8
Enfrente de la habitación de Sai, al otro lado del pasillo, el juez ingirió un Calmpose, pues la llegada de su nieta le había afectado. Permaneció despierto en la cama, con Canija a su lado. «Preciosa —susurró volviéndose cariñoso hacia ella—. Qué orejas tan largas y rizadas, ¿eh? Mira cuántos rizos.» Canija dormía todas las noches con la cabeza en su almohada, y en noches frías la tapaba con un chal de lana de angora. Aun dormida, una de sus orejas se aguzaba para escuchar los ronquidos del juez.
El juez cogió un libro e intentó leer, pero no lo consiguió. Para su sorpresa, cayó en la cuenta de que estaba pensando en sus propios viajes, en sus propias llegadas y partidas de lugares en su pasado lejano. Se había ido de casa por primera vez a los veinte años, con un baúl igual que el que había traído Sai, en el que se leía «Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver» en letras blancas sobre una placa de hojalata negra. Corría el año 1939. La ciudad que había dejado era su hogar ancestral de Piphit. De allí había viajado hasta el puerto de Bombay y luego zarpado rumbo a Liverpool, y de Liverpool fue a Cambridge.
Habían transcurrido muchos años, y aun así el día le volvió a la memoria con nitidez, cruelmente.
Al futuro juez, que entonces sólo se llamaba Jemubhai —o Jemu—, lo habían despedido con una serenata dos miembros jubilados de una banda militar contratados por su suegro. Se habían ubicado en el andén entre bancos con las leyendas «Sólo indios» y «Sólo europeos» vestidos con desastradas casacas rojas con una maraña de quincalla metálica deslustrada en mangas y cuellos. Cuando el tren partía de la estación, acometieron Take Me Back to Dear Old Blighty, una melodía que, según recordaban, era apropiada para una despedida.
El juez iba acompañado de su padre. En casa, su madre estaba llorando porque no había calculado el desequilibrio entre lo irreversible de la despedida y la brevedad del último instante.
—No lo dejes marchar. No lo dejes marchar.
Su hijito con aquel bigote cómico y frágil, con su pasión por su choorva especial que no encontraría en Inglaterra y su odio al frío del que tendría más que de sobras; con aquel jersey que había tejido ella con un dibujo lo bastante fantasioso como para expresar la extravagancia de su afecto; con su Oxford English Dictionary nuevo y su coco decorado para lanzar como ofrenda a las olas de manera que los dioses bendijeran su viaje.
Padre e hijo pasaron la mañana y la tarde mecidos por el traqueteo del tren. La inmensidad del paisaje en el que Jemu había vivido sin apercibirse de ello fue quedando grabada en su mente. El hecho mismo de que fueran sentados en el tren, su velocidad, tornaba su mundo trivial, señalaba a través de cada ventanilla indicios de una desolación dispuesta a vindicar un corazón indefenso. Acusó un miedo punzante, no por su futuro, sino por su pasado, por la fe insensata con que había vivido en Piphit.
El hedor a pescado puesto a secar en andamiajes de madera a lo largo de la vía extinguió sus pensamientos por un instante; al internarse en aire neutral, sus miedos volvieron a aflorar.
Pensó en su esposa. Hacía un mes que se había casado. Regresaría muchos años después, y entonces ¿qué? Todo resultaba muy extraño. Ella tenía catorce años y él aún tenía que examinar su rostro como era debido.
Cruzaron la cala de agua salada a la entrada de Bombay, llegaron a la estación terminal Victoria, donde rehusaron a los ganchos que ofrecían habitaciones de hotel para alojarse con un conocido de su suegro, y despertaron temprano para ir al muelle Ballard.
Cuando, de niño, Jemubhai aprendió que el océano se extendía todo alrededor de una esfera, el descubrimiento le produjo una sensación de afianzamiento, pero ahora que estaba en la cubierta del barco sembrada de confeti, observando cómo el mar interminable flexionaba sus músculos, notó que saberlo le hacía flaquear. El leve oleaje rompía contra el casco del barco en una parsimoniosa efervescencia de soda sobre la que el estruendo de las máquinas empezó a imponerse. En el momento en que tres toques de sirena rasgaron el aire, el padre de Jemu, que escrutaba la cubierta, localizó a su hijo.
—¡No te preocupes! —gritó—. Serás el primero de clase. —Pero su tono de terror desdijo las palabras tranquilizadoras—. ¡Lanza el coco! —le chilló.
Jemubhai miró a su padre, un hombre con apenas educación que se aventuraba donde no debería hacerlo, y en su corazón el amor se mezcló con lástima, y la lástima con vergüenza. Su padre alzó su propia mano para cubrirse la boca: había dejado en mal lugar a su hijo.
El barco se puso en marcha, el agua se escindió y salpicó, los peces voladores estallaron plateados entre aquel desenmarañamiento, se repartieron cócteles Tom Collins entre los pasajeros y la atmósfera de fiesta alcanzó su culminación. El gentío se convirtió en los restos de un naufragio mecidos por los ribetes de la marea: festones y organdíes, volantes de enaguas, envoltorios de pacotilla y motas de saliva, colas de pez y lágrimas... No tardó en desvanecerse en la calima.
Jemu vio desaparecer a su padre. No lanzó el coco al agua ni lloró. Nunca más experimentaría amor por otro ser humano que no estuviera adulterado por alguna emoción contradictoria.
Dejaron atrás el faro de Colaba y se adentraron en el océano Indico hasta que sólo quedó a la vista la inmensidad del mar allí donde mirara.
Era una tontería preocuparse por la llegada de Sai, dejar que desencadenara aquel retorno a su pasado. Sin duda eran los baúles los que le habían estimulado la memoria.
Srta. S. Mistry, Convento de St. Augustine.
Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver.
Pero siguió recordando: cuando encontró su camarote, vio que tendría un compañero de viaje que había crecido en Calcuta componiendo sonetos latinos en endecasílabos catulianos, que había transcrito en un volumen dorado y llevado consigo. El compañero de camarote arrugó la nariz ante los encurtidos envueltos en un montoncillo de puris; cebollas, pimientos verdes y sal en un atadijo de papel de periódico; un plátano que en el transcurso del viaje sucumbiría al calor. Ninguna fruta sufre una muerte tan vil y ofensiva como el plátano, pero se lo habían puesto por si acaso. Por si acaso ¿qué?, le gritó Jemu a su madre en silencio.
Por si acaso le entraba hambre por el camino o transcurría un buen rato antes de que pudieran preparar una comida como era debido o le faltaba el valor necesario para ir al comedor del barco, teniendo en cuenta que no sabía comer con cuchillo y tenedor...
Le enfureció que su madre se hubiera planteado la posibilidad de su humillación y de esa manera, pensó, la hubiera precipitado. En su intento de anular una humillación no había conseguido más que sumar otra.
Jemu cogió el paquete, subió a cubierta y lo lanzó por la borda. ¿No había pensado su madre en lo inapropiado de su gesto? Amor indecoroso, amor indio, amor apestoso, antiestético: ya podían quedarse los monstruos del océano con el paquete que tan valientemente había preparado su madre levantándose en pleno acceso de sensiblería antes del amanecer.
El olor a plátano muerto se batió en retirada, ah, pero eso no hizo sino dejar perfectamente al descubierto la peste del miedo y la soledad.
En la litera de su camarote por la noche, el mar emitía el sonido de indecentes lametazos contra las aristas del barco. Recordó cómo había medio desnudado a su esposa para luego vestirla a toda prisa, cómo sólo había llegado a atisbar su expresión, apenas retazos de la misma al retirar el pallu que le cubría la cabeza. Sin embargo, al recordar la proximidad de la piel femenina, su pene se levantó y osciló en la oscuridad, una simple criatura marina ciega que, no obstante, rehusaba ser rehusada. Su propio órgano le resultó extraño: insistente pero cobarde, suplicante pero pomposo.
Atracaron en Liverpool y la banda interpretó Land of Hope and Glory. Su compañero de camarote, con traje de tweed de Donegal, llamó a un mozo de cuerda para que lo ayudara con el equipaje. ¡Una persona blanca para que ayudara con las maletas a un moreno! Jemubhai cargó con sus propias maletas, subió a trompicones a un tren, y conforme avanzaban por los campos de camino a Cambridge, le impresionó la enorme diferencia entre la vaca inglesa (amazacotada) y la india (desgarbada).
Continuaron impresionándolo las vistas que le salían al paso. La Inglaterra en la que buscó habitación de alquiler estaba formada por diminutas casas grises en calles grises, pegadas entre sí y al suelo como si estuvieran atrapadas en una trampa. Lo cogió por sorpresa porque esperaba únicamente grandeza, no había caído en la cuenta de que también allí podía haber gente pobre que llevara una vida antiestética. Aunque no estaba muy convencido, tampoco lo estaba la gente que respondía a su llamada, cuando abrían la puerta y veían su cara: «Acabo de alquilarla», «Estamos completos» o incluso una cortina levantada y dejada caer de inmediato, una quietud como si todos los habitantes hubieran muerto en ese instante. Fue a veintidós pensiones antes de llegar al umbral de la señora Rice en Thornton Road. Ella tampoco lo vio con buenos ojos, pero necesitaba dinero y la ubicación de su casa era tal —al otro lado de la estación de tren con respecto a la universidad— que temía no encontrar ningún inquilino.
Dos veces al día le dejaba una bandeja a los pies de las escaleras: un huevo pasado por agua, pan, mantequilla, jamón, leche. Tras una serie de noches despierto escuchando el borboteo de sus tripas y acordándose con lágrimas en los ojos de su familia en Piphit, que lo consideraban tan digno de una comida caliente como la reina de Inglaterra, Jemubhai reunió el coraje suficiente para pedir una cena como era debido.
—No acostumbramos a cenar mucho por aquí, James —le dijo ella—. Al Padre le resulta pesado para el estómago.
Siempre llamaba Padre a su marido y había cogido la costumbre de llamar James a Jemubhai. Pero esa noche se encontró con un plato de humeantes judías con salsa de tomate sobre una tostada.
—Gracias. Absolutamente delicioso —dijo mientras el señor Rice permanecía sentado mirando por la ventana sin pestañear.
Más adelante, le maravillaría aquel gesto de valentía, pues estaba a punto de perderla por completo.
Se había matriculado en Fitzwilliam con ayuda de un trabajo que redactó para los exámenes de admisión: «Similitudes y diferencias entre la revolución rusa y la francesa.» En aquellos tiempos nadie se tomaba muy en serio Fitzwilliam, más centro de tutoría que colegio mayor propiamente dicho, pero se puso a estudiar de inmediato porque era la única aptitud que podía trasladar de un país a otro. Trabajaba doce horas de un tirón, hasta altas horas de la noche, y al retraerse de esa manera, no logró hacer un valiente gesto de apertura en un momento crucial y se encontró con que, en lugar de eso, su pusilanimidad y su aislamiento habían encontrado terreno abonado. Se retiró a una soledad que cobraba mayor peso día a día. La soledad se convirtió en costumbre, la costumbre se convirtió en el hombre, y lo aplastó hasta convertirlo en una sombra.
Pero las sombras, después de todo, provocan su propio desasosiego, y a pesar de sus intentos de ocultarse, no hizo más que recalcar algo que inquietaba a los demás. Durante días enteros no le dirigía la palabra nadie en absoluto, la garganta se le obstruía con palabras sin pronunciar, su mente y su corazón se convirtieron en entes romos y doloridos, y las señoras de edad avanzada —el pelo azulado, el rostro con motas, la cara como una calabaza revenida— se cambiaban de asiento cuando él se sentaba a su lado en el autobús, de manera que no le cupiera duda de que aquello que ellas tenían, fuera lo que fuese, no era ni remotamente tan malo como lo que tenía él. Las jóvenes y hermosas no eran más amables; las chicas se tapaban la nariz y lanzaban risillas: «¡Uf, apesta a curry!»
Así fue como empezó a trastornarse la mente de Jemubhai; empezó a verse más extraño de lo que lo veían los demás, su propia piel le parecía de un color raro; su propio acento, peculiar. Se le olvidó cómo reír, apenas era capaz de alzar los labios en una sonrisa, y si alguna vez lo hacía, se tapaba la boca con la mano, porque no soportaba que nadie le viera las encías, los dientes. Le parecían demasiado íntimos. De hecho, apenas dejaba que sobresaliera de sus ropas ninguna parte de sí mismo por miedo a ofender. Empezó a lavarse de manera obsesiva, temeroso de que lo acusaran de oler, y todas las mañanas, a fuerza de restregarse, se desprendía del aroma denso y lechoso del sueño, el olor a establo que lo envolvía como una guirnalda cuando despertaba e impregnaba la tela de su pijama. Hasta el final de su vida no se le vería nunca sin calcetines y zapatos, y preferiría la sombra a la luz, los días nublados a los soleados, pues recelaba de que la luz del sol lo revelase, en su abyección, con toda claridad.
No vio nada de la campiña inglesa, se perdió la belleza de las universidades y las iglesias esculpidas y decoradas con pan de oro y ángeles, no oyó a los niños cantores con voz de niña, y no vio el río verde tembloroso con réplicas de los jardines que se enlazaban uno con el siguiente, ni los cisnes que bogaban superpuestos cual mariposas a sus reflejos.
Al cabo, apenas se sentía humano, daba un brinco cuando le tocaban el brazo como si semejante intimidad le resultara insoportable, temía y sufría por un simple «qué-tal-bonito-día» con la gorda vestida de amistosos tonos rosa que llevaba la tienda de la esquina. «¿Qué quieres? Repítemelo, guapo...», respondía ella a sus murmullos, y se inclinaba hacia delante para recoger sus palabras, pero su voz se escabullía al deshacerse él en lágrimas de autocompasión ante el despreocupado gesto de afecto. Empezó a cruzar la ciudad en busca de tiendas más anónimas, y cuando compró una brocha de afeitar y la dependienta le comentó que su marido tenía exactamente la misma, al reconocer sus idénticas necesidades humanas, la proximidad de su conexión, «afeitar», «marido», lo superó el atrevimiento de la insinuación.
El juez encendió la luz y comprobó la fecha de caducidad de la caja de Calmpose. No, el medicamento seguía siendo válido: debería haber surtido efecto. Sin embargo, en vez de hacerle conciliar el sueño, le había provocado una pesadilla totalmente despierto.
Se quedó en la cama hasta que las vacas empezaron a bramar cual sirenas de niebla y el gallo del tío Potty, Kookar Raja, izó su quiquiriquí igual que una bandera con un sonido absurdo y estridente, como si llamara a todo el mundo al circo. Llevaba sano desde que el tío Potty lo puso patas arriba, le metió la cabeza en una lata y erradicó las moscardas que tenía en el trasero con una buena rociada de insecticida.
Enfrentado de nuevo a su nieta, sentados a la mesa para desayunar, el juez dio instrucciones al cocinero de que la llevara a conocer a la tutora que había contratado, una mujer llamada Noni que vivía a una hora de allí.
Sai y el cocinero recorrieron a paso lento el largo sendero que ascendía y descendía tenue y oscuro como una culebra ratonera entre las colinas, y él le enseñó los puntos de referencia de su nuevo hogar, señaló las casas y le informó de quién vivía en ellas. Estaba el tío Potty, claro, su vecino más cercano, que le había comprado sus tierras al juez años atrás, hacendado y borracho; y su amigo el padre Booty de la vaquería suiza, que pasaba las noches bebiendo con el tío Potty. Los hombres tenían ojillos rojos de conejo, los dientes parduscos por el tabaco, sus sistemas necesitaban un buen dragado, pero seguían mostrando buen ánimo. «Hola, Dolly», decía el tío Potty saludando a Sai con la mano desde la galería, que se proyectaba como la cubierta de un barco por encima de la acusada pendiente. En esa misma galería, Sai escucharía por primera vez a los Beatles. Y también: «¿Tanta carne y nada de PERTATAS? ¡Eso clama al cielo, como si fueran verdes las TERMATAS!».
El cocinero señaló los difuntos tanques de piscicultura, el campamento del ejército, el monasterio en la cima de la colina de Durpin, y mucho más abajo, un orfanato y un gallinero. Enfrente del gallinero, para tener fácil acceso a los huevos, vivía un par de princesas afganas cuyo padre se había ido de vacaciones a Brighton y a su regreso se encontró con que los británicos habían puesto a otro en su trono. Al final, Nehru ofreció asilo a las princesas (¡todo un caballero!). En una casita gris vivía la señora Sen, cuya hija, Mun Mun, se había marchado a América.
Y por último estaba Noni (Nonita), que vivía con su hermana Lola (Lalita) en una casita de campo cubierta de rosas llamada Mon Ami. Cuando el marido de Lola murió de un ataque al corazón, Noni, la solterona, se mudó con su hermana, la viuda. Vivían gracias a la pensión de él, pero aun así necesitaban más dinero, con las interminables reparaciones que había que llevar a cabo en la casa, los precios cada vez más caros en el bazar y el sueldo de la criada, la fregona, el vigilante y el jardinero.
De manera que, para contribuir a la economía familiar, Noni había accedido a la petición del juez de que hiciera las veces de tutora de Sai. De ciencias a Shakespeare. Únicamente cuando los conocimientos de Noni sobre matemáticas y ciencias empezaron a titubear al cumplir Sai los dieciséis, el juez se vio obligado a contratar a Gyan para que se ocupara de esas asignaturas.
—Ésta es Saibaby —dijo el cocinero para presentarla a las hermanas.
La miraron con tristeza, huérfana del romance agonizante entre la India y los soviéticos.
—Es la mayor estupidez que ha cometido la India, arrimarse al bando equivocado. ¿Recuerdas cuando Chotu y Motu fueron a Rusia? Dijeron que no habían visto nunca nada parecido —le comentó Lola a Noni—, ni siquiera en la India. Una ineficacia increíble.
—¿Y te acuerdas de aquellos rusos que vivían puerta con puerta con nosotras en Calcuta? —le respondió Noni a Lola—. Salían corriendo todas las mañanas y volvían con montañas de comida. Allá estaban, venga a cortar, hervir y freír montañas de patatas y cebollas.
Y luego, para la noche, otra vez al bazar a todo correr, con el pelo al viento, para regresar locos de contento y con más cebollas y patatas aún para cenar. Para ellos la India era la tierra de la abundancia. Nunca habían visto nada parecido a nuestros mercados.
Pero, a pesar de su opinión sobre Rusia y los padres de la niña, con el paso de los años tomaron mucho cariño a Sai.