29
—¡Navidad! —dijo Gyan—. ¡Menuda boba estás hecha!
Cuando se iba oyó que Sai rompía a llorar.
—Puerco mal nacido —le gritó entre sollozos—, ¡vuelve aquí! ¿¿Te portas de semejante manera y luego te vas??
Ver el desaguisado que habían hecho era alarmante, y su ira empezó a asustarle al ver el rostro de Sai a través de las rejas de la emoción distorsionadora. Comprendió que ella no podía ser la causa de lo que sentía, pero al marcharse cerró la verja de golpe.
La Navidad nunca lo había molestado...
Ella estaba definiendo su odio, el de él, pensó. A través de ella lo había divisado —ay— y ahora no podía resistirse a hacerlo más nítido, aunque sólo fuera en aras de la claridad.
¿No tienes el menor orgullo? Qué manera de intentar occidentalizarte. ¡¡¡No te quieren!!! Vete a ver si te reciben con los brazos abiertos. Te encontrarás intentando limpiar sus retretes y ni siquiera entonces te querrán.
Gyan regresó a Cho Oyu.
—Mira —dijo—, lo siento.
Tuvo que recurrir a los mimos.
—¡Qué manera de comportarte! —le echó en cara Sai.
—Lo siento.
Al cabo, Sai aceptó sus disculpas, porque le suponía un alivio dejar de lado la noción de que, para él, ella no era el centro de su idilio.
Se había equivocado: ella sólo era el centro para sí misma, como siempre, y una actriz de segunda que interpretaba su papel en una historia ajena.
Dejó de lado este pensamiento para sumirse en los besos de Gyan.
—No puedo resistirme a ti, eso es lo malo... —dijo él.
Ella, la tentadora, rió.
Pero la naturaleza humana es lo que es. Los besos resultaban demasiado sentimentaloides. En unos momentos, la disculpa pasó de sincera a insincera, y él se enfadó consigo mismo por haber cedido.
Gyan se fue a la cantina; la puesta de sol imitaba a una violenta diosa Kali mientras caminaba, y una vez más notó el despertar de la pureza. Tendría que sacrificar los absurdos besuqueos para alcanzar la madurez. Le sobrevino una sensación de martirio, y con la pureza en aras de una causa empezó a preocuparse más que nunca por la corrupción. Estaba mancillado por el romance, desconcertado por lo fácilmente que ella había cedido. No era la manera de hacer las cosas. Resultaba repugnante.
Recordó el centro de la rueda de la vida budista afianzada en los colmillos y las garras de un demonio a guisa de indicación del infierno que nos atrapa: gallo-serpiente-cerdo; lascivia-ira-necedad; cada uno persiguiendo, cada uno alimentándose, cada uno consumido por el otro.
Sai, en Cho Oyu, también estaba considerando el deseo, la furia y la estupidez. Intentó sofocar su ira, pero seguía borboteando; intentó llegar a un acuerdo con sus propios sentimientos, pero no se doblegaban.
¿Qué demonios tenía de malo una excusa para celebrar una fiesta? Después de todo, uno podía elaborar el argumento de acuerdo con la lógica y aportar razones para no hablar inglés, también, o no comer una empanada en el Hasty Tasty, cuestiones éstas de las que difícilmente podía defenderse Gyan. Dedicó un rato a desarrollar sus pensamientos en contraposición a los de él para poner de manifiesto todas las fisuras.
—Mal nacido —le dijo al vacío—. Mi dignidad vale un millar como tú.
—¿Adónde se ha ido tan temprano? —preguntó el cocinero esa misma tarde, un poco después.
—¿Quién sabe? —respondió ella—. Pero tienes razón en lo del pescado y los nepalíes. No es muy inteligente. Cuanto más estudiamos, menos parece saber, y el hecho de que no sabe y yo me doy cuenta... lo pone furioso.
—Ya —asintió comprensivo el cocinero, que había pronosticado la estupidez del chico.
En la Cantina de Thapa, Gyan les contó a Chhang, Bhang, Búho y Asno cómo se veía obligado a hacer de tutor para ganar dinero. Cómo se alegraría si pudiera encontrar un trabajo como era debido y dejar a ese par de quisquillosos, Sai y su abuelo con su acento inglés impostado y la cara empolvada de rosa y blanco encima de la piel morena oscura. Todo el mundo en la cantina se rió con su imitación del acento: «¿Qué poetas estás leyendo en la actualidad, joven?» Y alentado por su «ja, ja», con la lengua hormigueante y ágil por efecto del alcohol, abordó con labia una descripción de la casa, las armas en la pared, y un diploma de Cambridge del que ni siquiera tenían el buen juicio de avergonzarse.
¿Por qué no habría de traicionar a Sai?
Ella, que no sabía hablar otro idioma que el inglés y un hindi macarrónico, ella, que no podía conversar con nadie que no perteneciera a su diminuto estrato social.
Ella, que no podía comer con las manos, no podía sentarse en cuclillas en el suelo a esperar el autobús, nunca había ido a un templo si no era por interés arquitectónico, nunca había mascado un paan y no había probado la mayoría de los dulces en la mithaishop, porque le daban náuseas; ella, que salió de una película de Bollywood tan agotada por el desgaste emocional que regresó a casa como una persona enferma y se derrumbó hecha polvo en el sofá; ella, que consideraba vulgar echarse aceite en el pelo y utilizaba papel para limpiarse el trasero; le gustaban más las denominadas legumbres inglesas, los guisantes dulces, las judías, las cebolletas, y temía —¡temía!— comer loki, tinda, kathal, kaddu, patrel y el saag de la región en el mercado.
Comer juntos siempre los había avergonzado: él, intranquilo ante sus melindres y lo poco que disfrutaba, y ella, asqueada por su energía y sus dedos metidos en las legumbres dal, sus sorbetones y chasquidos. El juez comía hasta los chapatis, los puris y las parathas con cuchillo y tenedor, e insistía en que Sai, en su presencia, hiciera lo propio.
Aun así, Gyan estaba absolutamente seguro de que ella se enorgullecía de su comportamiento; lo hacía pasar por vergüenza de ser tan escasamente india, tal vez, pero era una señal de estatus. Ah, sí. Le permitía ese perverso lujo, la emoción de menospreciarse, de criticarse y hacer que ocurriera lo contrario: «no caíste, sino que ascendiste místicamente».
De manera que, en la agitación del momento, lo contó. Habló de las armas y la cocina bien aprovisionada, el licor en el armario, la ausencia de teléfono y el que no había nadie a quien pedir ayuda.
A la mañana siguiente, nada más despertar, pensó en ello y volvió a sentirse culpable. Recordó cómo habían yacido enmarañados en el jardín el año anterior, sobre la hierba áspera y bajo los árboles altos que transformaban el cielo en un puzle, las finísimas estrellas entre los helechos prehistóricos.
Pero el amor era de lo más voluble. No era firme, según estaba descubriendo, no era un texto sagrado; era un tambaleo que se prestaba a la traición, adoptando la forma de aquello en que se vertía. Y de hecho, era difícil no verterlo en diferentes vasijas. Podía utilizarse para toda clase de objetivos... Ojalá fuera algo delimitado. Estaba empezando a asustarlo de veras.