EPÍLOGO
Dieciocho meses después Ava
El sol calienta, el cielo está despejado. Nuestra casa huele a bizcochos horneados y patatas asadas, todo ello mezclándose con el olor a carbón de la barbacoa que se cuela desde el jardín. Huele a hogar, nuestro hogar, y los sonidos también son los propios de nuestro hogar: la música de Maddie atronando por la escalera, Jacob lanzando una pelota de tenis a la red, el pequeño John pegando grititos en el jardín. Sonrío y, al mirar por la ventana de la cocina mientras me doy crema en las manos, veo a Jesse persiguiéndolo a gatas. Y digo persiguiéndolo. Emite toda clase de sonidos amenazadores mientras va detrás de nuestro pequeño, que avanza torpemente por la hierba. Está empezando a andar. Empezando, literalmente. Y ya me estaba preocupando, porque los mellizos andaban a los doce meses, pero el pequeño John… pues no. Claro que cuando se tiene a cuatro personas para que te lleven a donde te plazca, ¿por qué demonios vas a molestarte en usar los pies?
Tras quitarme el delantal y soltarme la coleta, salgo al jardín para sumarme a la diversión, ahora que toda la comida está preparada.
Cuando llego a la puerta de atrás y los veo rodando por la hierba, no soy capaz de interrumpir sus gamberros juegos. Además, no voy vestida para practicar lucha libre. De manera que me quedo en la puerta, el hombro contra el marco, y hago algo de lo que no me cansaré nunca: mirarlos. A Jesse y al pequeño John. Veo cómo se ríen, ruedan, chillan. Mi marido está boca arriba y ahora mismo sostiene en el aire a nuestro hijo, moviéndolo de lado a lado como si fuera un caza lanzándose en picado. Y hace los ruiditos oportunos. El pequeño John piensa que es para partirse, y yo también. Todo el miedo que Jesse trató de ocultar durante las primeras etapas de mi embarazo fue un esfuerzo inútil. Entendía su pánico. Cincuenta son muchos años para ser padre. Pero, la verdad sea dicha, le ha dado vida. Después de todo lo que pasó: John, Lauren, mi accidente, el pequeño John fue una auténtica bendición.
Cojo aire y me siento en los escalones sin decir nada, para que no se den cuenta de que los miro. Jesse se da la vuelta y pone al pequeño John de pie, su paso es inseguro y retrocede deprisa.
—¿A que no coges a papi? —pregunta, revolviéndole el pelo rubio al pequeño, un pelo abundante y precioso, como el de su her mano y como el de su padre.
—Papá, nooooo.
John se dobla por la cintura y apoya las manitas en las rodillas, como si estuviera regañando a Jesse. Me aguanto la risa y sonrío como una idiota cuando el pequeño sale disparado con los brazos extendidos, y Jesse camina hacia atrás de rodillas, manteniendo la distancia.
—Papá malo. —Se pone borde, su preciosa carita torciendo el gesto con desagrado—. ¡Aquí, aquí, aquí! —grita—. Aquí, papá.
—Puedes ir más deprisa —le dice Jesse y se pone de pie—. Corre con papi.
—Pequeño John corre. —Sale andando como un pato, cada vez más rápido—. Pequeño John corre, corre, corre.
—¡Muy bien!
Jesse va hacia atrás despacio, aunque el pequeño ahora va prácticamente corriendo con esas piernas regordetas. Me quedo sin aliento al ver que tropieza, y sus manos suben en un movimiento instintivo para salvarlo antes de que caiga al suelo. Pero John no necesita esas manos:
—Ups, allá va. —Jesse se ríe y coge al niño en un movimiento rápido.
Y una vez más mi hijo vuela por el aire como si fuera un jet. Jesse siempre está a su lado. Siempre está a nuestro lado.
Aplaudo, entre risas, captando la atención de ambos. No sé muy bien cuáles de esos ojos verdes brillan más.
—Buena carrera, pequeño John —le digo, y le tiendo las manos para que venga.
—Mamá.
Se zafa de Jesse y se baja al suelo. Por favor, esa carita risueña está para comérsela. Por el camino abre los brazos mientras Jesse lo sigue de cerca para cogerlo cuando se caiga, porque se caerá.
A unos dos pasos de Jesse se produce el inevitable tropezón. Y una vez más quien lo salva es papi, que lo pone en mis brazos.
—Mira quién está aquí —digo, y lo cojo y le doy un beso en la mejilla, algo que le hace reír, un sonido divino.
Jesse se sienta a mi lado en el escalón, su atención ahora centrada en mí. Cuando sus ojos y los míos se cruzan, me dedica esa sonrisa pícara tan suya.
—Me gusta tu vestido.
—Cómo no te va a gustar, si lo elegiste tú.
Pongo los ojos en blanco y me inclino para ofrecerle mis labios. No tengo ocasión de prepararme para su ataque, ya que se me echa encima deprisa, plantándome un besazo.
—Mmm, qué bien hueles —lo alabo, mientras noto que el pequeño me tira de la parte de arriba de mi vestido negro cruzado.
Ese aroma a agua de colonia fresca que noto en mi marido sigue siendo el mejor tranquilizante, mi cuerpo derritiéndose al percibirlo, el aliento siempre oliéndole a menta fresca.
Apartándose mínimamente, Jesse me roza la nariz con la suya, en círculos.
—Alguien quiere entrar ahí —comenta, y señala al pequeño, que se pelea con la tela negra de mi vestido—. Cabroncete glotón.
—Alguien tiene que acostumbrarse a la idea de que las tetas de mamá no están a su disposición.
Cojo las manos de John y me las quito de encima, y el niño gimotea y empieza a darme en el pecho a modo de protesta.
—Lo sé, hijo. —Suspira Jesse, y le pellizca con suavidad la gordezuela mejilla—. ¿Verdad que nos provoca?
Me río y me acomodo al pequeño John en el regazo, mirando hacia el jardín. A él no le hace gracia y forcejea para volverse. Lanzo un gemido. Esto del destete es agotador, pero ahora que estoy montando mi propia empresa de interiorismo es imprescindible. Además, ya es demasiado grande para tenerlo colgando de la teta.
—Mami te traerá un biberón.
—Teta, teta, teta.
Jesse se parte, riendo a mi lado sin poderse controlar mientras yo me zafo de nuestro incansable hijo.
—Dale lo que quiere y listo.
Jesse le pone la mano en la cabeza y le revuelve el pelo con cariño.
Me niego a bajarme del burro, y parte de mí se pregunta si mi intrigante marido no estará tramando algo, porque por lo general es así. Y esta vez intuyo que ha caído en la cuenta de que con su hijo pegado a mi pecho no podré trabajar a tiempo completo. Bueno, pues lo lleva claro. Se pasó semanas enfurruñado cuando le conté lo del negocio que pensaba montar, incluso despotricó contra mí. Pero no consiguió nada. Me mantuve firme, y al final se ablandó. Está aprendiendo.
—Jesse —me quejo, pidiendo el apoyo que necesito.
Por el amor de Dios, lo tendré colgado del pecho cuando tenga cincuenta años, y pienso operarme bastante antes, en cuanto estos globos recuperen su forma habitual, básicamente cuando vuelvan a ser orejas de spaniel.
—Perdona. —Mi obstinado marido resopla para recobrar la compostura.
—Y ya puestos, ¿cómo es que esto te parece tan gracioso? —gruño mientras le paso al pequeño John—. Pensaba que querías recuperarlas para ti.
Sienta al niño en sus rodillas y le dedica una sonrisa afectuosa.
—Pero sus necesidades son mayores que las mías, ¿no, amiguito?
Estoy pasmada. Ni en un millón de años hubiera esperado oír estas palabras en boca de mi marido.
—Has cambiado —farfullo, sintiéndome completamente desairada mientras él distrae al pequeño haciéndole pedorretas en la barriga; sus risas son estridentes, pero al mismo tiempo me llegan al alma, las manos del pequeño John tirando de las ondas rubio ceniza de Jesse—. Ya que pasas así de mis tetas, no te importará que les devuelva su gloria pasando por el quirófano.
Soy consciente de que acabo de darle al oso con un puto palo enorme. Pero… ¿qué coño, si tan poco le importan mis niñas? O mejor dicho, sus niñas.
Los juguetones movimientos de Jesse se detienen, su cara asfixiada por la redonda barriguita del pequeño John. Sonrío para mis adentros, esperando el rapapolvo que está a punto de caerme. Poco a poco se vuelve hacia mí, amusgando los ojos verdes, los engranajes de su cerebro echando humo de la velocidad a la que giran.
—Retira eso ahora mismo.
Hago un mohín, toda inocente, y cabeceo. Estoy de humor para que me eche un polvo de represalia.
—Me voy a poner tetas.
—Por encima de mi cadáver, señorita.
Suspiro y me levanto.
—Vete haciendo a la idea, Ward. He tenido a tres hijos campando a sus anchas por estas tetas, por no mencionarte a ti, y están hechas polvo.
Me vuelvo para entrar en casa, Jesse pisándome los talones con el pequeño John bajo el brazo, riendo. Sin embargo, papi no se ríe.
—Ava.
—Mamá.
Voy a la nevera y saco el biberón para el niño. Después me giro con una sonrisa traviesa mientras lo agito.
—A ver, ¿de quién son las tetas?
—Mías —gruñe Jesse, las aletas de la nariz infladas—. Yo solo se las presté.
—Mías —corea el pequeño, mientras pide su leche abriendo y cerrando las manos.
Sonrío aún más cuando le doy el biberón al niño, Jesse mirándome todo el tiempo, disgustado. El pequeño se mete el biberón en la boca y se calla.
—Pues yo creo que son mías —afirmo altanera, y salgo de la cocina sabiendo exactamente lo que hago.
«Tíos», pienso, y voy a abrir la puerta cuando llaman.
La panda entera entra en casa. Drew y Raya van directos al salón para dejar en el sofá a una durmiente Imogen, mientras Georgia va arriba a buscar a Maddie. Sam y Kate se pelean camino de la cocina para decidir a quién le toca cambiarle el pañal a Betty, y mi madre y mi padre, seguidos de cerca por los padres de Jesse, van directos a la cocina a coger las riendas.
Sigo al grupo y veo a Jacob en la puerta de la cocina.
—Vaya pinta llevas —suspiro, y señalo las manchas de hierba de las rodillas mientras él da vueltas a la raqueta de tenis que sostiene en la mano.
—¿Han venido el tío Sam y Drew?
Intento sacudirle la porquería y él me aparta las manos. Luego se saca una pelota de tenis del bolsillo del pantalón corto.
—Vamos a jugar dobles y papá y yo vamos a ganar.
Me río.
—Pues claro, cariño. Papá siempre gana. —Lo agarro por los hombros y lo empujo hacia la cocina—. Ve a saludar a todo el mundo antes de volver al jardín.
—¿Mamá…?
Se para antes de que entremos en la cocina y me mira. Con esa frentecita fruncida, réplica de la de su padre. Es aterrador ver lo mucho que se parecen nuestros hijos a Jesse. Son como dobles en miniatura. Resulta sumamente satisfactorio y al mismo tiempo muy preocupante que hayan heredado el tremendo atractivo de su padre. ¿Cuántos ataques de cuántas chicas tendré que rechazar a lo largo de los próximos años? Lo que me recuerda que Jacob tiene una invitada, una chica que le gusta. Jesse y yo accedimos a que trajeran a un amigo cada uno a la barbacoa que celebramos esta tarde en memoria de John. Ninguno de los dos esperábamos que invitaran a alguien del sexo opuesto.
—¿Qué pasa, cariño? —Yo sé lo que pasa.
—Cuando llegue Clarita, no me avergüences, ¿quieres?
Finjo estar escandalizada, me llevo una mano al pecho.
—¿Yo?
—Sí, tú. Y, por favor, controla a papá.
Me río.
—Por tu padre no tienes que preocuparte. Estará pendiente de Maddie y su invitado.
—De todas formas, relájate, ¿vale?
—Me relajaré, sí —le aseguro—. Pero que no se te olvide.
—¿El qué?
Le sonrío y lo beso en el pelo.
—Solo necesitas a una mujer en tu vida. ¿Adivinas a quién?
—A mi madre. —Suspira y pone los ojos en blanco, un gesto experto que sé que ha aprendido de mí.
—Buen chico.
Lo dejo para que vaya a saludar al grupo y yo me dirijo a la puerta principal; están llamando.
Abro y veo a Elsie con un enorme ramo de flores delante de ella. Asoma la cabeza por encima, el pelo rosa fundiéndose con el vistoso arreglo.
—John siempre me compraba ramos enormes, llenos de color. Decía que, cuanto más vivos, más le recordaban a mí.
Sonrío, y me embarga cierta tristeza.
—Qué bonitas. —Cojo las flores y le doy un fuerte abrazo—. Estás guapísima. Gracias por venir.
—No te pongas ñoña conmigo o lloraré, y eso a John no le gustaría. —Me aparta suave pero firmemente, y levanta la barbilla—. ¿Dónde están esas monadas de niños?
Me río y echo a andar delante, conduciéndola a la cocina.
—Ha llegado Elsie —anuncio, y sonrío al ver que todos corren a darle la bienvenida.
Me acerco a la nevera y saco una jarra de Pimm’s.
—¿Qué le pasa al enanito gruñón? —pregunta Kate mientras me ayuda con las copas.
En efecto, la frente de Jesse está surcada de arrugas, señal de su enfado, su mirada ceñuda dirigida a mí. Le dedico una sonrisa dulce mientras sirvo dos copas, una para Kate y una para mí.
—Puede que haya dejado caer la bomba de las tetas.
—Ya, eso lo explicaría. —Suelta una risita y bebe un poco cuando Raya se suma a nosotras con Elsie.
—Explicaría ¿qué? —pregunta Raya, al tiempo que coge una copa y me la tiende para que se la llene.
—Mi marido está enfadado por lo de las tetas.
Raya lloriquea un poco entre dientes.
—Por Dios, yo las tengo hechas mierda. —Se las mira y tuerce el gesto en señal de desaprobación.
—Ay, vosotras las jovencitas —se ríe Elsie—. Lo que tenéis que hacer es envejecer con elegancia.
Resoplo.
—Claro, eso puedes decirlo tú, con ese tipín tuyo.
Sigo haciendo yoga con ella, aunque no tan a menudo, y estoy segura de que con sesenta y tantos años no tendré su cuerpo.
—¿Qué pasa? —quiere saber Jesse, que parece que desconfía, porque desconfía, lo sé de sobra, al acercarse con el pequeño John tranquilo, aún engullendo la leche en sus brazos.
—Nada —respondo, y cojo la jarra de Pimm’s y relleno las copas de las chicas.
—Oye —le dice Kate a Sam—, si Ava se opera las tetas, yo también.
—Ava no se va a operar las tetas porque a sus tetas no les pasa nada —afirma Jesse, fulminando a Kate con la mirada.
—Es un cirujano experto, Jesse —arguyo, consciente de que estoy perdiendo el tiempo—. Estaré en buenas manos.
—Yo soy el único experto en lo que respecta a las tetas de mi mujer, y las únicas manos buenas en las que estarán serán las mías. Y punto.
Drew sonríe mientras abre su botellín de cerveza.
—Creo que últimamente el experto es el pequeño John, ¿no? —Suelta una risita con la cerveza pegada a la boca mientras le pido en silencio que se deje de bromas, así solo conseguirá cabrear más al gorila.
Justo entonces el pequeño John coge el biberón vacío y le da con él a Jesse en la cabeza, como si estuviera de acuerdo. Todo el mundo hace una mueca de dolor, salvo Jesse: está demasiado ocupado lanzándome miradas asesinas.
Elsie suelta una risita y coge al pequeño.
—Venid, niños —dice cuando Maddie y Georgia entran bailoteando en la cocina—. Maddie, ve por Betty, y Georgia, coge a Imogen. Vamos a jugar.
Elsie se los lleva al jardín y yo sonrío: dentro de un minuto los tendrá a todos haciendo yoga para niños.
—Por cierto, ¿cuándo sale vuestro vuelo? —pregunta Raya cuando los hombres se apartan de nosotras y se reúnen alrededor de la isla.
—Mañana. —Y ello me recuerda que tengo un montón de cosas que hacer antes de ir al aeropuerto, ni siquiera he terminado de hacer la maleta.
—No me puedo creer que no nos hayáis invitado. —Kate finge que está dolida, una expresión que me resulta fácil pasar por alto: lo entiende.
—Solo vamos Jesse, los niños y yo. —Nada hará que me sienta culpable: son nuestras primeras vacaciones después de más de dos años—. Y me muero de ganas de tenerlos para mí sola.
Miro a Jesse y lo pillo observándome. Joder, es guapo a rabiar incluso cuando está cabreado. Mi marido. El hombre que me ha dado tres hijos preciosos. Los contemplo cada día y doy gracias a Dios por haber encontrado a ese enigma que era Jesse Ward. Doy gracias por haber entrado en su elegante club de sexo y quedarme sin respiración tan solo con oír su voz. Y después lo vi, y él me vio a mí. En ese preciso instante, cuando estaba delante de él pugnando por encontrar el aliento y él me miró con ese ceño fruncido tan suyo, supe que el juego había terminado. Para los dos. Así de sencillo.
El camino fue accidentado; los secretos, sombríos; su forma de ser, un reto. Y lo más cruel es que tuve que descubrir todos sus secretos no una, sino dos veces. Sin embargo, cada instante de dolor y sufrimiento valió la pena. Ya no es un enigma para mí, hace mucho que no lo es. Es mi marido, el hombre más entregado, cariñoso e increíble que una mujer podría esperar. Salvo por el pequeño detalle de que el resto de las mujeres pueden seguir esperando, porque este, este hombre, es mío. Esbozo la sonrisa que solo él es capaz de arrancarme. Una sonrisa rebosante de un amor perfecto. Porque es mío.
Siempre estaré con este hombre.
Jesse
«Te amo», dibujo las palabras con la boca cuando me observa desde el otro lado de la cocina mirándome exactamente igual que la primera vez que me vio. Con deseo. Con respeto. Como me ha mirado todos y cada uno de los días que llevamos juntos. O bueno, casi todos y cada uno de los días. El accidente, la pérdida temporal de la memoria, fue un problema pasajero en el horizonte de mi felicidad. Sin embargo, en su momento tuve la sensación de que era el fin de mi mundo. Tendría que haber sabido que nuestro amor prevalecería. Y ahora sé, lo sé a ciencia cierta, que nadie podrá con nosotros.
Esboza esa sonrisa que hace que sienta fuego por dentro y me lanza un beso antes de volver a centrarse en las chicas.
—Entonces ¿qué pasa con las tetas? —pregunta Sam, y entrechoca su botellín con el mío, captando mi atención.
—Sam. —Drew le da en el bíceps—. ¿Se puede saber para qué preguntas?
—Por saber. —Sonríe, su mirada siempre risueña nunca le falla.
—Por saber lo que tardaría yo en darte un guantazo, ¿no? —replico, aunque no lo digo en serio, y él lo sabe—. No hay más tetas que las que hay. —Ya se puede ir quitando esa estúpida idea de la cabeza—. Y las que hay son perfectas. —Brindo con ellos—. Por el capullo de John.
—Por el capullo de John.
Se ríen, y a mí me arrancan una sonrisa mientras voy hacia el jardín. Me paro en la puerta trasera a mirar.
—Es como una puta guardería —farfullo, y parezco exasperado al ver a todos esos niños, aunque en realidad no lo estoy. Elsie los tiene a todos boca arriba, con las piernas en el aire.
—Voy a dar unas bolas en la cancha con Jacob. —Drew le quita la raqueta de la mano a mi hijo y va trotando a la pista y Jacob corre detrás, gritando que le devuelva su raqueta mágica.
—Creo que será mejor que vaya a enseñarles cómo se hace. —Sam pone los ojos en blanco como si eso le incomodara—. ¿Vienes?
—No, estoy esperando a que lleguen los invitados que faltan.
Nada más decirlo suena el timbre y entro en casa deprisa para que Ava no me gane terreno. La alcanzo en la entrada. Ella va delante, pero tras cogerle veloz, arteramente la muñeca y dar un tirón rápido, me sitúo en cabeza. Sabía que yo estaría al acecho, esperando para abalanzarme sobre ella.
—Jesse, no disgustes a Maddie —me advierte Ava, que sabe cómo me las gasto.
Esbozo mi mejor sonrisa y se la dedico a mi mujer antes de abrir la puerta. Sin embargo, la sonrisa se me borra de la cara al ver a una niña. Uy, no tengo preparado un discurso para la amiga de Jacob. Al menos no uno que no la haga llorar.
—Hola, señor Ward. —Clarita me lanza una sonrisa con personalidad.
—Hola.
Abro más la puerta para que entre. Le voy a pasar el testigo a mi mujer. Sonriendo a Ava, señalo con la cabeza la espalda de Clarita cuando se le acerca. A ver cómo recibe a esta nueva mujer en la vida de su querido hijo.
—Toda tuya —le digo.
Le cuesta no fruncir el ceño.
—Hola, Clarita. Jacob está en la cancha de tenis. ¿Quieres tomar algo antes de ir allí?
—No, gracias. Y muchas gracias por invitarme, es muy amable por su parte.
¿Soy yo o Ava se está derritiendo? Sí, no cabe duda de que se está derritiendo. ¿Qué ha sido de la leona?
—De nada, cielo. Estás en tu casa. Sírvete tú misma; comida, bebida, lo que quieras.
«¿Por qué no le preguntas si se quiere quedar a dormir también?»
Refunfuño al cerrar la puerta y salgo al jardín.
—Papá. —El pequeño John me ve y se separa del grupo, a todas luces harto del yoga.
—Hola, hombrecito. —Lo cojo en brazos y dejo que me tire de las mejillas.
—¡Maddie! —oigo decir a Ava detrás—. Tu invitado ha llegado.
Giro sobre mis talones deprisa, y el pequeño se echa a reír sin poder controlarse, está claro que piensa que su papi está jugando, pero no es así. Mierda, ¿por qué no me he quedado en la puerta? La mirada cómplice de Ava me dice que sabe que me estoy dando bofetadas mentalmente. Quería pasar unos momentos a solas con ese soplagaitas que al parecer tiene loca a mi hija. Y nada más pensarlo, veo al soplagaitas, al lado de Ava. Los ojos se me salen de las órbitas. Que me jodan, ¿cuántos años tiene? Presa del pánico, miro a Ava en busca de apoyo, pero lo único que obtengo es un cabeceo. Hay que joderse, si debe de medir más de metro ochenta.
Cuando Maddie pasa por delante de mí, me lanza una mirada que me dice que no abra la puta boca. Pues lo lleva claro. Me quedo mirando y veo que le da un beso en la mejilla al chico. Por Dios, que alguien me contenga.
—Nuestra hija tiene casi catorce años, Jesse —me dice Ava en voz baja cuando se une a mí—. No te pases.
—¿Por qué todo el mundo se empeña en decir que casi tiene catorce años? Eso no significa que los tenga, y aunque fuera así, sigue siendo ilegal.
—¿Es ilegal tener una cita? —Ava se ríe.
—Todo es ilegal —confirmo.
—Se está haciendo mayor, Jesse. Ve haciéndote a la idea. Ya le he dado la charla, y es una niña sensata.
Me echo a temblar de forma incontrolada mientras miro horrorizado a mi mujer.
—¿La charla? —Por favor, Dios mío, dime que Ava no va a decir lo que creo que va a decir.
—Pues claro. Tuvimos esa conversación hará por lo menos un año.
El pequeño John vibra de tal modo en mis brazos que Ava debe de pensar que se me va a caer, porque me lo coge.
—Tienes que calmarte —me advierte.
«¡Y una mierda!»
—Si tú le has dado la charla a Maddie, lo suyo es que yo vaya a hablar con… ¿cómo se llama?
—Lonny.
—¿Lonny? —repito—. ¿Se puede saber qué puto nombre es ese? Seguro que sus padres también son idiotas. —Apuro lo que me queda de cerveza mientras estudio al cabroncete—. ¿Cuántos años tiene?
—Catorce.
—Hombre, no fastidies. —Me río—. Seguro que miente. Tiene veinte por lo menos.
—Por el amor de Dios. —Ava me da en el brazo—. No seas tan dramático.
Con el rabillo del ojo, veo que Ava cruza el jardín.
¿Dramático? No creo que lo esté siendo. Lonny y yo tenemos que hablar.
Enderezando la espalda, me acerco a Maddie y Lonny, y me doy perfecta cuenta de la mirada de advertencia que me lanza mi hijita. Y también de preocupación, porque sabe que no pienso tener en cuenta esa advertencia.
—Hola —saludo, la voz grave y áspera, justo como pretendo: masculina.
Lonny me sonríe.
—Señor Ward, encantado de conocerlo.
Reculo, no lo puedo evitar. ¿Lo tiene alguien agarrado por las pelotas? Esa voz chillona no se corresponde con su estatura. Puede que el cagarro este sí que tenga catorce años. Miro la mano que me tiende, enarcando las cejas. Veamos si su apretón es más masculino. Se la estrecho con fuerza y me decepciona en el acto comprobar que el renacuajo hace una mueca de dolor. Sonrío para mis adentros.
—Vamos a dar un paseo, Lonny.
—No, papá. —Maddie se me planta delante, como si su cuerpecillo pudiera detenerme, ni un puto buldócer me detendría.
—Solo quiero charlar con él —la tranquilizo, a sabiendas de que estoy perdiendo el tiempo—. Tú quieres hablar, ¿no, Lonny?
—S… Sí, señor.
Parece que tiene miedo, y debería tenerlo. «Ten mucho miedo, Lonny».
—¿Lo ves?
Hago un gesto con el brazo para que vaya delante, cegándolo con la sonrisa que por lo general reservo para mis hijos. Una sonrisa que se me borra en cuanto Ava me pone en brazos al pequeño John. Qué astuta es. No puedo ir como una apisonadora con el pequeño cogido. Y el pequeño no me ayuda en mi intento de tener un aire amenazador cuando me agarra las mejillas, en las que crece una barba de tres días, y me las estruja. Lonny se ríe. Yo no.
—Vamos —le digo, señalando el camino que lleva al balancín, el rincón del jardín más apartado.
Metiéndose las manos en los bolsillos de los vaqueros, echa a andar y yo lo sigo, sin perderlo de vista en ningún momento.
—Una casa muy bonita, Jesse. —Me sonríe, y yo alzo las cejas—. Señor Ward —se corrige, muy prudentemente.
El muy pelota. Así que me va a estar regalando el oído todo el tiempo… Amusgo los ojos mientras caminamos y él no tarda en bajar la mirada, se lleva una mano al pelo y se la pasa por él con nerviosismo. No lo admitiré nunca en voz alta, pero el cabroncete es guapo. Entiendo que a mi hija le guste.
—Háblame de tus notas.
Puede que tenga planta y, aparentemente, sea encantador, pero eso no le servirá de nada si es un vago. Mi hija es brillante, necesita a alguien que también lo sea.
—¿Las notas? —repite un tanto vacilante.
Yo asiento, aunque ello no hace que conteste en el acto, y las mejillas se le ponen un poco rojas. Lo que pensaba: es un negado.
—Soy el primero en algunas asignaturas, señor Ward.
Vaya. ¿No tendré delante a un mentiroso compulsivo?
—¿Qué asignaturas?
Sonríe incómodo.
—En todas.
Vaya.
—Pero mi preferida es matemáticas. Y ciencias. Me gustaría ser médico. —Suspira—. Pero la matrícula de la universidad es cara. —Hincha las mejillas, y concluyo en el acto que seguro que sus padres andan mal de dinero—. Quién sabe, puede que me den la beca que quiero ganar. Sería guay ir a Oxford.
¿Oxford?
Este chico sueña a lo grande, y mientras lo observo, caminando a mi lado arrastrando los pies, no puedo evitar pensar en mi hermano. Él también era ambicioso, también tenía sueños y estaba resuelto a cumplirlos. El repentino pensamiento me hace estremecer.
—Siéntate —le digo.
Le señalo el balancín y yo me acomodo con el pequeño encima. No hace falta que lo mueva: las largas piernas de Lonny se encargan de hacerlo por mí.
—¿Cómo conociste a Maddie? —pregunto, probablemente con demasiada brusquedad.
—Jacob y yo somos amigos.
Ya veo. Ganándose a la hermana a través de su amigo. Así que le van los enredos…
—Tu madre te habrá dicho que besar no es legal hasta los treinta, ¿no?
Levanta la cabeza y me mira alarmado.
—¿En serio?
—En serio, sí.
El pobre chaval parece aterrorizado. Bien. Coloco al pequeño John de pie en mis rodillas cuando empieza a ponerse nervioso y a chillarle a Lonny.
—Y seguro que tu padre te habrá hablado de los pájaros y las abejas, ¿no?
Me pilla completamente desprevenido la expresión de tristeza que asoma a su cara, la mirada bajando a los inquietos pies. Mierda, ¿qué coño he dicho?
—No tengo padre, señor.
—Pues claro que lo tienes. —Me río—. Todo el mundo tiene un padre.
—El mío abandonó a mi madre cuando yo tenía dieciocho meses. No he vuelto a verlo desde entonces.
Se encoge de hombros, como si no fuera para tanto, y yo me quiero morir de la vergüenza. Directamente. Soy un gilipollas.
—Intenté ir a verlo el año pasado, pero no quiso saber nada. Así que estamos mi madre y yo solos.
Me entran ganas de darme un puñetazo en mi estúpida cara, y estoy bastante seguro de que Ava lo haría si supiera la metedura de pata que me acabo de marcar. Miro al pequeño John, que bailotea en mi regazo, farfullando cosas sin sentido mientras da palmadas y chilla a Lonny. Dieciocho meses. La edad que tiene el pequeño John. Una ira inesperada me sube por el cuerpo y hace que me hierva la sangre. ¿Abandonó a este chico? Entonces ¿quién ha ejercido de guía en su vida? ¿Quién lo ha llevado a los entrenamientos de fútbol y a su primer partido?
—No te hace falta un hombre así en tu vida —le digo, abrumado por el respeto que me inspira el chaval ahora—. Lo estás haciendo estupendamente sin él.
El chico sueña con ir a Oxford, y algo dentro de mí, algo que curiosamente me llena de orgullo, me dice que lo conseguirá.
—Soñar a lo grande y trabajar duro —dice Lonny en voz baja, mirando a lo lejos mientras yo lo observo asombrado con su actitud—. Luchar por lo que se quiere. —Me mira y sonríe—. Ir a por todas.
—No podría estar más de acuerdo —musito, y me planteo si su filosofía también incluirá a mi hija.
Me pregunto dónde están mi actitud peleona, mis ganas de asustar a este chaval. Han desaparecido.
—Qué mono es.
Lonny le coge la mano al pequeño John y deja que este le tire de ella y los dos se ríen.
—Cómo no va a serlo, si es mío.
Le guiño un ojo a Lonny cuando me mira de soslayo. Se acabó el interrogatorio.
—Ve con Maddie.
—La verdad es que no me importaría jugar un partido de tenis con Jacob.
Frunce el ceño y mira hacia la casa, donde sin duda Maddie le estará calentando la cabeza a su madre, quejándose de mi costumbre de avasallar al personal. No tiene de qué preocuparse: yo diría que ha sido el chaval el que me ha avasallado.
Lonny me mira, pero no sonríe:
—Pero no creo que a Maddie le haga mucha gracia.
Me río y me levanto, dejando al pequeño John en el suelo para que pueda volver andando, e indico a Lonny con la cabeza que me siga.
—Te voy a dar un consejo sobre las mujeres de mi vida, más concretamente sobre Maddie.
Veo que se muere de ganas de que se lo dé mientras enfilamos el camino despacio, el pequeño caminando torpemente a mi lado, yo inclinándome un poco para poder darle la mano sin que fuerce sus pequeños músculos.
—Mi hija es cabezota.
Lonny resopla y asiente.
—A mí me lo va a decir.
—No te achantes. Es como su madre: rebelde y difícil porque sí. Te tendrá dando vueltas si se lo permites. —Algo me dice que Lonny ya está mareado—. Mantente firme. No te dejes comer terreno. —Le doy una palmadita en el hombro y asiento.
—Sí, señor. —Me mira radiante y va hacia la cancha de tenis a ver a su amigo—. Gracias, señor Ward.
Sonrío y me agacho para atarle a mi hijo los cordones de las pequeñas Converse.
—Lonny —lo llamo, y se detiene y vuelve la cabeza.
—¿Sí, señor Ward?
—Puedes llamarme Jesse.
Otra sonrisa radiante, pero esta vez no dice nada. Sale corriendo y desaparece, y el pequeño John y yo continuamos hacia la casa. Nada más vernos, Maddie viene corriendo, los oscuros ojos buscando desesperadamente a Lonny.
—¿Dónde está? Ay, madre, ¿lo has matado y lo has enterrado bajo el cobertizo? ¡Mamá!
—Tranquilita, señorita. —Continúo andando, sus ojos, muy abiertos, clavados en mí—. Está en la cancha de tenis, con tu hermano.
—¿En la cancha de tenis?
Se lo veo: está indignada. Pone la misma cara que su madre cuando resopla y va para allá. Me río, aplaudiendo mentalmente a Lonny. Mi hija se va a llevar una sorpresita desagradable.
—Por cierto, Maddie.
Se vuelve, los ojos encendidos.
—¿Qué?
—Es un buen chico. No seas bruja, porque puede que se harte de tus borderías y te deje.
Se queda boquiabierta, escandalizada, y sonrío y echo a andar con John.
—¿Quién eres y qué has hecho con mi padre? —me dice.
No contesto, y sonrío a Ava cuando sale a mi encuentro, la curiosidad escrita en la cara. Meneo la cabeza y le paso un brazo por el cuello.
—Qué ganas tengo de que llegue mañana —le digo, estrechándola contra mí y dándole un beso en la sien.
—Y yo.
Sus manos desaparecen por debajo de mi camiseta y se deslizan por mi piel, deteniéndose en el corazón, que late desbocado, loco de felicidad.
Ahora late por cuatro personas.
Al día siguiente…
El familiar olor a mar me sube por la nariz cuando estoy en la playa, en pantalón corto. El Mediterráneo es un manto infinito de agua resplandeciente bajo el abrasador sol. Es la primera vez que el pequeño John está en el Paraíso, y además hipnotizado por la arena sobre la que caminan sus piececitos desnudos, no para de mover los dedos.
—Mira, papá —dice una y otra vez, dando grititos ahogados, dramáticos mientras señala la gigantesca extensión de agua azul que tiene delante y la arena blanca que pisa—. Jo —dice hechizado por el mar—. Jo, papá.
El puto corazón se me hincha a más no poder mientras le agarro la mano y Jacob lo coge de la otra, nuestros pies cada vez más cerca del agua. Maddie bailotea en ella no muy lejos.
—¡Mira, pequeño John! —Sacude los pies en el agua y él se ríe, el sonido celestial—. ¿Vienes a jugar al agua? —Se pone de rodillas y le tiende las manos.
—No, Addie.
Sacude la cabecita, se vuelve hacia Jacob y levanta los brazos para que su hermano lo coja. Me siento en la arena mientras Jacob lo levanta y se lo acomoda en la cadera, aunque los ojos del pequeño no se apartan del agua.
—Jo —repite, señalando más allá de Maddie—. ¡Una barca!
—Sí, una barca —coreo, aplaudiéndolo y haciendo que se mueva nervioso en brazos de Jacob.
—¡Viene mamá!
Maddie se levanta de un salto y empieza a sacudirse la arena mojada del cuerpo como una loca—. Corre, papá. —Me da las manos para que me ponga en pie.
—¿Estáis listos, chicos? —pregunto mientras me quito mis Wayfarer para verla mejor—. Me cago en la puta —digo en voz baja.
Ava desciende por la escalera de la villa, el biquini blanco le va perfecto a su piel morena, el pelo recogido en una trenza. Y en la mano lleva una cala, una única cala. Sonrío, y me meto la mano en el bolsillo cuando se acerca.
—Señora Ward, estás guapísima.
—Tú también.
Me ofrece la muñeca, enarcando las cejas, y sonrío mientras me saco las esposas del bolsillo.
—Espósame, Ward.
Hago lo que me pide y le afianzo una esposa antes de ponerme yo la otra. No sé cómo ha sabido que las tenía. Claro que para esta mujer siempre he sido transparente. Me inclino hacia delante y la beso en la boca. Los niños no dicen nada. Hasta el pequeño John está callado, probablemente mirando el agua en lugar de ver cómo se esposan su madre y su padre.
—¿Lista? —le pregunto.
—Siempre —contesta, y nos volvemos hacia los niños.
Me río entre dientes al ver al espigado Jacob en bañador y con un libro en las manos.
—¿Qué es eso? —inquiero risueño.
—Una Biblia. Tiene que parecer que sé lo que hago. Esto es importante. —Se aclara la garganta y mira las páginas, cogiendo aire para hablar—. Es…
—¡Espera! —grita Maddie, que sale detrás del pequeño John porque el enano acaba de decidir que ahora sí que le gustaría probar el agua—. ¡John, no! —Lo coge en brazos y vuelve a su sitio—. Lo siento. Puedes seguir.
Miro a Ava frunciendo el entrecejo y se ríe.
—Continúa —pido, y le doy la mano a mi mujer.
—¿Tú, Jesse Ward, aceptas como legítima esposa a Ava Ward? —pregunta Jacob con cierta afectación en la voz—. Para quererla, honrarla y respetarla toda la vida…
—Creía que no íbamos a hacerlo en plan formal —lo corta Maddie, mirando ceñuda a Jacob.
Este se inclina hacia su hermana, enfadado.
—Te estás cargando su día especial.
—¿En serio? A ver, que ya han tenido dos. ¿Quién se casa tres veces?
Pone los ojos en blanco y empieza a mover al pequeño John cuando este comienza a chillar, impaciente, con ganas de ir con su nuevo mejor amigo, el Mediterráneo.
—Tu madre y yo —espeto con una cara que la desafía a poner alguna objeción—. ¿Vas a discutir conmigo? Y antes de que contestes, piensa bien quién te pagará la boda cuando encuentres a tu alma gemela.
Cierra la boca, sobresaltada, y probablemente sorprendida, y Ava levanta una ceja con interés.
—Continúa, Jacob —le digo antes de que a alguien le dé por preguntar qué ha sido del antiguo Jesse Ward.
Volviéndome a Ava, respiro el aire salado y le guiño un ojo.
—Papá, ¿aceptas a mamá como legítima esposa? —suelta Jacob con cansancio.
—Sí, acepto.
—Mamá, ¿aceptas a papá como legítimo esposo?
—Sí, acepto.
Ava me sonríe y me tira de la mano cuando mis ojos bajan a sus tetas, aplastadas contra el biquini blanco.
—Levanta esos ojos, Ward.
—Lo siento.
Le dedico mi sonrisa pícara, y acto seguido le devuelvo la pelota y le tiro de la mano cuando su mirada descansa como si tal cosa en mi tonificado pecho.
—Eh.
—Yo no lo siento.
Suelta una risita y se me sube encima, atrapándome entre sus muslos mientras me pasa por el cuello el brazo que tiene libre y posa su preciosa boca en mi boca.
—No me digas nunca que no admire lo que es mío.
Me muerde el labio, se aparta mínimamente y apoya su frente en la mía.
—Te amo, Jesse Ward.
—Lo sé.
Tras besarnos de nuevo, me vuelvo y echo a correr al agua con ella a cuestas.
—¡Yo os declaro marido y mujer! —nos grita Jacob, y apenas lo oímos con las risas y el salpicar del agua—. ¡Eh, esperadme!
Cuando el agua me llega por la cintura, me sumerjo y empezamos a dar vueltas, el cuerpo y las extremidades enredándose, el momento nostálgico. Salvo que esta vez no somos nosotros dos solos. No somos únicamente Jesse y Ava. No somos únicamente marido y mujer.
Somos mamá y papá.
Solo cuando no puedo aguantar más sin respirar, subo a la superficie y cojo aire con ganas. Ava no tarda en volver a subírseme encima, respirando pesadamente contra mi cara.
—Joder, qué frío. —Tirita entre mis brazos mientras Jacob viene hacia nosotros, salpicándonos.
—Esa boca —advierto, y la beso antes de quitarme la esposa de la muñeca y apartarla de mí.
Jacob me ataca por detrás, subiéndoseme a los hombros.
—¡Al agua, patos! —Y lo agarro por los tobillos y lo lanzo al aire, y en ese preciso instante me asalta Maddie—. Aficionados —musito, y la cojo por debajo de los brazos y la tiro lejos.
Ella grita y yo me río, y al mirar a la orilla veo al pequeño John de pie, fuera del alcance de las olas.
—Papá —me llama, algo enfadado por perderse la diversión—. Papá, jo.
Me aparto el pelo de la cara mientras avanzo por el agua.
—Ven a tocar el mar —lo animo, riendo cuando su cabecita empieza a moverse furiosamente, sacudiendo los rubios rizos—. ¿Quieres que papá vaya por ti?
—¡Papá! —exclama, y comienza a patear la arena y a abrir y cerrar las manos.
Llego hasta él y lo cojo en brazos, el pañal bañador completamente seco.
—En la piscina de casa siempre nadas —le digo, y le beso el pelo y vuelvo al agua, los demás zambulléndose y salpicándose—. Eh, tranquilos, chicos.
Dejan de jugar los tres y empiezan a animar al pequeño John, dando palmadas y cantando entusiasmados cuando el niño comienza a moverse en mis brazos. En cuanto su pie toca el agua, profiere un grito de asombro, y decido que es ahora o nunca, así que me sumerjo deprisa hasta que el agua nos llega por el cuello.
—Oh, fría, papá.
Se me coloca delante, se aferra a mi cuello y va volviendo la cabeza para ver al resto, a todas luces muerto de ganas de unirse a ellos. Nado hasta donde están mientras Jacob se le sube a Ava a la espalda, y nada más verme cerca, Maddie imita a su hermano conmigo, haciendo monerías al pequeño John, que se me agarra como un monito, de forma extraordinariamente parecida a como lo hace su madre. Con Maddie detrás y el pequeño John delante, nado hacia Ava hasta que el niño queda estrujado entre su pecho y el mío, los mellizos en nuestra espalda. La felicidad que veo en los ojos de mi mujer es inmensa, y sé que ella también ve la mía. Este momento, este preciado momento, es algo por lo que cualquier hombre debería vivir.
Y así es en mi caso. Vivo por ellos. Mi corazón late para que siga vivo por ellos.
—Bésame —le digo a Ava por encima de la cabeza del pequeño, y alargo el brazo que me queda libre y le rodeo el cuello, con el otro sosteniendo contra mi pecho el cuerpecillo de mi hijo—. Y cierra los ojos.
Sonríe y cierra los ojos, al igual que yo, y nuestra boca se funde. Un beso que me sabe a amor. Y en las risas de los mellizos no oigo sino amor. En la piel del pequeño John contra mi pecho siento amor. Y en el Paraíso no huelo sino amor.
El único sentido que no tengo en este momento perfecto es la vista. Para ver a mi preciosa familia alrededor. Pero no me hace falta. Los siento. Con cada fibra de mi ser, los siento.
Su presencia, su rostro, su amor, todo ello grabado en lo más profundo de mi alma. Lo que hace que sea la persona que soy.
Mi mujer. Mis hijos. Su amor.
Es pura dicha, señoritas. Satisfacción plena. Un amor completo, absoluto, capaz de mover la tierra, de sacudir el universo.
Que nadie me diga que hay algo más perfecto que esto.
Porque no lo creería.
Y punto.