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No surgía de la nada, eso lo sabía hasta Lola, sino de un antiguo sentimiento de ira inseparable de Kalimpong. Formaba parte de cada respiración. Estaba en los ojos que aguardaban, que se aferraban a ti conforme te acercabas, se encaramaban a tu espalda cuando seguías caminando, con un comentario mascullado que no alcanzabas a entender; estaba en las risas disimuladas de los que se reunían en la Cantina de Thapa, en Gompu's, en cualquier tugurio sin nombre a la orilla de la carretera que vendía huevos y cerillas.
Esa gente podía nombrarlos, reconocerlos —los escasos ricos—, pero Lola y Noni apenas distinguían entre los individuos que constituían la muchedumbre de los pobres.
Sólo que, antes, las hermanas nunca habían prestado mucha atención por la sencilla razón de que no tenían que hacerlo. Era natural que provocaran envidia, suponían ellas, y las leyes de la probabilidad las habían favorecido a la hora de pasar desapercibidas por la vida sin sufrir apenas algún que otro insulto mascullado, pero, de vez en cuando, algunos tenían la mala suerte de estar justo en el momento y lugar menos indicado cuando llegaba la hora de rendir cuentas, y los problemas de varias generaciones recaían sobre ellos. Precisamente cuando Lola pensaba que todo continuaría igual, cien años como el que acababa de transcurrir —Trollope, la BBC, una ráfaga de hilaridad en Navidades—, de repente, todo lo que a sus ojos era inocente, divertido, gracioso, carente de importancia en el fondo, quedó demostrado que era malo.
Sí que tenía importancia comprar jamón enlatado en un país de arroz y dal; sí que tenía importancia vivir en una casa grande y sentarse junto a una estufa por la noche, aunque fuera una estufa que soltara chispas y descargas; sí que tenía importancia ir a Londres en avión y regresar con bombones rellenos de kirsh; tenía importancia que los demás no pudieran hacerlo. Habían fingido que no la tenía, o que no tenía nada que ver con ellas, y de pronto tenía muchísimo que ver con ellas. La riqueza que parecía protegerlas como un manto era precisamente lo que las había puesto en evidencia. Ellas, entre la extrema pobreza, eran descaradamente ricas, y las estadísticas de la diferencia se estaban difundiendo por altavoces y escribiendo en los muros con estridencia. La ira había cristalizado en eslóganes y armas, y resultó que ellas, ellas, Lola y Noni, eran las desafortunadas que no conseguirían pasar inadvertidas, que saldarían una deuda que debía compartirse con otros a lo largo de muchas generaciones.
Lola fue a visitar a Pradhan, el extravagante cabecilla del brazo del FLNG en Kalimpong, para presentar una queja por las chozas ilegales que sus seguidores estaban construyendo en las tierras de Mon Ami.
Pradham le dijo:
—Pero tengo que alojar a mis hombres.
Tenía el aspecto de un osito de peluche bandido, con una poblada barba, pañuelo ceñido a la frente y pendientes de oro. Lola no sabía mucho sobre él, sólo que la prensa lo mencionaba como «el disidente de Kalimpong», un renegado feroz, impredecible, un rebelde, no un negociador, que dirigía su facción del FLNG como un monarca su reino, un ladrón su banda. Era más violento, decía la gente, e irascible que Ghising, el líder del brazo de Darjeeling, que era mejor político y cuyos hombres ocupaban ahora el club Gymkhana. El currículo de Ghising había aparecido en el último Iridian Express que sorteó los bloqueos de comunicación: «Nacido en la plantación de té de Manju; educación, plantación de té de Singbuli; antiguo miembro del 8o de Fusileros Gurkhas, entró en combate en Nagaland; actor de teatro; autor de obras en prosa y poemas [cincuenta y dos libros: ¿era posible?]; boxeador de peso gallo; sindicalista.»
Detrás de Pradhan había un soldado con un fusil apuntando hacia la habitación. A Lola le pareció que era el hermano de Budhoo con el arma de Budhoo.
—A la orilla de la carretera, mi tierra. —Lola, vestida con el sari de viuda que había llevado al crematorio a la muerte de Joydeep, masculló débilmente en un inglés chapurreado, como para fingir que era este idioma el que no hablaba correctamente, en vez de arrojar luz sobre el hecho de que era el nepalí lo que no había aprendido nunca.
La casa de Pradham estaba en una zona de Kalimpong que no conocía. En los muros exteriores había tocones de bambú cortados por la mitad y llenos de tierra para sembrar plantas carnosas. Crecían chumberas y cactus barbones en latas de aceite Dalda y bolsas de plástico que bordeaban los peldaños de subida a la casita rectangular con tejado de estaño. La habitación estaba llena de hombres que la miraban fijamente, unos de pie, otros sentados en sillas plegables, todos apiñados como si fuera la sala de espera de un médico. Alcanzaba a percibir sus ganas de desembarazarse de ella igual que de una dolencia. Otro hombre que iba a pedir un favor había precedido a Lola, un comerciante marwari que intentaba sortear los bloqueos de las carreteras con un cargamento de lámparas de oración. Curiosamente, los marwaris controlaban el negocio de la venta de objetos de culto tibetanos: lámparas y campanillas, relámpagos de iluminación espiritual, las túnicas de color ciruela y las camisetas azafranadas de los monjes, botones de latón con una flor de loto repujada.
Cuando llevaron al hombre delante de Pradham empezó a inclinarse, hacer reverencias y retorcerse, temeroso de levantar la mirada. Vomitó títulos honoríficos y fórmulas floridas: «Respetado Señor y Huzoor y Su Graciosa Presencia y Sus Deseos son mis Placeres, Hágame el Magnánimo Favor, Solicito su Bendición, Honorable Caballero, Su Beneficencia, Que Dios Derrame Sus Bendiciones sobre Usted y los Suyos y Conceda Usted Prosperidad a los Respetuosos Suplicantes...» Sembró un sobreabundante jardín de flores con su discurso, pero en vano, y al cabo se retiró sin darle la espalda al tiempo que esparcía rosas y ruegos, súplicas y bendiciones...
Pradham lo desestimó:
—No hay excepciones.
Luego le había llegado el turno a Lola.
—Señor, están invadiendo una propiedad.
—¿Nombre de la propiedad?
—Mon Ami.
—¿Qué clase de nombre es ése?
—Un nombre francés.
—No sabía que viviéramos en Francia. ¿Es así? Entonces, dígame, ¿por qué no hablamos francés?
Intentó desembarazarse de ella de inmediato, rechazando con un gesto de la mano el plano del topógrafo y los documentos de propiedad en los que se especificaban las medidas de la finca, que Lola intentó desplegar ante él.
—Mis hombres necesitan alojamiento —afirmó Pradham.
—Pero nuestra tierra...
—A orillas de todas las carreteras, hasta alcanzar cierta profundidad, es tierra del gobierno, y ésa es la tierra de la que nos estamos apropiando.
Las chozas que habían brotado de la noche a la mañana estaban siendo ocupadas por mujeres, hombres, niños, cerdos, cabras, perros, gallinas, gatos y vacas. En un año, preveía Lola, ya no las harían de barro y bambú sino de cemento y tejas.
—Pero es nuestra tierra...
—¿La usan?
—Para cultivar hortalizas.
—Pueden cultivarlas en otra parte. Plántenlas al lado de su casa.
—Han excavado en la ladera, la tierra es inestable, podría producirse un desprendimiento —murmuró Lola—. Son muy peligrosos para sus hombres. Los desprendimientos en la carretera... —Temblaba de terror como un azogado, aunque se decía que era por la furia.
—¿Desprendimientos? No están construyendo casas grandes como la suya, señora, sólo chozas de bambú. De hecho, es su casa la que podría provocar un corrimiento de tierras. Pesa mucho, ¿no? ¿No es muy grande? ¿Con paredes de varios palmos de anchura? ¿Piedra, cemento? ¿Es usted rica? ¡Casa, jardín, criados!
En ese momento empezó a sonreír.
—De hecho —dijo—, como puede usted ver —hizo un gesto en derredor—, soy el rajá de Kalimpong. Un rajá debe tener muchas reinas. —Señaló con la cabeza hacia los ruidos de la cocina a su espalda, que llegaban a través de una puerta con cortina—. Tengo cinco, pero ¿querría usted —miró a Lola de arriba abajo e inclinó hacia atrás la silla, con la cabeza ladeada en un ademán cómico, al tiempo que componía una expresión traviesa—, querida señora, querría usted ser la quinta?
Los presentes se echaron a reír a carcajadas. Él contaba con su lealtad. Sabía que la manera de granjearse poderío era fingir que dicho poderío existía, de manera que fuera creciendo para adecuarse a su reputación... Lola, por una vez en su vida, era el blanco de las bromas, detestada, ridiculizada, en una parte de la ciudad que no le correspondía.
—Y como a su edad no va a darme ningún hijo, espero una sustancial dote. Además, no es muy hermosa que digamos, nada por arriba —se palmeó la pechera de la camisa caqui—, nada por abajo —se palmeó el trasero, que sacó de la silla volviendo el tronco—. De hecho, ¡yo tengo más tanto de lo uno como de lo otro!
Ella oyó cómo seguían riéndose a su espalda mientras se marchaba. ¿Cómo se las arreglaron sus pies para caminar? Les estaría agradecida toda la vida.
—Vaya necia —oyó que comentaba alguien cuando bajaba las escaleras.
Las mujeres se reían de ella desde la ventana de la cocina.
—Fíjate qué cara —dijo una de ellas.
Eran chicas guapas, con ondas en el cabello sedoso y pendientes en sus narices dulcemente fruncidas...
Mon Ami parecía una sobrenatural paloma blanquiazul de la paz con una guirnalda de rosas en el pico, pensó Lola al pasar por debajo del enrejado que coronaba la entrada.
—¿Qué ha ocurrido, qué han dicho? ¿Le has visto? —indagó Noni.
Pero Lola fue incapaz de hablar con su hermana, que había estado esperando su regreso.
Pero Lola fue al cuarto de baño y se sentó temblorosa en la tapa cerrada del retrete.
«Joydeep —le gritó en silencio a su marido, muerto mucho tiempo atrás—, ¡¡mira lo que has hecho, maldito bobo!!»
Sus labios se estiraron y su boca creció con la envergadura de su vergüenza.
«¡Mira lo que he tenido que hacer al dejarme tú sola! ¿¿Sabes cómo he sufrido, tienes la menor idea?? ¡¿Dónde estás?! Tú y tu ridícula vida, y fíjate con lo que tengo que vérmelas ahora, fíjate. Ni siquiera me queda sentido del decoro.»
Se aferró a sus ridiculizados pechos de anciana y los sacudió. ¿Cómo iban a irse ahora su hermana y ella? Si se marchaban, el ejército se instalaría. O quienes habían ocupado su propiedad instigarían un proceso judicial apelando a su derecho de ocupación. Perderían la casa que ellos dos, Joydeep y Lola, habían comprado con ideas tan falsas como la jubilación, guisantes de olor y neblina, un gato y libros.
El silencio resonó en las tuberías, alcanzó un tono insoportable, disminuyó, subió. Abrió el grifo con gran esfuerzo y no cayó ni una gota; volvió a cerrarlo con saña, como si le retorciera el cuello.
¡Malnacido! Ni una sola fisura nunca en su seguridad, su aplomo. Nunca la vista suficiente para comprar una casa en Calcuta. No, desde luego que no. No ese Joydeep, con sus nociones románticas de la vida en el campo; con sus botas de goma, los prismáticos y el libro de observación de aves; con su Yeats, su Rilke (en alemán), su Mandelstam (en ruso); en las montañas purpúreas de Kalimpong con su maldito whisky Talisker y sus calcetines Burberry (recuerdo de unas vacaciones en Escocia con golf+salmón ahumado+destilería). Joydeep con su encanto de caballero a la antigua usanza. Siempre había caminado como si el mundo fuera firme bajo sus pies y nunca le hubiera asaltado la duda. Era una caricatura. «Fuiste un necio», le gritó mentalmente.
Pero entonces,
en un instante,
de pronto,
se quedó lánguida.
«Tus ojos son hermosos, oscuros y profundos.»
Él acostumbraba besar aquellos globos relucientes cuando se iba a trabajar en sus legajos.
«Pero tengo promesas que cumplir»,
Primero un ojo y luego el otro...
«Y un largo trecho antes de dormir.»
«¿Tú también tienes un largo trecho antes de dormir?»
Y ella recitaba a dúo:
«Sí, un largo trecho antes de dormir.»
Y él lo repetía como un eco.
Hasta el final, e incluso más allá, él fue capaz de resucitar el ingenio que había hecho prender su amor cuando no eran mucho más que niños. «Brindad por mí sólo con vuestros ojos», le había cantado él en su banquete de bodas, y habían ido de luna de miel a Europa.
Noni a la puerta:
—¿Te encuentras bien?
Lola respondió a voz en cuello:
—¡No, no me encuentro bien! ¿Por qué no te vas?
—¿Por qué no abres la puerta?
—Te digo que te vayas, vete con los muchachos de la calle a los que siempre estás defendiendo.
—Lola, abre la puerta.
—No.
—Ábrela.
—Vete a paseo.
—¿Lola? —insistió Noni—. Te he preparado ron y nimboo.
—Largo.
—Bueno, hermana, en cualquier situación semejante se cometen atrocidades al amparo de una causa legítima...
—Tonterías.
—Pero si olvidamos que hay algo de cierto en lo que están diciendo, los problemas se plantearán una y otra vez. Se han aprovechado de los gorkhas...
—Cuentos chinos —espetó Lola con grosería—. Ésos no son buena gente. Los gorkhas son mercenarios, eso son. Si se les paga, son leales a cualquier cosa. No hay ningún principio involucrado, Noni. Además, ¿a qué viene eso de gOrkha? Siempre había sido gUrkha. Y ni siquiera hay muchos gurkhas por aquí; algunos sí, claro, y otros recién retirados que llegan de Hong Kong, pero, por lo demás, no son más que sherpas, culíes...
—Es la grafía inglesa. Sencillamente lo están cambiando a...
—¡Y un carajo! ¿Por qué escriben en inglés si quieren que se enseñe nepalí en los colegios? Esa gente no son más que maleantes, y ésa es la verdad, Noni, lo sabes muy bien, todos lo sabemos.
—Yo no lo sé.
—Entonces ve a unirte a ellos como te he dicho. Deja tu casa, deja los libros y el cacao Ovaltine y los calzoncillos largos. JA! Ya me gustaría verte, mentirosa, farsante.
—Eso haré.
—Muy bien, adelante. Y cuando hayas acabado con eso, ¡vete derecha al infierno!
—¿Al infierno? —repitió Noni, sacudiendo el picaporte desde el otro lado de la puerta del baño—. ¿Por qué al infierno?
—¡Porque estarás cometiendo un CRIMEN, por eso! —respondió Lola entre chillidos.
Noni volvió a sentarse en los cojines de dragones del sofá. Ah, cómo se habían equivocado. El auténtico lugar se les había escapado. Habían sido unas necias al creer que estaban haciendo algo emocionante al instalarse en aquella casita de campo pintoresca, al seducirse a sí mismas con aquellos viejos libros de viajes en la biblioteca, en busca de cierta luz sesgada con la que fantasear, con la que buscar lo que se había evocado únicamente como una historia que contar ante la Real Academia de Geografía, cuando el autor regresaba para dar una conferencia acompañado de jerez y un diploma de honor enrollado y rociado de oro por su exploración de los lejanos reinos del Himalaya, pero ¿lejanos de dónde? ¿Exóticos para quién? Para ambas hermanas constituía el centro, pero nunca lo habían tratado como tal.
Aquellos que no experimentaban semejante dualidad ni inseguridad —Budhoo, Kesang— llevaban vidas normales, mientras que Lola y Noni se abandonaban a la simulación de que para ellas era una lucha diaria mantener la civilización en aquel lugar de un verde exuberante, resplandeciente. Conservaban sus pertrechos de acampada, las linternas, mosquiteras, chubasqueros, bolsas de agua caliente, brandy, radio, botiquín de primeros auxilios, navaja suiza, libro sobre serpientes venenosas. Esos objetos eran talismanes imbuidos del poder de transformar la realidad en algo distinto, artículos fabricados por un mundo que los equiparaba a la valentía. Pero, en realidad, eran equivalentes de cobardía.
Noni intentó animarse. Quizá todo el mundo se sentía así en algún momento, cuando reconocía que su vida y sus emociones tenían una hondura más allá de la importancia de uno mismo.