27

Malhumorado e inquieto, Gyan llegó a Cho Oyu al día siguiente, molesto por tener que hacer un camino tan largo con semejante frío por el sueldo tan bajo que le pagaba el juez. Lo sacaba de quicio que allí la gente viviera en una propiedad y una casa tan grandes, que se dieran baños calientes y durmieran solos en habitaciones espaciosas, y de pronto recordó las chuletas y los guisantes hervidos de la cena con Sai y el juez, el comentario del juez: «Parece que el sentido común no es lo tuyo.»

—Qué tarde llegas —dijo Sai al verlo, y notó una furia distinta de la de la noche anterior cuando, indignado y con pinturas de guerra, había sacado el culo hacia un lado y el pecho hacia él otro y descubierto una pose farisaica, una nueva manera de hablar.

La de ahora era una furia menor que lo contenía, mermaba su ánimo, le hacía sentirse avinagrado. Esa irritación era distinta de cualquier otra que hubiera podido sentir hacia Sai en otras ocasiones.

Para animarlo, Sai le habló de la fiesta de Navidad.

—Tres veces intentamos prender el cucharón de sopa lleno de brandy para verterlo sobre el pudin...

Gyan no le hizo el menor caso y abrió el libro de física. Oh, ojalá se callara: esa alegre estupidez que no había percibido en ella hasta entonces, estaba demasiado irritado para soportarla.

Ella se centró a regañadientes en las páginas; hacía tiempo que no abordaban la física como era debido.

—Si dos objetos, uno con un peso de... y el otro con un peso de... se dejan caer desde la torre inclinada de Pisa, ¿cuánto tardarán en caer al suelo y a qué velocidad lo harán?

—Estás de lo más antipático —repuso ella, y bostezó ostentosamente para indicar alguna otra opción mejor.

Él fingió no haberla oído. Entonces bostezó también, a pesar de sí mismo.

Ella volvió a bostezar, de manera sumamente afectada, como un león, dejando que el gesto floreciera.

Y él hizo lo propio, un bostezo exiguo que intentó refrenar para tragárselo.

Bostezó ella.

Bostezó él.

—¿Te aburre la física? —preguntó Sai, animada por la aparente reconciliación.

—No, en absoluto.

—Entonces ¿por qué bostezas?

—porque me muero de aburrimiento contigo, por eso.

Silencio pasmado.

—¡No me interesa la Navidad! —gritó a continuación—. ¿Por qué celebráis la Navidad? Sois hindúes y no celebráis Id ni el nacimiento del Gurú Nanak, ni siquiera el Durga Puja o el Dussehra o el Año Nuevo Tibetano.

Ella lo sopesó. ¿Por qué...? Pues siempre había sido así. No era debido al convento, lo odiaba desde lo más hondo, pero...

—Sois como esclavos, eso sois, siguiendo los pasos de Occidente, poniéndoos en ridículo. Es por la gente como vosotros que nunca llegamos a ninguna parte.

Aguijoneada por su inesperada malicia, respondió:

—No —respondió—, no es eso.

—Entonces ¿qué es?

—Si me da la gana celebrar la Navidad, lo haré, y si no me da la gana celebrar Diwali, no lo celebraré. No tiene nada de malo divertirse un poco y la Navidad es una fiesta tan india como cualquier otra.

Eso tuvo el efecto de hacerlo sentir antisecular y antigandhiano.

—Haz lo que quieras —dijo encogiéndose de hombros—, a mí me trae sin cuidado. Sólo demuestra ante el mundo que eres una boba. —Pronunció la palabra con toda la intención, ansioso de ver cómo se adueñaba la ofensa del semblante de Sai.

—Bueno, si soy tan boba, ¿por qué no te vas a casa? ¿Qué sentido tiene enseñarme?

—Muy bien, me voy. Tienes razón. ¿Qué sentido tiene enseñarte? Está claro que lo único que quieres hacer es copiar. Eres incapaz de pensar por ti misma. Imitadora, imitadora. Lo que no sabes es que esas gentes a las que copias como una mera imitadora, ¡¡no te quieren!!

—¡Yo no copio a nadie!

—¿Crees que eres la primera persona que celebra la Navidad? Venga, no puedes ser tan estúpida.

—Bueno, si eres tan listo —dijo ella—, ¿cómo es que no puedes encontrar un trabajo como Dios manda? Nada, nada, nada. Una entrevista tras otra.

—¡Por culpa de gente como tú!

—Ah, por mi culpa... ¿Y me dices que yo soy estúpida? ¿Quién es el estúpido? Vete a contárselo a un juez y ya veremos quién dice que es el estúpido.

Sai cogió el vaso, y tan temblorosa estaba que el agua se derramó antes de llegar a sus labios.