17
Said Said atrapó un ratón en La Reina de las Tartas, le propinó una patada con el zapato, regateó con él e intentó pasárselo a Biju, que se largó corriendo. Luego lo lanzó al aire y, conforme caía chillando enloquecido, lo acusó entre risas:
—Conque eras tú el que se comía el pan y el azúcar, ¿eh?
Lo remató con otra patada que lo envió por los aires. Fin de la diversión. Vuelta al trabajo.
En Kalimpong el cocinero estaba escribiendo en un impreso de correo aéreo. Escribió en hindi y luego copió la dirección en desmañados caracteres ingleses.
Se estaba viendo asediado por peticiones de ayuda. Cuantos más pedían su ayuda más venían más pedían su ayuda: Lamsang, el señor Lobsang Phuntsok, Oni, el señor Shezoon del Lepcha Quarterly, Kesang, la limpiadora del hospital, el técnico de laboratorio responsable de la tenia en formol, el hombre que arreglaba los agujeros en las ollas oxidadas, todo el mundo con hijos en la cola de espera para ser enviados. Le traían gallinas de regalo, paquetitos de nueces o pasas, le ofrecían una copa en la cantina ex militar de Thapa, y empezaba a sentirse como si fuera un político, alguien acostumbrado a otorgar favores, a que le dieran las gracias.
Cuanto más mimado estés más te mimarán cuantos más regalos recibas más regalos te harán cuantos más regalos recibas más serás admirado cuanto más admirado seas más regalos te harán más mimado estarás...
— Bhai, dekho, aesa hai... -empezaba a sermonearlos—. Mira, hace falta tener un poco de suerte, es casi imposible conseguir un visado... —Era difícil hasta lo sobrenatural, pero le escribiría a su hijo—. Vamos a ver, vamos a ver, igual tienes suerte...
«Biju beta -escribió—, has tenido la buena fortuna de llegar allí, intenta hacer algo por los demás, por favor...»
Luego empleó un engrudo casero de harina y agua para pegar los lados de los impresos de correo aéreo y los envió aleteando a través del Atlántico, toda una bandada de cartas...
Nunca llegarían a saber cuántas se perdieron en todos los precarios enlaces llevados a cabo por el camino, entre el temperamental cartero bajo la lluvia torrencial, la temperamental camioneta a través de desprendimientos de tierra camino de Siliguri, los rayos y los truenos, el aeropuerto envuelto en niebla, el trayecto de Calcuta a la oficina de correos en la calle Ciento veinticinco en Harlem, que estaba protegida por barricadas igual que un puesto avanzado israelí en Gaza. El cartero abandonaba las cartas encima de los buzones de los residentes legales, y a veces las cartas se caían, las pisaban y eran arrastradas otra vez hasta la calle.
Pero llegaron las suficientes como para que Biju se sintiera agobiado.
«Un chico muy listo, de familia muy pobre, haz el favor de cuidar de él, ya tiene visado, llegará... Haz el favor de buscarle empleo a Poresh. De hecho, hasta su hermano está listo para marcharse. Ayúdales. Sanjeeb Thom Karma Ponchu, y acuérdate de Budhoo, el vigilante de Mon Ami, su hijo...»
—Lo sé, tío, ya sé cómo te sientes —le dijo Said.
La madre de Said Said estaba distribuyendo generosamente su número y dirección entre la mitad de Stone Town. Llegaban al aeropuerto con un dólar en el bolsillo y su teléfono, esperando que los admitiera en un apartamento ya atiborrado de hombres, alquilado hasta el último resquicio: Rashid Ahmed Jaffer Abdullah Hassan Musa Lutfi Alí y un montón más compartiendo camas por turnos.
—Más tribu, más tribu. Despierto, miro por la ventana, y ahí mismo: ¡más tribu! Cada vez que miro: ¡otra tribu! Todo el mundo dice: «Ah, ya no dan visados, se están poniendo muy estrictos, es dificilísimo», y mientras tanto todo quisqui que lo solicita, absolutamente todo quisqui, obtiene visado. ¿Por qué me hacen esto? La embajada norteamericana en Dar... ¡¿Por qué, maldita sea?! Nadie daría a ese Dooli un visado. Nadie. Basta con echarle un vistazo y dirías: vale, aquí pasa algo... ¡pero se lo dan!
Said cocinaba frijoles y caballa gigante comprada de oferta en el Price Chopper para animarse, así como plátanos con azúcar y leche de coco, un mejunje con olor a esperanza madura que untaba en pan francés y ofrecía a los demás.
La fruta más dulce de Stone Town crecía en el camposanto, y los mejores plátanos en la tumba del abuelo del mismo díscolo Dooli con el que la embajada norteamericana en Dar Es Salaam había cometido un error de juicio terrible al otorgarle un visado: eso les estaba contando Said mientras miraba por la ventana...
De pronto se zambulló debajo del mostrador.
—¡Ayyy Dios mííío! —susurró—. La tribu, tío, es la tribu. Por favor, Señor. Diles que no trabajo aquí. ¿Cómo han conseguido esta dirección? ¡Mi madre! Y eso que se lo dije: «¡Ya basta!» ¡Por favor! ¡Omar, ve! ¡Ve! ¡Ve! Ve y diles que se larguen.
A la entrada de la panadería había un grupo de hombres con aspecto cansado, como si llevaran varias vidas viajando, rascándose la cabeza y mirando La Reina de las Tartas.
—¿Por qué les ayudas? —preguntó Omar—. Yo dejé de ayudar y ahora todos saben que no pienso ayudar a nadie que acuda a mí.
—No es momento de sermones.
Omar salió a la calle.
—¿Quién? ¿Saaiid? No, no. ¿Cómo se llama? ¿Soyad? No, no hay nadie que se llame así. Sólo yo, Kavafya y Biju.
—Pero él trabaja aquí. Su madre nos dice.
—No. No. Ya podéis marcharos. Aquí no hay nadie que os interese ver y si montáis un alboroto nos metéis en un lío a todos, así que os lo pido amablemente: marchaos.
—Muy bien —dijo Said—. Gracias. ¿Se han ido?
—No.
—¿Qué hacen?
—Siguen ahí de pie, mirando —respondió Biju, emocionado y animoso por la desgracia ajena. Estaba casi dando brincos.
Los hombres negaban con la cabeza, reacios a creer lo que habían oído.
Biju salió y volvió a entrar.
—Dicen que van a probar con la dirección de tu casa. —Sintió cierto orgullo al comunicar aquella información vital. Cayó en la cuenta de que echaba de menos cumplir ese cometido tan habitual en la India. La implicación de uno en la vida de otros ofrecía cantidad de pequeñas oportunidades de ser importante.
—Regresarán. Los conozco. Lo intentarán muchas veces más, o se quedará uno y los demás se irán. Cierra la puerta, cierra la ventana...
—No podemos cerrar la panadería. Hace mucho calor, no podemos cerrar la ventana.
—¡Ciérrala!
—No. ¿Y si viene el señor Bocher?
Era el dueño, que se pasaba en momentos insospechados con la esperanza de sorprenderlos quebrantando las normas.
«Tranqui, jefe —le decía Said—. Hacemos todo lo que nos dice tal como nos lo dice...» Pero ahora era otra cosa.
—Estamos hablando de mi vida, tío, no de un poco de calor aquí o allá, venga el jefe o no...
Cerraron la ventana y la puerta, y sin levantarse del suelo Said llamó a su apartamento.
—¡Eh, Ahmed, no contestes al teléfono, tío, ese Dooli y todos sus colegas han venido del aeropuerto! Cierra, escóndete, no asomes la cabeza y no te acerques a la ventana.
—Ja! ¿Y por qué les han dado el visado? ¿Cómo han comprado el billete? —Se oyó la voz al otro extremo. Luego se desvaneció para convertirse en una intensa variante excrementicia del suajili, una sustanciosa y humeante evacuación animal.
Sonó el teléfono en la panadería.
—No contestes —le dijo a Biju, que ya se disponía a hacerlo.
Cuando saltó el contestador automático, colgaron.
—¡La tribu! ¡Siempre se asustan del contestador!
Sonó de nuevo, y luego otra vez. Ring ring ring ring. Contestador. Colgaban.
Otra vez: ring ring.
—Said, tienes que hablar con ellos. —De pronto a Biju le latía el corazón al ansioso compás de los timbrazos. Podía ser el jefe, podían llamar de la India, su padre su padre...
¿Muerto? ¿Moribundo? ¿Enfermo?
Contestó Kavafya y una voz se proyectó fuera del auricular, cruda e insistente por efecto del pánico: «¡Emergencia! ¡Emergencia! ¿Saa-iid S-aa-iid?»
Colgó y desconectó el aparato.
Said:
—Esos chavales, si los dejas entrar, no se irán nunca. Están desesperados. ¡Desesperados, tío! Una vez los dejas entrar, una vez escuchas su historia, no puedes negarte. Conoces a su tía, conoces a su primo, tienes que ayudar a toda la familia, y una vez empiezan, se quedan con todo. No puedes decir esta comida es mía, como los americanos, y sólo voy a comérmela yo. Pregúntale a Thea. —Era el rollete más reciente del que hablaban en la panadería—. Vive con tres amigas, todas van a hacer la compra por separado, hacen la cena por separado y comen juntas cada cual su comida. La nevera se la dividen, y en su propio sitio, ¡su propio sitio!, colocan las sobras cada una en un recipiente. ¡Una de sus compañeras de piso puso el nombre en el recipiente para que se vea a quién pertenece! —Levantó el dedo con una severidad nada propia de él—. En Zanzíbar lo que tiene una persona tiene que compartirlo con todos los demás, eso es bueno, así hay que hacerlo... ¡Pero es que nadie tiene nada, tío! Por eso se largan de Zanzíbar.
Silencio.
La compasión de Biju por Said se convirtió en compasión por sí mismo, y luego la vergüenza de Said en su propia vergüenza pues no pensaba mover un dedo por la gente que le suplicaba ayuda, que esperaba cada día, cada hora, su respuesta. Él también había llegado al aeropuerto con unos pocos dólares adquiridos en el mercado negro de Katmandú y una dirección del amigo de su padre, Nandú, que vivía con veintidós taxistas en Queens. Nandú tampoco respondió al teléfono, e intentó esconderse cuando Biju se presentó a su puerta, y luego, dos horas más tarde, cuando creyó que Biju se había marchado, abrió la puerta y comprobó con angustia que Biju seguía allí plantado.
«Aquí ya no hay trabajo —le dijo—. Si fuera joven, me volvería a la India, ahora hay más oportunidades allí, ya es muy tarde para cambiar en mi caso, pero deberías escuchar lo que te digo. Todo el mundo dice que tienes que quedarte, que es aquí donde te ganarás bien la vida, pero es mucho mejor que regreses.»
Nandú conocía a alguien en el trabajo que le habló del sótano en Harlem, y desde el momento que se había desembarazado de Biju allí, ya no había vuelto a verlo.
Había sido abandonado entre extranjeros: Jacinto el conserje, el sin techo, un estirado camello de coca con las piernas arqueadas que caminaba como si tuviera las pelotas demasiado grandes para andar normal, con su estirado perro amarillo de patas arqueadas, que también caminaba como si tuviera las pelotas demasiado grandes para andar normal. En verano, las familias salían de alojamientos abarrotados y se sentaban en la acera con radiocasetes enormes; mujeres de gran peso y corpulencia aparecían en pantalones cortos con las piernas depiladas, punteadas de motitas negras, y grupos de hombres desalentados jugaban a las cartas encima de tableros en equilibrio sobre cubos de basura y echaban tragos de botellas envueltas en bolsas marrones. Asentían con gesto amable, a veces incluso le ofrecían una cerveza, pero Biju no sabía qué decirles, hasta su minúsculo y breve «Hola» le salía mal: demasiado tenue, tanto que no lo oían, o justo cuando acababan de volver la cabeza.
La carta verde la carta verde. La...
Sin ella no podía marcharse. Para marcharse necesitaba una carta verde. Ahí radicaba el absurdo. Cómo anhelaba el triunfal Regreso A Casa Tras La Carta Verde, lo ansiaba: ser capaz de comprar un billete con el aire de alguien que podía regresar si así lo deseaba, o no si no lo deseaba... Observaba a los extranjeros legalizados con envidia cuando compraban en economatos la milagrosa maleta expansible tercermundista, plegada como un acordeón, llena de bolsillos y cremalleras con las que abrir más espacios aún; la estructura entera se desplegaba en un espacio gigante capaz de abarcar todo lo necesario para iniciar una nueva vida en otro país.
Luego, claro, estaban aquellos que vivían y morían como ilegales en América y nunca veían a sus familias, ni en diez años, ni en veinte, treinta, nunca más.
¿Cómo lo conseguía uno? En La Reina de las Tartas, veían los programas de la tele del domingo por la mañana en el canal indio, donde aparecía un abogado de inmigración sorteando incógnitas.
Salió en pantalla un taxista: viendo copias piratas de películas americanas le entraron ganas de venir a América, pero ¿cómo podía integrarse? Era ilegal, su taxi era ilegal, la pintura amarilla era ilegal, toda su familia estaba aquí, y todos los hombres de su pueblo estaban aquí, perfectamente infiltrados y trabajando en el sistema taximetrista de la ciudad. Pero ¿cómo podía obtener sus papeles? ¿Alguna espectadora deseaba casarse con él? Incluso la titular incapacitada o retrasada de una carta verde le vendría bien...
Naturalmente, fue Said Said quien se enteró de lo de la furgoneta y llevó a Omar, Kavafya y Biju a Washington Heights, donde esperaron en una esquina. Todos los comercios tenían persianas metálicas, incluso las tiendecitas de chicles y tabaco. Las farmacias y las bodegas tenían timbres; vio gente que llamaba y era admitida en una jaula ubicada en el establecimiento desde la que se podía ver las estanterías y señalar aquello que quisieras, y una vez depositado el dinero en la bandeja giratoria dispuesta en una abertura en la persiana metálica y el vidrio a prueba de balas, los artículos adquiridos se despachaban de mala gana. Incluso en la tienda jamaicana de empanadas, la señora, las empanadas, la sopa de callaloo y los rotis, las Bebidas Siempre Buenas, estaban detrás de una barricada de alta seguridad.
Aun así, el ambiente era animado. Pasaba multitud de gente. A la salida de la iglesia de Sión, un sacerdote bautizaba a toda una hilera de gente rodándola con agua de una boca de incendios. Salió un hombre con unas bermudas estampadas con hibiscos de Florida y camisa a juego, las rodillas escuálidas y nudosas, el cabello crespo embadurnado de laca, con un bigotito cuadrado a lo Charlie Chaplin-Hitler, provisto de un radiocasete: «Guantanamera... guajira Guantanamera...» Un par de mujeres descaradas le gritaron desde las ventanas: «¡Eeeeh guapo! ¡Mira qué piernas! ¡Uuuuu iiiii! ¿Tienes plan para esta noche?»
Otra mujer aconsejaba a una muchacha que la acompañaba: «La vida es muy corta, cariño. ¡A la basura con él! ¡Eres joven, tendrías que ser feliz! ¡Aaa! ¡la! ¡basura! ¡con! ¡él!»
Said estaba allí como en casa. Vivía dos calles más arriba y mucha gente lo saludaba por la calle.
—¡Said!
Un chico con una cadena de oro del grosor de una cadena de tapón de bañera, haciendo alarde de su prosperidad, palmeó a Said en la espalda.
—¿A qué se dedica? —preguntó Biju, refiriéndose al muchacho.
Said se echó a reír.
—Chanchullos.
Para sazonar aún más la situación, Said los obsequió con la historia de cómo estaba ayudando a mudarse a una de las tribus. Un coche se detuvo mientras andaban de aquí para allá con cajas de ropa remendada, un despertador, zapatos, una olla ennegrecida procedente de Zanzíbar que había echado a la maleta, una madre llorosa, y un arma asomó de la ventanilla del coche al tiempo que una voz decía:
—Echadlo ahí atrás, chavales. —Se abrió el maletero—. ¿Eso es todo? —añadió la voz detrás del arma con indignación.
Luego el coche se marchó.
Esperaron en la esquina, sudando lo suyo, Dios mío, Dios mío... Al cabo llegó una furgoneta destartalada y pagaron a través de la puerta, abierta apenas una rendija, entregaron sus fotografías —con una sola oreja a la vista y de medio perfil, según lo estipulado por el Servicio de Inmigración— y les tomaron las huellas dactilares a través de la abertura. Dos semanas después, volvieron a esperar...
y esperar
y esperar
y... la furgoneta no regresó. El coste de aquella tentativa había vuelto a vaciar el sobre de los ahorros de Biju.
Omar sugirió que lo mejor que podían hacer era ir a consolarse, ya que estaban en el vecindario.
Kavafya dijo que se apuntaba.
Sólo treinta y cinco dólares.
No habían subido los precios.
Biju se sonrojó al recordar lo que dijera en sus tiempos de salchichero: «Huelen fatal... mujeres negras... Hubshi hubshi.»
—Hace demasiado calor para mí —dijo.
Se rieron.
—¿Said?
Pero Said no tenía que recurrir a prostitutas. Había quedado con un nuevo rollete.
—¿Qué pasó con Thea? —indagó Biju.
—Se ha ido de excursión fuera de la ciudad. Yo le dije: ¡Los hombres africanos no pierden el tiempo en mirar árboles y plantas! De todas maneras, tío, tengo un par de rolletes de los que Thea no está al tanto.
—Ándate con cuidado —le aconsejó Omar—. Las blancas son guapas de jóvenes, pero espera un poco, se desmoronan enseguida, para los cuarenta son feísimas, se les cae el pelo, tienen arrugas por todas partes, y esas manchas y esas venas, ya me entiendes...
—Ja ja ja ja ja, lo sé, lo sé —respondió Said. Entendía que estuvieran celosos.
Un cliente de la panadería encontró un ratón enterito horneado en el interior de una barra de pan de girasol. Seguramente había ido en busca de las semillas...
Llegó un equipo de inspectores de higiene. Entraron al estilo de los marines, el FBI, la CIA, la policía de Nueva York; entraron a saco: ¡manos arriba!
Encontraron una tubería de aguas residuales con fugas, un sumidero que hipaba, cuchillos guardados detrás del retrete, heces de ratones en la harina, y en un cuenco de huevos olvidado, organismos unicelulares tan a sus anchas que se estaban reproduciendo por su cuenta sin necesidad de inspiración ajena.
Llamaron al jefe, el señor Bocher.
—La maldita electricidad se ha ido al carajo —dijo el señor Bocher—, hace calor, ¿qué coño se supone que tenemos que hacer?
Pero ese mismo episodio ya había ocurrido dos veces, antes de la llegada de Biju, Said, Omar y Kavafya, cuando estaban Karim, Nedim y Jesús. La Reina de las Tartas sería cerrada para dejar paso a un establecimiento ruso.
—¡Putos rusos! ¡Con su maldito borscht y toda esa mierda! —espetó el señor Bocher, furioso, aunque no sirvió de nada, y de repente todo había terminado una vez más—. Que os den por culo, cabrones —les gritó a los hombres que habían trabajado para él.
—Ven de visita a las afueras alguna vez, Biju, tío.
Said no había tardado en encontrar empleo en Banana Republic, donde vendería a urbanitas sofisticados el jersey negro de cuello alto de la temporada, en una tienda cuyo nombre era sinónimo de la explotación colonial y la rapaz ruina del Tercer Mundo.
Biju sabía que probablemente no volvería a verlo. Eso era lo que ocurría, ya lo había aprendido a esas alturas. Se vivía intensamente con otros sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, pues la clase en la sombra estaba condenada al movimiento. Los hombres se marchaban a otro trabajo, a otra ciudad, eran deportados, regresaban a casa, cambiaban de nombre. A veces alguien volvía a asomar a la vuelta de una esquina, o en el metro, y luego se desvanecía de nuevo. Las direcciones y los números de teléfono no duraban. El vacío que sentía Biju le sobrevenía una y otra vez, hasta que, con el tiempo, tuvo buen cuidado de no permitir que volviera a arraigar ninguna amistad.
Tumbado en su saliente del sótano esa noche, recordó su pueblo, donde había vivido con su abuela gracias al dinero que enviaba todos los meses su padre. El pueblo estaba hundido en hierbas plateadas más altas que un hombre y que emitían un sonido de shuuu shuuuuu, shuuu shuuuu, cuando el viento las mecía. Descendiendo por un barranco seco entre la hierba, se llegaba a un afluente del Jamuna donde se podía ver a los hombres desplazarse corriente abajo sobre pellejos de búfalo inflados, las patas tan muertas de la criatura, las cuatro, descollando bien rectas durante la navegación, y allí donde las aguas del río se ondulaban sobre las piedras, desmontaban y arrastraban tras de sí sus barcas de pellejo de búfalo. Allí, por aquella zona poco profunda, Biju y su abuela cruzaban en sus trayectos de ida y vuelta al mercado, su abuela con el sari remangado y a veces con un saco de arroz encima de la cabeza. Las águilas pescadoras planeaban sobre el agua, alteraban su vuelo horizontal en un instante, se lanzaban en picado y a veces remontaban el vuelo con un músculo plateado que no paraba de agitarse. En aquella orilla también vivía un ermitaño, plantado como una cigüeña, a la espera, ay, a la espera del destello de otro pez, un esquivo pez místico; cuando asomara debía abalanzarse sobre él, no fuera a ser que volviera a perderlo y no apareciese nunca más... En la festividad de Diwali el santón encendía lámparas, las colgaba en las ramas del peepul y las enviaba río abajo en balsas con caléndulas: qué hermosa la visión de esas luces meciéndose al inicio de la oscuridad. Cuando fue a visitar a su padre en Kalimpong, se sentaron a la intemperie por la noche y su padre suspiró: «Qué tranquilo es nuestro pueblo. ¡Y qué rico nuestro roti! ¿Sabes por qué? Porque la atta se muele a mano, no a máquina, y porque se hace en un choola, mejor que cualquier cosa preparada en una cocina de gas o queroseno... Roti tierno, mantequilla fresca, leche aún caliente recién ordeñada de la búfala...» Se habían quedado hasta tarde, sin reparar en que Sai, por aquel entonces de trece años, los miraba desde la ventana de su cuarto, celosa del amor del cocinero por su hijo. Pequeños murciélagos de boca colorada que bebían del jhora los habían sobrevolado una y otra vez con el aleteo hechizante de sus alas negras.