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Después de Delhi, el vuelo de Gulf Air aterrizó en el aeropuerto Dum Dum de Calcuta. Biju volvió a percibir el inconfundible olor de un suelo desinfectado con fenilo por una limpiadora mísera pero con talento para resultar sumamente irritante. Con la mirada baja, frotando el suelo con un trapo sucio que movía con los pies desnudos, ofrecía a algunos visitantes la primera toma de contacto con esa potente mezcla de intensa compasión e intenso fastidio tan propia del país.

En torno a las cintas transportadoras de equipaje había una muchedumbre alterada por la llegada de varios aviones al mismo tiempo. Se veía un abanico de variedades de indios más amplio incluso que el exhibido en Gulf Air, todos de vuelta al caldo común tras la deliberada evolución hacia los huequecitos disponibles en el extranjero. Estaban el yuppie que había hecho un curso de enología; los que aún mantenían su cultura y asistían a un templo en Berna o donde fuera; el chaval marchoso de Bhangra con pendiente y pantalones holgados; el hippy que había comprobado que se podía escapar de ser un inmigrante vulgar y pasárselo en grande como indio entre los enrollados, soltarles toda clase de historias sobre mantra-tantra-Madre Tierra-hindú-culturas indígenas-energía individual-Shakti-alimentos orgánicos-cristal-ganja-intuición chamánica; jóvenes informáticos que habían ganado un millón; taxistas, limpiarretretes y jóvenes empresarios puritanos que intentaban ir de guay invitando a sus amigos a comer «curry picante de veras, tío, ¿cuánto picante eres capaz de aguantar?».

Indios que vivían en el extranjero, indios que viajaban al extranjero, los más ricos y los más pobres, los que iban y venían manteniendo los visados. El estudiante indio que regresaba con una llamativa rubia, fingiendo que no tenía mayor importancia, intentando mostrarse natural, pero con cada una de sus moléculas tensa y cohibida: «Venga, yaar, el amor no tiene color...» Sencillamente había ido a toparse con el estereotipo; era algo auténtico que sencillamente se ajustaba al tópico...

Detrás de él, un par de chicas indias hacían muecas de repugnancia.

—Seguro que se bajó del avión y fue por una tía americana para conseguir la carta verde sin importarle si tenía pinta de yegua o no. ¡¡Y tiene pinta de yegua!!

—Nuestras mujeres son las más hermosas del mundo —les dijo un hombre a las chicas indias de todo corazón, tal vez preocupado de que se sintieran desairadas, pero sonó como si intentara consolarse a sí mismo.

—Sí, nuestras mujeres son las mejores del mundo —dijo otra mujer—, y nuestros hombres son los gadhas más pésimos del mundo.

«Dadi Animal -gritaba todo el mundo—. Dadi Amma!» Una anciana, con el sari recogido dejando a la vista unos raídos calcetines de color carne y unas pantorrillas peludas, iba lanzada con el carrito del equipaje, golpeando tobillos y encaramándose a la cinta transportadora.

Dos hombres con semblante desdeñoso que acababan de bajar del vuelo de Air France se atisbaron mutuamente:

—¿De dónde eres, tío? —manteniendo la distancia.

—De Ohio.

—¿Columbus?

—No, un poco a las afueras.

—¿Dónde?

—Una ciudad pequeña, seguro que no la conoces.

—¿...?

—París, Ohio —añadió un poco a la defensiva—. ¿Y tú?

—Dakota del Sur.

Al otro se le iluminó la cara.

—Fíjate en esto —dijo al tiempo que señalaba en derredor, aliviándolos a ambos de la presión—. Cada vez que uno vuelve, piensa que debe de haber cambiado algo, pero siempre es lo mismo.

—Así es —coincidió el primero—. No es grato decirlo, pero no queda otro remedio. Hay países que si no avanzan es por alguna razón...

Estaban esperando sus maletas, pero no llegaban.

Muchos equipajes no llegaban, y Biju oyó una pelea en el mostrador de Air France, donde los pasajeros tenían que cumplimentar formularios de pérdida de equipaje:

—Sólo dan indemnizaciones a los indios no residentes y a los extranjeros, no a los ciudadanos indios, ¿POR QUÉ?

Todos los ciudadanos indios gritaban: «¡Injusticia injusticia INJUSTICIA INJUSTICIA!»

—Son las normas de la línea aérea Air France, señor —dijo el empleado, que intentaba calmarlos—. Los extranjeros necesitan dinero para el hotel, el cepillo de dientes...

—Y qué, nuestra familia está en Jalpaiguri, estamos de viaje —dijo una mujer—, y ahora tenemos que hacer noche aquí y esperar las maletas... ¿Qué argumento es ése? Pagamos lo mismo que todos. Los extranjeros reciben más y los indios menos. Se trata bien a la gente de un país rico y mal a la gente de un país pobre. Es una vergüenza. ¿¿A qué viene esta desigualdad en contra de su propia gente??

—SON las normas de Air France, señora —repitió, como si proferir las palabras París o Europa intimidara de inmediato, garantizara la ausencia de corrupción y silenciara cualquier oposición.

—¿Cómo voy a seguir el viaje a Jalpaiguri con la ropa interior sucia? Huelo tan mal que me avergüenza acercarme a alguien —replicó la misma mujer, tapándose la nariz con expresión angustiada para demostrar cómo se avergonzaba incluso de estar cerca de sí misma.

Todos los no indios, con sus visados o pasaportes en mano, se mostraban educados y pagados de sí mismos. Así eran las cosas, ¿no? La buena fortuna se juntaba con la buena fortuna. Tenían más dinero, y puesto que tenían más dinero, recibirían más dinero. Les resultaba sencillo hacer cola, y lo hacían pacientemente, demostrando que ya no necesitaban pelear por las cosas; sus modales dejaban constancia de lo bien que cuidaban de ellos. Y qué ganas tenían de ir de compras: «Ir de compras ke liye jaenge, bhel puri khaenge... yo dólares kamaenge, pum pum pum.» «¡Sólo ocho rupias al sastre, sólo veintidós céntimos!», decían, convirtiéndolo todo triunfalmente a la moneda norteamericana; y mientras las compras se convertían a dólares, las propinas al servicio las calculaban en moneda local: «¿Quinientas rupias? ¿Está loco? Dale cien, con eso tiene de sobra.»

Una hermana de Calcuta acompañaba a una hermana de Chicago «sacando partido al valor de sus dóóólares, sacando partido al valor de sus dóóólares», descubriendo el primer germen de odio leproso y absorbente que con el tiempo pudriría irreversiblemente a las familias desde dentro.

Los pasaportes norteamericanos, británicos e indios eran todos azul marino, y los que no eran ciudadanos indios se aseguraban de mantener a la vista la cara adecuada del documento, para que los empleados de las líneas aéreas vieran el nombre del país y supieran a quién tratar con respeto.

Eso tenía una desventaja, no obstante, pues, aunque el personal de Air France podía tener otras instrucciones, en algún momento del proceso —inmigración, comprobación del equipaje, seguridad— cabía la posibilidad de encontrarse con un empleado resentido o nacionalista que ponía especial cuidado en torturarte lentamente con cualquier excusa. «Ah, la envidia, la envidia —se inoculaban de antemano para que no calase la menor crítica durante la visita—. Ah, qué envidia, qué envidia tienen de nuestros dóóólares.»

—Bueno, espero que salgas vivo de ésta, tío —le dijo el hombre de Ohio al de Dakota del Sur tras haber rellenado las reclamaciones, sintiéndose doblemente felices: el dinero de Air France por un lado, la confirmación de todo lo que pensaban por otro—: Ah ja ja, la incompetencia de la India, hay que venir preparado para esto, ¡qué típico, qué típico!

Pasaron junto a Biju, quien inspeccionaba su equipaje, que por fin había llegado, y encima intacto.

—Pero el problema ocurrió en Francia —dijo alguien—, no aquí. Fue allí donde no cargaron el equipaje.

Pero los hombres estaban tan complacidos que no prestaron atención.

—Buena suerte —se desearon mutuamente con una palmada en la espalda, y el hombre de Ohio se fue, contento del refuerzo que suponía la historia de la maleta perdida: munición contra su padre, porque sabía que su padre no se enorgullecía de él. ¿Cómo podía no estar orgulloso? Pero no lo estaba.

Sabía lo que pensaba su padre: la inmigración, presentada tan a menudo como un acto heroico, bien podía ser exactamente lo contrario; la cobardía era lo que llevaba a muchos a América; el viaje se caracterizaba por el miedo, no por la valentía; un deseo cucarachero de escabullirse a donde uno nunca veía pobreza, no del todo, nunca tenía que soportar una punzada en la conciencia; donde nunca se oían las súplicas de criados, mendigos, parientes arruinados, y donde nunca se te exigiría abiertamente generosidad; donde uno podía sentirse virtuoso cuidando meramente de su propia esposa-hijo-perro-jardín. Experimentar la sensación de alivio de ser un trasplante desconocido para los habitantes de la zona y ocultar la perspectiva que otorgaba el viaje. Ohio era el primer lugar que adoraba, pues allí, por fin, había podido cobrar aplomo...

Pero luego su padre lo miraba, sentado en kurta de pijama y hurgándose los dientes con un palillo, dándole a entender que si te ubicabas en una posición modesta obtenías firmeza. Y el hijo no podría contener la ira: su padre estaba celoso, celoso, incluso de su propio hijo, celoso, con ese resentimiento tercermundista...

Una vez, su padre fue a Estados Unidos, y no había quedado impresionado ni siquiera con el tamaño de la casa: «¿Para qué? Todo ese espacio desaprovechado, menudo desperdicio de agua, electricidad, calefacción, aire acondicionado. No es muy inteligente, ¿verdad? ¡Y el mercado queda a media hora en coche! ¿¿A esto llaman Primer Mundo?? Ekdum bekaar!»

El padre acerca de los perritos calientes: «La salchicha es mala, el pan es malo, el ketchup es malo, hasta la mostaza es mala. ¡¿Y esto es una institución americana?! ¡Se pueden comer mejores salchichas en Calcuta!»

Ahora el hijo tenía la historia del equipaje perdido.

Biju salió del aeropuerto a la noche de Calcuta, cálida, mamífera. Sus pies se hundieron en el polvo aventado y mullido, y le sobrevino un sentimiento abrumador, triste y tierno, antiguo y dulce como el recuerdo de conciliar el sueño, un niño en el regazo de su madre. Había miles de personas en la calle a pesar de que casi eran las once. Vio un par de cabras de elegante perilla en un carrito, camino del matadero. Una asamblea de ancianos con elegantes rostros de cabra, fumando bidis. Una mezquita y minaretes iluminados de un verde mágico con un grupo de mujeres que pasaban apresuradamente cubiertas con burka, los brazaletes tintineando debajo del negro, y un psicodélico desbarajuste de color procedente de una tienda de golosinas. Los rotis surcaban el aire como si de un número de malabarismo se tratara, sembrando de lunares el cielo sobre un restaurante con la leyenda: «El buen comer pone de buen humor.» Biju se quedó plantado bajo el suave sari tibio y polvoriento de la noche. La dulce monotonía del hogar: notó que todo se desplazaba y encajaba a su alrededor, sintió que, poco a poco, él mismo se iba encogiendo hasta recobrar su tamaño normal a medida que se desvanecía la enorme ansiedad de ser extranjero, la insoportable arrogancia y la vergüenza del inmigrante. Allí nadie le prestaba atención, y si le decían algo, sus palabras eran naturales, despreocupadas. Miró en derredor y por primera vez en Dios sabe cuánto, se le desempañó la mirada y comprobó que podía ver con claridad.