14
A las 4.25 de la madrugada Biju se fue camino de La Reina de las Tartas, atento a los polis que a veces salían de repente: ¿adónde vas y qué haces con quién a qué hora y por qué?
Pero inmigración funcionaba independientemente de la policía, lo mejor, tal vez, para hornear el pan de la mañana, y Biju se colaba, una y otra vez, por las grietas del sistema.
Encima de la panadería el metro discurría por una tosca estructura sostenida sobre pilares metálicos. Los convoyes pasaban con un estruendo diabólico; las ruedas provocaban chaparrones de fuegos artificiales que por la noche arrojaban una violenta luminosidad aserrada sobre las manzanas de viviendas protegidas de Harlem, donde Biju alcanzaba a ver escasas luces ya encendidas y a alguno que otro, aparte de sí mismo, poniendo en marcha una vida en miniatura. En La Reina de las Tartas, la puerta metálica subió rauda, la luz se encendió y una rata se precipitó hacia las sombras. Con la cola gorda como una raíz, el cráneo grueso, ancha de lomo, volvió la mirada con gesto desdeñoso mientras pasaba con un roce aterciopelado justo por encima del cepo, demasiado endeble para detenerla.
— Namaste, babaji -dijo Said Said.
Pensó en su anterior pelea con un paquistaní, el típico ataque contra la religión de aquel hombre que Biju profería desde pequeño: «Cerdos, cerdos, hijos de cerdos.»
Ahora tenía ante sí a Said Said, y la admiración que sentía por ese hombre lo confundía. Se adueñó de Biju el deseo de ser su amigo, porque Said Said no se estaba ahogando sino que se dejaba mecer por las mareas. De hecho, un buen número de gente deseaba aferrarse a él como a pecio durante un naufragio, no sólo compatriotas de Zanzíbar e inmigrantes ilegales, sino también americanos; ciudadanos con sobrepeso y una carencia total de confianza en sí mismos a los que tomaba el pelo cuando comían a solas una porción de pizza; oficinistas solitarios de mediana edad que se pasaban por allí en busca de conversación tras noches en blanco preguntándose si, en América —¡nada menos que en América!—, de verdad estaban sacando partido de lo mejor que se les ofrecía. Le contaban esos secretos que tal vez sólo pueden contársele sin problemas a un inmigrante ilegal.
Said era atento y no era paki. Por tanto, ¿era un tío legal?
La vaca no era una vaca india; por tanto, ¿no era sagrada?
Por tanto, ¿le caían bien los musulmanes y sólo odiaba a los pakis?
Por tanto, ¿le caía bien Said pero aborrecía a los musulmanes en general?
Por tanto, ¿le caían bien los musulmanes y los pakis y la India debería ver que andaba errada y ceder Cachemira?
No, no, ¿cómo iba a ser así y...?
Eso no era sino una pequeña parte del dilema. Recordó lo que decían sobre los negros en su casa. Una vez un hombre de su pueblo que trabajaba en la ciudad dijo: «Cuidado con los hubshi. Ja, ja, en su propio país viven igual que monos en los árboles. Vienen a la India y se hacen hombres.» Biju creyó que aquel hombre aseguraba que la India estaba tan adelantada que los negros aprendían a vestirse y comer cuando llegaban, pero lo que había querido decir era que los negros iban por ahí intentando preñar a todas las chicas indias que veían.
Por tanto, ¿detestaba a todos los negros pero Said le caía bien?
Por tanto, ¿no tenían nada de malo los negros ni Said?
¿Ni los mexicanos, chinos, japoneses o quienquiera que fuese...?
La costumbre del odio había acompañado siempre a Biju, y cayó en la cuenta de que tenía un temor reverencial a los blancos, que podría decirse que habían hecho mucho daño a la India, y una ausencia de generosidad hacia prácticamente todos los demás, que nunca habían hecho ningún mal a la India.
Era de suponer que Said Said se había encontrado con el mismo dilema con respecto a Biju.
A partir de otras cocinas, estaba aprendiendo lo que pensaba el mundo de los indios:
En Tanzania, si pudieran, los expulsarían como hacían en Uganda.
En Madagascar, si pudieran, los expulsarían.
En Nigeria, si pudieran, los expulsarían.
En las islas Fiji, si pudieran, los expulsarían.
En China los odiaban.
Y en Hong Kong.
En Alemania.
En Italia.
En Japón.
En Guam.
En Singapur.
Birmania.
Sudáfrica.
No les caemos bien.
En Guadalupe... ¿nos aprecian allí?
Tampoco.
Era de suponer que a Said le habían prevenido sobre los indios, pero no parecía atormentado por contradicciones; la generosidad lo mantenía a flote, por encima de dilemas semejantes.
Tenía muchas chicas.
—¡Ay Dios mííío! —exclamó—. ¡Ay Diiios mííío! No hace más que llamarme una y otra vez. —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡Ayyy... no sé qué hacer!
—Sí que lo sabes —respondió Omar con acritud.
—Ja, ja, ja, no, me estoy volviendo majaaara. ¡Demasiado folleteo, tío!
—Son esas rastas, córtatelas y las chicas se largarán.
—¡Pero no quiero que se larguen!
Cuando venían chicas guapas a recoger sus bollos de canela con preciosas vetas de azúcar moreno y especias, Said les contaba sobre la belleza y la pobreza de Zanzíbar, y la compasión de las chicas subía como la masa de pan leudada: querían salvarlo, llevárselo a casa y arrullarlo con una buena fontanería y televisión; querían que las vieran por la calle con un hombre alto y guapo coronado de rastas. «¡Qué guapo! ¡Qué guapo! ¡Qué guapo!», decían, dándole más cuerda a su deseo para luego escurrirlo como ropa mojada hablando por teléfono con sus amigas.
El primer empleo de Said en América había sido en la mezquita de la calle Noventa y seis, donde el imán lo contrató para que se encargara de la llamada a la oración del amanecer, ya que imitaba el canto del gallo de maravilla, pero cogió la costumbre de pasarse por clubes nocturnos de camino al trabajo, pues parecía una progresión bastante natural, al menos desde el punto de vista horario. Con una cámara de usar y tirar en el bolsillo, se plantaba en la puerta a la espera de sacarse fotos junto a los ricos y los famosos: Mike Tyson, ¡sí! Es mi hermano. Naomi Campbell, es mi chica. ¡Eh, Bruce (Springsteen)! Soy Said Said de África. Pero no te preocupes, tío, ya no nos comemos a los blancos.
Llegó un momento en que empezaron a dejarle entrar.
Tenía un talento inagotable con las puertas, a pesar de que, un par de años antes, durante una redada del Servicio de Inmigración y Naturalización lo habían descubierto y deportado aunque era uña y carne, como demostraban las Kodak, con lo más selecto de América. Regresó a Zanzíbar, donde lo aclamaron como norteamericano, comió caballa gigante preparada en leche de coco a la sombra listada de las palmeras, vagueó en la arena tamizada con la finura de la sémola, y después de anochecer, cuando la luna se tornaba dorada y la noche brillaba como si estuviera húmeda, cortejó a las chicas en Stone Town. Sus padres las animaban a descolgarse de sus ventanas por la noche; las chicas descendían por los árboles e iban a caer al regazo de Said, y los padres las espiaban, con la esperanza de sorprender a los amantes en una posición comprometida. Ese chico que antaño malgastara tanto tiempo al cabo de la calle —sin trabajo, nada más que problemas, a tal punto que todos los vecinos habían contribuido a comprarle el billete de ida—, ahora ese chico milagrosamente valía lo suyo. Rezaban para que se viera obligado a casarse con Fatma que era gorda o Salma que era guapa o Jadija la de los ojos gris vaporoso y voz de gato. Los padres lo intentaron y las chicas lo intentaron, pero Said escapó. Le dieron kangas para que se acordase de ellas, con leyendas: «Los recuerdos son como diamantes» y «Tu grato aroma alivia mi corazón», de manera que, una vez estuviera tomándoselo con calma en Nueva York, se despojara de su ropa, se envolviera en su kanga, dejara al aire las pelotas y pensara en las chicas de su país. En un par de meses, allá estaba otra vez: pasaporte nuevo y un nuevo nombre, escrito a máquina con la ayuda de unos cuantos billetes untados a un funcionario a la entrada de la delegación del gobierno. Cuando llegó al JFK como Rasheed Zulfickar, vio al mismo funcionario que lo había deportado esperando sentado a su mesa. El corazón le aleteó como un abanico en los oídos, pero el hombre no lo reconoció: «¡Gracias a Dios, a ellos les parecemos todos iguales!»
A Said le encantaba todo aquel juego, el modo en que el país le aguzaba el ingenio y lo recompensaba; él lo hechizaba, lo camelaba, lo engañaba, sentía una gran ternura y lealtad hacia él. Cuando llegara el momento, él, que había conseguido que le abrieran todas las puertas traseras, que —con fotocopiadora, líquido corrector y cúter— tan espectacularmente había saboteado el sistema (una persona hábil con la fotocopiadora, le aseguró a Biju, podía hacer que América se postrara a sus pies), juraría emocionado lealtad a la bandera con lágrimas en los ojos y convicción en la voz. El país reconoció algo en Said y éste en el país, y fue una pasión mutua. Con altibajos, en ocasiones más acre que dulce tal vez, pero aun así más allá de cualquier cosa que hubiera podido imaginar el Servicio de Inmigración y Naturalización, era un romance a la antigua usanza.
Para las seis de la mañana los estantes de la panadería estaban surtidos de pan de trigo integral, centeno y avena, magdalenas de albaricoque y frambuesa que al abrirse dejaban escapar un torrente de espesa mermelada ámbar o rubí. Una de esas mañanas, Biju estaba sentado fuera en un pálido retazo de sol, con un panecillo. Rompió el carapacho de la corteza y empezó a comer, arrancando pedazos de miga cual tierna lana con sus dedos largos y delgados...
Pero en Nueva York la inocencia nunca vence: pasó una ambulancia, la policía, un camión de bomberos; el metro rechinó por encima de su cabeza y el rítmico traqueteo se transmitió a través de sus zapatos indefensos; le zarandeó el corazón y mancilló el panecillo. Dejó de masticar y pensó en su padre...
Enfermo. Muerto. Lisiado.
Se dijo que aquellos pensamientos motivados por el pánico no eran sino el resultado del paso de aquel transporte tremendamente viril, y buscó el pan que tenía en la boca, pero, deshecho como una nube etérea en torno a su lengua, había desaparecido.
En Kalimpong, el cocinero escribía: «Querido Biju, ¿puedes hacer el favor de ayudar...?»
La semana anterior el vigilante de MetalBox le había hecho una visita para hablarle de su hijo, en edad de trabajar aunque no había ningún empleo. ¿Podía Biju ayudarlo a llegar a América? El chico estaría dispuesto a empezar en un trabajo de baja categoría, pero un puesto en una oficina sería lo mejor, claro. Italia también le iría bien, añadió por si acaso. Un hombre de su pueblo había ido a Italia y se ganaba bien la vida como cocinero en un restaurante tandoori.
En un primer momento la petición inquietó al cocinero, lo disgustó, libró una guerra interna entre generosidad y mezquindad, pero al final: «De acuerdo, se lo preguntaré. Es muy difícil, claro, pero nada se pierde por probar.» Y empezó a notar un estremecimiento ante el mero hecho de que el vigilante se lo hubiera pedido. Aquello reinstauró a Biju a los ojos de su padre como un profesional de éxito, con su buen traje y sus buenos zapatos.
Se sentaron a la entrada de su alojamiento y fumaron; y le produjo una sensación agradable ser dos ancianos sentados, hablando sobre jóvenes. La belladona se estaba abriendo, enormes flores relucientes y acampanadas, blancas y almidonadas, siniestras e inmaculadas. Se adelantó una estrella y una vaca extraviada pasó deambulando lentamente en la penumbra.
De manera que, para ensalzar tanto a su hijo como su propio orgullo, el cocinero escribió en el impreso azul de correo aéreo: «Querido beta, haz el favor de ver si puedes ayudar al hijo del vigilante de Metal-Box.»
Se acostó a gusto y se arrebujó en la cama, sólo para despertar aterrado poco después al oír un golpe sordo, pero no era más que la vaca extraviada que había regresado barranco arriba e intentaba refugiarse de la lluvia a empujones. La ahuyentó, recuperó el recuerdo de su hijo —o sea, la conexión con su paz interior— y concilió el sueño de nuevo.
Una petición acrecentaba tu estatus.
La carta verde, la carta verde, el permiso de residencia y trabajo...
Said se presentaba a la lotería de inmigración todos los años, pero los indios no podían presentarse. Búlgaros, irlandeses, malgaches: la lista era interminable, pero no, nada de indios. Sencillamente había demasiados abriéndose paso a empujones para salir de su país, para hacer caer a los demás, para subirse unos a espaldas de otros y huir. La cola estaría detenida durante años, el cupo estaba lleno, superado, colmado y desbordado.
En la panadería, llamaban al número gratuito de inmigración en cuanto el reloj daba las ocho y media y se turnaban al auricular durante lo que podía convertirse en una jornada entera de mantenerse a la espera.
—¿En qué situación se encuentra ahora, señor? No puedo ayudarle a menos que sepa su situación actual.
Entonces colgaban a toda prisa, temerosos de que inmigración tuviera un megatrasto electrónico supersónico superguay venga zing bing bip surcando el espacio a toda pastilla con instrumentos de vigilancia en situación de alerta roja que pudiera
transferir
conectar
marcar
leer
rastrear el número hasta su...
ilegalidad.
Ay, la carta verde, la carta verde, la...
Biju se ponía tan nervioso a veces que apenas soportaba estar en su propio pellejo. Después de trabajar, se acercaba hasta el río, no a la zona donde los perros jugaban como posesos en parterres del tamaño de un pañuelo, con sus dueños a la gresca recogiendo las heces, sino allí donde, tras la velada para solteros en la sinagoga, chicas con falda y mangas largas paseaban a la antigua usanza con hombres de aspecto anticuado, de traje y sombrero negros como si tuvieran que llevar el pasado a cuestas en todo momento para no perderlo. Caminaba hasta la otra punta, donde los sin techo acostumbraban dormir en una densa cámara de vegetación que aparentaba crecer no tanto de la tierra misma cuanto de la fértil inmundicia urbana. En el parque también vivía una gallina sin techo. De vez en cuando Biju la veía hurgando entre la porquería y sentía una punzada de nostalgia por la vida en el pueblo.
— Pitas, pitas -la llamó, pero la gallina echó a correr con el entrañable aturdimiento de una chica fea, tímida y convencida de los alicientes de la virtud.
Se llegó hasta donde la vegetación raleaba para ir a morir en un cabo bordeado de pilotes donde hombres como él solían sentarse en las rocas para contemplar una apagada franja de Nueva Jersey. Pasaban embarcaciones peculiares: barcazas de basura, remolcadores chatos que empujaban con el morro lanchones de ancho casco cargados de carbón; otras cuyo fin no era tan obvio: todo grúas herrumbrosas, ruedas dentadas, bocanadas de humo negro.
Biju no pudo por menos de sentir un fogonazo de ira contra su padre por enviarlo solo a aquel país, aunque tampoco le habría perdonado no haber intentado enviarlo.