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El juez, agotado de esperar, se durmió y soñó que Canija estaba muriendo: por un momento la perra salió del delirio, le dirigió una mirada familiar, meneó el rabo con un esfuerzo heroico, y luego, en un segundo, el alma detrás de sus ojos desapareció.
— ¿Canija? -El juez se inclinó hacia ella, en busca de algún indicio.
—No —dijo el cocinero, también en el sueño del juez—; está muerta, mire —insistió con aire terminante, y levantó una pata de la perra para luego dejarla caer. No volvió a levantarse. Se posó lentamente. Se estaba quedando rígida, y él le dio unas sacudidas, pero el animal no se movió.
—¡No la toques o te mato! —lo amenazó el juez a voz en grito, y se despertó, convencido por la lógica de su sueño.
Al día siguiente, cuando regresó de otra búsqueda en vano, repitió las palabras.
—Si no la encuentras AHORA MISMO —le chilló al cocinero—, TE MATO. Ya vale. Me he hartado. Es culpa tuya. Era responsabilidad tuya vigilarla cuando yo me bañaba.
Ahí radicaba la diferencia: el cocinero le tenía cariño a Canija. La había llevado a pasear, le preparaba tostadas con huevo para desayunar en invierno, le hacía estofado, la llamaba: «Canijilla, Ishtu, Ishtoo», pero estaba claro que para él no era más que un animal.
El juez y su cocinero llevaban viviendo juntos más tiempo que con cualquier otra persona, prácticamente en la misma habitación, más cerca el uno del otro que de cualquier otro ser humano y... nada, cero, ni el menor entendimiento.
Hacía mucho tiempo ya de la desaparición de Canija. Estaría muerta a estas alturas si le había picado una serpiente, o se habría muerto de hambre en el caso de que se hubiera perdido o hubiese quedado herida lejos de allí.
—Pero AVERÍGUALO —le dijo al cocinero—. ENCUÉNTRALA. AHORA MISMO.
—¿Cómo, cómo voy a encontrarla, sahib? -Suplicó—. Lo estoy intentando, lo he intentado...
—ENCUÉNTRALA. ES CULPA TUYA. ¡CANIJA ESTABA A TU CARGO! TE MATARÉ. Espera y verás. No cumpliste con tu deber. No la vigilaste. Era tu deber y dejaste que la robaran. ¿Cómo te atreves? ¿¿Cómo te atreves??
El cocinero se preguntó si habría hecho algo mal y su culpabilidad empezó a agravarse. ¿De veras había cometido una negligencia? No había cumplido con su deber. No la había vigilado con la suficiente atención. No había demostrado respeto. Debería haber estado vigilando a la perra el día que desapareció...
Se echó a llorar sin mirar nada ni a nadie y desapareció en el bosque.
Mientras iba dando traspiés de aquí para allá pensó que había hecho algo tan terrible que el destino se tomaría la revancha y ocurriría algo aún más terrible...
Sai iba y venía por el sendero gritándole al cocinero entre los árboles: «Vuelve a casa, no pasa nada, no lo dice en serio, está tan triste que ha perdido la cabeza, no sabe lo que dice...»
El juez estaba bebiendo en la galería e intentando convencerse de que no sentía el menor remordimiento, lo que le había dicho al cocinero estaba perfectamente justificado... ¡Claro que sí! ¡Te voy a matar!
—¿Dónde estás? —llamó Sai, caminando bajo la Vía Láctea, que, según había leído en Mi tribu en vías de desaparición, los lepchas llamaban Zolungming, «mundo de arroz».
El tío Potty preguntó a voz en cuello:
—¿Habéis encontrado a la perra?
—No, y ahora también ha desaparecido el cocinero.
—Volverá. ¿Te apetece tomar una copita conmigo?
Pero ella siguió adelante.
El cocinero no la oyó porque había ido a parar a la Cantina de Thapa, llena de hombres bebiendo, gastando los posos de su dinero. Les contó lo ocurrido y eso les hizo reír, un poco de diversión en tiempos tan espantosos. ¡Ha muerto la perra del juez! La hilaridad se propagó. Apenas podían parar de reír. En un lugar donde la gente moría sin recibir la menor atención —de tuberculosis, hepatitis, lepra, fiebres—, un lugar donde no había empleos ni trabajo, nada que comer... y ¡semejante revuelo por una perra! Ja ja ja ja ja ja ja.
—No tiene ninguna gracia —dijo el cocinero, pero él también rió un poco, aliviado al ver que resultaba divertido, pero entonces se sintió peor, doblemente culpable, y volvió a sus lloriqueos. Había desatendido su deber... Por qué no habría cuidado de la kutti...
En un rincón de la cantina estaba Gyan, a quien ya permitían salir de casa. Él no reía. Ay, qué día aciago aquel en que comentó a sus camaradas lo de las armas del juez. Después de todo, ¿qué le había hecho Sai? La sensación de culpa le sobrevino de nuevo y sintió náuseas y mareo. Cuando el cocinero se marchó, fue tras sus pasos.
—No he ido a dar clases por culpa de los disturbios... ¿Qué tal está Sai? —masculló.
—Está muy preocupada por la perra. No para de llorar.
—Dile que iré a buscar a Canija.
—¿Cómo?
—Dile que se lo prometo. Encontraré a la perra. Que no se preocupe en absoluto. No olvides decírselo. Encontraré a Canija y se la llevaré a casa.
Pronunció la frase con una convicción que nada tenía que ver con Canija ni con sus posibilidades de encontrarla.
El cocinero lo miró con recelo. Nunca le habían impresionado las aptitudes de Gyan. De hecho, la propia Sai le había dicho que su tutor no era muy inteligente.
Pero Gyan volvió a asentir con aplomo. La próxima vez que viera a Sai, le llevaría un regalo.