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Allá en América, Biju había pasado sus primeros tiempos detrás de un mostrador formando parte de una hilera de hombres.

—¿Quieres una grande? —preguntó el compañero de trabajo de Biju, Romy, y levantó una salchicha con las tenazas, la hizo oscilar oronda y carnosa y luego rebotar contra la bandeja metálica, meneándola arriba y abajo, elástica, delante de una chica de expresión dulce, educada para tratar a la gente oscura como a cualquier otra persona.

Gray's Papaya. Perritos calientes, perritos calientes, dos y un refresco por un dólar con noventa y cinco.

El ímpetu de los hombres con que trabajaba sorprendía a Biju, lo aterraba, lo colmaba de alegría y luego lo aterraba de nuevo.

—¿Cebolla, mostaza, pepinillos, ketchup?

Un golpeteo sordo.

—¿Una salchicha con chile?

Golpea que te golpea. Menea que te menea. Igual que un pervertido recién salido de detrás de un árbol, meneando la zona apropiada de su anatomía...

—¿Grande? ¿Pequeña?

—Grande —respondió la chica de expresión dulce.

—¿Refresco de naranja? ¿Refresco de piña?

El establecimiento tenía aire festivo con guirnaldas de papel, naranjas y plátanos de plástico, pero hacía más de treinta y siete grados y el sudor les resbalaba por la nariz e iba a caer a sus pies.

—¿Quiere salchicha india? ¿Quiere salchicha americana? ¿Quiere salchicha especial?

—Señor —dijo una mujer de Bangladesh que visitaba a su hijo en una universidad de Nueva York—, lleva usted un establecimiento muy bueno. Es la mejor salchicha que he probado en mi vida, pero debería cambiar el nombre. Es muy extraño. ¡No tiene ningún sentido!

Biju meneaba su salchicha junto con los demás, pero ponía reparos cuando, después del trabajo, iban a ver a las dominicanas en Washington Heights. ¡Sólo treinta y cinco dólares!

Disimulaba su timidez con una repugnancia impostada.

—¿Cómo podéis? Esas, esas mujeres son sucias —decía con remilgo—. Unas zorras apestosas. —Mostraba su disgusto—. Putas zorras, si folláis con mujeres baratas pillaréis alguna enfermedad... huelen mal... hubshi... todas negras y feas... me dan asco...

—A estas alturas —replicaba Romy—, ¡podría follarme un perro! ¡Aaaargh! -aullaba, sujetándose la cabeza con gesto teatral—. ArrrghaAAA...

Los otros rieron.

Eran hombres; él era una criatura. Tenía diecinueve años, y aparentaba y se sentía varios años más joven.

—Hace mucho calor —dijo a la siguiente ocasión.

Luego:

—Estoy muy cansado.

La estación fue transcurriendo:

—Hace mucho frío.

Fuera de su terreno, casi se le quitó un peso de encima cuando el gerente del establecimiento recibió instrucciones escritas de comprobar que los empleados tenían el permiso de residencia en regla.

—No puedo hacer nada —les dijo el gerente, su tez sonrosada al tener que repartir humillación entre aquellos hombres. Un buen hombre. Se llamaba Frank, curioso en el caso de alguien que se pasaba el día entre salchichas de frankfurt—. Os aconsejo que desaparezcáis con el mayor sigilo posible...

Así que desaparecieron.