CAPÍTULO 56

Ocho meses después

Nada puede prepararte para la pérdida de alguien a quien quieres con toda el alma. Ni tampoco para asumir el dolor y la pena que acompañan esa pérdida. Perder a John ha hecho que en mi vida haya un enorme vacío, aunque mi corazón está repleto de recuerdos felices. Nunca estuvo lejos, siempre a mi lado para levantarme cuando me caía. Dedicó su vida a mí. A velar por mí, a cumplir la promesa que me hizo. John era un buen hombre, y por mucho que ahora intente ver las cosas con perspectiva, no merecía morir. No había llegado su hora. Lauren, sin embargo, tenía que morir. Quizá esto parezca sádico, y quizá lo sea. Pero he estado preguntándome cuán agotador y dañino debió de ser vivir con tantos demonios, y lo cierto es que no he sido capaz de encontrar la respuesta. Por mi parte, he estado en sitios bastante oscuros, y me han entrado ganas de rendirme. Pero en mi viaje de autodestrucción la víctima fui yo y solo yo. Nunca me propuse herir a nadie. Nunca quise vengarme de nadie. Lo único que de verdad quería era paz interior.

Sentado en los escalones del jardín, veo que Ava se las arregla como puede con el barrigón para recoger la casa. Y pienso, por primera vez en mi vida, que ahora tengo esa paz. Es un manto que me envuelve, caliente y seguro. Lo cierto es que desafía a la razón: más traumas y estrés han venido a añadirse a la mierda en la que ya estábamos metidos, y sin embargo me siento casi tranquilo.

En un principio, cuando nos alejamos de aquel granero, me pregunté cómo superaríamos lo que había pasado. La euforia de que Ava recuperase sus recuerdos se vio empañada por la pérdida de John. Me embargó la preocupación por los mellizos, por lo que habían visto, por lo que habían oído. Solo cuando hicimos terapia de familia, aceptando la sugerencia del agente de policía de contacto, me di cuenta de que mis niños ya no eran tan niños. No a juzgar por su sensatez y la objetividad con que asumieron lo sucedido. Los había subestimado en todos los sentidos. Había intentado tenerlos entre algodones y protegerlos del mundo, pero no lo había logrado. Mi pasado volvió a darme alcance, pero aquel día los mellizos me miraron a los ojos y me dijeron que se sentían orgullosos de mí. No avergonzados, como yo me temía. Estaban orgullosos de mí.

Me desmoroné, ni siquiera traté de evitarlo. Soy humano, soy padre, marido. Mi familia es mi mayor debilidad y mi mayor fuerza al mismo tiempo. Vivo y respiro por ellos, y esto es algo que nunca cambiará. Hasta el día en que me muera, ellos serán siempre lo más importante de mi vida.

Vuelvo la cabeza cuando oigo hablar a Maddie, la veo entrar en casa con el teléfono pegado a la oreja. Está hablando con un chico. Mi instinto me dice que vaya tras ella y le confisque el puto teléfono, pero me quedo prudentemente donde estoy, a salvo de la ira de mi mujer. Maddie tiene doce años. La cosa no será muy seria, digo yo. Refunfuño a sus espaldas y meneo la cabeza, centrando mi atención de nuevo en el jardín antes de que cambie de idea y vaya a dar le una patada en el culo.

A lo lejos, Jacob lanza pelotas de tenis al otro lado de la red, practicando el servicio.

¿Y yo? Tengo una cerveza en la mano y escucho los terapéuticos sonidos de mi mujer y mis hijos dando vueltas por nuestra casa. Esto es el paraíso. El séptimo cielo de Ava. Aquí es donde debo estar y, una vez más, las Parcas me han traído aquí. Sin embargo, esta vez quiero discutir con ellas. Preguntarles por qué no puedo tener también a John. Pero sería perder tiempo y energía. Y John diría algo como: «No seas una puta nenaza, cabronazo estúpido».

Sonrío, tragándome la inexorable tristeza. A John le cabrearía que me sumiera en ella demasiado tiempo. Que le den por el culo a John. Incluso suelto una risotada por tener el valor de pensarlo. Jamás le habría dicho eso si lo hubiera tenido delante. Pero ojalá pudiera hacerlo. Ojalá pudiera cagarme en él a la cara, y encajaría encantado el tremendo puñetazo en la mandíbula que me soltaría.

—¿Qué tiene tanta gracia? —Ava riega los arriates con la manguera, mirándome con una sonrisa curiosa.

—Solo estaba pensando.

Me pongo de pie y voy hacia ella, mis ojos mirando de arriba abajo sin cesar su bonita figura. Dios santo, parece a punto de estallar. Salimos de cuentas hace casi dos semanas, y nada indica que el niño vaya a hacer su aparición. Le doy alcance, pego el pecho a su espalda y le rodeo la barriga con los brazos. Mis manos se unen en el centro del abultado vientre con facilidad, aunque le tomo el pelo.

—Por poco.

Sonrío en su cuello y ella me da un golpe con el culo en la entrepierna.

—No hagas tonterías.

Estar cerca de esta mujer siempre hace que se me levante, pero el contacto me la pone dura como una piedra. Es algo que nunca cambiará.

—A ver, señor Ward, es que tengo algo en la espalda.

Suelta una risita y sigue regando las flores.

—Quizá pueda sacarte a ese niño con un polvo —reflexiono—. Has hecho que se sienta demasiado cómodo ahí dentro.

—Hemos tenido sexo dos veces al día todos los días durante las últimas dos semanas. Ni siquiera tu pene dándole de lleno hace que quiera salir de su escondite.

Suelta la manguera mientras me río, se da la vuelta en mis brazos, la barriga ahora estrujada entre ambos. La miro con cariño. Sí, desde luego está abultada, pero esto no es nada en comparación con el embarazo de los mellizos. Apoyo las manos encima de la tripa y la acaricio y la palpo, el corazón llenándoseme de felicidad, cuando el niño da una patada contra mi mano derecha.

—Está celebrando una fiestecita ahí dentro. Está claro que el muchachote ha heredado el talento para el baile de su padre.

Ava pone sus manos en las mías y palpamos juntos.

—No paras de decir que es niño, y todavía no sabemos el sexo de Cacahuete Junior.

—Es un niño —le aseguro.

Tiene que serlo. He conseguido conservar el pelo hasta ahora, y una niña podría hacer que eso cambiara.

—No podéis superarnos en número a Jacob y a mí.

—Pero a Maddie y a mí sí, ¿no?

—Vosotras tenéis bastantes huevos entre las dos para que haya diez chicos más y aun así tengáis más huevos.

Muevo las manos y le cojo las suyas, me las llevo a la boca y beso cada nudillo, uno por uno. Ava me mira radiante, su sonrisa tan rebosante de felicidad que noto que el calor me sube a la cara.

—Es un niño —afirmo.

—Lo que tú digas, mi señor.

Se da la vuelta y mis manos rodean de nuevo su barriga, donde se quedan mientras ella empieza a andar por la hierba. La sigo, la barbilla encima de su cabeza.

—Vamos a dar un garbeo.

—Vale —replico.

Dejo que me conduzca al fondo del jardín, donde enfilamos el camino de grava que discurre entre los arriates y llega hasta el balancín escondido en el extremo. El aire es fresco, pero no frío, y sin embargo el sol podría estar resplandeciendo en el cielo. Estoy calentito, satisfecho, tranquilo y sereno. Y todo ello lo está absorbiendo mi mujer.

Una bella paz la ha rodeado durante todo este embarazo. La he admirado a diario mientras contemplaba a Ava, ya fuese en casa o en el gimnasio. Ha vuelto al trabajo, y me he asegurado de permitir que obre a sus anchas, aunque yo nunca estoy muy lejos, tan solo lo bastante para que no se sienta agobiada, pero lo suficientemente cerca para saciar mi necesidad de estar siempre en contacto con ella, aunque ese contacto sea solo mirarla.

Este embarazo ha sido una experiencia completamente distinta para mí. No la he estresado, no la he puesto nerviosa ni la he sacado de quicio con mi preocupación neurótica. Y ella no me la ha jugado ni ha utilizado esa preocupación para provocarme. No ha fingido que se ponía de parto para hacer que me diera algo. Probablemente porque sabe que esta vez no me dará algo. Al fin y al cabo, ahora soy todo un profesional. Lo tengo todo controlado.

Mientras caminamos, noto que cada vez se apoya más en mí, el cuerpo acusando el cansancio.

—¿Descansamos un poco?

Profiere un pesado suspiro. Está ya hasta las mismísimas narices, pero como le he dicho una y otra vez, a esto no se le puede meter prisa. El niño vendrá cuando esté listo. La ayudo a acomodarse en la colchoneta del balancín y después me siento a su lado; clavo los pies en el suelo para coger impulso y los levanto. Nos mecemos con suavidad, y Ava apoya la cabeza en mi hombro.

—Kate se pasará luego a traernos un vindaloo.

—¿Otro? —Me pongo cómodo y me relajo—. Este niño va a salir esperando comerse un curry en lugar de tu teta.

Ava suelta una risita y hace una mueca de dolor en el acto, llevándose la mano a la barriga y acariciándosela.

—¿Estás bien? —pregunto tranquilamente, apoyando mi mano en la suya.

—Solo ha sido un pinchazo.

Levanta la cabeza de mi hombro y me mira. Sonríe, los ojos resplandecientes.

Sé lo que está pasando por esa cabecita maravillosa, pero le sigo la corriente.

—¿De qué te ríes?

—Hace doce años te habrías cagado en los calzoncillos si hubiese sentido un pinchazo.

Me encojo de hombros, adoptando un aire de despreocupación.

—Ahora somos expertos. Después de los mellizos, esto es coser y cantar, ¿no?

Una risotada me da en plena cara.

—¿Coser y cantar? Habla por ti, Jesse. No eres tú el que va a tener que empujar…

—Una sandía en llamas por el chichi. —He oído la fina analogía varios cientos de veces—. Lo sé.

Me vuelvo hacia ella y hago un mohín de broma mientras le pongo las manos en las tetas y le paso los pulgares por los pezones hasta que se endurecen.

—Esta noche me vas a dejar que te meta mi necesitada polla en ese coñito rico tuyo y lo ensanche para ir preparándolo.

Sonríe con entusiasmo. Y con deseo. Y lujuria. Esa es una de las pocas cosas que no han sido distintas esta vez. El incesante deseo que siente por mí. Gracias a Dios, porque sería una pérdida trágica.

—Eres tan generoso…

—Por ti, lo que haga falta, nena.

Me inclino sobre su barriga y descanso los labios en ella. Noto en mi interior los destellos de magia de siempre, el corazón latiéndome como un loco.

—¿Tu necesitada polla?

—Necesitada, sí. Tan solo un minuto después de dejar ese sitio especial tuyo tan calentito y tan agradable mi polla se siente sola. —No es ninguna mentira—. ¿Es que vas a ponerlo en duda?

—No se me ocurriría —contesta, y me sonríe mientras mis manos sienten el delicioso peso de sus increíbles tetas.

—Además, tengo que aprovecharme todo lo que pueda, porque vas a estar fuera de servicio un tiempo.

—Pobrecito.

Un susurro al otro lado de los setos hace que me aparte deprisa, escudriñando la zona. Miro a Ava y enarco una ceja, y ella señala a la izquierda con la cabeza.

—Os estoy viendo —digo.

Me pongo cómodo y muevo el balancín de nuevo cuando me doy cuenta de que se ha parado. Por el seto asoman dos cabezas risueñas.

—Ninguno de los dos podría ser un ninja sigiloso.

—Íbamos a salir de golpe y daros un susto —afirma Jacob apareciendo entre las ramas mientras se quita unas hojas del pelo—. Estamos hartos de esperar a Cacahuete Junior. —Le tiende la mano a Maddie para ayudarla cuando se le enreda la blusa.

—Ah, que vosotros estáis hartos. —Ava se ríe—. Probad a llevar esto encima nueve meses.

—No seas dramática —digo, y doy unas palmaditas en el balancín para que Maddie se siente—. No ha sido tan grande todo el tiempo.

Maddie suelta una risita, se sienta en el balancín y se acurruca contra mí; Jacob se sienta al lado de Ava.

—Papá, por favor, ¿es que quieres que mamá te mate?

—Primero tendría que cogerme, y eso es algo que no va a pasar estando como está.

Rodeo con los brazos a mis dos chicas y miro a Jacob, que tiene la cabeza en la barriga de Ava y aguza el oído.

Ava mete los dedos en la rubia cabellera y se la acaricia mientras él escucha. Nos quedamos un rato meciéndonos, los cuatro en silencio y relajados, las piernas colgando libremente, la cabeza apoyada en el hombro del de al lado. Podría quedarme así toda la noche, pero empieza a hacer frío, y Sam no tardará en venir con sus chicas, y Drew con las suyas. Sonrío. Raya dio a luz a una niña, Imogen, hace tan solo una semana, a su debido tiempo. Cuántas niñas; según la teoría de la probabilidad, Ava ha de tener un niño ahí dentro. Rezo para que así sea.

—Vamos, que empieza a hacer frío.

Risueño, señalo los pezones de Ava, y ella pone los ojos en blanco.

—Además, no creo que tarden mucho.

Jacob es el primero en dejar el balancín y ayuda a ponerse en pie a una Ava que resopla.

—Gracias, cariño.

Le pasa un brazo por los hombros y echan a andar juntos hacia la casa. Mi hijo. Mi fantástico, cariñoso y considerado hijo. Está más alto que Maddie, le saca unos cuantos centímetros. Le falta poco para alcanzar a Ava.

Noto que me levantan la manga de la camiseta y con el rabillo del ojo veo que Maddie me está mirando la cicatriz. Aunque de un tiempo a esta parte no se pone triste cuando satisface su necesidad de verla al menos una vez al día. Últimamente sonríe.

—¿Viste pasar la vida por delante, papá?

Me río y me agacho para echármela al hombro. Después sigo a Jacob y Ava. El dulce sonido de la risa de mi hija me llena los oídos.

—Sí, y ¿sabes lo que pensé?

—¿Qué pensaste? —pregunta, botando en mi hombro al ritmo de mis pasos.

—Pensé en cuánto echaría de menos lo descarada que eres.

—No es verdad. —Se ríe y me pega en la espalda—. Oye, papá, ¿puedo ir al cine el viernes con Robbie?

Robbie. Así que ese es el chico del momento.

—Claro.

La deposito en el suelo cuando llegamos a la casa, y la dejo atrás y sigo a Ava y a Jacob.

—¿Qué vamos a ver? —pregunto, volviendo la cabeza.

—Me parto contigo.

Su exasperación me hace reír. Abro la nevera y saco un tarro de Sun-Pat, pero dejo de reírme cuando me lo quitan de las manos.

—¡Eh!

Ava se ríe y va como puede hacia un taburete, metiendo los dedos en mi tarro de mantequilla de cacahuete mientras se acomoda.

—Lo tuyo es mío —declara, y se lleva a la boca un dedo que tiene pinta de estar para comérselo y lo deja limpio.

Escucho las risas de los niños mientras miro enfurruñado a mi mujer, preguntándome por qué, con todas las cosas que se le podían antojar, tiene que antojársele mi mantequilla de cacahuete. Compartir mi vicio no es ninguna broma. Acabo de hacerme a la idea de que Jacob le meta mano a mi pasión.

—Dame un poco —ordeno, y cruzo la cocina deprisa y me sien to a su lado, abriendo la boca. Puede que incluso se me esté cayendo la baba.

Tararea mientras coge un buen pegote y me lo ofrece. Esta parte del proceso de compartir no me importa nada. La boca se me hace agua cuando voy a comerme el dedo, pero ella se lo lleva rápidamente a su boca y lo lame a toda velocidad con una sonrisa de satisfacción y una mirada chispeante. Me echo atrás, indignado con su jueguecito, aunque al parecer a los niños les parece divertidísimo.

A la cabeza solo me viene una palabra.

—Tres —gruño prácticamente, consiguiendo que Ava sonría más.

—Ay, madre. —Jacob suspira mientras saca una botella de zumo de la nevera—. Mamá, ¿es que no aprendes nunca?

—Con la mantequilla de cacahuete no se juega —añade Maddie, que se acoda en la encimera y se prepara para ver el espectáculo—. Vas a pagar por ello, y últimamente no es que tengas la vejiga muy fuerte.

Me río para mis adentros cuando Ava la mira indignada, con el dedo metido en la boca.

—Tú no te metas, caradura.

Maddie se encoge de hombros y apoya la barbilla en las manos.

—He salido a ti, pregúntale a papá.

No se equivoca.

—Dos —continúo, volviendo a centrarme en mi mujer, las cejas arqueadas.

—A mi vejiga no le pasa nada.

Ava come otro buen montón del delicioso manjar, el gesto altivo.

—Y si le pasa, es culpa vuestra.

Señala a uno y otro niño con la cabeza.

—Uno.

Empiezo a tamborilear con los dedos, con toda la tranquilidad del mundo, dando la impresión de que estoy harto de la bromita. Pero no estoy harto, nada más lejos de la realidad. Estos momentos, los momentos sencillos en familia, son algunos de mis preferidos.

—Es mío —musita Ava, y mete el dedo en el tarro de nuevo y lo sostiene en alto a modo de demostración antes de chuparlo a fondo—. Coge el tuyo, Ward.

—Cero, nena.

Salgo disparado del taburete, mis dedos directos a los sitios en los que Ava tiene cosquillas.

—¡No!

Deja el tarro deprisa para cogerme los brazos.

—Tú te lo has buscado —comenta Maddie, que se va y nos deja a lo nuestro—. No te hagas pis.

—¿De quién es la mantequilla de cacahuete? —le pregunto al oído, sujetándola suave, pero firmemente—. Dilo, nena, y paro.

—¡Ni de coña! —se ríe Ava, e intenta zafarse de mis manos con escaso éxito—. Ayyyyy…

El tormento de mis dedos cesa. Ese no ha sido el sonido que suelo escuchar cuando le hago cosquillas. La suelto de inmediato y la miro de arriba abajo.

—¿Un pinchazo?

Jacob se planta a mi lado en el acto y Maddie no tarda mucho más. Ava se queda quieta mientras nosotros contenemos la respiración, esperando a que nos diga qué pasa, sus ojos fijos en el bombo mientras se levanta del taburete.

—Sí, creo que… ¡JODEEEER! —Dobla el cuerpo y pega un grito, y nosotros nos tapamos las orejas o nos dolerán los oídos—. Lo siento, niños —añade, y empieza a resollar.

—¡Me cago en la leche! —Maddie se pone a dar vueltas por la cocina, presa del pánico—. ¡Viene Cacahuete Junior!

—¡Mierda! —exclama Jacob.

Estoy que echo humo. ¿Pero qué manera de hablar es esa?

—¡Que todo el mundo controle esa boca! —grito, y cojo del codo a Ava.

—¡Es que viene el bebé! —chilla Maddie, que sigue dando vueltas por la cocina, aterrorizada—. Llama a una ambulancia. Al médico. ¡A alguien!

—¡Ya viene! —Jacob se tapa la cara con las manos—. Es porque le has hecho cosquillas.

Joder, necesito que todo el puto mundo se tranquilice. Respiro hondo.

—No os preocupéis, hijos —digo con calma—. Papá lo tiene todo controlado. —¿Se lo estoy diciendo a ellos o me lo digo a mí mismo?—. Maddie, coge la bolsa de tu madre. Jacob, ve por mi móvil, voy a llamar al hospital y decirles que vamos para allá.

Nos estremecemos cuando Ava deja escapar otro grito desgarrador que nos hiela la sangre, y se me agarra con las dos manos, las uñas clavándoseme en los antebrazos.

—Me cago en la puta, Ava —suelto mientras le quito una por una las garras de mi carne—. Lo siento, niños.

—¿Te duele, Ward? —jadea, y se dobla en dos y empieza a sudar.

—Solo un poco —le quito importancia, cosa que no debería haber hecho, ya que me hunde las uñas otra vez con una mirada malvada.

—Bien.

Joder, se está volviendo una psicópata. Veo que los niños salen volando de la cocina para cumplir las órdenes que les he dado y yo me centro en Ava.

—¿Quieres sentarte?

—¡No!

—¿Prefieres estar de pie?

—¡No!

—Vale.

Pongo los ojos en blanco y cojo el móvil cuando Jacob me lo lanza.

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, cariño. —Le busca la cabeza a tientas y le da unas palmaditas cariñosas, tranquilizadoras—. Te quiero.

Reculo y sacudo la cabeza, alucinado. Así que solo está siendo una zorra psicópata conmigo. Llamo al hospital mientras sostengo a Ava, que gime y no para de soltarme barbaridades y de disculparse con los niños.

—Hola, mi mujer está de parto. Ava Ward.

Veo que Ava se pone roja como un tomate.

—Llegaremos dentro de una media hora.

Las aletas de la nariz se le empiezan a inflar.

—Sí, estupendo. Adiós.

Cuelgo y le doy el teléfono a Jacob.

—Llama a la abuela y dile que mueva el culo y venga aquí a toda leche.

—¿Nosotros no podemos ir? —pregunta enfadado.

—Confía en mí, hijo. No querrás estar cerca de tu madre mientras expulsa a Cacahuete Junior.

—Preferiría tenerlo a él que a ti —escupe Ava, y chilla y vuelve a agarrarme los brazos.

—Tampoco creo que esto sea necesario, ¿no? —Sueno condescendiente, pero aparte de echarle un polvo de represalia, que ahora mismo sería incuestionable, no tengo más remedio que seguirle la corriente—. Fue tu cuerpo el que rechazó la píldora. —Esta no me la como yo ni de coña.

—¿En serio, papá? —Maddie me golpea en el brazo—. ¿Piensas decirle eso cuando esté pariendo?

Así que todo el mundo en contra de papá. ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que soy el único que conserva la calma?

—Jacob, llama a la abuela —ordeno, esta vez menos tranquilo.

Las contracciones de Ava se suceden deprisa, y no muy espaciadas. Le aparto el pelo de la empapada cara e indico a Maddie que se lo recoja con la goma que lleva en la muñeca mientras Jacob llama a Elizabeth.

—Abuela, soy Jacob. —Bailotea en el sitio y observa a su madre—. Mamá está de parto. Papá dice que muevas el culo y te vengas.

Oigo los gritos de alegría de mi suegra.

—Dile que se dé prisa —pido.

—¡Date prisa, abuela! —chilla, y cuelga y me mete el teléfono en el bolsillo.

—Te quiero —dice Ava a Maddie cuando le recoge el pelo, y le toca la cara, en la que está escrito el susto—. Eres guapa, lista y descarada, y te quiero.

—Yo también te quiero, mamá.

Si no estuviese de parto, pensaría que está borracha. ¿Qué mosca le ha picado? Es una pregunta estúpida. Sé cuál es la respuesta: tiene que ver con lo de sustituirlos.

—Venga, señorita —digo, interrumpiendo el momento—. Vamos al coche.

Por toda respuesta suelta un grito épico, el cuerpo inmóvil, rígido, una reacción natural para detener el dolor.

—Me cago en la grandísima puta. —Jadeo, jadeo, jadeo—. Lo siento, niños. —Me agarra de la pechera de la camiseta y tira de mí con una fuerza que sería la envidia de Wonder Woman, y una mirada de loca—. Este niño va a salir ahora, Ward. —Otro chillido atraviesa el aire justo después de decirlo.

Y entonces yo entro en pánico.

—¿Cómo?

No. No, no, no.

—Ava, solo tenemos que llegar hasta el coche y estarás en el hospital en un abrir y cerrar de ojos.

Se dobla, gime. No tengo más remedio que cogerla en brazos y llevarla al salón para que esté más cómoda.

—No hay tiempo —asegura mientras la tiendo en el sofá—. ¡En el sofá no! Me lo cargaré.

—Hombre, no me jodas. —Me sale del alma—. Lo siento, niños. —La tumbo en la moqueta y le pongo un cojín debajo de la cabeza—. Nena, tengo que llevarte al hospital.

Menea la cabeza.

—Ya viene.

—Jacob, Maddie, sujetadle la mano a mamá —ordeno, mandándolos detrás de ella.

Cuando ya han ocupado sus respectivas posiciones, le meto las manos por debajo de la falda a Ava y le bajo las bragas: están empapadas.

—Voy a ver cómo andan las cosas por ahí abajo —le digo, más para tranquilizarla a ella que a mí— y te llevo al hospital.

La ayudo a flexionar las rodillas, asegurándome de que no se le vea nada como buenamente puedo, ya que los niños están mirando.

—Tengo que empujar —jadea.

—No tienes que empujar —le aseguro mientras echo un vistazo entre sus piernas.

Aún no toca hacer eso.

—¡Me cago en la leche! —grito al ver la coronilla de una cabeza asomando por la vagina—. ¡Mierda, Ava!

—¡Te acabo de decir que tengo que empujar, joder!

—¿Papá?

La voz vacilante de Jacob hace que levante la cabeza, que siento hueca, y me encuentro con dos pares de ojos sumamente preocupados. Esto no formaba parte del plan. Están aterrorizados.

Necesito tomar el control.

—Maddie, ve por toallas y una manopla fría. Jacob, quiero que cojas el edredón de tu cama y que abras la puerta de la calle.

Me saco el teléfono del bolsillo cuando ellos salen disparados como obedientes balas.

—Ava, nena, no empujes todavía, ¿vale?

Asiente, respirando brusca, entrecortadamente, y llamo a la ambulancia.

—Necesito una ambulancia. Mi mujer está de parto y no va a aguantar hasta el hospital.

—¿Cómo se llama su mujer, señor?

—Ava. Ava Ward.

—¿Dirección?

La suelto del tirón cuando los niños entran en el salón a la vez, cargados con lo que les he pedido.

—La cabeza está coronando —le digo a la operadora, tratando de reprimir el apremio que siento y permanecer tranquilo por Ava, que resuella, inflando las mejillas, los ojos apretados.

—Muy bien, señor Ward. Lo primero y más importante: no se asuste.

Me río. Si me hubiera dicho eso cuando Ava rompió aguas con los mellizos, le habría arrancado la cabeza verbalmente.

—No estoy asustado —le aseguro con toda la calma del mundo—, pero voy a necesitar que alguien me guíe. —Echo otro vistazo debajo de la falda de Ava—. Este tío tiene prisa.

Me cago en la puta, ha tardado en hacer su aparición y ahora ha decidido que tiene turbohélices en los pies. Veo que Jacob ahueca cojines y Maddie extiende el edredón.

—Le he enviado una ambulancia y he llamado a la comadrona.

—Gracias.

Será mejor que se den prisa.

—Vale. Ahora dígame, señor Ward, ¿quién está con usted? —pregunta la operadora.

—Mi hijo y mi hija.

—¿Cuántos años tienen?

—Doce. Son mellizos.

Ava abre los ojos de golpe, mueve la cabeza furiosamente de un lado a otro. Suda a mares.

—Espere un momento, que la ponga cómoda.

—Por supuesto.

Dejo el teléfono y deslizo los brazos por debajo de Ava para levantarla del suelo.

—Mete el edredón debajo —pido a Maddie—. Y pon los cojines ahí.

Los dos actúan con eficiencia y calma, y sé a ciencia cierta que se debe a que me ven sereno. Solo necesito seguir así. Pero, joder, esto no formaba parte de mi plan cuando acompañé mentalmente a Ava por el parto docenas de veces.

—Chicos, necesito que me ayudéis —les digo mientras tiendo a Ava en el mullido edredón—. ¿Podréis?

Ambos asienten, mirándonos alternativamente a Ava y a mí.

—¿Está bien, papá? —pregunta Jacob, el susto reflejado en su voz y en su cara.

—Claro —le aseguro, mientras le aparto el pelo a Ava de la húmeda cara y le doy un beso en la frente—. ¿Verdad, nena?

Gime, pero también intenta asentir, los movimientos de la cabeza descontrolados y erráticos. Sonrío, le cojo la mano y se la aprieto.

—¿Estás lista?

Echando aire por los fruncidos labios, me estruja la mano.

—No me dejes.

—No te dejaremos ninguno.

Mira hacia los niños, cada uno a un lado de su cabeza, y esboza una sonrisa forzada.

—Esto no es nada comparado con cuando os tuve a vosotros —les asegura.

Me río al ver que se les salen los ojos de las órbitas y se miran entre sí.

—Maddie, ponle a mamá la manopla mojada en la frente —ordeno, y me sitúo de nuevo a los pies de Ava—. Jacob, tú dale la mano. Te la va a apretar muy fuerte, hijo, así que pon a trabajar esos músculos.

—No quiero hacerle daño —se queja Ava, la espalda arqueándose violentamente con la siguiente contracción.

Jacob le coge deprisa la mano con las dos suyas, y caminando de rodillas se acerca más a su cabeza.

—No pasa nada, mamá. Aprieta todo lo que quieras.

El puto corazón se me derrite cuando cojo el teléfono, lo pongo en altavoz y lo dejo en el suelo a mi lado.

—Muy bien. Estamos listos.

—Perfecto, señor Ward. ¿Cuánto tiempo transcurre entre contracción y contracción?

—Un minuto, quizá dos.

Animo a Ava a que flexione más las rodillas y abra más las piernas, luego cojo una toalla y la extiendo sobre los muslos.

—En la siguiente contracción, quiero que Ava empuje y usted le presione la vagina.

Abro los ojos como platos y miro a los niños, que, como me te mía, están muertos de miedo. Yo no estoy muerto de miedo, pero sí tengo una confusión de narices.

—¿Quiere que le empuje la cabeza hacia dentro? —Seguro que no.

Ava grita en cuanto formulo la pregunta, poniéndose roja.

—¡Ni se te ocurra empujarla hacia dentro, Jesse! ¡Quiero que salga! ¡Ahora!

Me cago en la puta, qué presión.

—Vale, nena. Cálmate.

—Señor Ward. —La operadora no se ríe, pero poco le falta—. Quiero que presione la parte superior de la vagina de Ava. —Esa palabra de nuevo, y ambos niños hacen una mueca de asco—. El ángulo ayudará a que la cabeza del niño salga con más facilidad.

Abro y cierro los ojos deprisa, intentando concentrarme en la parte de mi mujer que más me gusta, en esa parte que ahora no se parece en nada a lo que recuerdo.

—Vale. —Respiro y alargo la mano—. La presión ¿cómo?

—Firme, señor Ward.

—¡Ya viene! —Ava empieza a jadear, hinchando las mejillas—. ¡Ahora!

—¡Muy bien, empuja, nena!

Y yo hago lo que me han dicho, aplicando la presión que me parece apropiada.

—¡Vamos, mamá! —corean los mellizos—. ¡Tú puedes!

Ava refunfuña, gime, llora. Todo me resulta de lo más familiar, pero no por ello más fácil de oír.

—¡Jesse! —pronuncia mi nombre, un aullido largo, estridente, la cabeza hacia atrás, la espalda arqueada—. Joder, ¡cómo duele!

Me estremezco, la vista fija entre sus piernas. Una cabeza embadurnada de sangre y viscosidades sale lenta, pero decidida; la mano que tengo libre debajo, la palma hacia arriba.

—Vamos, Ava —la animo—. Ya está saliendo.

Se desploma exhalando entrecortadamente, y la cabeza del niño retrocede despacio. Me seco el sudor de la frente con el brazo.

—La cabeza ha salido un poco, pero ha vuelto a entrar —le cuento a la operadora.

—Es perfectamente normal, señor Ward. Esperaremos a que llegue la siguiente contracción y animaremos a Ava a que empuje con todas sus fuerzas.

—Tienes que empujar con todas tus fuerzas, nena, ¿lo has oído?

—¡No estoy sorda, joder! —espeta entre respiraciones rápidas, bruscas, lanzándome puñales.

Me acobardo, pero los niños sueltan unas risitas, Jacob sacudiendo deprisa su pobre mano.

—Lo siento, cariño —se disculpa Ava, y busca su cabeza torpemente y le da unas palmaditas en el pelo—. ¿Te he hecho daño?

—Claro que no. —El niño levanta los brazos y saca una inexistente bola—. Estoy hecho de acero.

Maddie se ríe.

—¿En qué mundo?

—Concéntrate —le ordena Jacob, y vuelve a coger la mano de su madre.

—Oh, no. —Ava me mira despavorida—. ¡Aquí viene otra!

Me tranquilizo y me acerco.

—Esta vez empuja con ganas, ¿vale? Todo lo que puedas.

—Lo estoy intentando. —Están a punto de saltársele las lágrimas, tiene los ojos arrasados.

—Vamos —la animo, la mano volviendo a donde debe estar—. Sacaste a dos niños, uno detrás de otro. Esto es pan comido.

—Que te den, Ward. Este debe de ser tan grande como Jacob y Maddie juntos. Me voy a partir en dos. ¡Ay, ay, ay! —Aprieta los dientes, aprieta los puños y levanta la cabeza—. ¡Arggggggggg!

—¡Eso es! —exclamo, y veo que la cabeza corona y va ensanchando poco a poco la abertura—. Vamos, nena, ya casi está. —La agonía de sus gritos me llega al alma—. Un poco más. ¡Sí, sí! ¡Eso es, Ava!

Pasa la parte más ancha de la cabeza y se libera de las paredes de Ava, y a la vista queda un perfecto, pequeño perfil. No puedo hablar de la emoción, mi mano acariciando la parte superior de la mojada cabecita. Joder, hasta lleno de baba es precioso.

—La cabeza está fuera —informo a la operadora mientras cojo otra toalla.

—Muy bien. —Está sumamente tranquila—. Que empuje una vez más con la próxima contracción, señor Ward. Cuando el niño esté fuera, póngaselo a Ava en el pecho y envuélvalo en una toalla. Asegúrese de que no se le enreda el cordón.

—Vale.

Me preparo y miro a Ava, que ahora llora y le toca el pelo a Maddie mientras esta le pasa la manopla por la frente.

—Ava —la llamo, y la cabeza le cae sin fuerzas—. Un empujón más, nena.

Asiente al tiempo que traga saliva y cierra los ojos.

—Solo uno más, mamá.

Maddie le aparta unos mechones de pelo de la cara y Jacob sacude una vez más la mano, preparándose para lo que se le viene encima, y me lanza una mirada que dice: «Madre mía». Cuando Ava empieza de nuevo con las respiraciones semicontroladas, sé que se acerca el último empujón, el definitivo. Clavando los ojos en mí, aprieta los dientes y asiente, la cara roja como un tomate. Esta vez no profiere sonido alguno, tan solo me mira con los ojos muy abiertos mientras acomete la recta final.

El niño sale tan deprisa que casi ni me doy cuenta, los ojos pendientes de mi preciosa mujer, a la que ayudan mis preciosos hijos.

—Oh, joder.

Su cuerpecillo mojado, resbaladizo, cae en mis manazas, y acto seguido mi hijo se echa a llorar. Un puto sonido celestial. El pequeño es la puta perfección, y yo estoy hecho un puto cromo, los ojos llenos de lágrimas. Lo paso con cuidado a una mano, vigilando el cordón, y le levanto la camiseta a Ava para depositar al recién nacido en su pecho y cubrir a ambos con una toalla.

Cuento con que los mellizos hagan una mueca de asco y miren hacia otro lado, pero están completamente hipnotizados, las boquitas abiertas.

—Ya está aquí —digo con voz ronca, consciente de que la operadora está esperando que la ponga al corriente de todo—. Ya está aquí, y es perfecto.

—Enhorabuena, señor Ward.

—Gracias.

La emoción me embarga mientras veo a Ava con nuestro hijo en el pecho, la boca en su cabecita, los ojos cerrados.

—Yo no he hecho gran cosa. —La operadora suelta una risita—. Ha sido usted un alumno perfecto. Por cierto, acaban de confirmarme que los paramédicos y la comadrona llegarán dentro de unos minutos. Permaneceré con ustedes hasta entonces.

Asiento, me sorbo la nariz, me la limpio con el dorso de la mano y me sitúo junto a Ava para unirme a mi familia. Mi mujer tiene la cara enrojecida, el pelo una maraña mojada, pero está preciosa. Sonrío y le cojo la manita a mi hijo, asombrándome al ver sus diminutos dedos.

—Es perfecto —musito, el amor floreciendo en el acto en mi interior.

—No paras de hablar en masculino. —Ava le mira la cabeza—. ¿Lo has comprobado?

Frunzo el ceño. No, la verdad es que no. Estaba tan embelesado que no le he mirado los genitales.

—Espera.

Cojo la toalla que los cubre, la levanto y le subo un poco las piernas al pequeño para echar una ojeada.

—¿Qué es, papá? —Jacob se sitúa a mi lado, al igual que Maddie—. ¿Niño o niña?

Sonrío y miro sus impacientes caras antes de ladear la cabeza para que lo vean por sí mismos. Ambos bajan la cabeza para inspeccionar la zona.

—¿Y bien? —pregunta Ava con urgencia—. Decídmelo.

Maddie tose.

—Está clarísimo que es un niño. —Mira a Ava y sonríe—. Y tiene el pene más grande que el de Jacob.

Suelto una carcajada y le revuelvo el pelo a mi hijo cuando mira indignado a su hermana.

—Piérdete, Maddie.

Subo un poco y me tumbo con Ava, mi cuerpo junto al suyo, que le saca unos cuantos centímetros. Le beso la cabecita a mi hijo, cogiendo aire al hacerlo. Madre mía, cómo echaba de menos ese olor.

—Lo has hecho muy bien.

Vuelvo la boca hacia mi mujer y la beso en la sudorosa frente, aprovechando la oportunidad para aspirar también su olor.

—Tan tan bien —añado.

Ella suspira profundamente, cierra los ojos y se acurruca contra mí.

—Eres mi superestrella.

—Eso sí que no me lo habían llamado nunca —digo, sin darle mucha importancia—. ¿Qué ha sido de lo de «dios»?

Escucho una risita cansada mientras me arrimo a ella y acaricio con el lateral de un dedo la pequeña mejilla del niño.

—El capullín es guapo —musito—. Está claro que ha salido a su padre.

—Anda, que no tienes tú ego ni nada.

—Y ¿cómo lo vamos a llamar? —pregunta Maddie, que ya está embobada, su atención centrada única y exclusivamente en el niño.

Me abstengo de decir el nombre que me gustaría ponerle, como llevo haciendo algún tiempo. No estoy seguro de que sea buena idea, ni de lo que pensará Ava.

—No lo sé. —Me encojo de hombros—. ¿Vosotros qué pensáis, hijos? ¿De qué tiene cara de llamarse?

Los dos se acercan a él y lo contemplan con la cabeza ladeada.

—No tiene cara de llamarse de ninguna manera. —Jacob adelanta una mano y le toca la punta de la nariz—. Qué pequeño es.

—Creo que tiene cara de llamarse Joseph —decide Maddie—. Tiene la misma cantidad de pelo que el abuelo.

Sonrío cuando Ava resopla.

—¿Tú qué opinas, mami?

Ava coge aire y baja la barbilla al pecho para mirar el apacible bulto. Se para a pensar un rato y después mira a los mellizos.

—Maddie, Jacob, este es vuestro hermano pequeño. —Me mira y esboza una leve sonrisa—. El pequeño John.

Me cago en la leche. El corazón me estalla.

—¿De veras? —pregunto, luchando contra el nudo que se me está formando en la garganta.

Ava se encoge de hombros, como si no fuese nada, cuando lo cierto es que es todo.

—A mí me parece que tiene cara de llamarse John. —Lo mira de nuevo y asiente con determinación—. Sí, tiene cara de John, sin duda. Y con un poco de suerte será tan leal, valiente y cariñoso como el original.

Joder, me va a dar algo. Entierro la cara en el cuello de Ava y dejo que los ojos, que ya me escocían, liberen sus lágrimas. Tengo las emociones desenfrenadas, una gran mezcla de felicidad abrumadora y profunda tristeza.

Me aseguraré de que el pequeño John sea todas esas cosas. Aunque sea lo último que haga, que mi hijo sea todo lo que fue su tío John. Noto la mano de Ava en mi pelo, consolándome. Me he estado conteniendo durante mucho tiempo, y ahora lo estoy soltando todo.

Pero entonces el pequeño John decide que le toca llorar a él, poniendo punto final a lo que pretendía ser mi desahogo. Levanto la cabeza, el rostro húmedo, y veo que se mete el puño en la boca.

—Alguien tiene hambre. —Miro a los niños y ladeo la cabeza—. Mamá está a punto de sacarse las tetitas.

—Iré a ver si ha llegado la ambulancia —dice Jacob.

Y sale del salón a la velocidad del rayo, dejando una estela de humo. Me echo a reír. Acaba de ver a su madre dar a luz; no es que haya visto los detalles, pero aun así ha sido una experiencia fuerte. ¿Y ahora le asustan un par de tetas?

—¿Me puedo quedar? —pregunta Maddie vacilante; siente curiosidad, está absolutamente hechizada con su nuevo hermano.

—Claro, cariño. —Ava le coge la mano—. Pero primero, ¿podrías traerme un poco de agua?

—¿Fría?

—Perfecto.

Maddie se marcha, deseosa de echar una mano. Es un gran comienzo para la nueva dinámica familiar.

—¿Vamos a ello? —inquiero.

La ayudo a acercar al niño al pecho y el pequeño se engancha al pezón de Ava como si fuese una ventosa, se le hunden las mejillas y da largas chupadas.

—Joder, está claro que le van los pechos.

—Para —pide Ava.

Se ríe y me da de broma en la mano antes de volver a apoyar la cabeza. Si hay algo más bonito que esto, yo aún no lo he visto.

—Eres un tío con suerte, pequeño John —musito, acercando mi cara a la suya; tiene los ojos mínimamente abiertos, pero clavados en mí—. Estoy dispuesto a compartir por ahora —le digo, y lo beso en la frente mientras Ava suelta una risita—. Pero te lo advierto, solo es un préstamo. Las quiero de vuelta, ¿entendido? —Acaricio la suave cabecita de mi nuevo hijo y le sonrío.

Trago el nudo que tengo en la garganta y miro a esos ojos que me mantienen con vida. Y la que me devuelve la mirada, una mirada tierna y llena de lágrimas, es la belleza de mi vida entera.