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Biju en el Baby Bistro.

Arriba, el restaurante era francés, pero abajo en la cocina era mexicano e indio. Y cuando se contrató a un paki, pasó a ser mexicano, indio y paquistaní.

Biju en Le Colonial para disfrutar de la auténtica experiencia colonial.

Por encima, lujoso estilo colonial, y por debajo, nativo pobre. Colombiano, tunecino, ecuatoriano, gambiano.

Después a la Cafetería Barras y Estrellas. Una bandera genuinamente americana encima, una bandera genuinamente colombiana debajo.

Y una bandera india cuando llegó Biju.

—¿Dónde está Guatemala? —tuvo que preguntar.

—¿Dónde está Guam?

—¿Dónde está Madagascar?

—¿Dónde está Guayana?

—¿Es que no lo sabes? —dijo el guayanés—. Hay indios por todas partes en Guayana, tío.

—Indios en Guam. Prácticamente mires donde mires, indios.

—¿Trinidad?

—¡Trinidad está llena de indios! Venga a decir: «Abre una lata de salmóón, tíooo.» ¿No es increíble?

Madagascar: indios indios.

Chile: en el duty-free de Zona Rosa en Tierra del Fuego, indios, whisky, aparatos electrónicos. Amargura al pensar en los paquistaníes en el negocio de coches de segunda mano allá en Areca. «Ah... olvídalo... deja que esos bhenchoots se ganen su veinticinco por ciento...»

Kenia. Sudáfrica. Arabia Saudí. Fiji. Nueva Zelanda. Surinam.

En Canadá, un grupo de sijs llegó tiempo atrás; se fueron a áreas remotas y las mujeres se quitaron sus salwars y llevaban las kurtas a guisa de vestidos.

Indios, sí, en Alaska; un desi era propietario de la última tienda almacén en el último pueblo antes del Polo Norte, comida enlatada en su mayoría, aparejos de pesca, sacos de sal y palas; su mujer se quedó en Karnal con los niños, donde, gracias a los sacrificios del marido, podían costearse el Jardín de Infancia Angelitos.

En el mar Negro, sí, indios, al frente de un negocio de especias.

Hong Kong. Singapur.

¿Cómo es que no había aprendido nada mientras crecía? Inglaterra sí la conocía, y América, Dubai, Kuwait, pero no mucho más.

Había todo un mundo en las cocinas subterráneas de Nueva York, pero Biju no estaba preparado para ello y casi notó que se le quitaba un peso de encima cuando llegó el paquistaní. Al menos sabía qué hacer. Escribió y se lo contó a su padre.

El cocinero se sobresaltó. ¿En qué clase de lugar estaba trabajando? Estaba al tanto de que era un país al que viajaba gente de todo el mundo para trabajar, pero sin duda paquistaníes no, ¿verdad? Seguro que no los contrataban. Seguro que preferían a los indios...

«Ándate con cuidado —le escribió a su hijo—. Ándate con cuidado. Ándate con cuidado. Mantén las distancias. Desconfía.»

Su hijo ya había hecho que se sintiera orgulloso. Vio que no podía hablar cara a cara con aquel hombre; notaba que hasta la última de sus moléculas era falsa, todos y cada uno de sus pelos se erizaban alerta.

Desis contra pakis.

Ah, la vieja guerra, la mejor de las guerras...

¿Dónde si no fluían las palabras con una espontaneidad derivada de siglos de práctica? ¿Cómo si no se levantaba de entre los muertos el espíritu de tu padre, tu abuelo?

Aquí en América, donde cada nacionalidad confirmaba su estereotipo...

Biju notó que entraba en un cálido baño amniótico.

Pero luego se enfrió. Aquella guerra, después de todo, no resultaba satisfactoria; nunca se podía profundizar lo suficiente, el chasquido nunca daba paso al resquebrajamiento, la comezón no llegaba a rascarse nunca; la irritación se cimentaba sobre sí misma, y los combatientes no conseguían sino rabiar cada vez más.

—¡Cerdos cerdos, hijos de cerdos, sooar ka baccha! -gritó Biju.

— Uloo ka patha, hijo de un búho, rastrero hijoputa indio.

Fijaron los límites en coyunturas cruciales. Se lanzaron uno a otro coles a modo de proyectiles.

—¡¡¡***!!! —dijo el francés.

A ellos les sonó como una airada ráfaga de diente de león, pero lo que dijo fue que eran un par de tipos difíciles. El estruendo de su pelea había ascendido por el tramo de escaleras y emitido una nota discordante, y cabía la posibilidad de que desbarataran el equilibrio, perfectamente primermundista arriba, perfectamente tercermundista veintidós peldaños más abajo. Mézclalo de cualquier manera y entonces ¿quién iría al restaurante, eh? Con sus coquilles Saint-Jacques à la vapeur a 27,50 dólares y la blanquette de veau a 23 dólares, y un pato que suponía un guiño a las colonias, sentado como un pachá en un lecho de su propia grasa, exudando aroma a azafrán.

¿En qué estaban pensando? ¿Tienen los restaurantes de París sótanos llenos de mexicanos, desis y pakis?

Claro que no. ¿En qué estáis pensando?

Tienen sótanos llenos de argelinos, senegaleses, marroquíes...

Adiós, Baby Bistro. «Aprovechad el tiempo libre para daros un baño», les dijo el propietario. Había sido lo bastante amable para contratar a Biju a pesar de que le resultaba apestoso.

El paki por un lado, Biju por el otro. Al doblar la esquina, se encuentran otra vez, se dan la espalda otra vez.