CAPÍTULO 31
—Necesitas dormir.
—Quiero que termines lo que empezaste en el despacho.
En sus ojos hay fuego. Puro fuego posesivo. Sonrío por dentro. Pero, y me duele decirlo, necesita descansar. Le estoy exigiendo demasiado.
—A la cama.
Me mira mientras subimos despacio la escalera, sus intensos ojos oscuros dejando traslucir demasiadas intenciones traviesas.
—Quiero darme un baño.
—Por Dios, Ava, ¿es que quieres acabar conmigo? —Una piel mojada y resbaladiza no ayudará mucho a mi causa.
Con una risita, su cabeza roza mi bíceps, y noto que sus pasos son cada vez más pesados cuando llegamos a lo alto de la escalera.
—Me puedes frotar la espalda.
—Eres mala.
Al entrar en el cuarto de baño, miro la enorme bañera de mármol como si la odiara. Ava se perderá en ella sola. Quizá pueda acompañarla, porque si me quedase bien lejos, en el otro lado, podría conseguir no tocarla.
—Es inmensa —dice.
Se separa de mí y empieza a prepararse un baño; coge un bote de gel de un lateral, se lo lleva a la nariz y lo huele antes de añadir una cantidad ingente al agua.
—Nos gusta darnos baños.
Voy a la silla de terciopelo cepillado de color crema que está en un rincón y acomodo mi corpachón en ella.
—La bañera la elegiste tú.
Ava mira la descomunal pila, tarareando.
—Es muy de mi estilo.
—También es muy de mi estilo, sobre todo cuando tú estás dentro.
No aparta la vista de la bañera, que se va llenando de agua.
—Y ¿piensas quedarte ahí sentado mirándome?
Se saca despacio el vestido de tirantes por la cabeza y después se quita la ropa interior. Joder.
Me pego al respaldo de la silla, cada uno de mis músculos firme para no salir disparado y tirarla al suelo. Está jugando.
—Ava, no me provoques.
Con la barbilla en el hombro, me lanza una mirada coqueta. Es maravilloso ver que mi tentadora mujer da muestras de estar volviendo a su antiguo esplendor. Y sin embargo es una tortura que yo no pueda aprovecharlo como me gustaría.
—Quiero que te des un baño conmigo.
—No me fío de mí mismo.
—Eso ayer no te importó mucho.
Me froto la cara con las manos, aferrándome a mi resistencia. Me desea.
—Te estás pasando.
—Me encuentro bien.
Sus ojos castaños, brillantes y vivos, refuerzan su petición, y la sensación de satisfacción es irreal, pero… no debo.
Sacudo la cabeza, ya que mi boca se niega a rechazar su ofrecimiento, y cruzo los brazos.
—Como quieras.
Y encoge los desnudos hombros y se mete en la bañera mientras esta se sigue llenando.
No se puede decir que esté contento, pero no puedo privarme del placer de mirarla. Admirarla. Pensar que la quiero con locura. A morir. Incluso ahora, cuando todavía no ha recuperado la movilidad al completo, sus movimientos son elegantes. Irradia una fuerza sutil que me lleva impresionando desde el día en que entró en mi despacho. Es, sin ninguna duda, la persona más cautivadora que he conocido en mi vida. Y es mía. Bella y elegante, con una pizca de descaro. Ladeo la cabeza mientras la contemplo en silencio. ¿Una pizca de descaro? No, si se considera lo malhablada que es. Entonces sonrío, porque sé que ese lenguaje soez lo potencio yo. Lo cual es irónico, a decir verdad. Soy el catalizador de los tacos que dice, de esas guarradas que me vuelven loco.
Sigo divagando mientras la veo agitar el agua con los pies para hacer burbujas. La otra noche estaba más que guapa. Intimamos como si nunca hubiésemos estado separados, y cuando Ava me miraba a los ojos mientras la penetraba despacio, supe que ella sentía la abrumadora conexión. Quizá yo contase con que al hacer el amor se desbloquease lo que quiera que esté reteniendo sus recuerdos, pero traté de no obsesionarme cuando no fue así. Me sentía demasiado obnubilado para que en ese momento me preocupara.
—¿Jesse?
La oigo decir mi nombre con suavidad y el sonido me saca de mis pensamientos. Veo que me tiende una mano.
—Por favor.
¿Cómo voy a negarme? Sencillamente, no puedo. Me levanto y me desvisto, atraído hacia ella por una fuerza invisible cuyo poder es mágico. Tomo su mano, me meto en la bañera detrás de ella y la echo un poco hacia delante. Me siento y acomodo a Ava con cuidado entre mis muslos.
—Tú y yo vamos a tener que hablar.
Le cojo el pelo y se lo pongo por el hombro, hacia delante.
—¿Crees que te puedes resistir a mis encantos?
—No.
Levanta los brazos y me los echa al cuello, apoya en mí la cabeza y cierra los ojos.
—¿Qué es el Paraíso? —inquiere, y la pregunta me pilla desprevenido—. No paro de ver un mar azul y… —Se para a pensar un instante—. Creo que es una villa.
Me echo hacia atrás y le pongo las manos en el vientre.
—Es un sitio especial. Donde nos casamos.
—Me dijiste que nos casamos en ese club de sexo tuyo tan chic.
Sigue con los ojos cerrados, lo que no hace sino confirmar el agotamiento que intenta combatir.
—Y así fue. Renovamos nuestros votos en la playa. —Sonrío con ternura—. Después te llevé al mar a darnos un baño.
—Suena romántico.
Sus piernas se entrelazan con las mías, piel resbaladiza contra piel resbaladiza.
—Dime cuántos años tienes.
Antes de volver a mentir, vacilo, preguntándome si de verdad significará algo para ella que continúe con este juego. Por ahora no ha despertado ni un puñetero recuerdo en su cerebro. Rumio cuál será mi siguiente movimiento demasiado tiempo, y al final decido coger el toro por los cuernos.
—Acabo de cumplir cincuenta.
No sé qué esperar. Quizá un grito ahogado de sorpresa. U horror. O… no lo sé, pero el silencio parece peor, porque el hecho de que no se sorprenda significa que debo de aparentar la puta edad que tengo.
Pasan unos segundos largos. Y sigue sin reaccionar. Puede que Ava se haya quedado dormida. O puede que no me haya oído. O puede que piense que no me ha oído bien.
—He dicho que tengo cin…
—Te he oído. —Cortándome, abre los ojos y me mira—. Ya lo sabía. Solo quería ver cuánto tiempo pensabas seguir mintiendo descaradamente.
¿Lo sabía?
—¿Cómo?
—Me lo dijo Kate.
Vuelve a ponerse como estaba, cómoda, y suspira, mientras yo planeo cómo vengarme de su amiga.
—Así que supongo que eso significa que esta vez no hará falta que te espose a la cama.
Kate está olvidada. La esperanza ha vuelto.
—¿Te acuerdas?
—No, me lo contó Kate. —Suelta una risita, y yo me desanimo—. No me puedo creer que te hiciera eso.
—Tampoco me lo podía creer yo —contesto, dibujando círculos en sus caderas con la punta de los dedos distraídamente, disfrutando con sus sutiles temblores.
Se instala un silencio cómodo, Ava dormita apaciblemente y yo miro al techo, encantado de dejarla descansar con tranquilidad.
Dispongo de unos preciados días, antes de que los niños regresen, para ayudar a Ava a hacer el progreso que necesita, y mi confianza en que pueda lograrlo se desvanece con cada hora que pasa. Con los mellizos aquí, tendremos que volver a readaptarnos. Cosas triviales como llevarlos al colegio nos supondrán un problema a ambos: a Ava porque ni siquiera sabe a qué puñetero colegio van, o dónde está, y a mí porque no quiero que vuelva a conducir. No quiero perderla de vista. Dejar a mi familia, aunque solo sea unas horas, siempre me ha costado Dios y ayuda. Una estupidez, sí. O tal vez no, teniendo en cuenta la situación en la que me encuentro ahora. El primer día de colegio de los mellizos fue uno de los peores días de mi vida. Al profesor no le pareció muy bien que me negara a salir de la clase, y Ava tuvo que sacarme tirándome de la camisa. Y para echar sal en mis sensibles heridas, mis hijos ni pestañea ron cuando me marché. Fui al trabajo enfurruñado. Pero, claro, mi mujer no se acuerda de nada de esto.
«Recuerda», exijo en silencio, abriendo imaginarios orificios en la parte posterior de la cabeza, ordenando a los recuerdos que suban a la superficie. «Recuérdame. Recuérdanos». Esta sensación de impotencia no mejora, por muchos recuerdos nuevos que esté creando para sustituir a los otros. Los otros son los originales. Por aquel entonces no era obligatorio que Ava me quisiera. Lo decidió ella, aunque se podría decir que no le dejé mucha alternativa. Ahora no puedo evitar que me preocupe un poco que esta vez ciertamente crea que no la tiene. Se despertó con un anillo en el dedo. Se despertó con una familia formada. Se despertó y vio a personas, personas a las que quiere y conoce, que le decían quién soy yo y quién es ella. Mi mujer. La madre de mis hijos. Mi puto mundo.
Profiero un suspiro hondo, abatido, y el pecho se me eleva, moviendo a Ava conmigo. Pongo las manos en sus caderas y le acaricio con suavidad los muslos, trazando amplios círculos en su piel. Me doy cuenta de que su cuerpo se tensa ligeramente y veo que sus pezones se han endurecido en la humeante agua. Sus brazos, aún en mi cabeza, se mueven un poco, al igual que su trasero, que se acopla a la perfección en mi polla, cada vez más tiesa. Me acobardo y dejo las manos quietas. ¿En qué estaba pensando cuando me metí con ella en la bañera? Debo de ser masoca. Ava se vuelve a mover, y esta vez suelto un gruñido en voz baja, apretando los dientes para no sucumbir a la increíble sensación que me produce su suave culo deslizándose por mi polla. Lo está haciendo a propósito, intenta doblegarme, desgastarme, dominar la situación.
Mis manos cobran vida propia y se deslizan un tanto hacia dentro, hacia el interior de los muslos. Me relajo y me dejo guiar por los sentidos, y ahora mismo mis sentidos la desean de todas las formas posibles. Entierro la cara en su pelo y lo huelo, mis dedos acercándose más a su centro. Sus piernas extendidas se abren como las puertas del paraíso. Ava gira la cara, la mejilla descansando en mi pecho, los ojos cerrados, los labios entreabiertos.
—¿Quieres que te toque, nena? —le pregunto en voz queda, rozándole los hinchados labios mayores para provocarla antes de retirar los dedos y volver a dibujar círculos en sus muslos.
Su cuerpo se arquea, las tetas suben, haciendo que chorros de agua le corran por los lados del cuerpo.
—¿Es eso un sí?
Una de sus manos deja mi cuello y busca mi mano, intentando ponerla donde quiere que esté. El hecho de que mi mano quiera estar en ese mismo sitio no viene al caso. Quiero que me lo pida. Debidamente.
—Dímelo —prácticamente me sale un gruñido, resistiéndome a sus intentos de moverme la mano—. ¿Quieres que te ponga los dedos donde estaba mi polla anoche?
Me zafo de ella y llevo ambas manos a los perfectos montículos de sus mojados pechos, rodeándolos con ellas.
Al parecer solo es capaz de musitar sonidos entrecortados de placer, el agua lamiéndole el cuerpo mientras se mueve suavemente contra mí.
—No te oigo. —Me acerco y le mordisqueo la oreja—. ¿Se te ha comido la lengua el gato, señorita?
—Aaah, Dios.
Sonrío.
—Así está mejor.
Vuelvo a bajar las manos entre sus piernas y la acaricio con delicadeza, manteniéndolas a la entrada. Joder, cómo me gusta. Tan mojada, tan caliente, tan mía. Todo su ser se vuelve laxo sobre mí, cada curva fundiéndose con mi pecho y mis muslos, su peso perfectamente repartido, sus brazos de nuevo rodeando mi cuello. La cabeza cuelga sin fuerza a un lado, los ojos adormilados, y me limito a observarla, paralizado mientras juego con ella, la provoco, franqueo su entrada despacio y me retiro.
—¿Te gusta? —musito.
Su respuesta es un suspiro largo y entrecortado. La tengo como una puta piedra, pero no siento el menor deseo de darle la vuelta y penetrarla. Solo quiero ver cómo disfruta del placer que le estoy dando.
Todo-el-día.
Su carne hinchada se desliza suavemente por mis dedos, sus blandas paredes succionándolos con una pasión insaciable. La punta de sus pezones me llama. Es un bombón. Lo único que indica que se acerca poco a poco al orgasmo es la creciente tensión de su cuerpo, sutil pero evidente, cuando está toda encima de mí, su espalda resbalando por mi pecho. Parte de mí quiere que siga disfrutando de este placer, a punto, lista para abandonarse y llegar al clímax. Pero la otra parte quiere oírla gritar mi nombre.
El control me es arrebatado cuando se vuelve de pronto, situando la unión de sus muslos a la altura perfecta de mi furiosa polla. Con las manos por encima de mi cabeza, agarrándose al borde de la bañera, se echa hacia delante, me roza la nariz con su nariz, la mejilla, el mentón y acto seguido mueve ligeramente las caderas, haciendo que mi polla se hunda con facilidad en ella. Toso para disimular mi sorpresa, apretando los dientes, cada centímetro de mi piel hormigueando de golpe y porrazo. Me cuesta respirar, y más aún controlarme.
—Eso ha sido un golpe bajo —jadeo contra su mejilla, mi polla latiendo como loca, desesperada por embestirla.
—Calla —me advierte y ataca mi boca con una fuerza firme, pero delicada, gimiendo feliz al ver que no ofrezco resistencia.
Me tiene justo donde me quiere tener, y en lugar de obsesionarme con la poca tranquilidad con que se lo está tomando, saboreo la certeza de que es evidente que le resulto irresistible. Me desea. Tengo cincuenta años y me desea.
Llevo las manos a su culo, le agarro los cachetes y la guío describiendo círculos lentos, increíbles, pegándola a mí mientras explora mi boca, su lengua luchando delicadamente con la mía. ¿Qué haría yo sin esto? ¿Sin ella? Me retiro, necesito verle la cara, necesito comprobar que es real.
—Mírame.
El corazón me late con fuerza, a un ritmo constante; sé que está ahí, pero necesito verle los ojos. Sé que le supone un esfuerzo, pero los abre a duras penas, las pestañas mojadas y pesadas, la oscura mirada rebosante de deseo. ¿O es amor?
—Te quiero.
Musito las palabras, echo la cabeza hacia atrás, contra la bañera, los músculos del cuello fallándome.
—Las palabras nunca han sido suficiente, Ava. Siempre he tenido que demostrártelo.
—¿Me lo estás demostrando…? —Pierde fuelle, la frente cayendo contra la mía mientras lanza un gemido—. ¿Ahora? —pregunta—. ¿Me lo estás demostrando ahora?
—Te lo estoy demostrando cada segundo.
Nuestros ojos están muy cerca; nuestras pestañas se tocan.
—Sin ti yo no existo.
No se lo digo para asustarla, ni para hacer que se sienta mal. No es chantaje emocional. Se lo digo porque es así.
—Sin ti soy polvo. Estoy vacío.
Adelanto la pelvis, penetrándola más. Ava es incapaz de mantener los ojos abiertos, los párpados se le caen, sus dedos ahora cogiéndome el pelo.
—Ábrelos —exijo, y obedece—. Te llevo tan dentro de mi corazón que sin ti no late.
—Porque solo late para mí —susurra, y asiento.
Lo entiende. En esta situación demencial en la que se encuentra, lo entiende por completo, y la ridícula conexión que ninguno de los dos pudo detener cuando nos conocimos es la que se está dando ahora y confirmándose. Diciéndole lo que tenemos. Guiándola.
—No sé cómo lo sé, pero lo sé.
Sus dedos me agarran con fuerza el pelo y las pequeñas contracciones de sus paredes internas acarician mi polla, haciendo que me acerque más a ese sitio especial.
—Juntos.
Su petición, en voz queda, hace que se me salten las putas lágrimas.
—Siempre juntos, nena —confirmo.
Mis brazos suben por su espalda y la abrazo mientras buscamos la satisfacción mutua, nuestros cuerpos fundidos, las caderas moviéndose en sintonía, sin romper el contacto visual. Y cuando nos corremos, lo hacemos juntos, yo conteniendo la respiración para refrenar los gritos de placer, Ava jadeando en mi cara, la mandíbula tensa.
—Oh, Dios.
Suelto el aire, la sensibilidad volviéndose excesiva, aunque la aguanto al ver que ella aún está disfrutando de su orgasmo.
Y cuando termina, se desploma por completo en mi pecho, respirando con dificultad.
—Eres el mejor sexo que he tenido en mi vida.
No sé si reírme o cabrearme.
—Aunque solo sea por mi salud, digamos que soy el único sexo que has tenido.
—¿Posesivo?
—¿Se me nota?
Pego un respingo y me río cuando me clava los dientes en el hombro.
—Pero qué animal eres, señora Ward.
Se relaja y yo también me relajo, tranquilos, saciados y felices. Y así es exactamente como nos quedamos hasta que el agua está demasiado fría para mi gusto y sin duda demasiado fría para mi mujer. Tiene la piel de gallina, por más que le frote la espalda con las manos.
—Basta ya de bañera.
Se resiste cuando intento levantarme, convirtiéndose en un peso muerto en mi pecho.
—Estoy a gusto.
—Estás helada.
Salgo del agua con facilidad, con Ava pegada a mí.
—Y tengo que darte de comer.
—¿Crees que podrás lograrlo sin hacerte daño tú?
Me señala la mano, una mirada de consternación empañando sus rasgos.
—No fue culpa mía. —Mi mueca de disgusto vuelve a instalarse, además de mi resentimiento—. Tu madre ha llegado a dominar el arte de sacarme de quicio, ¿sabes?
La pongo de pie, cojo una toalla, la seco, le froto el pelo mojado mientras ella permanece inmóvil ante mí, dejándome hacer.
—Algo me dice que no se necesita mucho para sacarte de quicio.
No le hago ni caso, le doy la vuelta y la cojo por los hombros para llevarla al vestidor.
—Me gustan las bragas negras. Y hay un sujetador a juego ahí mismo —le digo mientras abro su cajón.
—¿Y esto qué es? —inquiere tras meter la mano y sacar algo de debajo de los montones de encaje.
De pronto me veo frente a mi rival.
—Nada.
Le quito el vibrador de la mano y me lo escondo a la espalda, en mi cara reflejado todo el desprecio que me inspira ese puñetero chisme.
—¿Es mío?
Parece alarmada. Bienvenida a mi mundo, cariño.
—No.
—Entonces ¿qué hace en mi cajón?
Intenta quitármelo, frunciendo el ceño cuando me aparto sosteniéndolo con firmeza.
—Ni idea.
Me doy media vuelta y me voy, decidido a tirarlo a la basura de una vez por todas. Solo me faltaba ahora que un chisme me sustituyera. Ni de coña. Necesito todo el placer de Ava. Y también necesito que ella lo necesite.
Al llegar a la escalera y dar el primer paso, me detengo tambaleándome cuando me tiran del brazo y el vibrador de pronto desaparece de mis manos. Me vuelvo y veo que Ava lo está inspeccionando, mirando arriba y abajo el brillante aparato.
—Dámelo —advierto, y la amenaza va en serio.
Me mira a los ojos y sonríe satisfecha.
—Pero es mío.
—No —la corrijo, y me llevo una mano al paquete y adelanto un poco la pelvis, encantado de que su vista se centre en mi entrepierna—. Esto es tuyo. Eso no te hace ninguna falta.
Con los labios apretados, me sonríe con picardía. Y enciende el vibrador. El zumbido. Ese puto zumbido lleva doce años atormentándome. ¿Cuándo coño dejará de funcionar ese chisme?
—¿Lo utilizo mucho?
No pienso mantener esta conversación.
—Nunca. Dámelo.
Trato de cogerlo, pero ella se lo ha llevado a la espalda deprisa.
Hay un brillo juguetón en sus ojos, un brillo por el que pagaría cantidades industriales de dinero por ver permanentemente. No soy de los que dejan pasar una oportunidad, y delante mismo tengo una oportunidad. Que me está provocando.
Tras aclararme la garganta, me yergo y echo atrás los hombros, la cabeza ladeada, la sonrisa artera.
—Tres —digo fuerte y claro, dando un paso hacia delante, lo que anima a Ava a dar uno atrás.
—Ah, conque esas tenemos, ¿no? ¿Tu absurda cuenta atrás?
—¿Absurda?
Suelto una risita, aunque solo sea para impresionarla, y me observo un instante los pies desnudos y los paso por la moqueta como si tal cosa.
—De eso nada, señorita.
Miro con las pestañas bajas, mordisqueándome el labio inferior.
—No pensarás que es absurda cuando te coja. Dos.
Otro paso adelante y otro paso atrás para Ava. No estoy preocupado. Podría poner más de un kilómetro de distancia de por medio y aun así la alcanzaría.
—Recuérdame lo que pasa cuando me coges.
—Uno —cuento, abalanzándome con aire amenazador, sonriendo como un loco cuando ella retrocede, asustada, antes de serenarse deprisa.
—Bueno, supongo que lo averiguaré yo sola.
Se encoge de hombros, displicente, y apaga el vibrador.
—Se me da bien correr.
Me derrito por dentro. Qué mona su bravata. Y qué pérdida de tiempo.
—Nena, yo siempre gano. Si hay algo que recuerdes, más te valdría que fuera eso.
Se burla.
Sonrío.
Me mira amusgando los ojos.
Sonrío más.
—Cero, nena —musito, y sale disparada, aunque no tan rápido como le gustaría, la cojera evidente.
Y de repente me pregunto qué coño estoy haciendo alentando esto. Se hará daño, y todo porque quiere demostrar que tiene razón.
—Ava, para.
—Ni de coña, Ward.
Baja la escalera renqueando y yo me doy de tortas mentalmente, una y otra vez, por ser tan idiota y tan desconsiderado.
No salgo corriendo tras ella, voy caminando, aunque a buen paso, dispuesto a poner fin a este juego inmediatamente.
—Ava, esto no es un juego.
La veo volver la esquina cuando llega al final de la escalera, moviendo el vibrador por encima de la cabeza, el chisme vibrando de nuevo. Ava se ríe. Yo no. No me hace ni pizca de gracia.
—Ava, joder, para.
—Ya, para que me cojas. Se te ve el plumero, Ward.
Acelero, el ritmo ahora rápido.
—¡Ava! —exclamo, se me está agotando la paciencia: ¿es que no conoce sus putos límites?—. Te juro por Dios que si no lo dejas, te…
—¿Qué? ¿Empezarás la cuenta atrás? —Suelta una risa burlona—. Has perdido tu oportunidad, Ward.
Bajo los escalones que me quedan corriendo, hecho una puta furia, además de aterrorizado. Si no se mata con esta temeridad, seré yo quien le rompa la puta crisma. Oigo la puerta trasera. ¿Al jardín?
—¡Ava!
Recorro la casa como un huracán y consigo abrir la puerta a duras penas para no atravesar el cristal. La veo correr por el jardín hacia la cama elástica. Le estoy ganando terreno, y ella vuelve la cabeza, en la cara una sonrisa.
—¡Para! —aviso, corriendo detrás.
—No me puedo creer que te hayas puesto así por mi arma de destrucción mas…
No dice más, frena en seco, tan deprisa que casi me la llevo por delante. Le agarro los brazos y ella me mira, con cara inexpresiva.
—Masiva —termina, entre insegura y exhausta, la mirada fija en el vibrador que lleva en la mano.
Lo deja caer como si le quemara, como si estuviese ardiendo, y se lleva las manos a las sienes y aprieta los ojos.
El corazón me va a mil.
—¿Ava? Ava, nena, ¿qué pasa?
Ella chilla, doblando el cuerpo hacia delante, como si intentase encogerse para protegerse de algo. ¿Qué? ¿Dolor? Joder, el corazón se me va a caer a sus pies de un momento a otro.
—Ava, no me jodas.
La agarro por la parte superior de los brazos y me agacho, intentando verle la cara. Y cuando lo hago, no me gusta nada lo que veo.
Tiene la expresión atormentada, la cara desencajada por el dolor. Dios mío, algo va mal, muy mal. El instinto se adelanta y hace que la coja en brazos y vuelva corriendo a la casa, decidido a llamar a una ambulancia, a un médico, o quizá incluso a llevarla a toda prisa al hospital.
—Jesse, ¡para!
Como si pudiera desenchufarme, mis pies se ralentizan y ella se revuelve en mis brazos, llevándose las manos de nuevo a la cabeza y cerrando los ojos.
—Son demasiadas.
Sus manos se tornan puños, a todas luces frustrada.
—Demasiadas ¿qué?
—Cosas. Cosas que están pasando en mi cabeza.
Mi corazón, que ya iba acelerado, se acelera más aún. ¿Recuerdos? ¿Está hablando de recuerdos?
—¡Ayyyyy! —grita, y se golpea la cabeza en un lado, y yo intervengo, agarrándole las manos y apartándoselas.
—Para —le pido, obligándola a bajar los brazos a los costados—. ¡Para!, te lo pido por favor.
Ella me mira, entorna los ojos, la frente surcada de arrugas por el esfuerzo que le está costando pensar.
—Tómate tu tiempo, nena.
La dejo en la hierba y le cojo las manos, permitiéndole un instante para aclarar su cabeza.
—Tómate tu tiempo.
Estoy haciendo un esfuerzo supremo para no dejarme llevar por la emoción, intentando desesperadamente no dejar que la esperan za me abandone.
—Dime qué ves.
—No lo sé, todo está borroso.
Sus manos estrujan las mías, sus ojos muy abiertos, la mirada de loca.
—A ti.
Dios mío. Echo atrás la cabeza y miro al cielo, dando gracias a Dios por este avance.
—¿Dónde estoy?
Vuelvo a mirarla, animándola sin presionar, acercándome de rodillas.
—No lo sé, pero estás hecho una furia. Una verdadera furia.
Si resultase oportuno, me reiría.
—Ava, en el tiempo que llevamos juntos hay muchas veces en las que he estado furioso. Vas a tener que ser algo más específica.
—No te puedes mover.
Frunzo el ceño mientras me devano los sesos en busca de algo que me dé una pista de dónde se encuentra. Pero nada.
—Treinta.
Levanta la vista y me escudriña en busca de algo que le indique que la estoy siguiendo. Pero no es así, y me siento fatal por no poder darle nada. El mensaje es críptico.
—Treinta —repite, subiendo la voz, y yo diría que con cierto entusiasmo.
Acto seguido se levanta deprisa y me mira, partiéndose literalmente de risa. No sé por qué. Treinta no significa nada. Que no me pueda mover no significa nada. Ambas cosas juntas no significan nada. Me sobresalto cuando da una palmada, las manos juntas delante de la alegre cara.
—Tienes treinta y siete putos años —añade—. No te puedes mover porque estás esposado a la cama. Tienes treinta y siete putos años.
«Por el amor de Dios». Exhalo, abrumado, sintiendo que el cielo se me viene encima y me envuelve en una felicidad auténtica, absoluta. Es demasiado apabullante, y me dejo caer hacia atrás en la hierba, mirando al firmamento agradecido.
—¡He recordado algo!
Se abalanza sobre mí, cogiéndome la cara y obligándome a mirarla.
—No solo palabras, ¡te he visto! Subiéndote por las putas paredes.
Me besa con fuerza.
De todas las cosas que recuerda es esa.
—Típico —farfullo, fingiendo estar enfurruñado, cuando en realidad estoy en la puta gloria—. Y a ver esa boca, Ava, córtate. —En los dos últimos minutos ha soltado unos cuantos tacos.
—No pienso cortarme.
Sus labios dejan los míos y su rostro aparece sobre mí, velado por los húmedos rizos. La sonrisa que tiene en la cara basta para hacer llorar a un hombre hecho y derecho.
—Puto, puto, puto, puto. Tienes treinta y siete putos años.
Y una puta mierda. Ojalá.
—Siento tener que decírtelo, nena, pero hace mucho que no tengo treinta y siete putos años.
—Me da lo mismo.
Parpadea una, dos veces, y después rápidamente, parándose sobre mí, su sonrisa desvaneciéndose:
—Estabas hecho una furia. Y luego me puse hecha una furia yo. ¿Por qué?
Aprieto los labios cuando me vuelve a mirar. Sé exactamente por qué está hecha una furia.
—Puede que fuera porque pensabas que John me soltó, cuando en realidad fue Sarah.
—Otra mujer te vio desnudo y esposado a la… —Deja la frase en puntos suspensivos y parpadea de nuevo—. Un momento, ¿por qué estoy yo esposada a la cama?
Madre mía, está sufriendo un bombardeo serio. Le cojo la mano izquierda y la levanto entre ambos, señalando la alianza. Refrescándole la memoria.
—¿Por esto, quizá?
Ya le he contado cómo le propuse matrimonio. ¿Lo habrá olvidado?
—No puedes proponerme matrimonio cuando estoy esposada a la cama —exclama entusiasmada.
—Te equivocas —replico, y me mira, la preocupación por el hecho de que fuese Sarah la que me liberó ha desaparecido, ahora sonríe—. Pude hacerlo, lo hice y lo volvería a hacer.
—Eres todo un caso, Jesse Ward.
—Y esa es solo una de las razones por las que me quieres. —Me abstengo de decir «querías»—. Dime más.
Rodamos un poco, y se queda tumbada en la hierba, de cara a mí.
—¿Qué más ves? ¿Qué más recuerdas? —Quiero más, cualquier cosa, lo que sea.
Veo lo que le cuesta pensar, tratar de recuperar más recuerdos del pozo negro que es su cabeza, y la paro deprisa, poniéndole una mano en la cadera para que me mire. No quiero que haga un esfuerzo excesivo.
—No lo fuerces. Ya te vendrán más cosas.
—Las quiero ahora.
Su voz quejumbrosa y sus hombros caídos me hacen sonreír. A mí también me gustaría tenerlas ahora todas, pero la paciencia es una virtud y todas esas gilipolleces. Lo cual, viniendo de mí, es casi imposible. Pero por el bien de Ava y por mi propia cordura no debo presionarla más de lo que ya se está presionando ella misma. Aunque solo sea eso, debería consolarme el hecho de que quiera encontrarme a toda costa en ese cerebro confuso suyo.
—Vamos.
Nos levantamos y le paso un brazo por los hombros y la arrimo a mí.
—Ya has hecho bastante por un día. —Debe de tener la cabeza y el cuerpo hechos polvo.
Volvemos a la casa, siguiendo el sonido de mi teléfono, que está sonando. No soy capaz de disimular la tensión al ver el número, porque sé exactamente quién es.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Ava, mirándome con cara de preocupación.
—Alguien que querrá venderme algo. —Rechazo la llamada y bloqueo el número.
Listo. No puedo arriesgarme a que Sarah le baje el subidón a Ava. Hoy ha hecho muchos progresos. Grandes progresos.
Me siento esperanzado, y no estoy dispuesto a que la mierda de mi pasado empañe este sentimiento.