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Biju no había visto semejante inmensidad en mucho tiempo: la pura, abrumadora inmensidad de la ladera y el pedregal que descendía por su flanco. En algunos lugares, la montaña entera simplemente se había desprendido de sí misma, desplegada como un glaciar con cantos rodados y árboles desarraigados. En medio de la destrucción, el precario caminito de hormigas de la carretera se había visto arrastrado. Sintió entusiasmo ante la inmensidad de la montaña, las demenciales enredaderas, la punzante y clamorosa abundancia de verdor, la estruendosa vulgaridad de las ranas que era como el sonido de la tierra y el aire mismo. Pero los problemas de la carretera eran tediosos. De manera que, sintiéndose paciente como se siente uno ante la magnitud de la naturaleza, impaciente como se siente uno con respecto a los detalles humanos, esperó el momento de ver a su padre. El trabajo de reabrir un sendero a través de aquella ruina se solía encargar a cuadrillas de enanos y enanas encorvados, que reconstruían las cosas piedra a piedra, recomponiéndolo todo cada vez que su trabajo quedaba destrozado, acarreando piedras y barro en cestos de mimbre sujetos a la frente por medio de fajas, tambaleándose como chiflados debido al peso, golpeando imponentes rocas de río una y otra vez durante horas con martillos y cinceles hasta que desprendían un trocho, luego otro trocito. Disponían las piedras y la superficie se volvía a embrear. Biju recordó cómo, de niño, su padre siempre le hacía caminar sobre brea recién extendida cuando encontraban un trecho, con el fin de reforzar, según decía, las suelas de los zapatos. Ahora que el gobierno había suspendido las obras de reparación, los hombres del FLNG se vieron obligados a bajar ellos mismos y apartar las rocas, retirar los troncos de árboles caídos, quitar terrones a paladas... Sortearon siete desprendimientos de tierra. En el octavo, el jeep resbalaba pendiente abajo y no hacían más que quedarse atascados.

Retrocedieron en busca del espacio necesario para acelerar el motor y cobrar impulso suficiente para superar las roderas y la tierra sin asfaltar, y volvieron a lanzarse a gran velocidad. Una y otra vez el motor se calaba y resbalaban pendiente abajo. Retrocedían y de nuevo ¡brum brum bruuum!

Volvieron a bajarse, todos menos el conductor, desataron el equipaje y lo amontonaron en el barro. Por fin, al undécimo intento, tras retroceder un buen trecho y cargar con el motor a plena potencia, el jeep atravesó los obstáculos a trompicones. Aplaudieron aliviados, volvieron a colocar los bultos apilados y siguieron adelante. Casi habían consumido un día entero en un viaje que debería haberles llevado dos horas. Sin duda no estaban muy lejos.

Entonces se desviaron hacia una carretera más pequeña y más difícil de transitar.

—¿Vamos a Kalimpong? —preguntó Biju, desconcertado.

—Primero tenemos que dejar a unos hombres... Daremos un rodeo.

Pasaron las horas... El noveno desprendimiento y el décimo.

—Pero, ¿cuándo vamos a llegar a Kalimpong? —preguntó Biju—. Pronto anochecerá.

—Tranquilo, bhai. -No parecían preocupados, aunque el sol se estaba poniendo deprisa y una oscuridad fría y húmeda se derramaba desde la jungla.

Era última hora de la tarde cuando llegaron a un agrupamiento de pequeñas chozas que bordeaba un camino de fango batido y charcos de agua. Los hombres se apearon y sacaron todas sus pertenencias, incluidas las cajas y maletas de Biju.

—¿Cuánto tardaréis?

—Nosotros hemos llegado. Puedes ir caminando a Kalimpong por tu cuenta —le dijeron, y señalaron un sendero entre los árboles—. Un atajo.

Notó una sacudida de pánico.

—¿Cómo voy a llevar mis cosas?

—Déjalas aquí. Las pondremos a buen recaudo. —Se echaron a reír—. Ya te las enviaremos.

—No —dijo Biju, aterrado al caer en la cuenta de que estaban robándole.

—¡Vete! —ordenaron.

Se quedó allí plantado. El follaje pareció erguirse en una sola masa; el sonido de las ranas se hinchió hasta alcanzar el mismo tono que había oído en el auricular el día que llamó a su padre desde las calles de Nueva York.

En las alturas, las montañas se prolongaban... A sus pies, caían cortadas a pico, como en una pesadilla, hasta el mismo Teesta.

—Vete de una vez. Bhago -le dijo un hombre, apuntándole con el rifle.

Biju se volvió.

—Pero antes danos el billetero y los zapatos.

Se volvió de nuevo.

—El cinturón también es bonito —señaló otro hombre, observando el cuero—. Qué ropa tan bonita hay en América. Es de muy buena calidad.

Biju le entregó el billetero y se quitó el cinturón.

—No olvides los zapatos.

Se los quitó. Dentro de las suelas falsas estaban sus ahorros.

—La cazadora.

Y cuando se desprendió de la cazadora vaquera, decidieron que los tejanos y la camiseta también les gustaban.

Biju empezó a temblar de arriba abajo, y agarrando la ropa con torpeza mientras intentaba mantener el equilibrio, se quitó las últimas prendas y se quedó en calzoncillos blancos.

A estas alturas, habían llegado perros de todo el busti. Estaban magullados y cubiertos de calvas debido a las peleas y enfermedades, pero, al igual que sus amos, tenían aire de forajidos. Rodearon a Biju pavoneándose cual gánsteres, con el rabo enhiesto como una bandera, gruñendo y ladrando.

Niños y mujeres miraban desde las sombras.

—Dejadme ir —suplicó.

Uno de ellos, riéndose, cogió un camisón del seto donde se estaba secando.

—No, no le des eso —chilló una vieja desdentada, la dueña de la prenda.

—Ya te compraremos otro. Ha venido de América. ¿Cómo va a ir a ver a su familia desnudo?

Se echaron a reír.

Y Biju echó a correr...

Corrió hacia la jungla perseguido por los perros, que parecían tomar parte en la broma, con sus muecas y gestos bruscos.

Al cabo, cuando Biju cruzó lo que los perros consideraban su perímetro, se cansaron de él y regresaron a casa.

Se cernió la oscuridad y Biju se sentó en medio del sendero, sin equipaje, sin sus ahorros y, aún peor, despojado de su orgullo. De regreso de América con mucho menos de lo que nunca había tenido.

Se puso el camisón, que tenía grandes flores de un desvaído rosa y mangas amarillas abombadas, con volantes en el cuello y el dobladillo. Debían de haberlo escogido cuidadosamente de un montón en el bazar.

¿Por qué se había marchado? ¿Por qué se había marchado? Qué idiota había sido. Se acordó de Harish-Harry: «Vete a descansar y luego regresa.» El señor Kakkar, de la agencia de viajes, que le había prevenido: «Te lo aseguro, amigo mío, cometes un gran error.»

Se acordó de Said Said.

Biju se había encontrado con él una última vez.

—Biju, tío, estoy con una chica, la hermana de Lufti, ha venido de visita de Zanzíbar, y APENAS verla, le digo a Lufti: «Creo que es la DEFINITIVA, tío.»

—Ya estás casado.

—Pero dentro de cuatro años conseguiré la carta verde y, zasss, me largo de aquí, me divorcio y me caso de verdad. Ahora sólo vamos a celebrar una ceremonia en la mezquita... Esta chica es...

Biju esperó.

Said suspiró con asombro:

—TAN...

Biju esperó.

—¡¡LIMPIA!! Huele... ¡TAN BIEN! Y usa la talla catorce. ¡LA MEJOR TALLA! —Said le indicó con las manos separadas la dulce corpulencia de su segunda esposa—. Pero cuando me encuentro con ella ni siquiera la toco. Ni siquiera así... —Hizo asomar el dedo como un tímido caracol de su concha—. Me comporto. Compraremos una casa en Nueva Jersey. Estoy siguiendo un curso de mantenimiento de aviones.

Biju se quedó en el suelo, aterrado de lo que había hecho, de estar solo en aquel bosque, y de que aquellos hombres volvieran para perseguirlo. No podía dejar de pensar en todo lo que había comprado y perdido. En el dinero que llevaba escondido en los zapatos. En el billetero. De pronto, sintió una punzada de dolor en la rodilla en que se había hecho daño al resbalar en el suelo de Harish-Harry.