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Así que, mientras Sai aguardaba ante la puerta, el cocinero había llegado sendero arriba con las piernas arqueadas y un farol en la mano, haciendo sonar un silbato para espantar a los chacales, las dos cobras y el ladrón local, Gobbo, que robaba a todos los habitantes de Kalimpong cíclicamente y tenía un hermano en la policía para protegerlo.

—¿Has venido de Inglaterra? —le preguntó el cocinero al tiempo que abría la verja con su cadena y su candado bien gruesos, aunque cualquiera podía sortear fácilmente la loma o subir por el barranco.

Ella negó con la cabeza.

—¿América? Allí no tienen problemas con el agua ni la electricidad —dijo. El temor reverencial hinchó sus palabras, les imprimió una cadencia engreída y pingüe, como el dinero del primer mundo.

—No —respondió ella.

—¿No? ¿No? —Su decepción fue notoria—. Del Extranjero. —Sin interrogante. Reiterando el hecho básico incuestionable, al tiempo que asentía como si lo hubiera dicho ella, no él.

—No. De Dehra Dun.

—¡Dehra Dun! —Desolado—. Kamaal hai. Aquí hemos armado un tremendo revuelo creyendo que venías de lejos, y has estado todo este tiempo en Dehra Dun. ¿Cómo es que no habías venido antes?

»Bueno —continuó el cocinero al no responder ella—. ¿Dónde están tus padres?

—Están muertos.

—Muertos. —Dejó caer el farol y la llama se apagó—. Baap re! Nunca me cuentan nada. ¿Qué será de ti, pobrecilla? —dijo en tono de lástima y desesperanza—. ¿Dónde murieron? —Con la llama del farol apagada, la escena se tiñó de una misteriosa luz de luna.

—En Rusia.

—¡En Rusia! Pero si allí no hay ningún trabajo. —Las palabras volvieron a convertirse en moneda aquejada de deflación, desafortunado dinero del Tercer Mundo—. ¿Qué estaban haciendo?

—Mi padre era piloto espacial.

—Piloto espacial, nunca había oído hablar de algo semejante... —La miró con recelo. Aquella chica tenía algo raro, eso saltaba a la vista, pero allí estaba—. Ahora tienes que quedarte —dijo, meditabundo—. No hay nada más para ti... qué triste... es una pena... —Los niños solían inventar historias o se las contaban con el fin de enmascarar la terrible verdad.

El cocinero y el conductor forcejearon con el baúl porque el sendero de entrada estaba tan cubierto de malas hierbas que el coche no podía acceder; sólo había un angosto sendero hollado.

El cocinero se volvió.

—¿Cómo murieron?

Por encima de su cabeza se oyó el ruido de un pájaro asustado, de unas alas inmensas que se ponían en marcha como una hélice.

Había sido una tarde tranquila en Moscú, y el señor y la señora Mistry cruzaban la plaza camino de la Sociedad para los Viajes interplanetarios. El padre de Sai había vivido allí desde que lo seleccionaran en las Fuerzas Aéreas Indias como posible candidato para el Programa Intercosmos. Eran los últimos días del romance indosoviético y ya había un tufillo a ramo de flores marchitas en el ambiente, en los cambios de impresiones entre los científicos que se sumían fácilmente en las lágrimas y la nostalgia de los años de rosas rojas del cortejo entre ambas naciones.

El señor y la señora Mistry habían crecido durante aquellos tiempos embriagadores en que el afecto se había cimentado con ventas de armas, competiciones deportivas, visitas de cuerpos de baile del ejército y libros ilustrados que dieron a conocer a toda una generación de escolares indios a Baba Yaga, que vivía en su casa alimentándose de patas de pollo en la oscuridad prehistórica de un bosque ruso; los apuros del príncipe Iván y la princesa Ivanka antes de que vivieran felices y comieran perdices en un palacio con cúpulas de cebolla.

La pareja se había conocido en un parque público en Delhi. La señora Mistry, a la sazón estudiante universitaria, salía de la residencia de señoritas para estudiar y secarse el pelo a la sombra tranquila de un árbol del Neem, pues la supervisora había autorizado a las chicas a ir allí. El señor Mistry había pasado haciendo footing, ya miembro de las fuerzas aéreas, fuerte y alto, con un bigote bien recortado, y al corredor aquella chica le pareció tan pasmosamente guapa, con una expresión medio hosca, medio dulce, que se detuvo a mirarla. Se conocieron en aquel espacio cubierto de hierba, con las vacas atadas a enormes cortacéspedes herrumbrosos que avanzaban lentamente de aquí para allá ante una tumba de la dinastía mogol medio desmoronada. Antes de que transcurriera un año, en el centro fresco y profundo de la tumba, a la dorada luz indirecta que pasaba de silencioso nicho en silencioso nicho, cada vez más tenue, cada vez más turbia al ir atravesando los paneles tallados, cada uno de los cuales proyectaba la luz según un patrón de encaje distinto —flores, estrellas— sobre el suelo, el señor Mistry se le declaró. Ella pensó aprisa. Aquel romance le había permitido escapar de la tristeza de su pasado y del tedio de su actual vida de niña. Hay un momento en que todo el mundo desea ser adulto, y dijo que sí. El piloto y la estudiante, el zoroastra y la hindú, salieron de la tumba del príncipe mogol sabiendo que nadie salvo ellos mismos quedaría impresionado con su gran idilio secular. Aun así, se consideraban afortunados de haberse encontrado, cada uno con el vacío de la misma soledad, cada uno fascinante en tanto que extranjero para el otro, ambos educados con un ojo mirando hacia Occidente, de manera que eran capaces de entonar una melodía con bastante buen tino mientras rasgueaban una guitarra. Se sentían libres y valientes, parte de una nación moderna en un mundo moderno.

Ya en 1955, Kruschev había visitado Cachemira y la había declarado parte de la India por siempre jamás, y más recientemente, el Bolshoi había representado El lago de los cisnes en Delhi ante un público ataviado para la ocasión con sus saris de seda más elegantes y sus joyas más voluminosas.

Y, naturalmente, corrían los primeros tiempos de la exploración espacial. Una perra llamada Laika había sido lanzada a las alturas en el Sputnik II. En 1961 hizo el viaje un chimpancé llamado Ham. Después de él, el mismo año, Yuri Gagarin. Con el lento transcurso de los años, subieron no sólo americanos y soviéticos, perros y chimpancés, sino también un vietnamita, un mongol, un cubano, una mujer y un negro. Satélites y lanzaderas orbitaban la Tierra y La Luna; habían aterrizado en Marte, habían sido lanzados hacia Venus, y habían sobrevolado con éxito Saturno. En aquel momento, un equipo soviético de expertos en aeronáutica y aviación, con instrucciones de su gobierno de encontrar buenos candidatos para enviar al espacio, llegó a la India. De visita en unas instalaciones de las fuerzas aéreas en la capital de la nación, les llamó la atención el señor Mistry, no sólo debido a su competencia sino también por la férrea determinación que relucía en su mirada.

Se había sumado a otros candidatos en Moscú, y Sai, con seis años, fue confiada al mismo convento en que había estado acogida su madre.

La competencia era feroz. Justo cuando el señor Mistry confesaba a su mujer su convencimiento de que sería elegido entre sus colegas para convertirse en el primer indio más allá del influjo de la gravedad, los hados decidieron que, en vez de surcar a toda velocidad la estratosfera en esta vida, con esta piel, para ver el mundo como los mismos dioses, le otorgarían otra visión del más allá, y así él y su esposa fueron aplastados por las ruedas de un autobús local, cargado con treinta indómitas mujeres de provincias que habían apurado dos días para trocar y vender sus mercancías en el mercado.

Así habían muerto, bajo ruedas extranjeras, entre cajones de embalaje de muñecas rusas. Si en lo último que pensaron fue en su hija en St. Augustine, ella nunca lo sabría.

Moscú no formaba parte del plan de estudios del convento. Sai imaginaba una arquitectura corpulenta y plomiza, fornida, de sólidos músculos y mofletes de dogo, en tonos grises soviéticos, bajo cielos grises soviéticos, llena de grises personas soviéticas comiendo grises alimentos soviéticos. Una ciudad masculina, sin adornos ni debilidades, sin almenas, sin un ángulo peligroso. Ahora con un incontrolable derrame de color escarlata en esa escena, desovillándose.

—Lo siento mucho —dijo la hermana Caroline—. Lamento mucho la noticia, Sai. Tienes que ser valiente.

—Soy huérfana —susurró Sai para sí mientras descansaba en la enfermería—. Mis padres han muerto. Soy huérfana.

Detestaba el convento, pero era todo lo que alcanzaba a recordar. No había habido nada más en su vida.

«Querida Sai —solía escribir su madre—, bueno, se acerca otro invierno y hemos sacado la ropa de abrigo de lana. Fuimos a jugar al bridge con el señor y la señora Sharma y tu padre hizo trampas como siempre. Nos gusta comer arenque, un pescado de aroma acre que tienes que probar algún día.»

Ella respondía durante las sesiones de correspondencia supervisadas.

«Queridos mamá y papá, ¿qué tal estáis? Yo estoy bien. Aquí hace mucho calor. Ayer hicimos el examen de Historia y Arlene Macedo copió como siempre.»

Pero las cartas parecían un libro de ejercicios. Sai no había visto a sus padres en dos años, y la inmediatez emocional de su existencia se había desvanecido mucho tiempo atrás. Intentaba llorar, pero no lo conseguía.

En la sala de reuniones bajo un Jesucristo con dhoti clavado a dos palos barnizados, las monjas se consultaban con inquietud. Ese mes no llegaría el giro bancario de los Mistry a las arcas del convento, ni las donaciones obligatorias para el fondo de renovación de los lavabos y el fondo del autobús, para los días festivos y las fiestas de guardar.

—Pobrecilla, ¿pero qué podemos hacer? —Las monjas chasqueaban la lengua porque sabían que Sai era un problema especial. Las de mayor edad recordaban a su madre y también que el juez pagaba su manutención pero nunca la visitaba. Había otros retazos de la historia que ninguna de ellas habría sido capaz de encajar, claro, pues parte de la narración se había perdido y parte se había olvidado a propósito. Lo único que sabían del padre de Sai era que lo habían criado en un orfanato de caridad zoroastra, y que un generoso donante le permitió pasar de la escuela a la universidad y luego por fin a las fuerzas aéreas. Cuando los padres de Sai se fugaron para casarse, la familia en Gujarat, sintiéndose deshonrada, desheredó a la madre.

En un país tan lleno de parientes, Sai padecía escasez.

Sólo había un nombre bajo el enunciado «Ponerse en contacto en caso de emergencia». Era el del abuelo de Sai, el mismo hombre que antaño pagara las cuotas del colegio:

Nombre: Juez Jemubhai Patel

Parentesco: Abuelo materno

Ocupación: Presidente de tribunal (jubilado)

Religión: Hindú

Casta: Patidar

Sai no había conocido a su abuelo, quien en 1957 le fue presentado al escocés que había construido Cho Oyu y que en ese momento emprendía el viaje de regreso a Aberdeen.

—Está muy apartada pero la tierra tiene potencial —le había informado el escocés—, quinina, sericultura, cardamomo, orquídeas.

El juez no estaba interesado en las posibilidades agrícolas de la tierra pero fue a verla, confiando en la palabra del hombre —la famosa palabra de un caballero— a pesar de todo lo que había pasado. Ascendió a caballo y abrió la puerta que daba a aquel espacio austero, alumbrado por una luminosidad monástica cuyos matices se alteraron con la luz solar. Había tenido la sensación de que, más que en una casa, entraba en una sensibilidad. El suelo era oscuro, casi negro, con anchos tablones; el techo semejaba la cavidad torácica de una ballena, con las marcas de un hacha todavía en las vigas. Un hogar de piedra de río plateada centelleaba como la arena. Frondosos helechos topetaban con las ventanas, rígidas vetas de follaje sembradas de esporas, onduladas protuberancias forradas de pelusa broncínea. Supo que allí podría ser consciente de la hondura, la anchura, la altura y de una dimensión más esquiva. Fuera, aves de vivos colores trinaban y se lanzaban en vuelo rasante, y las montañas del Himalaya ascendían un estrato tras otro hasta que sus picos relucientes infundían tal sensación de pequeñez a un hombre que tenía sentido renunciar a todo, desembarazarse de todo. El juez podía vivir allí, en esa concha, esa calavera, con el consuelo de ser extranjero en su propio país, pues esta vez no aprendería el idioma.

Nunca regresó a los tribunales.

«Adiós», dijo Sai a las obstinaciones malsanas del convento, los empalagosos ángeles de tonos pastel y el Cristo ensangrentado, presentados los unos junto al otro en inquietante contraste. Adiós a los uniformes tan pesados para una niña, chaqueta deportiva con hombreras varoniles y corbata, zapatos negros de pezuña de vaca. Adiós a su amiga Arlene Macedo, la única estudiante aparte de ella que provenía de una familia poco convencional. El padre de Arlene, según decía ésta, era un marinero portugués que iba y venía. No por el mar, susurraban las otras chicas, sino por una peluquera china en el hotel Claridge de Delhi. Adiós a cuatro años de aprender el peso de la humillación y el miedo, el arte del subterfugio, de ser descubierta por detectives de hábito negro y temblar ante el imperio de la ley que trataba deslices y equivocaciones cotidianos y corrientes con la gravedad de un crimen premeditado. Adiós a:

a. ponerse en la papelera con orejas de burro

b. coger insolación mientras aguantabas a la pata coja con las manos levantadas

c. proclamar tus pecados en la reunión matinal

d. recibir azotes hasta que la piel se ponía roja negra azul y de color cúrcuma

«Cría desvergonzada», le había dicho un día la hermana Caroline a Sai, que no había hecho los deberes, y le había dejado el culo brillante como el de un babuino, de manera que a la que no tenía vergüenza le entrara un poco enseguida.

Es posible que el sistema estuviera obsesionado con la pureza, pero sobresalía a la hora de definir el sabor del pecado. Era motivo de excitación desentrañar las fuerzas de la culpa y el deseo, hurgar y atizar los resultados. Eso había aprendido Sai. Eso por debajo, y por encima un soso credo: la tarta era mejor que los laddoos, cuchillo tenedor cuchara mejor que las manos, beber a sorbos la sangre de Cristo y consumir su cuerpo en forma de oblea era más civilizado que engalanar un símbolo fálico con caléndulas. El inglés era mejor que el hindi.

El poco sentido común que habían inculcado a Sai se había despeñado entre las contradicciones, y las propias contradicciones habían sido asimiladas. «Lochinvar» y Tagore, economía y ciencias morales, aventuras amorosas con tartán en las Tierras Altas de Escocia y danza de la cosecha con dhotis en el Punjab, himno nacional en bengalí y un impenetrable lema latino inscrito en banderolas bordadas al sesgo sobre el bolsillo de las chaquetas y también en un arco sobre la entrada: Pisci tisci episculum basculum. Algo por el estilo.

Pasó bajo aquel lema por última vez, acompañada por una monja de visita que estaba estudiando sistemas de financiación de conventos y se encaminaba a Darjeeling. Por la ventanilla, de Dehra Dun a Delhi, de Delhi a Siliguri, vieron una panorámica de la vida rural, y la India parecía tan vieja como siempre. Las mujeres caminaban con leña en la cabeza, demasiado pobres para llevar blusas bajo los saris. «Pena, pena, qué bien te conozco», comentó la monja, con alegría. Luego se sintió menos alegre. Era por la mañana temprano y las vías del tren estaban bordeadas de traseros desnudos. De cerca, alcanzaron a ver docenas de personas defecando en las vías para luego lavarse el trasero con agua de una lata.

—Qué gente tan sucia —dijo—, la pobreza no es ninguna excusa, no lo es, ni se te ocurra decirme tal cosa. ¿Por qué tienen que hacer esas cosas aquí?

—Por la pendiente —comentó un serio estudioso con gafas sentado a su lado—, la tierra desciende hacia las vías del tren, así que es un buen sitio.

La monja no respondió. Y para la gente que defecaba, los que iban en el tren tenían tan poca importancia —ni siquiera eran de la misma especie— que les traía sin cuidado que les vieran el trasero en plena faena, igual que no les hubiera importado que un gorrión fuera testigo de su comportamiento.

Y así sucesivamente.

Sai en silencio... consciente de que su destino la aguardaba. Alcanzaba a sentir Cho Oyu.

—No te preocupes, querida —le dijo la monja.

Sai no respondió y la monja empezó a irritarse.

Cambiaron a un taxi y siguieron camino por un clima más húmedo, un paisaje verde herrumbroso, chirriando y sufriendo sacudidas al viento. Pasaron por delante de puestos de té sobre pilares, pollos a la venta en canastas redondas de mimbre, y de las diosas del Durga Puja que estaban construyendo en el interior de chozas. Dejaron atrás arrozales y almacenes que se veían decrépitos pero llevaban los nombres de famosas compañías de té: Rungli Rungliot, Ghoom, Goenkas.

—No te quedes ahí compadeciéndote de ti misma. No creerás que Dios se enfurruñaba así, ¿verdad? ¿Con todo lo que tenía que hacer?

De pronto hacia la derecha, las aguas del río Teesta asomaron caudalosas entre blancas riberas de arena. Espacio y sol entraron a raudales por la ventanilla. Los reflejos aumentaban y se hacían eco de la luz, el río, cada uno de ellos aportando ángulos y colores a los demás, y Sai cobró conciencia del inmenso espacio en que estaba entrando.

Junto a la orilla, con el agua revuelta pasando veloz por su lado, el sol del atardecer en lunares a través de los árboles, se separaron. Hacia el este estaba Kalimpong, que a duras penas se mantenía a caballo entre las montañas de Deolo y Ringkingpon; hacia el oeste, Darjeeling se deslizaba por la cordillera de Singalila. La monja intentó ofrecerle un último consejo, pero su voz quedó ahogada por el fragor del río, de manera que le pellizcó la mejilla a Sai a guisa de despedida. Se fue en un jeep de las Hermanas de Cluny, doscientos kilómetros montaña arriba hacia una tierra donde se cultivaba té y una ciudad que era negra y viscosa, con racimos de conventos que surgían como setas en la niebla densa y húmeda.

Anocheció rápidamente tras la puesta de sol. Con el coche inclinado de manera que el morro apuntara hacia el cielo, siguieron ascendiendo en espiral; el menor movimiento en falso y caerían. La muerte le susurraba al oído a Sai, la vida latía en su pulso y su ánimo se desplomaba conforme ascendían vuelta tras vuelta. No había una farola por ninguna parte en Kalimpong, y las lámparas en las casas eran tan tenues que sólo se veían en el momento de pasar por delante; surgían de pronto y desaparecían nada más quedar atrás. La gente que pasaba caminando en plena negrura no llevaba faroles ni linternas, y los faros del coche los sorprendían haciéndose a un lado al paso del vehículo. El conductor se desvió de la carretera asfaltada a un camino de tierra, y al final se detuvieron en medio del monte ante una verja suspendida entre pilares de piedra. El sonido del motor menguó, los faros se apagaron. Sólo estaba el bosque, del que brotaban sonidos: ssss tsiu ts ts siuuu.