CAPÍTULO 52

Para ser un martes a primera hora de la tarde, el gimnasio está a reventar. Voy por recepción saludando a todo el mundo. Parecen sorprendidos de verme. ¿O acaso se preguntan dónde estará Ava?

Estoy subiendo la escalera cuando llama Sam.

—Hola —contesto.

—Pastillas para dormir. ¿Dónde puedo pillarlas? —suena urgente.

Sonrío, percibiendo el cansancio en su voz.

—¿Acaso tengo pinta de ser el camello del barrio?

John me ve a mitad de la escalera y también se muestra sorprendido. Da media vuelta y sube conmigo. Me señalo el teléfono y le indico que es Sam, y John esboza una sonrisa burlona.

—No es muy buena idea sobarse cuando hay un niño rondando.

—Joder, en mi vida he estado tan cansado. Soy un muerto viviente. Y Kate es un demonio.

Me acuerdo de esos días sin especial cariño, aunque nosotros teníamos que lidiar con dos. Pero eso no se lo digo, a Sam no le haría gracia. No, hago lo que haría cualquier amigo de verdad. Después de todo, un poco de práctica y refrescar mis habilidades probablemente me venga bien, y además a Ava le gustará, estoy seguro.

—Oye, ¿crees que Kate nos dejaría a Betty esta noche para que vosotros dos podáis dormir un día en condiciones?

—Joder, tío, ¿lo harías? —Parece contento como unas castañuelas, así, sin más, con la sola promesa de descansar—. A Kate no le importará.

—¿No deberías preguntarle primero? —inquiero.

Porque recuerdo la primera vez que dejamos nosotros a los mellizos para salir una noche en pareja. Y por Ava sin problema, ojo; era yo el que estaba muerto de preocupación. Llego a lo alto de la escalera con John, a la planta de fitness. Señalo el despacho de Ava y asiente, y levanta un dedo para indicarme que volverá dentro de un segundo.

—Lo que yo te diga, no le importará —me asegura Sam—. Y si le importa, iré yo a tu casa a quedarme contigo.

Me río y entro en el despacho de Ava. Veo a Cherry sentada en la silla de Ava y se me congela la risa. Ese no es su sitio. Esa silla solo es de una mujer.

—Habla con Kate y llámame.

—Estaremos ahí a las siete —replica, y cuelga.

—Ah, hola. —Cherry me dedica una sonrisa radiante y mira detrás de mí—. ¿No ha venido Ava?

—No ha venido Ava —confirmo.

Me acerco a la mesa de mi mujer. Hay muchas cosas fuera de su sitio. El portalápices no está donde debería, la alfombrilla del ratón es distinta y las bandejas para los documentos están torcidas. Muy ordenadas, pero torcidas. Ava no las tenía así, contra el rincón del fondo. Claro que eso mi mujer no lo sabrá.

—¿Quieres beber algo?

Cherry se levanta y coge un montón de papeles del borde de la mesa para cuadrarlos.

—Agua, gracias.

Me dejo caer en la silla ahora desocupada y escudriño la habitación mientras Cherry sale discretamente. Parece vacía. Sin vida. Me retrepo, y apoyo el codo en el brazo y tamborileo con los dedos en mi mejilla, pensativo. Y sonrío. Otro hijo.

—¿Por qué sonríes? —pregunta John mientras se acerca a la mesa.

En ese momento caigo en que uno de mis amigos de toda la vida no sabe nada de lo que ha pasado estos últimos días.

—Voy a ser padre —lo digo con firmeza, y me siento orgulloso de ello.

—Ya eres padre, capullo estúpido. —Se acomoda en la silla de enfrente—. Pensaba que la que había perdido la memoria era Ava.

De haberlo dicho otro, le habría partido la cara. Pero es John. Y sería él quien me partiría la cara.

—Otra vez —añado—. Voy a ser padre otra vez.

Abre mucho los ojos.

—¿Cómo?

—Ava está embarazada.

Veo que le empieza a entrar la risa y espero a que le salga y sacuda el puto gimnasio entero. Pero no se ríe. De alguna manera consigue aguantársela, aunque veo claramente que le hace mucha gracia.

—¿Lo teníais planeado?

Le lanzo un bolígrafo.

—Esa sí que es una puta pregunta estúpida, John. No me jodas, ¿qué tío de cincuenta años en su sano juicio se metería en semejante fregado?

Encoge los enormes hombros como si tal cosa.

—Yo, si se me hubiera presentado la oportunidad.

Me cierra la boca. Y me hace recular. Nunca le he preguntado a John por su pasado, y él nunca me lo ha contado. Algo en mi interior, quizá prudencia, me decía que no lo hiciera. He pensado con frecuencia si le habría gustado tener hijos de haber encontrado a la mujer adecuada. Y me acaba de responder. Aunque no debería sorprenderme. Se lleva genial con los mellizos, desde siempre. En cierto modo, es como un segundo padre.

—¿Ha habido alguna vez una señora John? —le pregunto.

Sonríe, dejando al descubierto sus blancos dientes y el toque de oro que lo caracteriza.

—¿Cómo es que has tardado tanto en preguntar, hijo?

Me río para mis adentros.

—Puede que por las vibraciones hostiles que percibo cada vez que se me pasa por la cabeza curiosear.

—Hubo una mujer, hace tiempo.

Se encoge de hombros, como si no fuera nada. Casi seguro que no es nada.

Me inclino hacia delante en la silla, intrigado.

—¿En serio? ¿Quién?

Me mira unos instantes, a todas luces preguntándose si desembuchar o no.

—La verdad es que ya no importa. Es agua pasada. Historia.

Es evidente que ha decidido no hacerlo.

Suspiro, maquinando para ver cómo le puedo sonsacar la información.

—¿Antes de que yo te conociera?

Me fulmina con la mirada.

—Déjalo.

—¿Y si no lo hago?

—Tendrás que atenerte a las consecuencias.

—¿Que son?

—Te digo que pares, capullo cabezota —advierte.

La amenaza que percibo no es ninguna broma, pero algo me dice que en realidad quiere contármelo. Sin embargo, hago lo que me pide, aunque me esté devanando los sesos, volviendo atrás en el tiempo, hasta llegar a cuando mi tío me acogió. John ya estaba allí entonces, era el mejor amigo de mi tío. De hecho siempre ha estado… ahí. Farfullo para mis adentros, comiéndome la cabeza. La conozco, de ahí que él se muestre reservado y reacio.

Hago un barrido de todas las mujeres que solían frecuentar La Mansión mientras nos miramos durante lo que parecen años; sus ojos sombríos, los míos curiosos. Y entonces coge aire para hablar.

—Enamorarte de la novia de tu mejor amigo no es lo que se dice ideal.

No aparta la mirada de la mía.

¿La novia de su mejor amigo? Su mejor amigo era el tío Carmichael…

Caigo de golpe y porrazo.

—¿Sarah? —espeto.

El corazón me da el segundo vuelco del día, solo que en este caso no se trata de ninguna bromita de mal gusto. Asiente a modo de confirmación. Hay que joderse. ¿Sarah? ¿Cómo lo ha estado callando todo este tiempo?

—John, no sé qué decir.

Lo vigilaba todo, de cerca, a Sarah, a mí y al tío Carmichael, el maldito triángulo amoroso y la tragedia que vino con él. Y los años siguientes, con Sarah loca por mí, haciendo cualquier cosa para intentar ganarme. ¿Cómo lo aguantó? ¿Cómo pudo enfrentarse a ello? ¿Soportarlo?

—No digas nada y pasemos página —avisa, viendo claramente que le estoy dando vueltas al asunto.

¿Ha estado enamorado de Sarah todo este tiempo? ¿Sin que yo lo supiera? ¿Sin que me diese cuenta?

—¿Cómo se puede querer a alguien tan destructivo? —pregunto, atónito.

Me mira como si yo fuese idiota.

—Pregúntale a tu mujer.

Me quedo hecho polvo, repasando los años en busca de pistas que no supe ver. Y ahora soy consciente de que había millones. La tranquilidad que se gastaba con ella. Sus ocasionales intentos de defender sus actos. Su cabreo cuando ella perdía los papeles tantas veces. No estaba enfadado únicamente por lo que Sarah me estaba haciendo a mí, sino por lo que se estaba haciendo a ella misma.

—No se puede ayudar a quien no quiere que lo ayuden —afirma, abandonándose extrañamente a los recuerdos—. Tú querías ayuda.

—Mierda, John —digo, levantando un poco las manos.

Entonces me viene algo a la cabeza: Sarah está en su casa, lleva allí semanas.

—¿Se puede saber por qué te metes en semejante lío? Y ¿qué coño opina Elsie? Un momento, ¿qué opina Sarah? ¿Sabe lo que sientes?

—Lo que sentía. Y no, ni lo supo ni lo sabe. Ni tu tío tampoco. ¿Acaso crees que quería añadir más leña al puto fuego que teníais montado ella, él y tú? Y dejé de quererla cuando dejó de quererse. Y la razón de que esté en mi casa es que a mí me puede hacer menos daño que a ti.

—No…

—No se lo contarás a nadie.

El tono de John no puede ser más amenazador cuando se levanta de la silla:

—Es historia.

—Claro.

No hace falta que me lo diga dos veces.

—¿Qué hay de Sarah? ¿Cuánto piensa quedarse contigo?

—Hasta que se ponga bien.

Este hombre es un santo varón.

—Y ¿qué hay de Elsie?

—Tiene no sé qué mierda de terapia holística que quiere probar con Sarah. —Gira la cabeza y pone los ojos en blanco—. ¿Quién sabe? Quizá así se desenganche.

La puerta se cierra al salir él y me quedo sentado a solas, en silencio, mucho tiempo, tratando de asimilar la noticia. Lo cierto es que no puedo, por mucho que lo intente. Son tantos los años que tener en cuenta, tantas las ocasiones pasadas que analizar para dar con lo que busco. No encontraré nada. John hizo un trabajo demasiado bueno ocultando lo que sentía a Sarah y al resto del mundo. Siempre ha antepuesto a los demás. Y eso es algo que no está bien. Saco el teléfono y encuentro el número que bloqueé. Lo desbloqueo y llamo, y nada más oír la voz de Sarah, noto una sensación de hormigueo en la piel, me levanto de la silla y me pongo a dar vueltas por el despacho.

—Tienes que irte de la ciudad, Sarah —suelto sin rodeos.

—¿Jesse?

—Sí. Tienes que irte.

Se produce una pausa y después se escucha un suspiro.

—¿Cómo está Ava?

—No te he llamado para hablar de mi mujer. Te he llamado para decirte que te vayas de la ciudad.

—No puedo ir a ningún sitio, Jesse. Estoy tiesa.

Me paro al acordarme de que John me ha dicho eso mismo. No tiene ningún sitio adonde ir, ningún sitio donde quedarse. Así que se está aprovechando de John, y John nunca le dirá que no.

—Mándame tu número de cuenta —le ordeno—. Te haré una transferencia y te irás, ¿me has oído?

John ha estado esperando décadas para conocer a una mujer. Ahora la ha conocido, y me niego a que esta zorra odiosa se cargue lo que podría ser su final feliz.

—¿Me has oído?

—Te he oído —musita.

El hecho de que no lo discuta resulta exasperante. Porque es así de egoísta. Le importa un pito John. O yo. Solo le importa ella misma.

—Lo haré ahora. Mándame el número.

Cuelgo, y en los dos pasos que tardo en regresar a la mesa de Ava para abrir la página de mi banco me llega su número de cuenta al móvil. Me río sin dar crédito, no ha perdido el tiempo. Unos cuantos clics y allá van cien mil libras. No hemos hablado de números, pero quiero darle lo suficiente para asegurarme de que no tenga que volver nunca. Me echo hacia atrás en la silla y me quedo mirando la pantalla mientras le digo adiós al dinero que mejor he empleado en mi vida.

El teléfono me vibra en la mesa y al mirar veo dos llamadas perdidas de Ava. Con el corazón en un puño, voy a llamarla cuando me percato de que tengo un mensaje en el buzón de voz.

Toco el icono correspondiente y me llevo el móvil al oído para escuchar el mensaje. «Te he llamado dos veces y no me lo coges —dice—. Sigo con Zara. Me lo he pasado genial. Hemos ido a la tienda de al lado y hemos comprado un vestido para la cita que tiene esta noche. No hemos encontrado los zapatos adecuados, pero yo tengo unos que le quedarían perfectos, así que vamos a ir a buscar a los niños y a casa. Conduce ella, así que no te asustes. Te veo allí».

Mi reacción instintiva es llamarla y dejarle claras un par de cosas, pero consigo contenerme. Cojo aire, me relajo en la silla y cierro los ojos. Me ha llamado. Está bien y va a buscar a los niños. Debería dejar que hiciera esa clase de cosas, debo dejar que las haga, necesita hacerlas. Justo cuando me estoy obligando a guardar el teléfono entra alguien: Cherry con mi agua. No se ha dado mucha prisa que digamos.

Sonríe, toda alegre y voluntariosa, mientras viene hacia mí, claramente contoneándose a propósito. Y, si no me equivoco, se ha desabrochado un botón de la blusa desde que se fue a por el agua. Mi suspicaz mirada la sigue hasta la mesa de Ava, donde pone el culo en un lado y cruza una pierna sobre la otra.

—¿Algo más? —susurra casi.

Suspiro. Ha llegado el momento de ponerla en su sitio.

—Cherry —empiezo, y su sonrisa se vuelve más radiante, sus ojos bajando a mi torso—. Permíteme que te explique una cosa.

—Ajá —responde, y comienza a mordisquearse el labio inferior.

—Si mi mujer te pilla mirándome así, hará que te comas los taconazos.

Mis palabras no parecen surtir mucho efecto, sus ojos suben por mi pecho hasta llegar a mi cara.

—Y ¿qué pasará si tú me pillas mirándote así?

Su descaro me deja pasmado.

—Te acabo de pillar haciéndolo.

—¿Y?

Me inclino hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Los ojos le brillan más con mi cercanía.

—Y creo que tienes agallas —respondo en voz baja—. Y también que eres idiota.

Se encoge de hombros.

—No se consigue lo que se quiere si uno no se lanza.

—Estás despedida.

Abre los ojos como platos.

—¿Cómo?

—He dicho que estás despedida.

Esbozo una sonrisa resplandeciente, una que la haría caer de culo si no lo hubiera hecho ya del susto.

—No puedes despedirme —escupe indignada.

Me río, retrepándome de nuevo.

—Le acabas de faltar al respeto a mi mujer, que da la casualidad de que también es tu jefa. ¿Crees que la dejaría a ella por ti? —Suelto una risita que suena cruel—. Deja que te dé un consejo de despedida.

Se baja de la mesa, el rechazo haciendo que se ruborice, pero no de ira, sino más bien de vergüenza.

—¿Cuál?

—Si tu intención era aprender a ser sexy y seductora, deberías haber pasado más tiempo admirando a mi mujer en lugar de a mí. Adiós.

Rabia. La tiene escrita en la cara.

—Pero eras el dueño de La Mansión.

La miro como si fuese una puta idiota, porque lo es.

—Largo —prácticamente gruño, justo antes de perder los estribos.

Es lo bastante lista para darse cuenta de lo cabreado que estoy y va deprisa hacia la puerta. Su regalo de despedida es una mirada furiosa y obscena cuando vuelve la cabeza antes de dar un portazo a lo bestia.

La muy imbécil.

El teléfono me suena de nuevo y lo cojo deprisa mientras me pongo de pie y voy hacia la puerta.

—Hola, nena.

Me espero que me regale los oídos por dejarle que haga sus cosas de chicas y no llamarla.

—¿Se puede saber de qué coño vas, Ward?

Me paro en mitad del despacho, devanándome los sesos para saber qué he hecho. Al final pregunto, porque no tengo ni puta idea.

—¿Qué he hecho?

—No me has devuelto las llamadas. Solo me salta el buzón de voz.

Está hecha una furia, frenética, y yo sonrío de oreja a oreja.

—Vaya, nena, ¿estabas preocupada por mí?

Bienvenida a mi mundo, señorita.

—Un poco —responde, y no puedo evitar sentir una gran satisfacción.

—Debí de quedarme sin cobertura —alego, yo a lo mío.

Estoy pensando que probablemente no sea buena idea contarle que estaba hablando por teléfono con Sarah.

—¿Dónde estás?

—En el gimnasio.

Percibo su enfado al mencionar que estoy aquí solo, sin ella, y la tranquilizo:

—Acabo de despedir a Cherry.

—¿Cómo? ¿Por qué? Por favor, no me digas que te entró. La muy zorra.

—Bueno, ya sabes, tu marido es un dios entre los hombres. Es comprensible.

—Y tú insoportable.

—Y te quiero. ¿Dónde estás?

—En casa. Zara acaba de irse y los niños están en la cama elástica.

—Estoy saliendo de aquí.

Cuelgo y voy a buen paso hacia el coche, con la sensación de que hace años, y no horas, que no los veo.