CAPÍTULO 2

Siento que la paz me invade a medida que avanzo con mi Ducati por la entrada al aparcamiento de nuestra pequeña mansión. El coche de Ava está aparcado donde siempre, con el maletero abierto. Me paro al lado de su Mini, me quito el casco y observo el sucio vehículo. La pintura negra está cubierta de polvo, mate, vieja.

—En el blanco no se ve el polvo —murmuro para mí—. Y en un Range Rover puedes meter más bolsas de la compra.

Puede que una vez le impusiera el coche más grande y robusto, pero al final ella me convenció y recuperó su fiel Mini. Ava aparece en la puerta principal, su paso vacila al verme junto a la moto. Sin apartar la mirada de sus ojos color chocolate, apoyo el culo en el asiento con el casco en el regazo y cruzo las piernas a la altura de los tobillos. ¿No es este el mejor recibimiento que pueda desear un hombre? Me tomo mi tiempo para admirarla. Sigue pareciendo recién follada.

—Señorita —digo, mi tono de voz automáticamente grave.

Se aparta el pelo de los hombros.

—Mi señor.

Me descubro moviéndome para acomodar mi creciente erección bajo la bragueta de mis pantalones de cuero. Por su sonrisa contenida, sé que es consciente de la actividad que ha despertado ahí abajo, y por un momento vuelvo a pensar una vez más cómo debe de sentirse mi esposa sabiendo que doce años después de conocernos sigue causando este intenso efecto en mí. Nunca me canso de ella.

Baja la escalera contoneándose mientras me mira fijamente hasta llegar junto al maletero del coche. Se inclina hacia el interior haciendo resaltar la curva de su trasero y saca una bolsa de Tesco.

—Deja la bolsa en el suelo —le digo.

—No seas tan exigente.

Finge un suspiro y gira sobre sus talones, meneando el culo al subir cada uno de los peldaños con la bolsa colgando de los dedos.

—Tengo que dar de comer a tus hijos.

—Y yo tengo necesidades, señorita —le digo, y suelto el casco en el asiento de la moto y voy tras ella—. ¡Ava!

Oigo su risa mientras desaparece por la puerta, y cuando llego a la cocina me la encuentro de pie, con la bolsa en el suelo. Me paro y observo cómo se agacha lenta y seductoramente y saca algunos artículos de la bolsa. Sonrío mientras levanta una ceja con descaro y me enseña dos tarros de mantequilla de cacahuete.

—Puede que te deje lamerla de mi cuerpo.

—¿Puede que me dejes? —me río, divertido por su coquetería—. Ava, llevas más de diez años casada conmigo, ¿aún no has aprendido?

—Aquí mando yo —susurra dejando los tarros en la encimera y haciendo un puchero con sus carnosos labios.

Me sorprendo doblando el torso para evitar que la polla me rompa los pantalones de cuero.

—Ava, a menos que ahora sea un buen momento para apoyarte en esa encimera y follarte como un loco, no me provoques.

Joder, desde que nacieron los mellizos tengo que controlar dónde puedo pillarla. Mi fuerza de voluntad se está agotando. Será la edad. Borro ese pensamiento antes de que me fastidie el humor.

—Tienes que hablar con Maddie. —La frase de Ava me llega de algún lugar.

Me burlo. No. Ni pensarlo, porque sé perfectamente de lo que quiere hablar mi hija de once años.

—No voy a pasar por eso otra vez, Ava. Y punto.

—Tienes que aprender a tratar con ella antes de que se divorcie de nosotros.

—Sé cómo tratar con ella —refunfuño indignado.

—Encerrarla en su cuarto no es saber tratar con ella.

Frunzo el ceño.

—No exageres.

Ava se ríe. Es condescendiente. Más le vale dejar el tema o se acabará ganando un polvo de represalia.

—El otro día la amenazaste con hacerlo.

No me puedo creer que tenga que volver a explicarme por enésima vez.

—Ava, llevaba unos shorts vaqueros que le vendrían a una Barbie. Y ¿piensa ir a la fiesta del colegio con eso puesto? —Me río al imaginarlo—. Ni hablar. Por encima de mi cadáver.

Mi esposa pone los ojos en blanco.

—No eran para tanto.

—¡Tiene once años!

—Se está convirtiendo en una jovencita.

—Se está convirtiendo en un auténtico incordio, ¡en eso se está convirtiendo!

—Te estás pasando un poco, Jesse.

¿Que me estoy pasando? A mí no me lo parece en absoluto.

—Ava, cuando la recogí la semana pasada, un pequeño pervertido casi se le echó encima mientras venía desde la puerta del colegio hasta el coche.

Solo recordar el incidente hace que me hierva la sangre. Si no hubiera habido un guardia de tráfico que me hizo moverme del área de aparcamiento restringida, habría salido del coche y cruzado la calle a la velocidad de la luz.

Ava me sonríe burlona.

—¿Un pequeño pervertido?

—Sí, tuvo suerte de que no le metiera la cabeza entre las piernas para que no se comiera con los ojos a mi hija.

—Y ¿qué edad tenía el pequeño pervertido?

—No lo sé. —Paso de su pregunta, sé adónde quiere llegar.

—Yo sí —dice Ava volviendo a reír, medio divertida, medio exasperada—. Tiene once años, Jesse. Igual que Maddie. Se llama Kyle y van juntos a clase. Está colado por ella, nada más.

Resoplo y me dirijo a la nevera.

—Es un pervertido —afirmo con rotundidad, desafiándola a continuar la discusión mientras rebusco en el estante de arriba del todo mi mantequilla de cacahuete Sun-Pat.

No obstante, a estas alturas ya debería conocer a mi tentadora y retadora esposa, que se atreve a continuar.

—Jacob está colado por una chica —dice como si nada.

Me vuelvo y la veo recogiendo los tarros de mantequilla de cacahuete y guardándolos en el armario. ¿Mi chico se ha enamorado? El único amor que le conozco es el fútbol. A los niños los vuelve locos.

—¿Eso convierte a tu hijo en un pervertido?

Tuerzo el gesto, me giro de nuevo hacia la nevera y sigo buscando mi consuelo.

—¿Por qué haces esto?

—Porque nuestros hijos están creciendo y tienes que dejarles hacerlo. Maddie irá a la fiesta del colegio y tú no vas a ser su guardaespaldas. No mola nada llevarte a tu padre.

—No va a ir sin mí ni en broma —exclamo cerrando la nevera de un portazo—. ¿Dónde está mi maldita Sun-Pat?

Me vuelvo y veo a mi esposa con un tarro sin empezar en las manos, levantando las cejas. Se lo quito casi sin darle ni las gracias y abro la tapa. Introduzco un dedo, lo escurro en el borde y me meto el enorme pegote en la boca sin dejar de fruncirle el ceño a Ava, que ahora menea la cabeza consternada. Puede menear la cabe za tanto como quiera. Mi hija no irá a la fiesta del colegio sin mí y, por supuesto, tampoco irá con esos shorts vaqueros.

—¿Dónde está Maddie, por cierto? —le pregunto, sin perder la oportunidad de deleitarme con la visión de su culo. Ese culo. Quiero morderlo.

—Esperando a que su papá vuelva a casa para hacerle la pelota.

—¿Hacerme la pelota?, ¿cómo?

—¡Papi! —El gritito de placer de Maddie, un gritito totalmente falso, debo decir, interrumpe mi interrogatorio.

Ay, madre. Me ha llamado «papi», no «papá». Ya veo los ojitos de cordero degollado que están por llegar.

Hago lo más inteligente que puedo: dejar mi mantequilla de cacahuete y salir de la cocina sin que haya contacto visual o, de lo contrario, estaré jodido. Muerto.

—Tengo que cambiarme —digo, y salgo disparado por la puerta, oyendo a Maddie perseguirme.

—¡Papi, espera!

—Tengo cosas que hacer —añado volviendo la cabeza mientras subo a todo correr la escalera, atisbando por un segundo su largo pelo color chocolate flotando sobre sus hombros mientras mi hija me sigue—. Habla con mamá.

—¡Mamá me ha dicho que hablara contigo!

Consigo llegar arriba cuando noto algo alrededor de mi tobillo.

—¡Joder!

Pierdo pie y tropiezo en el último escalón, desplomándome sobre la moqueta.

—Papá, esa boca.

—¡Eso tú, Maddie, que vas gritando!

—Pues no huyas de mí y enfréntate a tus responsabilidades.

—¿Perdona?

Ruedo hasta apoyar la espalda en el suelo, me siento y veo a mi hija tirada en los últimos escalones, su pequeña mano aún aferrada a mi tobillo, la cabeza muy levantada para poder mirarme. Ya está batiendo las pestañas, la pequeña descarada.

—¿Mis responsabilidades?

—Sí.

Me suelta el pie y se incorpora, y lo único que alcanzo a ver es que lleva unos vaqueros y un jersey. Vaqueros largos y un jersey de manga larga. Eso debería gustarme, pero no me gusta. Porque es mi hija, la polvorilla, y es endiablada cuando quiere. Es decir, todo el tiempo. Como ahora, que aparece así, tapada de arriba abajo para, en palabras de su madre, hacerme la pelota. Pero no va a funcionar.

Maddie suspira mientras sacude la cabeza y me observa.

—Papá…

—Ah, así que ahora soy «papá», vaya…

Se le tensa la mandíbula y me mira de una forma con la que solo su madre puede competir. Como si pudiera cortarme la polla con la mirada.

—¡No es justo! Van a ir todos mis amigos y a sus padres les parece bien. ¿Por qué tienes que ser tú el que fastidie la diversión?

—Porque te quiero —murmuro poniéndome de pie—. Porque sé que por ahí hay tíos idiotas que querrán besarte.

¿Qué coño estoy diciendo? El hecho de que mi hija seguramente pudiera arrancarle las pelotas a cualquiera que intentara besarla y seguramente lo hiciera mejor que yo no viene al caso. Mi deber es protegerla.

—Y acosarme —replica, haciéndome recular.

—¿Qué quieres decir?

No me gusta esa mirada engreída, una mirada que sugiere que tiene algo contra mí. Entorno los ojos, esperando a que lo suelte.

—Como tú acosaste a mamá —contesta.

—Yo no acosé a tu madre: la perseguí —replico con la voz entrecortada.

—Ella dice que es lo mismo, sobre todo cuando la persecución se lleva a cabo al nivel de Jesse Ward.

—Es… No… Tu madre… —tartamudeo mientras camino hacia la habitación principal. No voy a discutir con una cría de once años—. A tu madre le encantaba que la acosara —digo por encima del hombro.

—Has dicho que la perseguiste.

—Es lo mismo.

Doy un portazo en el vestidor detrás de mí y me quito la camiseta.

—Esta niña va a acabar conmigo —murmuro, y echo la camiseta en el cesto de la ropa sucia.

Maddie se cuela en la habitación, obligando a mis manos a dejar la cremallera de la bragueta de los pantalones de cuero.

—Iré a la fiesta sin ti y me pondré lo que yo quiera.

—No vas a ir —replico evitando decir tacos—. Y punto.

—¡Eres tan cruel! —me grita, las mejillas ardiendo a causa de la ira.

—¡Lo sé!

Meto las manos en la cinturilla del pantalón, preparado para bajármelo.

—¿Te largas? Porque estoy a punto de desnudarme.

Su preciosa carita hace una mueca de disgusto absoluto.

—Puaaaj.

Sale a toda prisa y me deja mirándome el pecho. ¿«Puaaaj»? Será insolente. Puede que vaya a cumplir los cincuenta, pero estoy de puta madre. Que le pregunten, si no, a mi mujer. Y a cualquier otra mujer del planeta. ¿«Puaaaj»?

Me quito los pantalones de cuero y me tiro al suelo para hacer cincuenta flexiones, murmurando y maldiciendo mientras las hago. Debería haberme quedado en el gimnasio.

Después de ponerme un pantalón corto, doy media vuelta para bajar y veo una montaña de ropa limpia sobre la cama. Hago lo que haría cualquier marido decente: la recojo y la llevo al vestidor para guardarla. Meto mis calcetines y mis calzoncillos en los cajones, lo que me deja con una pila de bragas en la palma de la mano. Sonrío ante el montón de encaje, incapaz de evitar acercármelas a la nariz para aspirar el limpio perfume de la colada mezclado con los restos del propio olor de Ava. Suelto un murmullo de placer y cierro los ojos, planeando nuestro ratito de intimidad de esta noche. Veo un polvo de entrar en razón en un futuro cercano. Haré que mi mujer entienda que sería una inconsciencia por nuestra parte dejar que Maddie fuera a la fiesta del colegio sin carabina.

—¿Papá?

Me giro y veo a Jacob parado delante de la puerta. Su atractivo rostro parece bastante alarmado.

—Ah, hola.

Rápidamente, me aparto el encaje de la nariz y sonrío incómodo.

—¿Estás oliendo las bragas de mamá?

Sonrío como un imbécil, noto el ardor en las mejillas. Mis hijos me destrozan el ego.

—Comprobaba que estuvieran limpias —le digo dándole la espalda y abriendo el cajón de la ropa interior de Ava.

—A veces eres raro, papá —suspira a mis espaldas.

Siento vergüenza, pero esa vergüenza se transforma en una mueca al ver algo en una esquina del cajón. El qué no es el problema. El problema es que está en una esquina distinta a la de esta mañana. Le gruño al vibrador con diamantes engarzados, el Arma de Destrucción Masiva, como a mi mujer le gusta llamarlo, y vuelvo a cerrar el cajón con cuidado. No se equivoca: destruye. Destruye mi jodido ego. ¿Ha estado usándolo sin mí? ¿Dándose placer con una puta máquina?

Dejando a un lado mi dolor, por el momento al menos, me vuelvo hacia mi hijo.

—¿Qué pasa, colega? —le pregunto caminando hacia él, rodeándolo con el brazo para salir juntos del vestidor.

—Uno de mis amigos del cole, Sonny, me ha invitado al Old Trafford con sus padres para ver al United. Juegan contra el Arsenal. ¿Puedo ir?

Sonrío para mí, mirando a Jacob, que me devuelve la mirada con esperanza y un poco de preocupación. Sé lo que está pensando. Está pensando que el fútbol es algo muy nuestro y no sabe si me gustará que lo disfrute con otros. Lo llevo a entrenar, veo todos los partidos, durante la temporada de fútbol cada mes me reservo un día de chicos solo para él y para mí. Todo cosas de tíos, sin mujeres que nos vuelvan majaras.

—Claro que puedes.

—Gracias, papá.

Bajo la cabeza y hundo la cara en su mata de pelo rubio ceniza. Mi hijo. Mi precioso y despreocupado hijo.

—Oye —le digo liberándolo de mi abrazo cuando de repente recuerdo algo—, mamá me ha dicho que estás colado por alguien.

Arqueo las cejas, interrogativo. Jacob pone los ojos en blanco y va hacia su cuarto.

—No estoy colado por nadie y, si lo estuviera, no se lo contaría a mamá.

Sonrío.

—Te haces el duro, ¿eh?

«Ese es mi chico».

—¿Qué? ¿Cómo hiciste tú con mamá?

Se da media vuelta y me pilla frunciendo el ceño. Luego sacude la cabeza.

—Voy a sacarles brillo a mis trofeos.

Se mete en su habitación, dejándome en el descansillo.

Regreso zumbando al vestidor, cojo el vibrador y vuelvo a salir. Un vistazo rápido a la habitación de Maddie me basta para saber que está enfurruñada sobre la cama y que seguirá en ese bucle por lo menos una hora. Un vistazo rápido a la habitación de Jacob y sé que ya ha alineado sus trofeos y que estará entretenido sacándoles brillo al menos dos horas. Bajo a toda prisa, blandiendo el vibrador de Ava como una espada frente a mí.

—¿Cuántas veces vamos a tener que hablar sobre esto? —le pregunto entrando en la cocina—. Aquí el placer solo te lo doy yo.

Dejo de gritar de golpe cuando me doy cuenta de que mi mujer no está sola. «Mierda».

—¡Elizabeth! —aúllo, mi mano congelada, suspendida en el aire.

—Ay…, madre… mía —suspira ella mirando a Ava con aire interrogativo.

La cara de mi esposa es la viva imagen del horror.

—Uy… —El vibrador brilla delante de mí, y me apresuro a esconderlo a la espalda—. Siempre es un placer verte, mamá.

Elizabeth suspira, girándose hacia su hija y dándole un beso en la mejilla.

—El próximo día te llamaré antes de venir, cariño.

—Buena idea —murmura Ava, su expresión horrorizada convirtiéndose en una que sugiere que voy a pillar. Mi sonrisa idiota se amplía.

—Me voy a ir ya. Tengo que recoger a tu padre en el campo de golf.

Le digo adiós a la madre de Ava con la mano que tengo libre y ella se acerca a mí sacudiendo la cabeza.

—¿No te quedas un rato? —le pregunto por cortesía. Después de tantos años, seguimos con nuestro rollo de amor odio.

—No finjas que te gustaría.

Siento el latido del vibrador en mi mano cerrada detrás de la espalda, lo que me recuerda que mi mujer y yo tenemos un tema pendiente que aclarar. No obstante, de repente me arrebatan el artefacto de la mano.

—¿Qué es esto? —pregunta Maddie sujetando el enorme consolador.

Todos los músculos de mi cuerpo flojean, y veo que Ava y su madre se quedan sin aliento. Estoy petrificado, lo que significa que Maddie tiene la oportunidad de inspeccionar su descubrimiento. Toquetea los botones del vibrador. De pronto, este cobra vida en su mano y ella pega un grito y lo deja caer al suelo, donde empieza a bailar a nuestros pies.

—¡¿Qué es eso?! —chilla.

—¡Es un arma de destrucción masiva! —suelto sin pensar, y lo alejo de una patada.

—¿Qué es un arma de destrucción masiva?

—¡Una bomba!

Agarro a Maddie, me la echo sobre un hombro y salgo a toda velocidad de la cocina.

—¡Rápido, papá! ¡Antes de que explote!

«Joder, ¿cómo me meto en estos embolados?» Subo corriendo la escalera e irrumpo en el cuarto de mi hija, la tiro sobre la cama con mi estilo de siempre y luego la veo reír como ríen las niñas. Se aparta el pelo de la cara. Unos ojos grandes, redondos, oscuros y preciosos me encuentran y su risa se vuelve histérica mientras hace la croqueta sobre la cama agarrándose la barriga.

Me dejo caer al suelo junto a ella como un montón de padre agotado y la agarro y la abrazo contra mi pecho.

—Ven aquí, señorita —suspiro, aprovechando la ocasión excepcional de abrazar un poco a mi niña.

Ella se acomoda y me deja agobiarla unos minutos, suelta alguna risita de vez en cuando. Cuando recupera el aliento, se libera de mi abrazo y se sienta, cruza las piernas y me mira pensativa un rato.

—Por favor, papi, déjame ir a la fiesta.

Sus manos están unidas a modo de súplica delante de la cara y saca el labio inferior en un puchero adorable. Perdido. Estoy jodidamente perdido.

—Dejaré que le des el visto bueno a mi vestuario —añade.

Levanto una ceja, un poco sorprendido por su voluntad de negociación.

Me apoyo sobre los codos y valoro su propuesta un momento. Está siendo razonable. Yo debería intentar hacer lo mismo, por mucho que me duela. Suspiro y pongo los ojos en blanco. Esa cara siempre acaba con mi determinación.

—Te llevaré y te iré a recoger. A las diez como muy tarde.

Da un gritito de felicidad y se me echa encima, volviendo a tumbarme en su cama.

—Gracias, papi.

—Puedes dejarte ya de tanto «papi» —le digo, y aprovecho para darle otro abrazo—. Y tienes que cogerme el móvil si te llamo o entraré en el colegio a buscarte.

—¿Podrías mandarme solo mensajes?

—No.

—Vale. —Cede con facilidad, comprendiendo que ha tocado techo.

—Y recuerda —sigo, encantado de reforzar las reglas— que es ilegal besar a chicos hasta los veintiuno.

Se ríe.

—No es ilegal besar a un chico, papá.

—Sí lo es.

—¿Según la ley de verdad o la ley de papá?

—Ambas.

—Eres imposible.

—Maddie, ¿quieres ir a la fiesta o no?

Su mandíbula se tensa. Respira profundamente.

—Es ilegal besar a chicos antes de los veintiuno —dice sin más, y yo ladeo la cabeza, animándola a seguir.

—Según la ley de verdad —añade.

—Buena chica.

La beso en la frente y me dispongo a irme, satisfecho por el trabajo bien hecho. ¿Ves? Puedo ser razonable. No sé por qué todo el mundo no para de quejarse de lo inflexible que soy. Me doblego todos los días de mi puta vida.

Jacob sale de su cuarto, raqueta de tenis en mano.

—¿Dónde está Maddie? —pregunta.

Esta aparece entonces con su raqueta, ahora lleva unos pantalones cortos de deporte minúsculos y una camiseta cortada. Empiezan a bajar la escalera.

—Estaremos en la cancha.

—¡Enseguida voy! —grito a sus espaldas—. En cuanto haya solucionado un tema con vuestra madre —añado en voz baja, bajando yo también y esperando que Elizabeth se haya largado para poder enterarme de qué está pasando con el maldito vibrador.

Me topo con mi preciosa esposa en mitad de la escalera. Con el Arma de Destrucción Masiva en la mano y la cara enfurruñada y condenatoria. ¿Quiere una competición de culpa? La ganaré siempre.

Me paro en seco, levanto la barbilla y gruño entre dientes, manteniendo el cruce de miradas. Pero, joder, es tan difícil cuando está tan sencillamente preciosa. Tan… mía.

Le doy una charla motivacional a mi polla pidiéndole que se comporte hasta que me desahogue. No funciona, y mis pantalones cortos empiezan a tensarse. A Ava no se le escapa el detalle, baja la mirada hasta mi paquete, sus cejas se alzan y su mirada se llena de una lujuria que conozco muy bien. Pero no vamos a tener nada de eso. Aún no, al menos.

—Explícate —le pido, señalando acusador la cosa que lleva en la mano.

Hace un puchero mirando el artilugio antes de levantar sus chispeantes ojos de nuevo hacia mí, sin perder la oportunidad de recorrer con la mirada mi pecho desnudo. Y ahí está de nuevo mi polla, empujando bajo los pantalones cortos. La sombra de una sonrisa se dibuja en sus labios y sus ojos brillan con picardía.

Se escabulle por mi lado como si nada y mi cuerpo se gira lentamente, siguiéndola. Se para en la puerta de nuestra habitación.

—¿Jesse? —dice con esa voz grave y profunda que me vuelve loco.

—¿Sí? —respondo arrastrando los sonidos con cuidado.

Frunce los labios y besa el aire.

—Que te jodan.

Entra volando en la habitación y cierra de un portazo tras ella.

«Pero ¿qué coño…?»

—¡Ava! —grito avanzando a grandes zancadas—. ¡Cuidado con esa boca!

Agarro la manija y empujo con todas mis fuerzas la puerta, que tan solo cruje un poco. La oigo reír al otro lado. Ah, así que quiere jugar, ¿eh? Suelto la puerta y me aparto. Seguramente sería capaz de agujerearla con la mirada. Respiro hondo y le doy lo que sé que me está pidiendo.

—Tres… —digo con frialdad.

—No voy a dejarte entrar.

—Dos…

—Vete a la mierda, Jesse.

Se me eriza el vello del pescuezo y golpeo la puerta, lo que hace que suene otra risita provocadora al otro lado. Ah, lo está consiguiendo. Duro.

—¡Uno!

—¡Que te jodan, Ward!

Saco pecho y me alejo, cojo carrerilla y me lanzo.

—¡Cero, nena! —grito estrellando el hombro contra la puerta, que se abre sola, como sabía que pasaría, porque Ava se había apartado sabiamente, sabiendo lo que estaba por llegar.

La atrapo por la cintura antes de que se le ocurra huir.

—Te pillé.

La giro y me la cargo al hombro para llevarla a la cama. Caemos hechos una maraña y tan solo unos segundos más tarde está desnuda, su piel contra mi piel, mi polla danzando. Encuentro mi lugar entre sus muslos y le cojo las mejillas, acercando mi nariz a la suya.

—Te lo diré en dos palabras.

—Y ¿cuáles son?

Polvo y represalia.

Hundo la cara en su cuello y le muerdo, lamiendo y sorbiendo su piel.

—¿Estás lista, nena?

Cierro los ojos de felicidad total y espero su suspiro y la sutil, provocativa contracción de su pelvis.

—Quiero operarme las tetas.

Con unos ojos como platos, salgo de mi lugar feliz en su cuello en un nanosegundo. Tengo que verle la cara para evaluar si me está tomando el pelo o no. Al bajar la mirada y encontrarme con la belleza de mi mujer en shock total, concluyo rápidamente que no me está tomando el pelo en absoluto. Se muerde el labio ansiosa y estoy casi seguro de que hasta contiene la respiración. Mi polla se marchita del todo.

—¿A qué coño viene eso ahora, Ava?

—Quiero operarme las tetas —repite tranquilamente.

—Ni de coña.

—Jesse…

—Ni hablar.

Me pongo de rodillas sin poder evitar mirarle las tetas. Las tetas que amo. Las tetas que me han dado horas de placer. Tetas suaves. Tetas naturales. Mis putas tetas. En mi fuero interno lloriqueo al pensar que alguien pueda acercarse a ellas con un bisturí.

—Cuando el infierno se congele —le digo—, ya puedes quitarte esa idea de la cabeza.

Sigue mi mirada hasta sus pechos y se los agarra. Por una vez, ver a Ava tocarse no afecta para nada a mi libido. ¿En qué demonios está pensando?

—Necesitan que se les inyecte vida —reflexiona con la barbilla pegada al pecho mientras inspecciona primero una y después la otra—. Se están cayendo.

—Lo único que acaba de caer es mi polla. —Una ducha fría no habría sido tan efectiva—. Como ya te he dicho, no mientras yo esté vivo y respire. Ni siquiera cuando me muera. Encontraré la forma de resucitar para venir a patearte el culo. Olvídalo, Ava. Son mías y a mí me gustan tal y como están.

—Estás siendo muy poco razonable —murmura mientras me río de camino al baño y me meto en la ducha—. Y, en realidad, son mis tetas, no las tuyas.

Esa afirmación me hace volver a la puerta. Me mira desafiante. Sabe que no va a ganar esta vez, pero quiere intentarlo de todas formas, cabreándome aún más en el puto proceso.

—¿Cuánto hace desde que te encontré? —pregunto.

—Doce años —suelta como si fuera obvio, sin duda resistiéndose a poner los ojos en blanco—. Lo que significa que los asuntos sobre propiedad están más que caducados ya, aclaramos ese asuntillo a las pocas semanas de conocernos. O eso me dijiste. —Se le abren los orificios nasales—. Y el año que hace trece puede que sea tu año de mala suerte, Ward.

Retrocedo un poco, sorprendido.

—¿Qué coño se supone que significa eso?

—Significa —ataca, sentada sobre la cama, con los brazos rodeándole las rodillas— que el año número trece puede ser el año que te deje.

Me quedo sin aliento, horrorizado, a pesar de que sus dedos van directos a su pelo y juegan con los mechones. Está mintiendo. Pero no importa, porque tiene el valor de decirlo de todos modos.

—Retíralo ahora mismo.

—No.

—Ava.

—Que te jodan.

—¡Esa boca!

Me lanzo cabreado y dispuesto a ponerla en su sitio. Ella intenta escapar. Podría darle una ventaja de un kilómetro y aun así la pillaría. Siempre lo haré. Se revuelve por toda la cama, a sabiendas de que se ha pasado de la raya conmigo, y grita cuando la agarro del tobillo y la arrastro hacia mí.

—¿Adónde te crees que vas? —le pregunto, dándole la vuelta y sentándome a horcajadas en su barriga, los brazos inmovilizados por encima de la cabeza con la otra mano.

—¡Sal de encima de mí!

Hago lo único que puedo hacer. Miro a ese punto especialmente sensible cerca de la pelvis, sonriendo con malicia. Se pone rígida.

—Jesse, no.

La ignoro y entro a matar, hundiendo los dedos donde más cosquillas tiene y yendo a por todas, clavando los dedos, pellizcando y, en general, haciendo que sea lo más insoportable posible.

—Dios mío… —intenta respirar y empieza a volverse loca debajo de mí, retorciéndose y gritando su disgusto—. ¡No! Me… me voy a mear… —Ríe sin control, luego grita, enfadada—: ¡Me voy a mear encima!

—Retíralo ahora mismo —le advierto sin soltarla. Un poco de pis entre marido y mujer no me va a asustar.

—¡Lo retiro!

—¿Vas a dejarme, esposa? —pregunto mientras le doy un pellizco tremendo.

—¡Nunca! —Le falta el aliento, su cuerpo se arquea con violencia.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado.

La suelto y salta de la cama, agarrándose entre las piernas.

—Te he noqueado, señorita.

Corre al baño.

—¡Serás cabrón!

La puerta se cierra de golpe y yo me río para mí mismo y también voy para allá, eso sí, a menos velocidad que Ava. Entro y me la encuentro sentada en el váter. Me mira enfadada. Sonrío. Me meto en la ducha y comienzo a canturrear una de Justin Timberlake mientras echo un poco de gel en la esponja.

—¿Qué tal tu día, cariño? —le pregunto.

—Bien.

Coge su cepillo de dientes, le echa pasta y empieza a frotar.

—Tengo… ñana… mer… si… ara… dos… pleaños.

La miro por el espejo, incrédulo.

—¿Puedes volver a decirme eso?

Escupe la pasta.

—El sábado vendrá todo el mundo a la barbacoa de tu cumpleaños.

—No voy a celebrar una barbacoa de cumpleaños —sentencio, y sigo frotándome el cuerpo—. Ya lo hemos hablado.

—Pero…

—No hay peros que valgan, Ava. No voy a celebr… —Me paro en seco al darme cuenta de que iba a romper mi propia norma de no mencionar el maldito número.

—¿A celebrar que vas a cumplir los cincuenta? —dice ladeando la cabeza y volviendo a meterse el cepillo de dientes en la boca.

Me estremezco mientras me froto el champú.

—No voy a cumplir cincuenta —murmuro, y la oigo suspirar.

Ella está fresca como una lechuga a sus treinta y ocho. ¡Treinta y ocho de mierda! Esa era la edad que tenía yo más o menos cuando la conocí. Y mira cómo han volado los años. Si los próximos doce pasan igual de rápido, pronto estaré cobrando la pensión. Se me revuelve el estómago de terror.

—Sigues siendo mi dios —dice Ava con delicadeza, haciendo que mi atención vuelva a ella. Ahora está a la entrada de la ducha, mirándome fijamente.

—Lo sé.

—Y sigues siendo el hombre más atractivo que hayan visto mis ojos.

—Lo sé. —Me encojo de hombros.

—Y sigues follando como un dios adicto a los esteroides.

Pone los labios en el cristal y lo besa.

—Sí, lo sé.

Uno mis labios a los suyos al otro lado.

—Entonces ¿dónde está el problema, dios precioso?

—No lo hay —suspiro.

Soy un estúpido, pero cincuenta me suena mucho más viejo que cuarenta y nueve. Cierro el grifo de la ducha y ella da un paso atrás para dejarme salir y me alcanza una toalla. Me seco, me acerco al espejo y me miro de arriba abajo. Macizo. Todo macizo. Tan duro hoy como lo estaba hace doce años. Y la cara. Con una barba de al menos cuatro días, la piel fresca. La verdad es que no parezco muy distinto. Lo sé. Pero es algo psicológico. Putos cincuenta.

Sus brazos me rodean la cintura y su torso desnudo toca mi espalda. Me abraza.

—Eres guapo y mío enterito —dice, haciéndome sonreír.

—Esa frase es mía.

Me suelta y se pone a mi lado, mirándome.

—No te acomplejes, no va contigo.

Asiento, estoy de acuerdo, me doy una colleja. ¿Qué me pasa? Tengo buen aspecto, mi esposa es fantástica y mis hijos son las criaturas más maravillosas del mundo. Soy el hombre más afortunado que existe. Debo poner mi cabeza en orden. Me giro para coger el desodorante del armario sobre el lavamanos. Me llama la atención la pequeña caja de pastillas de Ava.

—¿Te has tomado la píldora hoy? —le pregunto.

—Ay, se me ha olvidado. Pásamela.

—¿En serio, Ava? —Las cojo y se las doy—. No olvides estas cosas. —Me estremezco.

Ignora mi evidente terror, saca una y se la traga con un poco de agua.

—Sobre lo de la fiesta del colegio…

—Le he dicho que puede ir —contesto antes de alborotarme el pelo y salir hacia la habitación—. Pero la llevaré y la recogeré luego, y más le vale coger el móvil si la llamo o entraré a buscarla. —Me pongo unos calzoncillos soltando la goma de la cintura de golpe—. Así que ya puedes dejar de agobiarme.

—Yo no agobio —suelta indignada.

—No mucho.

—¿Quieres un bofetón, Ward?

—¿Quieres un polvo de entrar en razón, señora Ward? —Ladeo la cabeza expectante y observo cómo el deseo vuelve a teñirle las mejillas.

Esa simple mirada resucita mi polla. Joder, ya la vuelvo a necesitar.

—¡Papá! —La voz de Jacob invade la habitación y mi polla se marchita de inmediato.

Ava se desanima, claramente decepcionada porque otro polvo peligroso está fuera de lugar. Porque el peligro acaba de hacer acto de presencia.

—Papá, ¿vienes a jugar?

—Voy ahora mismo, colega —le digo poniéndome los pantalones cortos.

—Cortarrollos —se queja Ava, y me ofrece la mejilla cuando me acerco.

La beso con suavidad mientras sonrío y ella aprieta su piel contra mi boca.

—¿Sexo adormilado en la piscina al anochecer?

Sus ojos se iluminan como resplandecientes diamantes.

—Hecho.

Cojo las zapatillas de deporte y me dirijo a la puerta.

—Y la próxima vez que uses ese consolador sin mí, no tendrás amante durante una semana.

—¿Qué? —El shock es claro.

—Lo que has oído.

—Ward, tú tampoco podrías vivir sin eso una semana. Te castigarías más a ti mismo que a mí.

Sonrío bajando la escalera de dos en dos. Tiene razón.

—Pues entonces una semana de polvos de disculpa.

Mi polla en la boca de Ava todos los días, dos veces al día durante una semana no es algo a lo que uno pueda negarse.

—Por mí bien.

Me río y corro a la cancha.