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La situación mejorará, había dicho el ISD, pero, aunque habían empezado a torturar gente de manera aleatoria por toda la ciudad, no mejoraba.
Una serie de huelgas mantenían los negocios cerrados.
Una huelga de un día.
Una huelga de tres días.
Luego una de siete días.
Cuando el Almacén Lark's abrió brevemente una mañana, Lola salió victoriosa de una batalla con las princesas afganas por los últimos tarros y latas. Avanzado ese mismo mes, las princesas no podían pensar en otra cosa que no fuera mermelada, furiosas por su escasez, en medio de asesinatos y propiedades incendiadas: «¡Qué mujer tan absolutamente grosera!»
Lola se relamía todos los días mientras untaba la mermelada Druk's bien fina para que durara.
Una huelga de trece días.
Una huelga de veintiún días.
Más tiempo en huelga que sin ella.
Más humedad en el aire que aire. Resultaba difícil respirar y se tenía la sensación de estar sofocado en un lugar que, después de todo, era generoso al menos con el espacio.
Al cabo, las tiendas y las oficinas dejaron de abrir del todo, la agencia de viajes El León de Nieve y la cabina de teléfonos de STD, la tienda de chales, los sastres sordos, el quiosco de periódicos Kanshi Nath e Hijos: todo el mundo aterrorizado para que mantuviera echadas las persianas y no se atreviera a asomar siquiera la nariz por la ventana. Las barricadas en las carreteras detenían el tráfico, evitaban que los camiones de madera y piedra salieran, impedían que se transportara el té. Se esparcían clavos por el firme y se derramaba aceite Mobil. Los chicos del FLNG pedían grandes sumas de dinero, si es que te dejaban pasar, y te coaccionaban para que compraras cintas de casete con discursos del FLNG y calendarios de Gorkhaland.
Llegaban hombres en camiones de Tindharia y Mahanadi, se reunían delante de la comisaría y lanzaban ladrillos y botellas. El gas lacrimógeno no los dispersaba; tampoco las cargas con varas de bambú.
—Bueno, ¿cuánta tierra más quieren? —preguntó Lola con tristeza.
Noni:
—Las subdivisiones de Darjeeling, Kalimpong y Kurseong, y hacia la falda de las montañas, partes de los distritos de Jalpaiguri y Cooch Behar, desde Bengala hasta el interior de Assam.
—No hay paz para los malvados —comentó sin dejar de mover las agujas la señora Sen, que le estaba tejiendo un jersey al primer ministro, del que se compadecía por todos sus problemas. Hasta en Delhi hace frío, sobre todo en esos bungalows llenos de corrientes en los que alojaban a los altos cargos del gobierno. Pero no era una experta en el punto de aguja; demasiado lenta para eso, a diferencia de su madre, quien era capaz de tejer toda una mantita de niño mientras veía una película.
—¿Quién es malvado? —repuso Lola—. Nosotras no. Los malvados son ellos. Y somos nosotras las que no tienen paz. No hay paz para los que no son malvados.
¿Qué era un país sino la idea del mismo? Pensaba en la India como un concepto, una esperanza, un deseo. ¿Con qué frecuencia cabía atacarlo antes de que se desmoronara? Para deshacer algo se necesitaba práctica; era un arte oscuro y estaban perfeccionándolo. Con cada argumento, el siguiente sería más sencillo, se convertiría en un acto compulsivo, y como cuando se destroza un matrimonio, resultaría imposible mantenerse al margen, dejar de hurgar en las heridas aunque esas heridas fuesen las propias.
Ya habían terminado de leer los libros de la biblioteca, pero devolverlos estaba descartado, claro. Una mañana, cuando llegó el esbelto comandante al mando del club Gymkhana, se encontró con que los hombres del FLNG se habían deshecho de bibliotecarios y recepcionistas y disfrutaban de más espacio e intimidad de los que habían tenido en su vida, dormían entre las estanterías de libros, se divertían ruidosamente en el lavabo de señoras, donde, no mucho tiempo atrás, Lola soplaba sobre su borla y se empolvaba la nariz con delicadeza.
No llegaban turistas de Calcuta con ridículas capas de ropa superpuestas como si se prepararan para ir a la Antártida, paseando el aroma cauterizador de las bolas de naftalina por la ciudad. No llegaba ningún visitante, con su adinerada gordura de ciudad, para castigar los lomos de jamelgos cubiertos de costras en sus paseos en poni. Ese año, los ponis eran libres.
Nadie llegaba al hotel Himalayan y se sentaba bajo el cuadro de Roerich de una montaña iluminada por la luna como un fantasma cubierto con sábana, para «disfrutar de un pintoresco regreso a los tiempos de antaño», como sugería el folleto, pedir estofado irlandés y masticar una y otra y otra vez las cabras descarnadas de Kalimpong.
Las pensiones de las empresas cerraron. Los vigilantes, que por esa época siempre tenían que abandonar su ilícita ocupación de las casas principales durante el invierno y mudarse a sus chozas en los aledaños, que se veían obligados a trocar sus expresiones de dignidad por la servidumbre del «Ji huzoor», a cambiar las cerraduras de los armarios que habían forzado para utilizar televisores y estufas eléctricas fabricadas en Japón, ese año, pues, los vigilantes vieron que sus comodidades no se interrumpían.
Y mientras ellos se quedaban, los padres sacaban a los niños de los internados, tras leer horrorizados en los periódicos que el saludable clima de las montañas se estaba viendo perturbado por separatistas rebeldes y tácticas de guerrilla. La histeria creciente en todas partes fue quizá la causa de que el último grupo de chicos en St. Xavier se deshonrara. Cuando se les dio instrucciones de que ayudaran a preparar la comida (después de que los cocineros se desvanecieran en la neblina), descubrieron que la mejor manera de arrancarle la cabeza a una gallina era retorcérsela y sacarla como un corcho, mucho mejor que serrarla con un cuchillo poco afilado. El resultado fue una orgía de sangre y plumas, una tremenda barahúnda de cacareos, aves descabezadas que corrían de aquí para allá derramando entrañas y excrementos. Los chicos gritaron hasta las lágrimas entre carcajadas vergonzosas, sus risas forcejeando y ahogándose en sollozos, y los sollozos borboteando hasta ascender de nuevo entre carcajadas. El profesor mandó abrir la manguera para que recuperaran el juicio a fuerza de chorros a presión de agua fría, pero a esas alturas, claro, no quedaba agua en las cisternas.
Tampoco gas, ni queroseno. Todos tuvieron que volver a cocinar con madera.
No había agua.
—He dejado los cubos en el jardín para que se llenen de agua de lluvia —le dijo Lola a Noni—. Más vale que no sigamos tirando de la cadena. Echa un poco de ambientador Sunny Fresh para que no huela. Al menos cuando se trate de aguas menores.
No había electricidad porque la central eléctrica había sido quemada como protesta por las detenciones llevadas a cabo en los bloqueos de carreteras. Cuando la nevera quedó en silencio tras un estertor, las hermanas se vieron obligadas a cocinar toda la comida perecedera de inmediato. Era el día libre de Kesang.
Fuera llovía, y casi era la hora del toque de queda. Atraídos por el conmovedor aroma a cordero a medio cocinar, unos muchachos del FLNG que pasaban por allí en busca de cobijo treparon por la ventana de la cocina.
—¿Por qué tiene cerrada la puerta delantera, señora?
Los candados, cuyo sitio habitual eran los baúles que contenían los objetos de valor, habían pasado a las puertas delantera y trasera como medida de precaución adicional. Por encima de sus cabezas, en el ático, habían quedado vulnerables varias piezas valiosas. Plata para puja de la familia de los tiempos anteriores al ateísmo; tacitas de Bond Street con cucharillas similares a las que en su niñez llenaran de papillas Farrés sus boquitas balbucientes; un telescopio fabricado en Alemania; el pendiente de nariz de su bisabuela; gafas en forma de alas de murciélago de los años sesenta; cucharillas de plata para sacar el tuétano (en su familia siempre les había encantado comerse el tuétano); servilletas de damasco con un bolsillito cosido para envolver triángulos de sándwich de pepino: «Un poquito de agua, recuerda, para humedecer la tela antes de salir de picnic...» Objetos que ofrecían una versión romántica de Occidente y una versión caprichosa de Oriente, bastante sugerentes como para mantener la dignidad a pesar de las horribles ofensas que se infligían las naciones.
—¿Qué queréis? —preguntó Lola a los muchachos, y en su rostro vieron que tenía algo que proteger.
—Vendemos calendarios, señora, y casetes a favor del movimiento.
—¿Qué es eso de calendarios y casetes? —El allanamiento de morada y su atuendo rebelde de camuflaje contrastaban con su desconcertante amabilidad.
Las casetes eran grabaciones de su discurso preferido acerca de «lavar los kukris ensangrentados en las aguas de la cabecera del Teesta».
—No les des nada —siseó Lola en inglés, con una sensación de vahído, convencida de que no la entenderían—. Una vez se empieza, vuelven una y otra vez.
Pero la entendieron. Entendían su inglés y ella no entendía su nepalí.
—Cualquier aportación a la causa de Gorkhaland está bien.
—Está bien para vosotros, no para nosotras.
—Shhh. —Noni hizo callar a su hermana—. No seas imprudente —dijo con voz entrecortada.
—Les daremos un recibo —aseguraron los muchachos, con la mirada fija en la comida que había en la mesa: salchichas Essex Farm de aspecto intestinal; salami helado con una capa de permagel a medio derretir.
—Ni hablar —les soltó Lola.
—Shhhh —volvió a decirle Noni—. Un calendario, entonces.
—¿Sólo uno, señora?
—Muy bien, bueno, dos.
—Pero ya saben que necesitamos dinero...
Invirtieron en tres calendarios y dos casetes, pero ni siquiera así se marcharon los chicos.
—¿Podemos dormir en el suelo? Seguro que la policía no nos busca aquí.
—No —respondió Lola.
—De acuerdo, pero no hagáis ruido ni causéis ningún problema —dijo Noni.
Los muchachos dieron cuenta de toda la comida antes de dormirse.
Lola y Noni se hicieron fuertes tras la puerta de su dormitorio arrastrando una cómoda con el mayor sigilo. Los muchachos lo oyeron y rieron a voz en cuello: «No se preocupen. Son muy viejas para nosotros, ¿saben?»
Las hermanas pasaron la noche en vela, los ojos doloridos contra la oscuridad. Mustafá, que percibía un desaire a su amor propio, estaba rígido en brazos de Noni, el orificio de su trasero el tenso punto de una exclamación de ira, su cola una línea recta e inflexible encima de aquél.
¿Y Budhoo, el vigilante?
Esperaban que llegara con su arma y ahuyentara a los chicos, pero Budhoo no llegó.
—Ya te lo dije —le recordó Lola en un susurro agostado—: ¡Todos los nepalíes están conchabados!
—Igual lo han amenazado —replicó Noni.
—Anda ya. ¡Lo más probable es que sea tío de alguno! Deberíamos haberles dicho que se fueran, y ahora que les has dado pie, vendrán cuando les apetezca.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? Si nos hubiéramos negado, habríamos pagado por ello. No seas ingenua.
—La ingenua eres tú: «No les falta razón, no les falta razóóón, tal vez no la tengan toda, pero yo diría que al menos la tienen en treees cuartas partes», y ahora fíjate... ¡Qué estúpida!
—¿Les preocupa que las detenga la policía por darnos cobijo? —les preguntó uno de ellos a la mañana siguiente con una sonrisa de satisfacción—. ¿Es eso lo que les preocupa? La policía no se mete con los ricos, sólo con la gente como nosotros, pero si ustedes dicen algo nos veremos obligados a tomar medidas.
—¿Qué medidas?
—Ya se enterará, señora.
Aun así, su exquisita educación.
Se marcharon con el arroz y el jabón, el aceite y la producción anual del jardín: cinco tarros de salsa picante de tomate. Mientras bajaban las escaleras, repararon en lo que no habían visto en la oscuridad a su llegada: la elegancia con que la propiedad se prolongaba hacia un jardín y luego descendía paulatinamente por estratos. Había tierra suficiente para dar cabida a una estrecha hilera de chozas. Por encima de sus cabezas, la lúgubre ristra de borlas correosas en que se habían convertido los murciélagos electrocutados que pendían de los cables indicaba un potente suministro de electricidad en tiempos de paz. El mercado estaba cerca y justo delante pasaba una hermosa carretera asfaltada, de manera que se podía llegar a las tiendas y las escuelas en veinte minutos en vez de dos horas, tres horas de ida y luego otras tres de regreso...
No había transcurrido ni un mes cuando las hermanas se despertaron una mañana para encontrarse con que, al amparo de la noche, una choza había brotado igual que una seta en una hendidura recién practicada en la parte más alejada de la huerta de Mon Ami. Vieron horrorizadas cómo dos muchachos talaban tranquilamente el bambú de su propiedad y se lo llevaban delante de sus narices, una larga y tensa baqueta, aún empañada y trémula de tanto tirón de aquí para allá, la contradicción entre flexibilidad y terquedad, lo bastante larga para extenderse sobre toda una casa de tamaño no demasiado modesto.
Salieron a toda prisa.
—¡Esta tierra es nuestra!
—No es vuestra. Es tierra libre —respondieron de manera terminante, grosera.
—Es nuestra tierra.
—Es tierra sin ocupar.
—Vamos a llamar a la policía.
Se encogieron de hombros, dieron media vuelta y siguieron trabajando.