CAPÍTULO 29

Se podría decir que soy un dios hogareño.

Empiezo a acostumbrarme a esta mierda de cafetera. Y también al hecho de que no esté preparada para que me pueda tomar un café cuando me levanto por la mañana. Ava por fin duerme bien, y no se me ocurriría despertarla, así que he asumido sus tareas.

Enciendo la cafetera y saco del armario de la despensa los cereales, que dejo a un lado para los niños. Solo cuando vuelvo con la cafetera me doy cuenta de lo que he hecho. El vacío que siento en mi vida aumenta, y como si presintieran que los echo de menos, el teléfono me suena. Corro a contestar. Sonrío al ver la cara de mi hijo iluminando la pantalla.

Lo cojo y lo dejo apoyado en la cocina mientras sigo con el desayuno de Ava.

—¿Estás friendo huevos, papá? —pregunta Jacob a modo de saludo.

El mar que se ve de fondo es impresionante, el murmullo de las olas fuerte pero tranquilizador. No me importaría ir de vacaciones a un sitio así.

—Eso hago, hijo.

Doy unos golpecitos con la espátula en el borde de la sartén antes de levantarla para enseñárselo.

—Le voy a llevar el desayuno a la cama a tu madre.

Me siento como si hubiese vuelto a nacer, lleno de energía. Anoche fue una de las más increíbles de mi vida. Y, lo que es mejor aún, sé que mi mujer siente lo mismo.

—No olvides que le gusta la yema líquida —me recuerda Jacob, lo que hace que mire la sartén y vea dos yemas nada líquidas, y el niño se percata de mi mirada ceñuda—. Hazlos revueltos —me aconseja—. Con salmón. Ya sabes que es una de las cosas que más le gustan.

—No tengo salmón —refunfuño, y se me pasa por la cabeza que voy a tener que mover el culo e ir al supermercado.

Andamos escasos de todo, pero hacer la compra no es lo que se dice la cita romántica que tenía pensada para luego. Oigo que Jacob suspira y me encojo de hombros, porque eso es lo que hago.

—¿Cómo está Maddie? —pregunto.

—Por ahí. En la playa.

¿Por ahí?

—Qué bien. ¿Con una amiga?

—Con Hugo.

La sartén se me cae estrepitosamente en la cocina, y apoyo la mano en el fuego.

—¡Me cago en la puta! —exclamo, y me pongo a dar saltos, agarrándome la mano con fuerza para aliviar el dolor—. Hija de perra.

Joder. Mis nudillos aún lucen las señales de cuando arremetí contra el espejo y la puerta. ¿Y ahora esto? Sacudo la mano, haciendo una mueca de dolor.

—Joder, cómo duele.

—¡Jesse Ward! —escucho decir a mi suegra.

Me acerco corriendo al teléfono y veo que Jacob pone los ojos en blanco justo cuando la madre de Ava lo aparta de la cámara. Veo su rostro, sumamente disgustado.

—Hugo es un nombre de chica. —Lo digo como si fuese un hecho—. ¿No?

—Hugo es un chico —afirma ella con ligereza, y a mí no me hace ninguna gracia—. Es el nieto de unos amigos. Cenamos con ellos la otra noche.

Acerco la cara a la pantalla y veo que Elizabeth se aparta. Mi hijita está en la playa sin que yo ande cerca para asegurarme de que ningún cabroncete revolotea a su alrededor.

—Confío en ti, Elizabeth.

—Para que haga ¿qué? ¿Atosigarla cuando no estás tú?

—Sí.

Me miro la mano y veo que me está saliendo una ampolla.

—No dejes que se acerque a mi hija —advierto, y cojo el móvil y me voy a la pila—. Los chicos no son de fiar. ¿Cuántos años tiene el cagarro?

—Trece.

Dejo el teléfono en el fregadero.

—¿Trece?

¡Dios mío!

—Elizabeth, esto…

Paro de despotricar cuando alguien me coge la mano. Al mirar al lado, veo que Ava le está echando un vistazo a la quemadura. Sacude la cabeza, coge mi teléfono de la pila y lo apoya contra el protector antisalpicaduras.

—Hola, mamá.

Abre el grifo y me mete la mano a la fuerza bajo el chorro de agua fría. Profiero un sonido de desaprobación cuando me mira de soslayo, su cara diciéndome que es culpa mía.

—Hola, cariño.

Como es natural, Elizabeth se muestra encantada de ver a su hija. Pues lo siento mucho. Recupero mi móvil mientras Ava se ocupa de mi mano, manteniéndola debajo del agua.

—A ver, el chico.

—¿Qué chico? —mete baza Ava mientras se inclina y coge un paño de cocina del lateral.

En lugar de contestarle, presiono a Elizabeth para que me dé detalles.

—Que no se acerque a mi hija.

—No seas exagerado.

Mi suegra lanza un suspiro. No puede evitar desautorizarme, siendo el puto grano en el culo que es.

—Se está haciendo mayor, Jesse, tienes que dejarla a su aire.

Creo que podría estallar. ¿Cuánto tardaría en llegar a Newquay?

—Elizabeth…

El teléfono me desaparece de la mano a la velocidad del rayo cuando Ava me lo quita y se marcha. Me quedo mirando sin dar crédito.

—¿Están bien los niños, mamá? —pregunta.

Vuelve la cabeza y me mira como desafiándome a que le birle mi teléfono. Es una puta conspiración. Todos unidos contra mí.

—Bien. Y sí. —Ava hace un mohín—. Es muy atento y cariñoso. Me encuentro mejor cada día.

No quiero sonreír. No cuando intento contener la rabia que siento y estoy agobiado, pero antes de que me dé cuenta está ahí, una sonrisa bobalicona. Ava está bien. Y yo también lo estaba hasta que mi suegra me ha fastidiado el día. Resoplo y me dejo caer en un taburete mientras me miro con gesto adusto la mano herida, envuelta en un paño. Genial. Joder, genial.

—Yo también tengo ganas de veros.

Ava viene a mi lado para sentarse en un taburete, sujetándose la toalla de baño que la envuelve. No sé cómo lo he hecho: hace un minuto iba tapada con la ropa blanca esponjosa y ahora no lleva… nada. La toalla va a parar al suelo y Ava suelta un grito ahogado y me mira con cara de sorpresa. Yo me limito a sonreír. Una sonrisa amplia, grande y satisfecha, mientras me relajo en el taburete y la miro, haciendo teatro, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba… y… abajo.

Cojo aire y lo suelto ruidosamente.

—Qué buena pinta tiene el desayuno —comento, y Ava me da en la cabeza de broma.

Me río mientras ella intenta alcanzar la toalla. La muy boba. La cojo yo y corro al otro lado de la isla mientras la agito para picarla.

—Ava, ¡estás desnuda! —grita Elizabeth.

—El puñetero FaceTime —digo.

Sacudo la cabeza con socarronería y me echo la toalla por los hombros.

—Estás desnuda, nena.

Su mirada ceñuda le valdría un premio, como mi sonrisa de satisfacción.

—Te tengo que dejar, mamá. Dales a los niños un beso de mi parte.

Corta y me señala con el teléfono.

—Te has metido en un buen lío, Ward.

—Uy, qué bien. —Me froto las manos—. Adelante, nena. A-de-lan-te.

Sus intentos de disimular la sonrisa que asoma a sus labios fracasan estrepitosamente.

—Eres mucho mayor que yo. Creo que la velocidad ya no es lo tuyo.

¿Mucho mayor?

—No me has visto ir detrás de los chicos que se acercan a nuestra hija. Soy un puto galgo.

Amusga los ojos y da un paso a la izquierda. Yo doy un paso a la derecha.

—Te voy a coger —advierte.

Bien. Espero que lo haga.

—Y después ¿qué piensas hacerme?

—A ti te lo voy a decir.

—Ya lo averiguaré por mi cuenta.

Salgo como una flecha de la cocina, la toalla ondeando a mi espalda, y en cuanto deja de verme, me tiro al suelo y me tumbo boca arriba.

Sale de la cocina cojeando un poco y pega un grito cuando tropieza conmigo. La agarro y la tumbo con suavidad sobre mi pecho.

—Creo que me has pillado, señora Ward.

—No me hagas la pelota.

Apoya las manos en mis pectorales con la intención de levantarse, pero se le va el santo al cielo por completo al ver mi ancho pecho desnudo, encantada con lo que ve. Esta mañana las sonrisas son fáciles y abundantes.

—Tierra a Ava —musito, sacándola de su trance.

—¿Sabes qué? —dice, y suspira y me mira a los ojos mientras me da un beso largo en el pecho—. Creo que aunque aún fuese joven, querría montármelo contigo.

Suelto una tremenda carcajada, que hace que Ava dé un bote. Noto que sonríe contra mi piel, las manos abiertas, tocándome. Cuando dejo de reírme, la hago rodar por el suelo, atrapando su cuerpo desnudo bajo el mío. Hace un sonido raro y me levanto de inmediato, preocupado.

—No pasa nada. —Entierra las manos en mi pelo y juguetea con los mechones—. Es que el suelo está frío. ¿Qué tal la mano?

Entorno los ojos, consciente de que intenta centrar la atención en mí.

—Bien.

La muevo un poco para comprobar que es así. Algo dolorida, pero nada más.

Sus manos bajan a mi culo y hunde las uñas en mi bóxer mientras levanta la pelvis y hace ruiditos sensuales.

Mi polla se despierta, y muevo el culo para hacerle sitio entre nosotros, la presión instantánea. Lanzo un gemido y echo la cabeza hacia atrás. Tengo que contenerme.

—Estos dos últimos días te he robado mucha energía.

La moto, la cena, las discusiones…, el sexo.

—Pero…

—Sin peros.

Me levanto de mala gana, ayudo a Ava a ponerse de pie y la envuelvo en la toalla, desoyendo sus protestas.

—Tienes que comer.

Encorva los hombros, y aunque estoy entusiasmado a más no poder de que le cueste refrenar su deseo, soy consciente de lo mucho que le he exigido, aunque ella se niegue a admitirlo. La obligo a dar media vuelta y la llevo a la cocina, la siento y le sirvo los huevos que le he preparado. Unos huevos cuestionables.

—Come —le ordeno, y le pongo el tenedor en la mano.

Cojo mi teléfono. Tengo que hacer una llamada. Llamo a John y salgo de la cocina.

—Sarah me llamó la otra noche —le cuento en voz baja cuando estoy fuera del alcance del oído de Ava, volviendo la cabeza.

—¿Qué coño dices?

No está contento. Bien, porque yo tampoco lo estoy.

—Mira que se lo dije, joder.

—Pues díselo otra vez.

Gruñe a modo de confirmación.

—Se lo diré. Se lo he dicho, pero insiste en que tiene que hablar contigo.

—Ya se le puede ir quitando de la cabeza. Esa mujer es veneno.

—Lo sé, y tú lo sabes. Pero Sarah sigue siendo igual de cabezota. —Suspira—. Hablaré con ella. ¿Qué tal Ava?

—Está bien. ¿Y el gimnasio?

—Todo en orden —asegura—. Tú concéntrate en tu chica.

—Gracias, John.

Sonrío al colgar, y aprovecho para llamar a Elizabeth mientras Ava desayuna.

—Hola.

La mujer lanza un suspiro.

—Jesse Ward, no pienso…

—Calla y escucha. No te llamo por el cagarro. Quería hablarte de Ava y los niños.

—Ah. ¿Va todo bien?

—Sí, la verdad es que muy bien. ¿Y los niños?

Aunque no hace falta que pregunte, lo veo en sus caras cada vez que hablamos: están perfectamente.

—Están muy bien. Tienen muchas preguntas, pero solo quieren que alguien los tranquilice. Hablar con Ava les ha venido bien.

Sonrío.

—Sé que ya ha pasado una semana, pero los primeros días aquí fueron un mar de lágrimas. Ahora empiezo a ver progresos, Elizabeth.

Me duele en el alma decirlo, y echo mucho de menos a los mellizos, pero…

—¿Podríais quedaros con ellos un poco más?

Ni se lo piensa.

—Pensábamos volver el lunes.

—Te quiero, mamá.

—Calla, demonio.

Cuelga mientras yo vuelvo a la cocina y me siento en un taburete junto a Ava. Veo que no ha tocado el desayuno. Le doy un golpecito con el codo cuando baja el tenedor y le lanzo una mirada de advertencia mientras dejo el teléfono en la encimera, dispuesto a empezar a dar de comer a la fuerza a mi mujer.

—Deja de observar la comida y come.

Suspira y pincha un poquito de huevo con el tenedor.

—¿Con quién hablabas?

—Con John. —Me levanto y sirvo café—. Solo quería saber cómo iba el gimnasio.

—¿Lo puedo ver?

Come un poco y mastica despacio, mirándome.

—Ver ¿qué?

—El gimnasio.

—Claro. Si te comes todo el desayuno, te llevo después de terapia.

Su mirada de exasperación me hace sonreír.

—¿Como una esposa obediente?

Me acodo en la isla, al otro lado, y esbozo la sonrisa que reservo únicamente para ella.

—Así exactamente.

Le tiro un besito y me pongo a limpiar la cocina. Puede que ver el gimnasio haga que le venga algún recuerdo a esa confusa memoria suya.