcanzarlo. Tóbur, mientras tanto, intentaba gatear para coger su venablo, pero era casi imposible, ya que su terrible oponente le cerraba el paso.

   De pronto, y sin que Iyúnel supiera bien cómo, se formó el caos. Ante las miradas llenas de sorpresa y desconcierto de los ogros, surgió la figura del enorme huargo blanco que voló entre ellos para ir a parar al pozo, donde el yeti ni siquiera se lo esperaba. Y quedó claro en el preciso instante en el que el gran lobo volvió a saltar para atenazar con sus mandíbulas la yugular de la bestia de las montañas. Un alarido de dolor surgió de su garganta, el pelaje blanco del yeti comenzó a teñirse del color de la sangre que manaba de su cuello. Consiguió zafarse de la mortal presa que le había hecho el huargo, empujándolo con sus zarpas, pero ya era demasiado tarde para el temible yeti. Los dos enanos, con ánimos renovados tras el giro que había dado  la situación y con las picas en la mano, se lanzaron sobre la monstruosa bestia, que intentaba incorporarse del suelo, y le clavaron sus puntas oxidadas hasta que cayó de nuevo, retorciéndose y quejándose de dolor. El yeti estaba acabado, y el huargo lo celebró aullando profundamente.

   Los ogros no tuvieron tiempo de reacción. Estaban todavía conmocionados, sin saber cómo ni por qué había sucedido eso, cuando las antorchas que iluminaban tenuemente la sala se apagaron. Los ogros bramaron y rugieron, desconcertados, entonces comenzaron a lloverles flechas. Los estaban atacando y no sabían cómo. Iyúnel no sabía si sentirse esperanzada o asustada ante lo que estaba sucediendo. Consiguió distinguir, entre la penumbra, cómo la horda ogra intentaba localizar a sus atacantes, pero era en vano, porque tan pronto las flechas caían de un lado como de otro. Cuando alguna de ellas alcanzaba a un ogro, este no parecía inmutarse, debido a la piel dura y la grasa que poseían, pero a los pocos momentos comenzaba a soltar espuma por la boca, una espuma amarillenta, y caía al suelo como un peso muerto en medio de terribles convulsiones, hasta que moría. Iyúnel supuso que los agresores estaban utilizando algún tipo de veneno o ponzoña para acabar con ellos.

   - ¡¿Dónde están, maldición?! - Ghrégug gritaba fuera de sí, temeroso de recibir un flechazo al no poder moverse de su diván. - ¡Acabad con ellos, muchachos! ¡Liquidadlos!

   Justo en ese preciso momento, una silueta saltó sobre el diván y cogió a Iyúnel por las muñecas. La princesa de Onun, desconcertada, fijó la vista en ella y distinguió al joven rubio de ojos verdes, que sacaba la espada y estiraba la cadena.

   - No os mováis - dijo levantando la espada para descargar un golpe que rompiera las cadenas.

   Pero Ghrégug se percató y lanzó con fuerza un golpe con su brazo. El joven cayó de espaldas al suelo fuera del diván.

   - ¡Tú! - la rabia y el odio habían poseído la voz del rey ogro. - ¡Miserable rata traicionera! ¡La muerte es un castigo demasiado dulce para ti! ¡A mí, coged al caza-recompensas!

   Cuando uno de los ogros que estaban próximos a Ghrégug intentó acercarse al muchacho, surgió de nuevo el huargo blanco, que había logrado salir del pozo, y soltó una dentellada terrible en el brazo del ogro, arrancándole un trozo de su dura carne. El engendró aulló de dolor, pero tan sólo un instante ya que el chico rubio saltó y hundió su espada en su garganta.

   Ahora también luchaban los dos enanos, espalda contra espalda, apuñalando los talones de sus enemigos y atravesando sus gaznates cuando caían al suelo. Iyúnel ya consiguió acostumbrar sus ojos a la oscuridad, y pudo distinguir a dos encapuchados que disparaban flechas y corrían de un lado a otro para despistar a sus oponentes. Sintió cómo se imbuía de valor, cómo su espíritu guerrero golpeaba con fuerza en su pecho. La sangre de la Casa de Yúringel, la saga real de Onun, corría como un río desbocado por sus venas. Sin penárselo dos veces, asió las cadenas que la sujetaban al diván del rey orco y con un movimiento rápido las enrolló en el escaso cuello de Ghrégug, se colocó a su espalda y comenzó a estirar de ambas con toda la fuerza que tenía. Las cadenas se tensaron y se enroscaron, cortando la respiración del malvado ogro que emitía jadeos y ronquidos agónicos. Iyúnel tiraba con rabia, sacando energía y fuerza de donde no había. Ghrégug  dejo de debatirse en la agonía del ahogamiento y quedó muerto, con los ojos desorbitados y la áspera lengua fuera.

   Mientras que esto sucedía, los ogros intentaban defenderse de las flechas de los encapuchados, de las lanzadas de los enanos y de la furia asesina del huargo. ¿Podría ser aquello cierto? Iyúnel suplicó que no fuera un sueño, que aquella esperanza fuese real. Ante aquella idea se mareó un poco. Volver a ser libre… Era demasiado bonito para ser cierto.

   - Mi señora - la voz del joven rubio, que se había puesto a su lado, la hizo regresar de sus fantasías, - las manos. Estirad un poco los brazos para que pueda quitaros las cadenas.

   Iyúnel seguía un poco desconcertada, pero tensó las cadenas para que el rubio le liberase de ellas.

   - ¿Quién eres? - dijo ella, casi sin aliento.

   - Mi nombre es Velthen, mi señora. Hemos venido a rescataros, pero ahora no es momento de explicaciones - la espada refulgió en la oscuridad y cortó el aire y las cadenas, soltando una chispa justo en el momento del impacto. - Debemos irnos de aquí antes de esto se convierta en un hervidero de ogros.

   Sin pensárselo dos veces, Velthen corrió a toda prisa hacia la salida, cogiendo a Iyúnel de una muñeca. La joven princesa sentía que le comenzaban a flaquear las fuerzas, sus piernas estaban muy entumecidas por culpa de su cautiverio, pero apretó los dientes e hizo un esfuerzo por seguir el frenético ritmo que llevaba su salvador.

   - ¡Vamos, vamos herrero! - le gritó uno de los encapuchados que disparaba contra los ogros. - ¡Se nos acaban las flechas!

   Los enanos también corrieron, siguiendo a los repentinos libertadores. El único que permanecía lanzando dentelladas, sumido en un frenesí de sangre y muerte, era el huargo blanco, hasta que el llamado Velthen se llevó dos dedos a los labios y silbó con fuerza. Entonces, el enorme lobo reaccionó y se dirigió a la salida rápido como un rayo.

   Pese a que los dos encapuchados que acompañaban al joven, que parecía ser el amo del huargo, no cesaban de disparar flechas cubriéndoles las espaldas, los ogros que se mantenían con vida avanzaron para atacarlos sin reparar en la muerte del que fuese su señor. Estaban furiosos, fuera de sí. Estaba claro que si los alcanzaban podrían darse por muertos. Justo cuando Tóbur y Gorin llegaron al umbral de la salida, Iyúnel se percató de la presencia de un cuarto extraño, un viejo de larga barba y ropajes ajados que se apoyaba en una nudosa vara. Justo un momento antes de que los ogros los dieran alcance, sujetó la vara con ambas manos, cerró los ojos y la clavo en el suelo con un movimiento seco. Al instante, hubo un desprendimiento de rocas del techo, que cayeron con estrépito, taponando la salida y dejando atrapados a los ogros al otro lado, mientras gritaban y blasfemaban al quedar atrapados y sin posibilidades de salir.

   Los dos que habían estado hostigando a los ogros con las flechas se quitaron las capuchas. Uno era joven y el otro era más mayor, con una mirada muy fría e intensa. Ambos se echaron los arcos a la espalda y sacaron sendas espadas. El anciano, que parecía ser un mago, se acercó a ella y la miró a los ojos, escrutando en su interior.

   - Mi señora Iyúnel - ella asintió, aún sorprendida. - Soy Dálfvar el Sombrío, conocí a vuestro padre.

   - Dálfvar, no es momento de presentaciones - apremió el más mayor de los encapuchados. - Debemos salir de aquí.

   Los dos enanos se acercaron apresuradamente al lado de Iyúnel y la tomaron de las manos.

   - ¡Mi señora! - Tóbur casi parecía sollozar. - ¡Oh, mi dulce señora! ¡Qué alegría me da veros viva!

   Las lágrimas surgieron de los ojos de la princesa. Tanta tensión y tantas emociones comenzaban a pasar factura.

   - ¡Vamos, no tenemos tiempo! - apremió de nuevo el hombre alto y fornido.

   - Un momento - Iyúnel se limpió las lágrimas con el brazo, restregándose la suciedad por la cara. - Los prisioneros. Debemos liberar a los prisioneros.

   - ¿Prisioneros? - Velthen se volvió y la miró con el ceño fruncido.

   - ¡No tenemos tiempo, maldita sea! - protestó el más joven de los encapuchados.

   - ¡Pero ahí dentro está mi gente! - insistió Iyúnel desesperada. - ¡Debemos ayudarlos!

   Gorin carraspeó y se rascó la cabeza con una mano.

   - Mi señora - dijo, - no alberguéis esperanzas de que estén vivos.

   - ¿Cómo? - casi no tenía voz.

   - Están todos muertos, mi señora. Todos. Tan sólo parece que permanece con vida una mujer ónunim, o al menos eso escuchamos a nuestros carceleros.

   - Es cierto - confirmó Tóbur, asintiendo con vehemencia.

   A Iyúnel se le iluminó el rostro. Una mujer ónunim… ¡Debía ser Íniel!

   - Debemos buscar a la prisionera. Es la capitana de mi guardia personal.

   - Mi señora - intervino el joven encapuchado, - ahora nosotros somos su guardia personal.

   - No pienso marcharme de aquí sin ella - su mirada desafiaba a aquel extraño.

   - ¡Hemos venido aquí para rescataros, no para morir en un vano intento!

   - ¡Márdinel, guarda silencio! - lo reprendió el fornido. - ¡No olvides con quién estás hablando!

   El tal Márdinel apretó los labios hasta hacer de ellos dos delgadas líneas y dirigió una mirada de reproche al que parecía ser su líder. Dálfvar se acercó a Iyúnel.

   - ¿Tenéis idea de dónde puede estar vuestra compañera? - preguntó con calma el mago. Ella agachó la cabeza y negó sin fuerzas. El huargo empezó a gruñir mientras miraba hacia el final del pasillo que se abría a la derecha.

   - Dálfvar - insistió Márdinel, - debemos irnos ya. El lobo está presintiendo algo. ¡No debemos perder más tiempo!

   - Perdón por la intrusión - intervino Tóbur, - pero juraría saber dónde está prisionera esa dama.

   Todos los ojos se posaron en el enano.

   - ¿Estás seguro? - preguntó el mago. Tóbur asintió.

   - Cuando nos separaron a mi camarada y a mí, para llevarnos al pozo de lucha, pasé por unas celdas donde creí ver a una dama de cabello rojizo.

   - ¡Esa es Íniel, no hay duda! - exclamó Iyúnel esperanzada.

   - Un momento, aguardad - Márdinel ahora miraba a Tóbur inquisitivamente. - ¿Qué has querido decir con eso de creí? ¿Cómo que creíste? ¿Viste a esa mujer o no la viste, enano?

   El enano dio un paso al frente con la cabeza bien alta.

   - Escucha una cosa, jovenzuelo - le dijo señalando con el dedo a Márdinel. - Jamás vuelvas a llamarme enano en ese tono. Procura no jugar conmigo en estos momentos de tensión, no te conviene.

   - Dejad ya de discutir - Velthen se puso entre los dos. - ¿Cómo te llamas?

   - Tóbur, del clan de los Yunqueternos.

   - De acuerdo. Yo iré con Tóbur y su camarada…

   - Gorin.

   - Bien, Gorin. Nos llevamos al lobo. Vosotros guardadnos las espaldas y cuidad de la princesa.

   - ¿Desde cuándo seguimos tu plan, herrero? - Márdinel no parecía dispuesto a colaborar.

   - Si tienes tú algún plan mejor… - al hombre fornido parecía írsele agotando la paciencia.

   - ¡Por la misericordia del destino, Ectherien! ¡Largarnos de aquí!

   - Si vais a buscar a Íniel yo voy con vosotros - Iyúnel se acercó a Velthen y a los dos enanos.

   - Mi señora, es mejor que os quedéis aquí - sugirió con voz cálida Velthen.

   - He visto cómo morían muchos de los mío por una causa perdida. No puedes impedirme que vaya en busca de la que puede ser la única superviviente.

   Todos se miraron y Márdinel resopló.

   - Guíanos, Tóbur - le dijo ella al enano Yunqueterno.

   Los cuatro, junto con el gran huargo blanco, se internaron en el lóbrego pasillo de la izquierda. Avanzaban con sumo cuidado, poniendo especial atención en dónde pisaban.

   - ¿Estás convencido de que es por aquí? - le preguntó Velthen, con la espada en la mano. Tóbur gruñó.

   - Digamos que mi instinto nunca falla.

   - ¿Instinto?

   - Sí, eso he dicho. Por el otro pasillo se llega a la salida, por eso el huargo parecía nervioso. Huele la presencia de los ogros. Este pasillo desciende, y la entrada al pozo de lucha estaba al lado de esas celdas. Todo encaja, muchacho.

   Iyúnel miró a Velthen y ambos sonrieron. ¿Acaso era un sueño o había esbozado una sonrisa pese a la situación? Quizá lo necesitaba después de tanto tiempo sin poder hacerlo. Ahora parecía brillar tenue la esperanza, pero al menos brillaba.

   Era justo como Tóbur había dicho. Al final del pasillo se abrían a ambos lados del mismo varias celdas similares a las que Iyúnel había habitado. También había unas escaleras que descendían, y que eran las que llevaban al pozo de lucha, y ahí estaba sentado en una piedra un ogro que hacía las veces de carcelero, y que permanecía completamente dormido. Roncaba con ganas y con fuerza. Iyúnel señaló hacia el cinto del ogro, de donde pendían unas oxidadas llaves. Velthen la miró y asintió con el gesto. Ahora sólo quedaba pensar cómo quitárselas a aquel grotesco ser.

   Al segundo, y sin que nadie lo esperase, el huargo blanco de Velthen salió disparado como una flecha saltando sobre el ogro y atenazándole la garganta con sus fauces. El carcelero únicamente pudo exhalar su último aliento, sin poder dar la voz de alarma. Todos quedaron petrificados ante la reacción letal y definitiva del gran lobo, que los miraba con los ojos amarillos, ajeno a la impresión que causaba.

   - Íniel - se atrevió a decir en voz baja Iyúnel, al verificar que el ogro estaba muerto. - ¿Estás ahí, Íniel?

   Un leve ruido de cadenas que provenían de una de las celdas de la izquierda captó su atención.

   - ¿Mi… Mi señora… Iyúnel? - la voz de una mujer atravesó los barrotes. A continuación reconocieron la figura de Íniel, con el rostro demacrado, ensombrecido por sendas ojeras que eran el legado del sufrimiento que habían padecido. Cuando la joven guerrera reconoció a su señora, rompió a llorar.

   - Íniel, tranquila - intentó consolarla Iyúnel, mientras le acariciaba el pelo entre los barrotes.

   Velthen se acercó al cadáver del ogro y le quitó las llaves, luego se las lanzó a Gorin, que estaba al lado de Iyúnel. El enano fue buscando la llave correcta hasta que dio con ella, la reja se abrió chirriando e Íniel se lanzó a los brazos de la princesa.

   - Mi señora - parecía desconsolada, - os daba por muerta. ¡Oh, no esperaba volver a veros nunca más!

   - Ya ha pasado todo, amiga mía, ya ha pasado. Rápido, debes decirme si queda algún superviviente de los que nos acompañaban.

   Íniel, sin lograr contener su llanto, negó con la cabeza.

   - Hace ya varios días que se llevaron a Ihoru y a Yerden, y ya jamás regresaron. Ellos eran los últimos.

   Onun lloraría amargamente las valientes vidas que se habían perdido, y clamaría venganza. Pero todo a su debido momento. Ahora estaban libres, no debían hacer de sus muertes un acto en vano.

   -¡Herrero! - la voz de Márdinel recorrió todo el pasillo. - ¡Ya vienen, tenemos que largarnos!

   Los cinco más el huargo se lanzaron en una carrera frenética hasta el final del pasillo, donde se escuchaban las voces de Ectherien y de Márdinel apremiándolos para salir de allí. El veterano montaraz estaba al lado de una abertura en la pared de roca, cuya altura le llegaba hasta la cintura. Aquella era la ventana a su libertad, la puerta al olvido de aquel periodo de cautiverio terrible y cruel. Las voces de los ogros ya se escuchaban cercanas y sus sombras se proyectaban amenazantes. Era ahora o nunca.

   El primero en salir fue el huargo, que cruzó el hueco semicircular rápido como una flecha, seguido de Íniel e Iyúnel. Márdinel, Velthen y Ectherien fueron los siguientes. El último fue el viejo Dálfvar que, clavando la vara en el suelo del exterior de la montaña, hizo que los cimientos de la misma retumbaran. La nieve comenzó a desprenderse de la cumbre y continuación, ante la mirada llena de asombro de Iyúnel, hubo un derrumbe de enormes rocas, que taponaron la salida justo en el momento que los ogros ya se abalanzaban sobre ella. Se escucharon los últimos quejidos de aquellos que fueron sorprendidos por el derrumbe justo cuando estaban a punto de salir, siendo aplastados por las rocas. Tras ellas se extinguieron las voces de los enfurecidos ogros, desapareciendo como una terrible pesadilla al despertar. Pero estaba claro que había cicatrices profundas, y no precisamente las físicas, que acreditaban que eso no era así. Al sentir el gélido viento de los Montes Vigías, oír su ulular y cegarse con la tenue luz del sol, que se filtraba entre las negras nubes, Iyúnel comprendió que todo era más que un simple mal sueño. Entonces rompió a llorar.