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A pesar de su dulce sucumbir al soborno, en cuanto Gyan salió de casa, la hermana pequeña que había presenciado la pelea trasladó su lealtad a un insoportable impulso de chismorrear, y a su regreso, Gyan se encontró con que la familia entera estaba al tanto de lo ocurrido, exagerado hasta dimensiones histriónicas. La mención de las armas tuvo el asombroso efecto de despertar a su abuela del estupor en que estaba sumida (de hecho, el sabor de batallas renovadas estaba insuflando una nueva vida a los ancianos en toda la ladera), y se le acercó sigilosamente con un periódico enroñado. Gyan la vio venir y se preguntó qué pretendía. Entonces la anciana le dio un buen golpe en la cabeza.

—Contrólate. ¡Qué es eso de andar por ahí, descuidando tus estudios! ¿Adónde te llevará eso? A la cárcel, ahí te llevará. —Volvió a pegarle en el trasero cuando Gyan intentó alejarse—. No te metas en líos, ¿me oyes? —Otro golpe por si acaso—. O luego vendrás llorando como un crío.

—Igual no ha hecho nada —terció su madre.

—¿Por qué si no iba a venir esa chica hasta aquí? ¿Porque sí? Mantente alejado de esa gente —gruñó la abuela, volviéndose hacia Gyan—, o te meterás en un buen lío... Somos una familia pobre y quedaremos todos a su merced... Has perdido la cabeza, con un padre lejos de casa y una madre demasiado débil para controlarte. —Miró ceñuda a su nuera, contenta de tener una excusa para hacerlo. Y encerró a Gyan bajo llave.

Ese día, cuando pasaron sus amigos a buscarlo, al oír el jeep, su abuela salió a paso lento para echarles un vistazo con ojos legañosos.

—Al menos diles que no me encuentro bien. Vas a dejarme en ridículo —gimió Gyan, su yo adolescente en vanguardia.

—Está enfermo —dijo la anciana—. Muy enfermo. No puede seguir saliendo con vosotros.

—¿Qué le pasa?

—No puede dejar de ir al baño, venga a hacer tatti -les aseguró.

Gyan refunfuñó en el interior de la casa.

—Debe de haber comido algo pasado. Está como un grifo abierto.

—Todas las familias tienen que enviar a un hombre que represente a su casa en nuestras manifestaciones. —Se referían a la manifestación del día siguiente, una bien grande que partiría del estadio de Mela—. Mañana se va a quemar el tratado indonepalí.

—Si quieres que vaya haciendo tatti durante toda la marcha...

Se fueron para seguir visitando casas por toda la ladera, a fin de recordar a todo el mundo que todas las familias debían tener un representante manifestándose al día siguiente, aunque hubo muchos que adujeron problemas digestivos y dolencias cardíacas, esguinces de tobillo y dolor de espalda, e incluso alguno intentó excusarse con un certificado médico: «El señor Chatterjee debe evitar las situaciones que le produzcan nerviosismo y ansiedad porque sufre de hipertensión.»

Pero no quedaron eximidos:

—Entonces envíen a otro. No estará enferma toda la familia, ¿verdad?

Exento de tomar una enorme decisión, Gyan, tras sus protestas iniciales, notó una dulce sensación de paz, y aunque fingió frustración, aquel indulto de regreso a la infancia le supuso un gran alivio. Era joven y no se había causado ningún daño permanente. Que el mundo siguiera su curso una temporada, y luego, cuando no hubiera peligro, iría a ver a Sai y la engatusaría para que volviera a ser su amiga. Él no era mala persona. No quería pelear. El problema era que había intentado formar parte de cuestiones de mayor calado, formar parte de la política y la historia. La felicidad tenía una ubicación más pequeña, aunque no era algo de lo que alardear, claro; muy pocos se levantarían para anunciar «En realidad soy un cobarde», pero su timidez bien podía quedar disimulada en una existencia normal entre mansos contornos. Salvado de una humillación por portarse tan mal con Sai, ahora podía verse fortuitamente salvado de otra aduciendo respeto por su abuela. La cobardía requería su fachada, su razonamiento, como cualquier otra cosa, si iba a ser el principio que rigiera su vida. Conformarse no era asunto fácil. Uno debía hacerlo con astucia, camuflarlo, fingir que era otra cosa.

Tuvo mucho tiempo para pensar, y mientras transcurrían las horas se sacó la roña del ombligo y la cera de los oídos con un lápiz de mina con la punta roma, encendió la radio y puso a prueba la limpieza de los conductos auditivos ladeando la cabeza a derecha e izquierda: «Chaandni raate, pyaar ki baate...» Después, triste es decirlo, se sacó unos mocos de la nariz y se los dio a una enorme araña atigrada que pendía en su tela entre la mesa y la pared. El bicho se abalanzó, incrédulo ante tamaña suerte, y empezó a comer lentamente. Gyan se tumbó boca arriba e hizo lánguidos ejercicios de pedaleo con las piernas.

En el mundo existían placeres diminutos que, sin embargo, producían una sensación de espacio todo en derredor.

Pero entonces, la culpa regresó con fuerza: ¿cómo podía haber revelado lo de las armas a los muchachos? ¿Cómo? ¿Cómo había puesto a Sai en semejante peligro? Se le puso piel de gallina y empezó a notar una comezón. Ya no podía seguir tumbado en la cama. Se levantó y empezó a pasearse arriba y abajo. ¿Podría volver a ser feliz e inocente después de lo que había hecho?

De manera que, mientras Sai yacía martirizada en su cuarto y Gyan empezaba a sopesar la dicha de asumir una vida sencilla y luego se asqueaba del daño que había infligido a otros, se perdieron la importante marcha de protesta, un momento decisivo del conflicto, cuando el tratado indonepalí de 1950 iba a ser quemado y el pasado arrojado a las llamas y destruido.

—Alguien tendrá que ir... —le dijo el cocinero al juez después de que los muchachos hubieran pasado para exigirles su asistencia a la manifestación.

—Bueno, pues más vale que vayas tú —respondió el juez.