21

—No les falta razón —dijo Noni—, tal vez no la tengan toda, pero yo diría que al menos la tienen en tres cuartas partes.

—Bobadas. —Lola desestimó la opinión de su hermana con un aleteo de la mano—. Esos nepas irán por todos los extranjeros, sobre todo por nosotros los bengalíes. Llevan tramándolo mucho tiempo. Es un sueño hecho realidad. Se cometerán toda clase de atrocidades, y luego pueden cruzar alegremente la frontera para esconderse en Nepal. Lo tienen al lado.

Se imaginó a su vigilante, Budhoo, robándole su radio de la BBC y su paleta de tarta de plata y pasándoselo en grande en Katmandú con otros kanchas y kanchis provistos de sus respectivos botines.

Estaban tomando el té en el salón de Mon Ami tras la clase de Sai.

Del otro lado de la ventana, una escena opaca semejaba una pieza de artesanía popular: cielo y montaña grises y sin contrastes, la apagada hilera blanca de las vacas del padre Booty en la cresta de la colina, el cielo visible entre sus patas en retazos más o menos cuadrados. Dentro, la lámpara estaba encendida y había un plato de canutillos de crema a la luz leonada, y también nardos en un jarrón. Mustafá se subió al regazo de Sai y ella pensó cómo, desde su romance con Gyan, comprendía a los gatos de una manera distinta. Ajeno a los problemas en el mercado, Mustafá aprovechaba todos los resquicios de placer al máximo, restregándose contra sus costillas en busca de un hueso en el que frotarse la barbilla.

—Esto de fundar estados —continuó Lola— es el mayor error que cometió ese necio de Nehru. Según sus normas, cualquier grupo de idiotas puede alzarse exigiendo un nuevo estado y además conseguirlo. ¿Cuántos nuevos siguen apareciendo? De quince pasamos a dieciséis, de dieciséis a diecisiete, de diecisiete a veintidós... —Con el dedo describió círculos a la altura de la sien para demostrar la opinión que le merecía semejante locura—. Y aquí, a mi modo de ver, todo empezó con Sikkim. Los nepas recurrieron a un truco de lo más sucio y se les empezaron a ocurrir ideas grandiosas. Y ahora creen que pueden volver a hacer lo mismo, ¿sabes, Sai?

Los huesos de Mustafá parecían disolverse bajo las caricias de Sai, y pirueteaba entre sus piernas como en trance, los ojos cerrados, una sabiduría mística que no era de una religión ni de otra, de un país ni de otro, sino pura sensación.

—Sí —respondió distraída; había oído la historia infinidad de veces: Indira Gandhi había maniobrado para que se celebrara un plebiscito y todos los nepalíes que habían inundado Sikkim votaron contra el rey. India engulló el reino de color de joya, cuyas montañas azules se veían a lo lejos, de donde provenían las maravillosas naranjas y el ron Black Cat que les traía de contrabando el comandante Aloo. Donde los monasterios pendían cual arañas ante el Kanchenjunga, tan cerca que daba la impresión de que a los monjes les bastaba con estirar el brazo para tocar la nieve. El país tenía un aura tan irreal, estaba tan lleno de cuentos de hadas, de viajeros en busca de Shangri La, que había sido mucho más sencillo destruirlo.

—Pero tienes que abordarlo desde su punto de vista —dijo Noni—. Primero los nepas fueron expulsados de Assam y luego de Meghalaya. Además está el rey de Bután refunfuñando contra...

—La inmigración ilegal —dijo Lola, y cogió un canutillo de crema—. Qué traviesa eres —se dijo a sí misma con una voz rebosante de gula.

—Es evidente que los nepalíes están preocupados —señaló Noni—. La mayoría lleva aquí varias generaciones. ¿Por qué no habría de enseñarse el nepalí en las escuelas?

—Porque sobre esa base pueden plantear exigencias de cara a la independencia. Un movimiento separatista por aquí, un movimiento separatista por allá, terroristas, guerrillas, insurgentes, rebeldes, agitadores, instigadores, y todos se alimentan recíprocamente, claro: a los nepas los han animado los sijs y su Khalistan, el ULFA, el NEFA, el PLA; Jharkhand, Bodoland, Gorkhaland; Tripura, Mizoram, Manipur, Cachemira, el Punjab, Assam...

Sai pensaba en cómo se transformaba en agua bajo las manos de Gyan, su piel absorbiendo el movimiento del deambular de sus dedos arriba y abajo por su cuerpo, hasta que al cabo no era capaz de precisar la diferencia entre su piel y el tacto de él.

El gemido nasal de la verja.

—Hola, hola —dijo la señora Sen, y asomó la nariz ganchuda por la puerta entornada—. Espero no molestar; pasaba por aquí y he oído vuestras voces... vaya, pasteles y todo. —En su alegría emitió ruidillos como de pájaro y ratón.

Lola:

—¿Viste esa carta que le enviaron a la reina de Inglaterra? ¿Gorbachov y Reagan? Apartheid, genocidio, cuidan de Pakistán, se olvidan de nosotros, sometimiento colonial, Nepal sometido a una vivisección... ¿Cuándo pertenecieron Darjeeling y Kalimpong a Nepal? Darjeeling, de hecho, fue anexionado de Sikkim, y Kalimpong de Bután.

Noni:

—A esos malditos británicos no se les daba nada bien trazar fronteras.

La señora Sen, zambulléndose de lleno en la conversación:

—No tenían práctica, ni pizca, rodeados de agua como están, ja, ja.

Cuando por fin intentaban levantarse de aquellas tardes indolentes que pasaban juntos, Gyan y Sai se habían derretido el uno sobre el otro como porciones de mantequilla: qué difícil era recobrar la frescura y la serenidad de regreso cada uno a su propio ser.

—¡Pakistán! Ahí radica el problema —aseguró la señora Sen, abordando uno de sus temas preferidos, sus ideas y opiniones prefabricadas, pulidas a lo largo de los años, desplegadas allí donde cupiera embutirlas en una conversación de una u otra manera—: El primer ataque al corazón de nuestro país, no, nunca se ha recuperado...

Lola:

—El caso es que es una frontera porosa. No se puede distinguir a unos de otros, nepalíes indios de nepalíes nepalíes. Y luego, baba, hay que ver cómo se multiplican esos nepas.

La señora Sen:

—Como musulmanes.

Lola:

—No los musulmanes de aquí.

La señora Sen:

—No saben contenerse, esa gente. Qué asco.

Noni:

—Todo el mundo se está multiplicando. Por todas partes. No se puede culpar a un grupo más que a otro.

Lola:

—Los lepchas no se están multiplicando, están desapareciendo. De hecho, son los que más derecho tienen a esta tierra y nadie los menciona siquiera. —Luego se replanteó su apoyo a los lepchas y dijo—: Tampoco es que sean tan maravillosos, claro. Fijaos en esos créditos del gobierno a los lepchas para poner en marcha granjas porcinas, ese Plan de Recuperación de la Ocupación Tradicional, y no se ve una sola granja porcina por ninguna parte, aunque, claro, todos presentaron solicitudes perfectamente cumplimentadas, dejando constancia de las medidas de los comederos y el coste del pienso y los antibióticos; y desde luego recogieron el dinero, bien listos son...

La señora Sen:

—Hay más musulmanes en la India que en Pakistán. Prefieren multiplicarse aquí. Ya sabéis, ese Jinnah, comía huevos con beicon para desayunar todas las mañanas y bebía whisky todas las noches. ¿Qué clase de nación musulmana es ésa? Y cinco veces al día le pide limosna a Dios. Claro que... —se metió un dedo pringoso en la boca y lo sacó emitiendo un pequeño estallido— con ese Corán, ¿a quién le extraña? No les queda otra opción que ser unos falsos.

Ese razonamiento, bien lo sabían todos a fuerza de haberlo oído, constituía el pilar central de la opinión hindú y decía lo siguiente: tan estricto era el Corán que sus enseñanzas trascendían la capacidad humana. Por tanto, los musulmanes estaban obligados a fingir una cosa y hacer otra: bebían, fumaban, comían cerdo, iban con prostitutas, y luego lo negaban. A diferencia de los hindúes, que no necesitaban negarlo.

Lola estaba incómoda y bebía el té demasiado caliente. Tanto quejarse de los índices de natalidad de los musulmanes era vulgar e incorrecto entre la clase que lee a Jane Austen, e intuyó que el discurso de la señora Sen revelaba su propia opinión con respecto a los nepalíes, donde no era tan sencillo recurrir a estereotipos, defender unos prejuicios no muy diferentes.

—Es un asunto muy distinto con los musulmanes —replicó con rigidez—. Ya estaban aquí. Los nepalíes han venido y se han adueñado de todo, y no es una cuestión religiosa.

La señora Sen:

—Lo mismo podría decirse de la cuestión cultural musulmana... También vinieron de otra parte, Babar y demás, y se quedaron aquí para reproducirse. No es que las mujeres tengan la culpa, pobrecillas, son los hombres, que se casan con tres, cuatro esposas: no tienen vergüenza. —Lanzó una risilla sofocada—. No tienen nada mejor que hacer, ya se sabe. Sin tele ni electricidad, siempre tendrán el mismo problema...

Lola:

—Ay, señora Sen, ya está llevando la conversación por otros vericuetos. ¡No estamos hablando de eso!

La señora Sen:

—Ja, jaa, ja —trinó despreocupadamente, al tiempo que ponía otro canutillo de crema en su plato con ademán ostentoso.

Noni:

—¿Qué tal está Mun Mun? —Pero nada más preguntarlo, se arrepintió, porque eso sulfuraría a Lola y luego tendría que dedicar toda la velada a reparar el daño.

La señora Sen:

—Ah, no hacen más que suplicarle y suplicarle que acepte la carta verde. Ella les dice: «No, no.» Yo le dije: «No seas tonta, acéptala, ¿qué mal hay en ello? Si te la ofrecen, te la imponen...» Cuánta gente mataría por tenerla... Qué tontita, ¿verdad? Vaya país tan pre-cioo-oo-so y tan bien organizado.

Las hermanas siempre habían despreciado a la señora Sen como una persona de escasa talla. Su inferioridad les resultó evidente mucho antes de que su hija se estableciera en un país donde la etiqueta de la mermelada ponía «Smuckers» en vez de «Proveedores oficiales de Su Majestad la Reina», y antes de que consiguiera un empleo en la CNN, pasando a ser rival directa de Pixie en la BBC. Era debido a que la señora Sen pronunciaba «patata» con deje humilde, igual que «tomate», y al rumor de que antaño se ganaba la vida vendiendo a domicilio con una escúter artículos confiscados en la aduana del aeropuerto de Dum Dum, ofreciendo de puerta en puerta la mercancía a madres que acumulaban dotes de artículos del mercado negro para así incrementar las posibilidades de sus hijas.

Lola:

—¿Pero no te parece que son muy simplones?

La señora Sen:

—No tienen complejos, no, son muy abiertos.

—Pero es una cordialidad falsa, según he oído, hola y adiós sin darle la menor importancia.

—Mejor que Inglaterra, ji, donde se ríen de ti a tus espaldas...

Tal vez Inglaterra y América no supieran que estaban inmersos en una lucha a muerte, pero, de todas maneras, la estaban librando en su nombre aquellas dos fogosas viudas de Kalimpong.

—Mun Mun no tiene ningún problema en América, a nadie le importa de dónde eres...

—Bueno, si quieres llamar libertad a la ignorancia, ¡allá tú! Y no me digas que les trae sin cuidado. Todo el mundo sabe cómo tratan a los negros —dijo Lola como si de verdad le importara.

—Al menos creen que uno puede ser feliz, baba.

—Y con ese patriotismo suyo hacen de su capa un sayo pha-ta-phat: en cuanto les das un perrito caliente ensartado en un palo, empiezan a saludar con él a la bandera y...

—Bueno, ¿qué tiene de malo pasárselo bien?

—Cuéntanos qué hay de nuevo, Sai —le rogó Noni, desesperada por volver a cambiar de tema—. Venga, anímanos, los jóvenes deberíais servir al menos para eso.

—No hay nada nuevo —mintió Sai y enrojeció al pensar en Gyan y ella misma. La compañía había acrecentado la sensación de fluidez que antes había sentido ante el espejo, esa reducción a la forma maleable, la posibilidad infinita de reinvención.

Las tres señoras le dirigieron una mirada seria. Parecía desenfocada, no lograban interpretar su expresión con claridad, y se la veía retorcerse de una manera extraña en la silla.

—Bueno —dijo Lola, redirigiendo la frustración que le había provocado la señora Sen—, ¿aún no tienes novio? ¿Por qué no, por qué no? En otros tiempos éramos más atrevidas. Siempre dábamos esquinazo a mamá y papá.

—Déjala tranquila. Es una buena chica —le advirtió Noni.

—Más vale que te des prisa —le aconsejó la señora Sen con una expresión enigmática—. Si esperas mucho, se te pasará el arroz. Eso mismo le dije a Mun Mun.

—Igual tienes parásitos —señaló Lola.

Noni hurgó en un cuenco lleno de objetos diversos y sacó una tira de comprimidos.

—Toma, una pastilla desparasitadora. Hemos comprado para Mustafá. Lo pillamos restregándose el culo contra el suelo. Síntoma claro.

La señora Sen miró los nardos encima de la mesa.

—Si echáis unas gotas de colorante para la comida, podéis hacer que las flores adquieran cualquier color: rojo, azul, naranja, ¿lo sabíais? Hace años solíamos divertirnos así en las fiestas.

Sai dejó de acariciar a Mustafá y el gato, rencoroso, la mordió.

— ¡Mustafá!-lo reprendió Lola—. ¡Si no te andas con cuidado, vamos a hacer kebabs de minino contigo!