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Todo el día los colores habían sido los del crepúsculo, la niebla cruzando como una criatura acuática los grandes flancos de montañas imbuidas de sombras y profundidades oceánicas. Fugazmente visible por encima de la bruma, el Kanchenjunga era una cumbre lejana tallada en hielo que recogía la última luz, un penacho de nieve lanzada a las alturas por las tormentas en su cima.

Sai, sentada en la galería, leía un artículo sobre calamares gigantes en un National Geographic atrasado. De vez en cuando alzaba la vista hacia el Kanchenjunga y observaba su cautivadora fosforescencia con un escalofrío. El juez, sentado en el rincón opuesto con su tablero de ajedrez, jugaba contra sí mismo. Embutida bajo su silla, donde se sentía segura, estaba la perra Canija, que roncaba ligeramente en sueños. Una única bombilla pelada colgaba del techo. Hacía frío, pero dentro de la casa hacía aún más frío, la oscuridad y la helada contenidas por muros de piedra de varios palmos de grosor.

Allí, al fondo, en la cavernosa cocina, estaba el cocinero, que intentaba encender la madera húmeda. Hurgó entre la leña con cautela por miedo a la comunidad de escorpiones que vivían, amaban y se reproducían en el montón. Una vez había encontrado una madre, rolliza de veneno, con catorce criaturas sobre el lomo.

Al final el fuego prendió. Colocó encima el hervidor, tan cubierto de abolladuras y desconchones como si lo hubiera desenterrado un equipo de arqueólogos, y esperó a que hirviese. Las paredes estaban chamuscadas y empapadas, con ristras de ajos colgadas de sus embarrados tallos a las vigas chamuscadas, matitas de hollín arracimadas en el techo cual murciélagos. Las llamas proyectaban un mosaico naranja brillante sobre la cara del cocinero, y su cuerpo se fue caldeando, pero una perniciosa corriente de aire torturaba sus rodillas artríticas.

Al salir por la chimenea, el humo se entreveraba con la neblina que iba cobrando velocidad, propagándose cada vez más densa y oscureciéndolo todo por partes: media colina, luego la otra media. Los árboles se convertían en siluetas, surgían fugaces y volvían a quedar sumergidos. Poco a poco la bruma lo sustituyó todo, objetos sólidos con sombra, y no quedó nada que no pareciera moldeado o inspirado por ella. El aliento de Sai surgía de su nariz en vaharadas, y el diagrama de un calamar gigante elaborado a partir de retazos de información y sueños de científicos se sumió por completo en las tinieblas.

Cerró la revista y salió al jardín. El bosque era antiguo y espeso en el lindero del jardín; los matorrales de bambú ascendían diez metros hacia la penumbra; los árboles eran gigantes recubiertos de musgo, deformes y aquejados de juanetes, envueltos en los tentáculos que eran las raíces de las orquídeas. La caricia de la neblina en su pelo parecía humana, y cuando extendió los dedos, la bruma los apresó suavemente en sus fauces. Pensó en Gyan, el tutor de matemáticas, que debería haber llegado hacía una hora con su libro de álgebra.

Pero ya eran las cuatro y media. Ella supuso que se debía a la neblina cada vez más densa.

Cuando volvió la mirada, la casa se había esfumado; cuando ascendió los peldaños de regreso a la galería, el jardín se desvaneció. El juez se había dormido y el efecto de la gravedad sobre sus músculos laxos, que prolongaba la línea de su boca y le cargaba las mejillas, permitió a Sai ver exactamente el aspecto que tendría si estuviera muerto.

—¿Dónde está el té? —reclamó él apenas despertar—. Se retrasa —añadió, refiriéndose al cocinero con el té, no a Gyan.

—Ya voy yo —se ofreció ella.

El gris se había filtrado dentro también, aposentándose sobre la vajilla de plata, husmeando los rincones y tornando en nube el espejo del pasillo. Sai, camino de la cocina, se vio fugazmente a sí misma a punto de quedar cubierta y se inclinó para dejar la huella de sus labios sobre la superficie, un beso de estrella de cine perfectamente definido. «Hola», dijo, medio para sí misma, medio para alguien más.

Ningún ser humano había visto nunca un calamar gigante vivo, y aunque tenían los ojos del tamaño de manzanas para abarcar la oscuridad del océano, la suya era una soledad tan profunda que bien podían no encontrar a ningún otro de su tribu. La melancolía de su situación invadió a Sai.

¿Cabría sentir la satisfacción con la misma intensidad que la pérdida? Románticamente, decidió que el amor debía radicar en el espacio entre deseo y satisfacción, en la carencia, no en la saciedad. El amor era el ansia, la anticipación, la retirada, todo lo que lo rodeaba salvo la emoción en sí.

El agua hirvió y el cocinero levantó el hervidor y la vertió en la tetera.

—Es terrible —dijo—. Cómo me duelen los huesos, qué daño me hacen las articulaciones; más me valdría estar muerto. Si no fuera por Biju... —Biju era su hijo en América. Trabajaba en Don Pollo, ¿o era El Tomate Caliente? ¿O Pollo Frito Alí Baba? Su padre no podía recordar, entender ni pronunciar los nombres, y Biju cambiaba de empleo continuamente, como un fugitivo; sin papeles.

—Sí, hay mucha niebla —dijo Sai—. No creo que venga el tutor. —Ordenó como piezas de un rompecabezas platillos, tazas, tetera, leche, azúcar, colador y galletas Marie and Delite de modo que cupieran en la bandeja—. Ya lo llevo yo.

—Cuidado, cuidado —la regañó él, que la siguió con un cuenco esmaltado lleno de leche para Canija.

Al ver que Sai aparecía como flotando, precedida por el tintineo inquieto de las cucharillas sobre la lámina de estaño combada, Canija levantó la cabeza. «¿La hora del té?», dijeron sus ojos al tiempo que su rabo cobraba vida.

—¿Cómo es que no hay nada para comer? —preguntó el juez, irritado, levantando la nariz de un barullo de peones en el centro del tablero.

Miró entonces el azucarero sobre la bandeja: sucios gránulos destellantes con aspecto de mica. Las galletas parecían de cartón y había huellas de dedos en el blanco de los platillos. El té nunca se servía como era debido, pero él exigía al menos algo de tarta o un bollo, mostachones o palitos de queso. Algo dulce y algo salado. Aquello era una parodia y contradecía el concepto mismo de la hora del té.

—Sólo galletas —dijo Sai al ver su expresión—. El panadero se ha ido a la boda de su hija.

—No quiero galletas.

Sai lanzó un suspiro.

—¿Cómo se atreve a ir a una boda? —prosiguió el juez—. ¿Es ésa forma de llevar un negocio? Vaya necio. ¿Por qué no puede preparar algo el cocinero?

—Ya no hay gas ni queroseno.

—¿Por qué demonios no puede cocinar con madera? Todos los viejos cocineros son capaces de preparar tartas perfectamente envolviendo en ascuas una caja de hojalata. ¿Crees que antes tenían estufas de gas, estufas de queroseno? Lo que pasa es que ahora están hechos unos vagos.

El cocinero sirvió a toda prisa los restos del pudin de chocolate calentados al fuego en una sartén, y a medida que el juez se comía el delicioso charquito marrón, su rostro fue adquiriendo un aspecto de pastosa y reticente satisfacción.

Bebieron a sorbos y comieron, la existencia entera sobrepasada por la inexistencia, la puerta que no llevaba a ninguna parte, y observaron cómo el té derramaba copiosas volutas de vapor cual ribetes, observaron cómo su propio aliento se mezclaba con la niebla que lentamente serpeaba y serpeaba.

Nadie reparó en los muchachos que se acercaban sigilosos entre la hierba, ni siquiera Canija, hasta que estaban prácticamente en las escaleras. Tampoco es que tuviera mayor importancia, ya que no había cerrojos para impedirles el paso ni nadie en las inmediaciones a quien llamar salvo el tío Potty al otro lado del barranco del jhora, que a esas horas estaría borracho en el suelo, tendido inmóvil pero sintiéndose oscilar de un lado a otro. «No te preocupes por mí, cariño —le decía siempre a Sai tras una borrachera, abriendo un ojo igual que un búho—, me quedaré un rato tumbado aquí mismo y descansaré un poco...»

Habían atravesado el bosque a pie, vestidos con cazadoras de cuero del mercado negro de Katmandú, pantalones caqui, pañuelos: la moda universal de la guerrilla. Uno de los chicos llevaba un arma.

Crónicas posteriores acusarían a China, Pakistán y Nepal, pero en esa parte del mundo, como en cualquier otra, había suficientes armas en circulación para un movimiento empobrecido con un ejército de chusma. Buscaban cualquier cosa que pudieran encontrar: cuchillos kukris y de cocina, hachas, palas, cualquier clase de arma de fuego.

Habían venido por los rifles de caza del juez.

A pesar de su misión y su ropa, no resultaban convincentes. El mayor de ellos aparentaba menos de veinte años, y al primer ladrido de Canija gritaron como un montón de colegialas y retrocedieron escaleras abajo para refugiarse tras los arbustos desdibujados por la niebla. «¿Muerde, tío? ¡Dios santo!», dijeron, temblorosos bajo las prendas de camuflaje.

Canija empezó a hacer lo que siempre hacía cuando se encontraba con desconocidos: mostró a los intrusos un trasero que meneaba furiosamente y volvió la cabeza sonriente, con un semblante mezcla de ilusión y timidez.

El juez, que aborrecía verla humillarse de esa manera, alargó la mano hacia ella, gesto que Canija aprovechó para hundir el morro en sus brazos.

Los muchachos volvieron a subir las escaleras, incómodos, y el juez cobró conciencia de que esa incomodidad era peligrosa, ya que si los chicos hubieran dado una imagen de seguridad inquebrantable, tal vez se habrían mostrado menos inclinados a hacer uso de sus músculos.

El que llevaba el rifle dijo algo que el juez no alcanzó a entender.

—¿No nepalí? —le espetó, y sus labios esbozaron una mueca que daba a entender lo que pensaba al respecto, pero continuó en hindi—. ¿Armas?

—Aquí no tenemos armas.

—Tráigalas.

—Deben de haberos informado mal.

—Ya está bien de nakhra. Tráigalas.

—Os ordeno que os vayáis de mi propiedad de inmediato —repuso el juez.

—Traiga las armas.

—Voy a llamar a la policía.

Era una amenaza ridícula, pues no había teléfono.

Profirieron una carcajada de película y luego, también como si estuvieran en una película, el chico del rifle encañonó a Canija.

—Venga, tráigalas, o mataremos al perro primero, a usted el segundo y al cocinero el tercero; a las damas en último lugar —añadió con una sonrisa dirigida a Sai.

—Voy por ellas —se ofreció ella aterrada, y volcó la bandeja a su paso.

El juez se sentó con Canija en el regazo. Las armas eran de sus tiempos en la Administración Pública india. Un fusil BSA de cinco disparos, un rifle Springfield del calibre 30 y un rifle Holland & Holland de dos cañones. Ni siquiera estaban guardados bajo llave, sino expuestos al final del pasillo encima de una hilera de polvorientos patos de reclamo pintados de verde y marrón.

—Bah, todos oxidados. ¿Por qué no los cuida? —Pero estaban contentos y su bravuconería salió a relucir—. Tomaremos el té con ustedes.

—¿El té? —repitió Sai paralizada de terror.

—Té y algo de picar. ¿Así tratan siempre a sus invitados? ¿Quieren enviarnos otra vez al frío sin nada que nos haga entrar en calor? —Se miraron entre sí, luego a ella, le dieron un buen repaso y cruzaron guiños.

Sai se sintió intensa, pavorosamente mujer.

Como es natural, todos los chicos estaban familiarizados con escenas de películas en las que héroe y heroína, arropados con mullidas prendas de abrigo, tomaban el té servido en juegos de plata por elegantes criados. Luego llegaba suavemente la niebla, como ocurría en la realidad, y cantaban y bailaban, lanzándose miraditas furtivas en algún bonito complejo turístico. Así era el clásico cine ambientado en Kulu Manali o, en los días anteriores al terrorismo, en Cachemira, antes de que los hombres armados surgieran dando saltos entre la niebla y se impusiera la necesidad de hacer otra clase de cine.

El cocinero estaba escondido debajo de la mesa del comedor y lo sacaron a rastras.

— Ai aaa, ai aaa. -Juntó las palmas en un gesto de súplica—. Por favor, por favor, soy un pobre hombre, por favor. —Levantó los brazos y se encogió como si esperara recibir un golpe.

—Él no ha hecho nada, dejadlo —dijo Sai, que detestaba verlo humillado y aún más ver que el único camino abierto ante él era humillarse todavía más.

—Por favor sólo vivo para ver a mi hijo por favor no me maten por favor soy un pobre hombre perdónenme la vida.

Sus frases se habían ido perfeccionando a lo largo de los siglos, transmitidas de generación en generación, pues los pobres necesitaban ciertas frases; el argumento siempre era el mismo: no tenían otra opción que suplicar piedad. El cocinero sabía instintivamente cómo llorar.

Las conocidas frases permitieron a los muchachos adoptar con mayor naturalidad su papel, que él les había puesto en bandeja de plata.

—¿Quién quiere matarte? —le dijeron—. Tenemos hambre, eso es todo. Venga, tu sahib te ayudará. Vamos —le dijeron al juez—, usted ya sabe cómo debe hacerse. —El juez no se movió, así que el chico volvió a apuntar a Canija.

El juez cogió la perra y la puso detrás de él.

—Qué buen corazón, sahib. También debería mostrar esta faceta suya para con sus invitados. Venga, ponga la mesa.

El juez se encontró en la cocina, donde no había estado nunca, ni una sola vez, con Canija bamboleándose a sus pies; Sai y el cocinero, demasiado atemorizados para observarlo, desviaban la mirada.

Les pasó por la cabeza que quizá murieran todos con el juez en la cocina. El mundo estaba patas arriba y podía ocurrir cualquier cosa.

—¿No hay nada para comer?

—Sólo galletas —dijo Sai por segunda vez en lo que iba de día.

— La! ¿Qué clase de sahib es usted? —le espetó el cabecilla al juez—. ¡No hay nada de picar! Pues haga algo. ¿Cree que podemos seguir adelante con el estómago vacío?

Sin dejar de lamentarse y suplicar clemencia, el cocinero frió pakoras, lanzando al aceite hirviente la mezcla para rebozar. El fuerte crepitar que producía fue un apropiado fondo sonoro para la situación.

El juez hurgó en busca de un mantel en un cajón lleno de cortinas, sábanas y trapos amarillentos. Sai, con manos temblorosas, dejó reposar el té en una cazuela y lo coló, aunque no tenía la menor idea de cómo preparar el té de esa manera, al estilo indio. Sólo lo sabía hacer al estilo inglés.

Los muchachos llevaron a cabo un registro de la casa con cierto interés. La atmósfera, según observaron, era de intensa soledad. Unos cuantos muebles desvencijados y adornados con el trazo cuneiforme de las termitas permanecían aislados en las sombras, junto con algunas sillas plegables baratas. Arrugaron la nariz ante el hedor a ratón cazado característico de un lugar pequeño, aunque el techo tenía la altura de un monumento público y las estancias eran espaciosas al estilo de la antigua opulencia, con las ventanas dispuestas para que se vieran los paisajes nevados. Escudriñaron un diploma emitido por la Universidad de Cambridge que casi se había desvanecido en una superposición de manchas pardas extendidas por las paredes, abombadas debido a la humedad y ondeantes cual velas. La puerta de una despensa con el suelo hundido se había cerrado para siempre. Las provisiones que contenía y lo que parecía un número excesivo de latas de atún vacías yacían apiladas encima de una rota mesa de ping-pong en la cocina, de la que sólo se utilizaba un rincón, ya que originariamente se había concebido para los paniaguados que trabajaban como esclavos, y no para el único criado que quedaba.

—La casa necesita muchas reparaciones —advirtieron los muchachos.

—El té está muy suave —dijeron al estilo de las suegras—. Y no tienen bastante sal —comentaron sobre las pakoras.

Mojaron las galletas Marie and Delite en el té y sorbieron ruidosamente la caliente infusión. En los dormitorios encontraron dos baúles y los llenaron de arroz, lentejas, azúcar, té, aceite, cerillas, jabón Lux y crema hidratante Pond's. Uno de ellos aseguró a Sai:

—Sólo artículos necesarios para el movimiento. —Un grito de otro llamó la atención de los demás sobre un armario cerrado—. Denos la llave.

El juez cogió la llave oculta tras los ejemplares del National Geographic que, de joven, cuando imaginaba otra clase de vida, había llevado a un taller para encuadernar en cuero y con los años en números dorados.

Abrieron el armario y encontraron botellas de Grand Marnier, jerez amontillado y Talisker. El contenido de algunas botellas se había evaporado por completo y el de otras se había convertido en vinagre, pero los chicos igual las echaron al baúl.

—¿Cigarrillos?

No había. Eso los enfureció, y aunque no quedaba agua en las cisternas, defecaron en los váteres y los dejaron apestosos. Ahora ya estaban listos para marcharse.

—Diga: «Jai gorkha» —instaron al juez—. Gorkhaland para los gorkhas.

— Jai gorkha.

—Diga: «Soy un bobo.»

—Soy un bobo.

—Más alto. No le oigo, huzoor. Dígalo más alto.

Lo repitió con la misma voz huera.

— Jai gorkha —dijo el cocinero.

Y Sai:

—Gorkhaland para los gorkhas. —Aunque no les habían pedido que dijeran nada.

—Soy un bobo —añadió el cocinero.

Entre risillas, los muchachos descendieron de la galería camino de la niebla con los dos baúles a cuestas. Uno de ellos rezaba con letras blancas en una placa de hojalata negra: «Sr. J. P. Patel, SS Strathnaver.» En el otro se leía: «Srta. S. Mistry, Convento de St. Augustine.» Se fueron tan repentinamente como habían llegado.

—Se han marchado, se han marchado —dijo Sai. Canija intentó responder a pesar del miedo que aún colmaba sus ojos, y procuró mover el rabo, aunque se le recogía una y otra vez entre las piernas.

El cocinero prorrumpió en un sonoro lamento:

— Humara kya hoga, hai hai, humara kya hoga -dejó que su voz remontara el vuelo—. Hai, hai, ¿qué será de nosotros?

—Cállate —le dijo el juez, y pensó: «Estos malditos sirvientes nacidos y criados para gritar...»

Él se sentó muy erguido, su expresión tensa para evitar que se le distorsionara, aferrado a los brazos del sillón para mantener a raya un violento temblor, y aunque era consciente de que intentaba detener un espasmo que procedía de su interior, tenía la misma sensación que si fuera el mundo el que lo zarandeaba con una fuerza arrolladora frente a la que intentaba defenderse. En la mesa del comedor estaba el mantel que había extendido, blanco con un dibujo de parras interrumpido por una mancha granate donde, muchos años atrás, había derramado una copa de oporto al intentar arrojársela a su mujer por masticar de una manera que le asqueaba.

—Qué lento —se habían mofado los muchachos—. ¡Menuda gente! No tenéis vergüenza... No podéis hacer nada por vosotros mismos.

Tanto Sai como el cocinero habían apartado la vista del juez y su humillación, e incluso ahora sus miradas evitaban el mantel y se fijaban en el otro extremo de la estancia, pues si llegaban a mirar el mantel, nadie sabía cómo podía castigarlos. Era algo terrible, la humillación de un hombre orgulloso. Quizá matara al testigo.

El cocinero descorrió las cortinas; su vulnerabilidad pareció quedar realzada por el vidrio, como si estuvieran suspendidos y expuestos en el bosque y la noche, con el bosque y la noche cubriéndolos con sus mantos pesados y oscuros. Canija vio su reflejo antes de que se retirara la tela, lo confundió con un chacal y dio un salto. Luego se volvió, vio su sombra en la pared y saltó de nuevo.

Era febrero de 1986. Sai tenía diecisiete años y su romance con Gyan, el tutor de matemáticas, no había llegado al año siquiera.

La siguiente vez que los periódicos superaron el bloqueo en las comunicaciones, anunciaron:

En Bombay, un grupo llamado «Hell No» iba a actuar en el Hyatt International.

En Delhi, delegados del mundo entero estaban asistiendo a una feria tecnológica de estufas de gas alimentadas con excrementos de vaca.

En Kalimpong, en el nordeste del Himalaya —donde vivían el juez jubilado y su cocinero, Sai y Canija—, había rumores de un renovado descontento en las colinas, insurgencia en ciernes, hombres y armas. Esta vez eran los indios nepalíes, hartos de ser tratados como minoría en un lugar donde eran mayoría. Querían su propio país, o al menos su propio estado, para administrar sus propios asuntos. Aquí, donde la India se desdibujaba en Bután y Sikkim, y el ejército se dedicaba a internarse y retroceder, manteniendo los tanques listos con pintura caqui por si a los chinos les entraba hambre de territorio más allá del Tíbet, el mapa siempre había sido un desbarajuste. Los periódicos parecían resignados. Había habido una buena cantidad de guerras, traiciones y trueques; entre Nepal, Inglaterra, el Tíbet, la India, Sikkim, Bután; Darjeeling hurtada de allí, Kalimpong arrancada de allá... a pesar, ay, a pesar de la niebla que bajaba a la carga como un dragón y disolvía, deshacía, convertía en algo ridículo el trazado de fronteras.