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Mientras tanto, después de la manifestación, la policía había recibido refuerzos y estaba dando caza a los muchachos del FLNG. Peinaban remotas aldeas, intentaban detener a los partidarios de Gorkhaland entre los marxistas y los seguidores del Partido del Congreso, y también entre aquellos que no tenían preferencia por lo uno ni por lo otro. Y hacían redadas en las plantaciones de té cuando los administradores, recordando los ataques de los rebeldes contra los plantadores en Assam, las cerraban y se marchaban a Calcuta en aviones privados.
Los fugitivos, en su huida, esquivaban a la policía y pernoctaban en las casas de la gente más adinerada de la ciudad: Lola y Noni, la doctora, las princesas afganas, funcionarios jubilados, bengalíes, forasteros, cualquiera cuya casa no corriera peligro de ser registrada.
Llegaban noticias de idas y venidas por la frontera entre Nepal y Sikkim, de militares jubilados que controlaban el movimiento e impartían cursos rápidos sobre cómo armar bombas, tender emboscadas a la policía y volar puentes. Pero saltaba a la vista que en su mayoría no eran más que muchachos, imitadores del estilo de Rambo, con la cabeza llena de golpes de kung fu y kárate, armando bulla de aquí para allá con motos robadas y jeeps robados, pasándoselo en grande. Tenían dinero y armas. Estaban haciendo realidad las películas. Con el tiempo, se impondrían a sus propias ficciones y las nuevas películas se inspirarían en ellos...
Llegaban enmascarados por la noche, saltaban las verjas y saqueaban las casas. Al ver a una mujer que regresaba a casa embozada en un chal, la obligaron a quitárselo y se llevaron el arroz y el poco azúcar que llevaba escondidos.
En la carretera del mercado colgaban de los árboles extremidades de enemigos... ¿de qué bando, y enemigos de quién? Era el momento de hacer desaparecer a cualquiera que no te cayera bien, de vengar ancestrales rencillas familiares. Seguían oyéndose gritos en la comisaría, aunque una botella de Black Label podía salvarte la vida. Hombres heridos con las entrañas reventadas envueltas en pieles de pollo para mantenerlas frescas, eran conducidos a casa de la doctora en camillas de bambú para que los cosiera. Se encontró un cadáver enterrado en el depósito de aguas residuales, cada centímetro del cuerpo acuchillado, los ojos arrancados...
Pero así como todos estaban conmocionados por la violencia, a menudo también les sorprendía lo rutinario que era todo. Descubrieron el grado de perversión de que es capaz el corazón humano mientras permanecían sentados en casa sin nada que hacer, y averiguaron cómo era posible que un ser humano, enfrentado al hedor del mal inconcebible, se aburriera, bostezara, se ensimismara en el problema de un calcetín perdido, de las disputas vecinales, sintiera el hambre correteando como un ratoncillo por el estómago y se centrara, una vez más, en el problema acuciante de qué comer... Allí estaban los más comunes y corrientes, aquellos que no hacían buenas migas con las grandes incógnitas de la existencia, atrapados en las batallas míticas del pasado contra el presente, la justicia contra la injusticia: los más normales arrastrados por un odio extraordinario, porque el odio extraordinario, a fin de cuentas, era algo de lo más común.