32
Por el comedor del Gymkhana, en uno de los rincones decorados con cornamentas y pieles devoradas por la polilla, rondaba el espectro de la última conversación entre el juez y su único amigo, Bose.
Había sido su último encuentro. La última vez que el juez había cruzado con su coche la verja de Cho Oyu.
Llevaban sin verse treinta y tres años.
Bose levantó la copa.
—Por los viejos tiempos —había brindado, y bebió—. Ahhh. Pura leche de madre.
Había traído una botella de Talisker para tomársela juntos, y era él, como cabía esperar, quien había propiciado el encuentro. Fue un mes antes de la llegada de Sai a Kalimpong. Había informado por carta al juez de que se alojaría en el Gymkhana. ¿Por qué acudió el juez? ¿Debido a alguna vaga esperanza de acabar por fin con sus recuerdos? ¿Por curiosidad? Se dijo que acudía porque, si no iba al Gymkhana, Bose se presentaría en Cho Oyu.
—Debes reconocer que tenemos las mejores montañas del mundo —dijo Bose—. ¿Alguna vez has ido de excursión a Sandak Fu? Ese Micky sí que fue, ¿lo recuerdas? ¿Un tipo estúpido? Llevaba zapatos nuevos y para cuando llegaron a la base, le habían salido tales ampollas que tuvo que quedarse en la falda, y su mujer, Mithu, ¿la recuerdas?, ¿con mucho ánimo?, ¿una chica estupenda?, subió hasta la cima con sus chappals hawaianas.
«¿Recuerdas a Dickie, aquel con el abrigo de tweed y la pipa de cerezo que fingía ser un lord inglés, diciendo cosas como: "Fíjate en esta... luz... de invierno... tan... tan manida... etcétera"? Tuvo un hijo retrasado y no fue capaz de encajarlo. Se suicidó.
«¿Recuerdas a Subramanium? ¿La esposa, una mujer regordeta, de metro veinte por metro veinte? Él se consolaba con la secretaria inglesa, pero esa esposa suya lo puso de patitas en la calle y se quedó con todo el dinero. Y una vez esfumado el dinero, también se esfumó la inglesa. Encontró algún otro capullo...
Bose echó atrás la cabeza para reírse y la dentadura postiza se le desprendió con un rechinido. Bajó la cabeza y volvió a engullirla. Al juez le afligía aquella escena antes de emprender la velada propiamente dicha: dos vejetes canosos en el rincón del club, durries manchados de agua, la mueca en la cara de un oso disecado cada vez más caído, con la mitad del relleno fuera. En los dientes de la criatura vivían avispas, y luciérnagas en su piel, que también dio el pego a unas garrapatas que se habían amadrigado en ella, convencidas de encontrar sangre, y murieron de hambre. Encima de la chimenea, donde antaño colgara un retrato de los reyes de Inglaterra ataviados para la coronación, había ahora uno de Gandhi, escuálido y con las costillas a la vista. En absoluto conducente al apetito y el confort en un club, en opinión del juez.
Aun así, se podía imaginar cómo debió ser: hacendados con su camisa de pechera cabalgando durante kilómetros a través de la niebla, con los faldones en los bolsillos, para ir a tomar sopa de tomate. ¿Les había estimulado el contraste, el interpretar diminutas melodías con cuchara y tenedor, el bailar con un telón de fondo que ensalzaba la brutalidad y los deportes en los que se mataban animales? En los registros de invitados, cuyos volúmenes se guardaban en la biblioteca, se dejaba constancia de las masacres con una letra que tenía una delicadeza femenina y un perfecto equilibrio, lo que, por lo visto, era expresión de sensibilidad y sentido común. Las expediciones de pesca al Teesta habían traído, apenas cuarenta años atrás, medio centenar de kilos de mahaseer. Twain había matado trece tigres en el trayecto entre Calcuta y Darjeeling. Pero no habían matado los ratones, y ahora mordisqueaban las esteras y se escabullían mientras los dos hombres conversaban.
—¿Recuerdas cómo te llevé a comprar el abrigo en Londres? ¿Recuerdas aquel pingajo tan horrible que llevabas? ¿Que parecías un auténtico gow wallah? ¿Recuerdas cómo solías pronunciar Giggly en vez de Jheelee? ¿Lo recuerdas? Ja, ja.
Al juez le colmó el corazón una emoción viperina: ¡cómo se atrevía ese tipo! ¿Para eso había hecho el viaje, para encumbrarse y rebajar al juez, para establecer una posición de poder pretérita con objeto de ser capaz de respetarse en el presente?
—¿Recuerdas a Granchester? «¿Y aún hay miel para el té?»
Bose y él en el barco, manteniéndose aparte por si rozaban a algún otro y lo ofendían con su piel morena.
El juez buscó al camarero con la mirada. Más valía que pidieran la cena, acabaran de una vez con aquello, se retiraran pronto. Pensó en Canija esperándolo.
Seguro que estaba asomada a la ventana, con los ojos fijos en la verja, la cola entre las patas, el cuerpo tenso por la espera, el ceño fruncido.
Cuando regresara, cogería un palo. «¿Qué, lo tiro? ¿Qué, lo vas a coger? ¿Lo tiro?», le preguntaría.
Sí sí sí sí: se pondría a dar brincos de aquí para allá, incapaz de soportar un instante más la ilusión.
De manera que intentó hacer caso omiso de Bose, pero histéricamente, una vez en racha, Bose aceleró el ritmo y el tono de su invasiva acometida.
Había sido uno de los funcionarios públicos, bien lo sabía el juez, que presentaron una demanda judicial con objeto de que les fuera otorgada una pensión igual a la de los funcionarios blancos, y perdieron, claro, y de alguna manera Bose también había perdido su brío.
A pesar de las numerosas cartas mecanografiadas con la Olivetti portátil de Bose, el juez se negó a implicarse. Para entonces ya era ducho en cinismo y en cómo Bose mantenía viva su ingenuidad: bueno, era milagroso. Más extraño todavía era que su ingenuidad hubiera sido heredada a todas luces por su hijo, pues años después llegó a oídos del juez que el hijo también presentó una demanda contra su empresa, Shell Oil, y también la perdió. El hijo argumentó que corrían tiempos diferentes con reglas distintas, pero había resultado que no era más que una versión distinta de lo mismo de siempre.
«Vivir en la India cuesta menos», le respondieron.
Pero ¿y si querían irse de vacaciones a Francia? ¿Comprar una botella en el duty-free? ¿Enviar a un hijo a la universidad en Estados Unidos? ¿Quién se lo podía permitir? Si les pagaban menos, ¿cómo no iba a seguir siendo pobre la India? ¿Cómo podían los indios viajar por el mundo y vivir en el mundo de la misma manera que los occidentales? Esas diferencias le resultaban insoportables a Bose.
Pero los beneficios sólo podían cosecharse en la brecha entre las naciones, enfrentando unas a otras. Estaban condenando al Tercer Mundo a seguir siendo el Tercer Mundo. Estaban obligando a Bose y su hijo a seguir ocupando una posición inferior —hasta ese momento y ni un instante más— y no podía aceptarlo. Pensó en cómo el gobierno inglés y sus funcionarios habían zarpado lanzando sus topis por la borda, dejando atrás sólo a esos ridículos indios que no podían librarse de aquello que se habían partido el alma para aprender.
Fueron a los tribunales de nuevo, e irían otra vez con su inquebrantable confianza en el sistema de justicia. Volvieron a perder. Volverían a perder.
El hombre de la blanca peluca rizada y la cara morena empolvada volvía a dictar sentencia a golpe de maza, siempre contra el nativo, en un mundo que seguía siendo colonial.
En Inglaterra se partieron de risa, desde luego, pero en la India también rió todo el mundo al ver cómo engañaban a gente como Bose. Se habían creído superiores, tanto darse aires, y eran igual que todos, ¿verdad?
Cuanto más fruncía la boca el juez, más decidido parecía Bose a dar impulso a la conversación, hasta que descarriló.
—Los mejores días de mi vida —aseguró—. ¿Recuerdas? Paseando en batea por delante de King's, Trinity, qué paisaje, Dios mío, y luego ¿qué venía? Ah sí, Corpus Christi... No, me estoy equivocando, ¿verdad? Primero Trinity, luego St. John's. No. Primero Clare, luego Trinity, luego un no sé qué femenino, Primrose... ¿Primrose?
—No, el orden no es ése —se oyó decir el juez en un tono tenso y ofendido igual que un adolescente—. Era Trinity y luego Clare.
—No, no, qué dices. King's, Corpus Christi, Clare y luego St. John. Te falla la memoria, viejo amigo.
—¡A mí me parece que es a ti a quien le falla!
Bose bebía un trago tras otro, desesperado por sacar algo de la disputa: un recuerdo común, la verificación de alguna verdad que, al menos, contara con el respaldo de dos personas.
—No, no. ¡King's! ¡Trinity! —Dejó el vaso en la mesa de golpe—. ¡Jesús! ¡Clare! ¡Gonville! ¡Y luego a tomar el té en Granchester!
El juez ya no podía soportarlo, alzó la mano en el aire y fue contando con los dedos:
l. ¡St. John's!
2. ¡Trinity!
3. ¡Clare!
4. ¡King's!
Bose guardó silencio de pronto. La recusación parecía haberle quitado un peso de encima.
—¿Pedimos la cena? —preguntó el juez.
Pero Bose adoptó rápidamente otra postura: satisfacción de una manera u otra, pero profundidad, resolución. Seguía planteándosele una duda a Bose: ¿debía maldecir el pasado o encontrarle algún sentido? Borracho, con los ojos bañados en lágrimas, dijo con tremenda amargura:
—¡Mal nacidos! ¡Qué mal nacidos eran! —Elevando la voz como si intentara otorgarse convicción—. Los goras se salen siempre con la suya, ¿verdad? Malditos blancos. ¡Son responsables de todos los crímenes del siglo!
Silencio.
—Bueno —dijo entonces, ante el silencio desaprobatorio, intentando reconciliarse con ello—, de lo que nos podemos felicitar, baap re, es de que no se quedaran, gracias a Dios. Al menos se largaron...
El juez seguía sin decir nada.
—No como en África; por allí siguen dando problemas...
Silencio.
—Bueno, supongo que no importa mucho, ahora pueden hacer el trabajo sucio a distancia...
Mandíbula tensa aflojada manos tensas aflojadas tensas aflojadas...
Entonces el juez estalló, a su pesar:
—¡SÍ! ¡SÍ! ¡SÍ! Eran malos. Formaban parte del asunto. Y nosotros formábamos parte del problema, Bose, exactamente en la misma medida en que podrías argüir que formábamos parte de la solución.
Y:
—¡Camarero!
«¡Camarero!
«¿Camarero?
«¡¡Camarero!!
«¡¡¡camarero!!! —gritó el juez, completamente desesperado.
—Lo más probable es que se haya ido a cazar la gallina —dijo Bose tímidamente—. Me parece que no esperaban a nadie.
El juez entró en la cocina y encontró dos pimientos verdes de aspecto ridículo en una taza de estaño sobre un pie de madera en que se leía: «Premio a la Mejor Patata 1933.»
Nada más.
Fue a la recepción.
—No hay nadie en la cocina.
El hombre tras el mostrador estaba medio dormido.
—Es muy tarde, caballero. Vaya a Glenary's, en la puerta de al lado. Tienen restaurante y bar bien surtidos.
—Hemos venido a cenar. ¿Quiere que dé parte de usted a gerencia?
El hombre se dirigió a regañadientes hacia la parte de atrás y, al cabo, un camarero renuente llegó a su mesa; las costras de lentejas secas en su chaquetilla azul semejaban pinceladas amarillas. Había estado descabezando un sueño en una habitación vacía: era el omnipresente camarero a la vieja usanza, que funcionaba como un empleado comunista y existía cómodamente al margen de las horrendas ideas capitalistas de atender con amabilidad a la gente adinerada.
—Cordero asado con salsa de menta. ¿Está tierno el cordero? —preguntó el juez imperiosamente.
El camarero no se intimidó:
—¿Dónde se puede conseguir cordero tierno? —respondió con guasa.
—¿Sopa de tomate?
Sopesó esta opción, pero carecía de la convicción para zafarse de tanto sopesar. Tras varios minutos indecisos, Bose rompió el hechizo preguntando:
— ¿Rissoles? -Así tal vez se recuperase la velada.
—Ah, no —contestó el camarero, que meneó la cabeza y sonrió con insolencia—. No, eso no se puede conseguir.
—Bueno, entonces ¿qué tienen?
—Corderoalcurrypilafdecorderoverdurasalcurrypilafdeverdura...
—Pero ha dicho que el cordero no estaba tierno.
—Sí, ya se lo he dicho, ¿no?
Llegó la comida. Bose hizo un valiente esfuerzo por retractarse y empezar de cero.
—Yo acabo de encontrar un cocinero nuevo —dijo—. Ese Sheru la palmó tras treinta años de servicio. El nuevo no tiene preparación, pero me sale barato precisamente por eso. Saqué los libros de cocina y se los leí en voz alta mientras él lo copiaba todo en bengalí. «Mira», le dije, «cíñete a lo esencial, nada muy elaborado. Aprende a hacer salsa de carne y salsa bechamel: echa la maldita salsa bechamel al pescado y echa la maldita salsa de carne al cordero».
Pero no fue capaz de seguir por ahí.
Entonces apeló directamente al juez:
—Somos amigos, ¿verdad? ¿No lo somos? ¿No somos amigos?
—El tiempo pasa, las cosas cambian —respondió el juez con una sensación de claustrofobia y vergüenza.
—Pero lo que está en el pasado, permanece inalterado, ¿no es así?
—Yo creo que sí cambia. El presente cambia el pasado. Al volver la vista uno no encuentra lo que dejó tras de sí, Bose.
El juez era consciente de que nunca volvería a comunicarse con Bose. No quería fingir que había sido amigo del inglés (¡todos esos patéticos indios que glorificaban una amistad que luego la otra parte —blanca— aseguraba nunca había existido!) ni pensaba permitir que lo arrastraran por el lodo. Había mantenido un silencio inmaculado y no estaba dispuesto a que Bose lo destruyera. No iba a rendir su orgullo al melodrama hacia el final de su vida y estaba al tanto del peligro de la confesión: anularía cualquier esperanza de dignidad para siempre. La gente se abalanzaba sobre lo que le dabas como si fuera un corazón crudo y lo devoraba.
El juez pidió la cuenta, una, dos veces, pero ni siquiera la cuenta tenía importancia para el camarero. Se vio obligado a ir a la cocina de nuevo.
Bose y el juez se dieron un revenido apretón de manos y el juez se limpió las suyas en los pantalones, pero, aun así, notaba la mirada de Bose sobre él como si de algo mucoso se tratara.
«Buenas noches. Adiós. Hasta la vista»: nada de frases indias, frases inglesas. Quizá por eso se habían alegrado tanto de aprender un idioma nuevo en un principio: la inseguridad que conllevaba, el esfuerzo, la gramática, te refrenaban; un nuevo idioma suponía distancia y mantenía el corazón intacto.
La neblina estaba firmemente aferrada a los arbustos de té a ambos lados de la carretera cuando salió de Darjeeling, y el juez apenas veía. Condujo lentamente, sin otros coches, nada en derredor, y entonces, maldita sea...
Un recuerdo de...
Seis niños en una parada de autobús.
—¿Por qué es amarillo el chino? Mea contra el viento, ja, ja. ¿Por qué es marrón el indio? Caga haciendo el pino, ja, ja, ja.
Lo insultaban por la calle, le tiraban piedras, se burlaban de él, le hacían muecas de mono. Qué extraño era: había temido a los niños, lo habían asustado aquellos seres humanos que no eran la mitad de grandes que él.
Entonces recordó el peor incidente. Otro indio, un chico al que no conocía, aunque sin duda era alguien como él, como Bose, estaba siendo pateado y vapuleado detrás del pub de la esquina. Uno de los agresores se había desabrochado la bragueta y le estaba meando encima, rodeado por una multitud de hombres con la cara encendida. Y el futuro juez, al pasar por allí de camino a casa con una empanada de carne de cerdo para cenar, ¿qué había hecho? No había hecho nada. No había dicho nada. No había pedido ayuda. Dio media vuelta y se largó, subió a toda prisa a su habitación alquilada y permaneció allí sentado.
Sin pensar, el juez ejecutó los gestos calibrados, los giros conocidos de regreso a Cho Oyu, en vez de precipitarse por la ladera de la montaña.
Cerca de casa, a punto estuvo de chocar contra un jeep del ejército aparcado en la cuneta con las luces apagadas. El cocinero y un par de soldados estaban ocultando cajas de licor entre los arbustos. El juez maldijo pero siguió adelante. Estaba al tanto de aquel asunto que se traía entre manos el cocinero, y lo pasaba por alto. Tenía por costumbre ser un patrón y el cocinero tenía por costumbre ser un criado, pero algo había cambiado en su relación dentro de un sistema que mantenía tanto al criado como al patrón bajo un espejismo de seguridad.
Canija lo esperaba en la verja, y la expresión del juez se suavizó: tocó la bocina para anunciar su llegada. En un segundo pasó de ser la perra más desdichada del mundo a ser la más feliz, y a Jemubhai le rejuveneció el corazón de alegría.
El cocinero abrió la verja, Canija subió de un salto al asiento de al lado y fueron juntos desde la verja hasta el garaje: a la perra le encantaba, e incluso cuando dejó de ir en coche a ninguna parte, la paseaba por la propiedad para entretenerla. Nada más montarse, adoptaba un aire regio, ladeaba la expresión y sonreía con refinamiento a derecha e izquierda.
Encima de la mesa, cuando entró el juez, se encontró con un telegrama. «Para el juez Patel, de St. Agustine: con respecto a su nieta, Sai Mistry.»
El juez había sopesado la petición del convento en el breve intervalo de debilidad que experimentó tras la vista de Bose, cuando se vio obligado a arrostrar el hecho de que había tolerado que ciertas construcciones artificiales mantuvieran su existencia. Cuando uno edificaba sobre mentiras, edificaba fuerte y sólido. Era la verdad lo que le desarmaba a uno. No podía derruir las mentiras o el pasado se vendría abajo, y por tanto el presente... Pero ahora se doblegaba ante algo del pasado que había sobrevivido, regresado, que bien podía, sin que él prestara demasiada atención, redimirlo...
Sai podría cuidar de Canija, razonó. El juez estaba cada vez más decrépito. Les iría bien tener en la casa a alguien no remunerado que echara una mano a medida que pasaran los años. Sai llegó, y al juez le preocupó que pudiera incitar un odio latente en su naturaleza, que deseara librarse de ella o tratarla como había tratado a la madre de la chica, a su abuela. Pero Sai, según se vio, era más cercana a él de lo que habría creído imaginable. Tenía un algo familiar; poseía el mismo acento y los mismos modales. Era una india occidentalizada educada por monjas inglesas, una india que vivía separadamente en la India. El viaje que tanto tiempo atrás iniciara él había continuado en sus descendientes. Quizá había cometido un error al distanciarse por completo de su hija... la había condenado antes de conocerla. A su pesar, en los remansos apartados de su inconsciente notó que una descompensación en sus actos comenzaba a compensarse.
Aquella nieta a la que no aborrecía era tal vez el único milagro que el destino había puesto en su camino.