19
—¡Biju! Qué pasa, hombre. —Era Said Said curiosamente ataviado con un pijama kurta blanco y gafas de sol, cadena de oro y zapatos de plataforma, las rastas recogidas en una coleta. Había dejado Banana Republic—. Mi jefe, te juro que no hacía más que tocarme el culo. De todas maneras —continuó—, me casé.
—¡¿Estás casado?!
—Así es, tío.
—¿Con quién te casaste?
—Toys.
— ¿Toys?
—Toys. De repente me piden la carta verde, dicen que olvidaron comprobar cuándo la solicité, así que le digo: «¿Te casarías conmigo para que me den los papeles?»
«Grillada —le habían dicho todos en el restaurante donde trabajaban, él en la cocina, ella de camarera—. Es una tía rara.»
Una grillada encantadora, con el corazón de mazapán. Fue al ayuntamiento con Said —esmoquin alquilado, vestido de flores— y dijo «sí, quiero» bajo el rojo blanco y azul.
Ahora estaban ensayando para la entrevista de Inmigración: «¿Qué clase de ropa interior lleva su marido, qué dentífrico prefiere su marido?» En caso de que tuvieran sospechas, los separarían, el marido en una habitación, la esposa en otra, y les plantearían las mismas preguntas para intentar pillarlos. Se rumoreaba que enviaban espías para comprobar los datos; otros decían que no, que Inmigración no tenía tiempo ni dinero. «¿Quién compra el papel higiénico?» «Lo compro yo, tío, y no sabes cuánto usa. Cada dos días ya estoy yendo al Rite Aid.»
—¿Pero sus padres la dejan? —preguntó Biju, incrédulo.
—¡Pero si me adoran! Su madre me adora, me adora.
Había ido a verlos y se encontró con una familia de hippies melenudos de Vermont que comían pan de pita untado con ajo y babaghanoush. Compadecían a cualquiera que no se alimentara con su comida marrón, productos ecológicos de cooperativa, a granel y sin procesar. Said, a quien le gustaban los alimentos básicos blancos —arroz blanco, pan blanco y azúcar blanco—, tuvo que sumarse a la perra de la familia, que compartía su desprecio por la hamburguesa de bardana, la sopa de ortiga, la leche de soja y el helado de grasa vegetal —«¡Es una yonqui de la comida rápida!»—, en el asiento trasero del coche de la abuela pintado con los colores del arco iris, traqueteando de camino al Burger'n Bun. Y allí estaban Said y Buckeroo Bonzai con dos Big-BoyBurgers y esbozando dos amplias sonrisas, en la foto tomada para el álbum de Inmigración. Se la enseñó a Biju tras sacarla de su nuevo maletín, comprado especialmente para llevar esos documentos importantes.
—Me gusta mucho ver fotos —le aseguró Biju.
También estaba Said con la familia en el festival de teatro Bread & Puppet posando con la marioneta del malvado agente de seguros; Said de visita en la fábrica de quesos Grafton; Said junto a un montón de compost con el brazo sobre el hombro de la abuela, con su túnica hawaiana de verano y sin sujetador, el vello salpimentado de la axila desgreñado en varias direcciones.
Ah, Estados Unidos, un país maravilloso. Realmente maravilloso. Y sus gentes, las más encantadoras del mundo. Cuanto más les hablaba de su familia en Zanzíbar, sus papeles falsos, de cómo tenía un pasaporte a nombre de Said Said y otro a nombre de Zulfikar, más contentos se ponían. Se quedaban despiertos hasta altas horas de la estrafalaria noche de Vermont, con las estrellas venga a descender y descender, animándolo. Estarían encantados de contribuir a cualquier acto subversivo contra el gobierno de Estados Unidos.
La abuela incluso había escrito una carta a Inmigración para garantizar que Zulfikar de Zanzíbar era bienvenido; no, más aún, era un apreciado miembro recién llegado al antiguo clan de los Williams del Mayflower.
Palmeó a Biju en la espalda.
—Ya nos veremos por ahí —le dijo, y se fue a practicar el besuqueo para la entrevista—. Tiene que resultar real o sospecharán.
Biju siguió su camino e intentó sonreír a las ciudadanas americanas: «Hola. Hola.» Pero apenas lo miraban.
El cocinero fue de nuevo a la oficina de correos.
—Traen las cartas mojadas. No tienen cuidado.
—Babaji, eche un vistazo fuera, ¿cómo vamos a mantenerlas secas? Es humanamente imposible, se mojan en cuanto las traemos de la camioneta a la oficina.
Al día siguiente:
—¿Ha llegado correo?
—No, no, las carreteras están cerradas. Hoy no hay nada. Quizá haya paso por la tarde. Vuelva luego.
Lola estaba intentando como una histérica hacer una llamada desde la cabina de larga distancia porque era el cumpleaños de Pixie:
—¿Qué quiere decir con que no funciona? ¡Lleva una semana sin funcionar!
—Lleva un mes sin funcionar —la corrigió un joven que también estaba a la cola, aunque parecía contento—. Se ha estropeado el microondas —explicó.
—¿Cómo?
—El microondas. —Se volvió hacia los demás en la oficina en busca de confirmación.
—Sí —asintieron; eran todos hombres y mujeres del futuro.
El joven se volvió hacia ella:
—Sí, el satélite en el cielo... —indicó, señalando hacia arriba— ha caído. —Y señaló el suelo plebeyo, cemento gris cubierto de huellas de barro local.
No había manera de telefonear, no había modo de que las cartas llegaran. Ella y el cocinero, al encontrarse, se lamentaron un momento y luego continuaron tristemente, él camino del carnicero y ella a comprar insecticida Baygon y matamoscas. Cada día de aquella fecunda estación docenas de almas diminutas perdían su breve vida por causa de los venenos de Lola. Mosquitos, hormigas, termitas, milpiés, ciempiés, arañas, carcomas, luciérnagas. Y sin embargo, ¿qué más daba? Cada día nacía un millar más... Naciones enteras aparecían audaces de la noche a la mañana.