10
Biju había empezado su segundo año en América en el restaurante italiano Pinocchio, removiendo calderos de boloñesa borbollante mientras por un altavoz un cantante de ópera cantaba sobre amor y asesinato, venganza y congoja.
«Ese Biju huele —decía la mujer del propietario—. Creo que soy alérgica al aceite que se pone en el pelo.» Ella esperaba hombres de las partes más desfavorecidas de Europa, búlgaros tal vez, o checoslovacos. Al menos cabía la posibilidad de que tuvieran algo en común con ellos, como la religión y el color de la piel, abuelos que comían embutidos curados y tenían además un aspecto similar al suyo, pero no estaban llegando en número bastante elevado o no estaban llegando lo bastante desesperados, no lo sabía a ciencia cierta...
El dueño compró jabón y pasta dentífrica, cepillo de dientes, champú acondicionador, bastoncillos de algodón, cortaúñas y, sobre todo, desodorante. Le dijo a Biju que había adquirido unas cosas que igual le iban bien.
Se quedaron allí avergonzados por el carácter íntimo de los productos que había entre ellos.
Luego probó otra táctica:
—¿Qué opinan del Papa en la India?
Al demostrar respeto por el intelecto de Biju alentaría su amor propio, pues sin duda el muchacho andaba necesitado en ese aspecto.
—Ya lo has intentado —dijo su esposa a modo de consuelo unos días después al no detectar la menor diferencia en Biju—. Incluso le has comprado jabón.
Biju se dirigió a Tom amp;Tomoko's: «No hay trabajo.»
El Pub McSweeney's: «No contratamos personal.»
Freddy's Wok: «¿Sabes montar en bici?»
Sí, sabía.
Alitas de pollo al estilo sichuan y patatas fritas, sólo tres dólares. Arroz frito un dólar con treinta y cinco, y un dólar por las bolas de masa fritas, rechonchas y apretadas como criaturas: ábrelas e inunda tu plato con un abundante chorro de delicioso aceite. ¡En este país los pobres comen como reyes! Pollo del general Tso, cerdo del emperador, y Biju en una bicicleta con la bolsa de reparto sobre el manillar, una figura trémula entre imponentes autobuses y taxis regurgitantes: qué gruñidos, qué flatulencias brotaban de aquel tráfico. Biju machacaba los pedales, importunado por las preguntas de taxistas recién llegados del Punjab: un hombre no es un ser enjaulado, un hombre es salvaje salvaje y tiene que conducir como tal, en un taxi que ulula y corcovea. Atosigaban a Biju con bocinazos capaces de dividir el mundo en sólidos y sueros:
¡meeeeeeCCC!
Una noche, enviaron a Biju a entregar sopas agridulces y foo yong de huevo a tres chicas indias, estudiantes, recién instaladas en el barrio en un apartamento que acababa de alquilarse con la renta incrementada según permitían las nueva normas legales. Unas horas antes los habitantes más antiguos del barrio habían izado pancartas de lado a lado de la calle en las que se leía «Jornada contra el aburguesamiento», y celebrado una fiesta con música, salchichas a la parrilla en plena calle y un mercadillo donde vendían todos sus trastos viejos. Algún día las chicas indias esperaban ser burguesas, pero ahora mismo, a pesar de no ser bien recibidas en el barrio, estaban en la etapa estudiantil de apoyar con vehemencia a los mismos pobres que no las querían allí.
La chica que respondió al timbre sonrió, dientes lustrosos, ojos lustrosos tras gafas lustrosas. Cogió la bolsa y fue por el dinero. El ambiente estaba impregnado de feminidad india, una gran abundancia de dulce cabello recién lavado, zapatillas Kolhapuri con bordados dorados tiradas por ahí. También había gruesos libros de contabilidad encima de la mesa, junto con un voluminoso Ganesh traído desde casa a pesar de su peso, como pieza decorativa y también como amuleto para el dinero y los exámenes.
—Bueno —una de ellas continuó con la conversación que Biju había interrumpido, centrada en una cuarta chica india que no estaba presente—, entonces, ¿por qué no se decide sencillamente por un chico indio que entienda todo ese asunto de las rabietas?
—No está dispuesta a mirar siquiera a ningún chico indio, no quiere un simpático chico indio que haya crecido charlando con sus tías en la cocina.
—¿Qué quiere, entonces?
—Quiere al hombre de Marlboro con un doctorado.
Hacían gala de ese fariseísmo tan común entre muchas mujeres indias angloparlantes con educación superior, asistían al almuerzo más selecto o comían el roti de su abuelita con dedos ávidos, lucían un sari o se calzaban unas mallas para hacer aeróbic, eran capaces de decir «Namaste, tía Kusum, aayiye, baethiye, khayiye» con la misma naturalidad que «¡Joder!». Se aficionaban pronto al pelo corto, las entusiasmaba el romance al estilo occidental y se mostraban encantadas con una ceremonia tradicional con joyería en abundancia: juego verde (es decir, esmeralda), juego rojo (es decir, rubí), juego blanco (es decir, diamante). Se consideraban en una posición única para sermonear a todo el mundo sobre asuntos diversos: a los profesores de contabilidad sobre contabilidad, a los habitantes de Vermont sobre el follaje otoñal, a los indios sobre América, a los americanos sobre la India, a los indios sobre la India, a los americanos sobre América. Eran ecuánimes y causaban impresión. En Estados Unidos, donde por suerte seguía dándose por sentado que las mujeres indias estaban oprimidas, se las consideraba extraordinarias, lo que tenía el desafortunado efecto de reafirmarlas en aquello que ya eran.
Galletitas de la suerte, lo comprobaron, salsa picante, salsa de soja, salsa de pato, palillos, servilletas, cucharas cuchillos y tenedores de plástico.
— Dhanyawad. Shukria. Gracias. Propina extra. Deberías comprarte gorro-bufanda-guantes de cara al invierno.
La chica de ojos lustrosos lo dijo de distintas maneras para que el sentido se expresara desde todos los ángulos posibles, para que él comprendiera plenamente su cordialidad en ese encuentro en el extranjero entre indios de diferentes clases y lenguas, ricos y pobres, del norte y del sur, de casta superior e inferior.
Plantado en el umbral, Biju notó una mezcla de emociones: hambre, respeto, repugnancia. Subió a la bici que había dejado apoyada en la verja y estaba a punto de marcharse cuando algo le hizo detenerse y volver atrás. Era un apartamento en la planta baja con barrotes negros de seguridad. Se acercó a la ventana, fisgó y, con dos dedos en los labios, lanzó un silbido a las chicas, que comían con cuchara de los recipientes de plástico donde el líquido pardo y los trozos de huevo tenían un aspecto horrible en contraste con el plástico, fuiii fufiiiuuu. Antes de ver su reacción, pedaleó tan rápido como pudo hacia el tráfico ceñudo y clamoroso de Broadway, y mientras pedaleaba, cantó a voz en cuello: «O, yeh ladki zara si deewani lagti hai...»
Las viejas canciones, las mejores canciones.
Pero luego, en una semana, cinco personas llamaron a Freddy's Wok para quejarse de que la comida estaba fría. Había llegado el invierno.
Las sombras se echaban encima, la noche se zampaba una mayor ración de horas. Biju olió la primera nevada y comprobó que tenía el mismo olor punzante y difícil que moraba dentro de la nevera; notó el crujido de poliestireno bajo sus pies. En el Hudson, el hielo se resquebrajaba con fuertes chasquidos, y en el contorno de aquel río gris y agrietado daba la impresión de que a los habitantes de la ciudad se les ofrecía un atisbo de algo lejano y melancólico que bien pudieran utilizar para sopesar su propia soledad.
Biju se metía un relleno de periódicos debajo de la camisa —ejemplares sobrantes del señor Iype, el amable quiosquero— y a veces cogía las tortitas de cebolleta y las metía entre el papel, inspirado por el recuerdo de un tío suyo que solía ir a los campos en invierno con las parathas del almuerzo debajo de la camiseta. Pero ni siquiera eso parecía servir de nada, y una vez, mientras iba en bicicleta, empezó a llorar de frío, y el llanto descosió una vena más profunda de pena. De los sollozos brotó un gemido tan terrible que le asombró la hondura de su tristeza.
Cuando volvió a casa, en el sótano de un edificio en lo más profundo de Harlem, se quedó dormido de inmediato.
El edificio pertenecía a una empresa de administración fantasma que tenía como dirección la calle Uno y Cuarto y era propietaria de viviendas situadas por todo el barrio, y Jacinto, el conserje, se sacaba un dinero alquilando de manera ilegal cuartos en el sótano por semana, por mes e incluso por día, a otros inmigrantes. Hablaba tanto inglés como Biju, así que entre español, hindi y una mímica desaforada, con su diente de oro destellante al sol de última hora de la tarde, habían acordado los términos del alquiler. Biju se sumó a una población fluctuante de hombres que acampaban cerca de la caja de fusibles, detrás de la caldera, en cuchitriles y rincones de extrañas formas que antaño fueran despensas, alojamientos de las criadas, lavaderos y trasteros debajo de lo que había sido una casa unifamiliar, la entrada aún adornada con un retazo de mosaico coloreado con la forma de una estrella. Los hombres compartían un retrete amarillo; el lavabo era un recipiente de hojalata de estaño. Había una caja de fusibles para todo el edificio, y si alguien encendía demasiados aparatos o luces, FUM, la electricidad se cortaba por completo y los inquilinos la emprendían a gritos con nadie, ya que, como es natural, no había nadie que pudiera oírles.
Biju se había sentido nervioso allí desde su primer día. «¿Cómo va eso? —le había dicho un hombre en la escalera de su nuevo domicilio, al tiempo que le tendía la mano y asentía—. ¡Me llamo Joey y le he estado dando al whiiisky!» Todo poderío y siseo. Era el sin techo local en el lindero de su territorio de caza y recolección, que a veces marcaba trazando un reluciente arco de orina de un lado al otro de la calle. Invernaba allí mismo, sobre una rejilla de ventilación del metro y dentro de un enorme iglú de plástico que temblaba por efecto del aire rancio cada vez que pasaba el metro. Biju estrechó la mano pringosa que le ofrecía, el hombre se la retuvo con fuerza y Biju se zafó y echó a correr, perseguido por un carcajeo agudo.
«La comida está fría —se quejaban los clientes—. ¡La sopa ha llegado fría! ¡Otra vez! El arroz siempre está frío.»
—Yo también paso frío —dijo Biju, perdiendo los estribos.
—Pedalea más rápido —respondió el propietario.
—No puedo.
Era poco después de la una de la madrugada cuando salió de Freddy's Wok por última vez. Las farolas eran halos de luz con retazos de vapor congelado en forma de estrella, y se abrió paso entre montañas de nieve salpicadas de envases vacíos de comida para llevar y amarillento orín de perro solidificado. Las calles estaban vacías salvo por el sin techo, que miraba un reloj de pulsera imaginario mientras hablaba por un teléfono público averiado. «¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno... despegue!», gritó, y luego colgó y echó a correr sujetándose el sombrero para evitar que se lo arrancara el cohete que acababa de lanzar al espacio.
Biju entró mecánicamente en la sexta sombría casa con su fachada de lápida, dejó atrás los cubos de metal contra los que oyó el sonido inconfundible de zarpas de rata y descendió el tramo de escaleras hacia el sótano.
—Estoy muy cansado —dijo en voz alta.
Un hombre cerca de él se estaba helando en la cama, volviéndose una y otra vez. A algún otro le castañeteaban los dientes.
Para cuando volvió a encontrar trabajo, en una panadería en el cruce de Broadway y La Salle, había gastado todos sus ahorros del sobre que llevaba dentro del zapato.
Era primavera, el hielo se fundía y el orín liberado corría de nuevo. Por todas partes, en los cafés y bistrós de la ciudad, se aprovechaban de aquella esquirla tan delicada como venática entre el invierno, infernalmente frío, y el verano, infernalmente caluroso, y comían al fresco en las estrechas aceras bajo los cerezos en flor. Mujeres con vestidos de muñeca, lazos y cintas que no casaban con su personalidad, se permitían llevar los primeros brotes de helecho de la temporada, y el aroma a cocina cara se mezclaba con los eructos de los taxis y el lascivo aliento del metro que se les metía por debajo de las faldas a las muchachas ataviadas de primavera haciéndoles preguntarse si Marilyn Monroe se habría sentido así; me parece que no, me parece que no...
El alcalde encontró una rata en su residencia oficial de Gracie Mansion.
Y Biju, en la panadería La Reina de las Tartas, conoció a Said Said, que llegaría a ser el hombre a quien más admiraría en Estados Unidos de América.
—Soy de Zanzíbar, no de Tanzania —dijo a modo de presentación.
Biju no conocía ni un sitio ni el otro.
—¿Dónde cae?
—¿No lo sabes? ¡Zanzíbar está lleno de indios, tío! ¡Mi abuela es india!
En Stone Town comían samosas y chapatis, jalebis, arroz pilaf... Said Said podía cantar como Amitabh Bachhan y Hema Malini. Cantaba «Mera joota hai japani...» y «Bombay se aaya mera dost-Oi!». Era capaz de gesticular con los brazos y cimbrear las caderas, igual que Kavafya de Kazajistán y Omar de Malasia, y juntos sorprendían a Biju con emocionantes números de baile. Biju se sentía orgulloso de las películas de su país casi hasta el límite del desmayo.