CAPÍTULO 30
El aparcamiento está hasta arriba. Veo el coche de Drew en una de las plazas reservadas, aparco al lado y doy la vuelta al coche deprisa para ayudar a Ava a bajar. No dice nada mientras la conduzco al moderno edificio. No podría ser más distinto de La Mansión. El gimnasio es de lujo, sí, pero dista mucho de ser tan ostentoso. La recepción está concurrida cuando entramos.
—¿Es eso una peluquería? —pregunta Ava mientras señala el escaparate de uno de los cuatro negocios de la primera planta—. ¿Y un salón de belleza?
—Sí, y Raya trabaja ahí.
—¿En qué?
Ava me da la mano, al parecer algo abrumada ya con el sitio.
—Fisioterapia.
Saludo con la cabeza a una de las chicas de recepción, que nos deja pasar deprisa por los torniquetes.
—Y eso de ahí es una tienda de productos ecológicos.
—Es como el paraíso de la salud —comenta, y esboza una sonrisa incómoda cuando las chicas de recepción la saludan—. ¿Y yo trabajo aquí?
—Lo dices como si no te gustara.
Al llegar al bar de zumos, veo a Drew por la cristalera que da a la piscina. Está subido al trampolín, dando indicaciones a Georgia.
—La verdad es que siempre soñé con tener mi propia empresa de interiorismo —responde Ava.
—Dejaste de trabajar cuando nacieron los niños.
Fue mucho antes de que nacieran los mellizos, pero no pienso entrar en las razones por las que Ava acabó dejando su empleo en Rococo Union. A menudo me pregunto si el capullo de Mikael conservará la empresa o si la vendió en cuanto se fue mi mujer.
—Cuando los niños empezaron el colegio, decidiste que querías trabajar aquí.
Recibo una mirada cargada de duda.
—¿Decidí o me obligaste?
—Lo decidiste tú —confirmo, y pido su batido energético preferido—. Según tus palabras, yo siempre la cago con la parte económica, y no estabas dispuesta a dejar que se encargara otro.
—Entonces ¿me pagas?
Acepta el batido, mirándolo con recelo.
—Generosamente —contesto, la voz provocativa y baja.
Me dirige una mirada pícara, de broma.
—Muy gracioso.
—Eres la directora, Ava. Como ya te dije, esto es nuestro.
Veo que eso le agrada, los bonitos labios cerrándose en torno a la pajita y bebiendo con aire pensativo mientras echa un vistazo al bar, donde los ordenadores portátiles llenan las mesas y la gente charla después de entrenar.
—Mmm, es muy lujoso.
—Me alegro de que no hayas perdido el buen gusto —observo, y le indico que me siga a la escalera por la que se accede a la planta de fitness.
La veo animada y alegre a mi lado, la boca en la pajita.
—Te habrías llevado un sustillo, ¿no?
—¿Con qué?
—Si al volver en mí no me hubieras gustado.
Suelta una risita por la escalera, le hace gracia el asunto.
—Entonces ¿te gusto? —pregunto como si nada, sin inmutarme.
—No estás mal, supongo.
Menuda cara tiene. Le doy con el codo y se ríe. Al llegar arriba y ver la planta de fitness, se para de golpe.
—Vaya.
Gira despacio en el sitio para abarcar el vasto espacio. Podría tardar un poco. Enfrente están dando una clase de Bodypump, en un rincón hay un grupo de personas haciendo pesas en serio, un grupo de mujeres pedalea a toda velocidad al fondo. Y las salas, con el frente de cristal, están todas llenas, con una clase u otra en cada una. Las endorfinas que flotan por el lugar se me están metiendo en la piel, ojalá pudiera subirme a la cinta. El ejercicio siempre me ha sentado bien, es una forma perfecta de combatir el estrés. Y ahora, cuando estoy más estresado que nunca, no he tenido ocasión de soltarlo.
Por delante de nosotros pasa mucha gente, clientes y personal, y todos nos saludan risueños, claramente encantados de vernos. Pero Ava no reconoce a nadie. Se limita a sonreír forzadamente, cada segundo que pasa más incómoda.
—¿Vengo aquí a diario? —pregunta.
Su tono no me dice si eso le agrada o la intimida. Confío en que le guste, y quizá así se le quite de la cabeza la absurda idea de trabajar en otro sitio.
—Sí, conmigo.
De pronto me coge la mano y me la agarra con fuerza.
—Hay mucho ruido.
Mierda, es verdad. Es estridente, nada del otro jueves, pero Ava tiene la cabeza delicada. La invito a seguir, con intención de alejarnos de la bulliciosa planta de fitness e ir a otra parte más tranquila.
—Ven aquí.
Abro la puerta de su despacho, la hago pasar y dejo fuera el ruido. Así está mejor. Probablemente no pudiera pensar con claridad.
Se pasea en silencio, examinando el espacio que ve a diario, mis impacientes ojos buscando en su cara algún indicio de que recuerda algo. Repara en el marco que hay en la mesa, lo coge y sonríe al observar la fotografía en la que estamos todos. Es otra prueba de que esto es real, de que no va a despertarse de un momento a otro y descubrir que estaba atrapada en un sueño.
—Tu despacho es muy bonito —comenta, dejando la foto.
¿Mi despacho?
—Este no es mi despacho, Ava —la corrijo, ocupando mi lugar habitual en el sofá que hay junto a la ventana—. Es tu des pacho.
Abre los ojos como platos un instante, y emprende otro viajecito por la sala.
—¿Mi despacho? —inquiere, a todas luces desconcertada.
Me recuesto y sonrío al ver su cara de sorpresa.
—Tu despacho.
Veo que retira la silla de la mesa y se sienta. Abre algunos cajones. Saca algo y me lo enseña con una sonrisa. Deja en la mesa la laca de uñas roja, se retrepa en el asiento y sonrío, pensando que está más sexy que nunca cuando se sienta a esa mesa.
—Pues qué importante soy.
—Lo eres.
Apoyo el tobillo en la rodilla y descanso el codo en el respaldo del sofá.
—Y ¿dónde está tu despacho?
—Estoy sentado en él.
Ava sonríe, ceñuda.
—¿Trabajas desde ese sofá?
—Sí.
—Y ¿qué clase de trabajo haces desde ahí?
Apoya los pies en la mesa mientras yo subo los míos en el sofá, poniéndome cómodo, con los brazos detrás de la cabeza, a mis anchas. Ojalá pudiera ver lo que veo yo cuando estoy en este sitio. Nos veo en todas las superficies posibles. Yo entre sus piernas. Por Dios, ¿cuántas veces la habré tomado en esa mesa?
—Lo único que hago cuando estoy aquí es admirar a mi mujer. Es una parte muy importante de mi jornada.
—¿Ganduleando en el trabajo? Pues el jefe no es que dé muy buen ejemplo.
Lo que dice me hace mucha gracia.
—Ava, aquí todo el mundo sabe que la jefa eres tú, no yo.
—Eso es ridículo.
Coge un bolígrafo y se pone a juguetear con él, pasándoselo por los dedos fingiendo concentración.
—Eres un obseso del control. No me creo que me dejaras llevar las riendas de este gimnasio tan chic tuyo.
—Solo soy un obseso del control en lo que a ti respecta. Y es nuestro gimnasio.
Asiente pensativa y echa otro vistazo.
—Así que, mientras yo doy el callo, tú te quedas tumbado aquí todo mono, ¿no?
Levanto la cabeza un poco, enarcando las cejas.
—¿Crees que soy mono?
Lo digo como si tal cosa, pero por dentro tengo ganas de levantarme de un salto y ponerme a bailar como un loco algo de Justin Timberlake. Hoy Ava está siendo bastante franca con la atracción que siente. Casi descarada. Casi provocativa.
Por otro lado, no me extraña que le duela la cabeza: pone los ojos en blanco continua e impresionantemente.
—¿Cómo consigo concentrarme contigo merodeando por aquí? —pregunta.
Abre otro cajón y saca unas carpetas, que mira ceñuda. Luego una calculadora, que deja a un lado. Y, por último, una lima de uñas. Parece encantada con su hallazgo.
—Bueno, te dejo para que trabajes.
Joder, ¿en qué estaba pensando al traerla aquí? Adiós a mis propósitos de hacer que se tome las cosas con calma. A la porra. Está sentada en la silla, con ese vestidito de tirantes tan mono y las chanclas, el pelo una maraña de ondas sueltas, la cara sin rastro de maquillaje, y está para comérsela, joder. Y esa mesa me llama. Bajo las piernas del sofá, me levanto y me acerco a ella.
El movimiento de la lima de uñas se ralentiza a medida que me acerco, sus ojos recorriendo mi alto esqueleto hasta llegar a la cara.
—No estás tumbado.
Me apunta con la lima, como si se me hubiese pasado por alto que me he puesto de pie.
—¿Significa eso que vas a trabajar algo?
—Pues sí.
Me siento en el borde de la mesa, sin apartar la vista de la suya.
—Ya lo creo que voy a trabajar algo.
La respiración entrecortada. El cuerpo moviéndose sutilmente. Los ojos voraces. Los pezones endureciéndose contra la tela del vestido. Bajo la mirada a su entrepierna, ladeando la cabeza. Está mojada. Lo huelo desde donde estoy.
—Compórtate —advierte, prácticamente con un gritito, y vuelve a limarse las uñas, esforzándose para fingir que está tranquila.
Arde. Casi le veo las llamas en la piel. Y todas esas reacciones tienen el efecto que acostumbran en mí. Ella tiene el efecto que acostumbra en mí. Esta mujer hace que me ardan las venas. Los ojos me escuecen solo de mirarla. Hace que el corazón se me hinche de adoración.
—Verás, ese siempre ha sido un problema para mí, Ava.
Apoyo la punta de un dedo en la reluciente madera de la mesa y la deslizo lentamente por la superficie.
—Nunca he podido comportarme cuando estoy contigo.
—Donde quiera y cuando quiera —musita, cada palabra rebosante de deseo—. Hemos tenido sexo en este despacho, ¿no?
—En el sofá, en el suelo, en la mesa, contra la puerta.
Le quito los pies de la mesa y los utilizo para acercarla en la silla con ruedas, sonriendo cuando se pega al respaldo. Le cojo la lima de los laxos dedos, la tiro en la mesa y le bajo los pies. Me sitúo a horcajadas sobre su regazo y pongo las manos a ambos lados de su cabeza.
—Tengo muchos recuerdos buenos de este despacho, nena. Ojalá tú también los tuvieras.
Me inclino, rozándole la nariz con la mía, y me encanta notar su aliento entrecortado en mi cara.
—Pero me va a encantar tener más.
Le meto una mano entre los muslos, entrando a matar. Estoy demasiado caliente para resistirme. Lo que ocurrió anoche solo ha hecho que le tenga más ganas. Y, además, conozco a mi mujer lo suficiente para saber cuándo quiere, y quiere ahora.
—Ábrelas.
Sus piernas se abren en el acto, y antes de que pueda besarla, me está besando ella. Me ataca una fuerza brutal, su cuerpo ha dejado la silla más deprisa de lo que sería prudente, sin embargo, no soy quién para pararla. La siento en la mesa y me sitúo entre sus muslos. Mientras su boca devora la mía, sus manos frenéticas me desabrochan el botón de la bragueta, tirando con impaciencia, pequeños gruñidos reforzando su frustración, los dedos toqueteando. Sonrío mientras nos besamos, agarrándole el pelo con suavidad, a diferencia de la fuerza que está empleando ella. Aparto mis labios para mirarla a los ojos. Parece borracha.
Me echo hacia atrás y me quito la camiseta por la cabeza.
—¿Quién manda aquí, nena?
—Tú —musita, agarrando la cinturilla de mis vaqueros y tirando de mí.
Su mano no tarda en dar con mi polla, que libera y aprieta con delicadeza. Me flipa que siga sabiendo hacer eso. Que siga teniendo esas sensaciones. Que me siga deseando con un apetito que no puede controlar. Soy su dios.
Joder. Esta mujer me domina. Me controla. Hace que la sangre me corra disparada por las venas, que el corazón me lata, que mi alma siga pura. Y ahora mismo ni siquiera lo sabe. Necesita volver a familiarizarse con esos sentimientos que siempre nos paralizan. Que nos llevan a unos límites que nadie podría entender. Los sentimientos que hacen que nosotros seamos nosotros. Creo que ya ha llegado a ese punto, más o menos. Antes incluso de este momento. Antes incluso de que hiciéramos el amor. Aunque le desconcierten la conexión que nos une y las reacciones naturales que tenemos hacia el otro. Siguen ahí, en su interior, esperando a ser descubiertos.
—Te voy a follar hasta…
Mi promesa se ve interrumpida cuando se abre de golpe la puerta del despacho, y una décima de segundo después un grito escandalizado inunda la habitación.
—¡Ay, Dios, lo siento mucho!
Veo de refilón la cara desencajada de Cherry antes de que la puerta se cierre, dejándonos solos de nuevo.
—Madre mía, qué vergüenza.
Ava se baja de la mesa con ayuda de mi mano.
—¿Quién era esa?
—Cherry.
Sujeto a Ava y le aparto el pelo de los ojos con una sonrisa. Está muy aturdida, y sexy a más no poder.
—¿Quién es Cherry?
—Trabaja para nosotros. Espera aquí.
Voy hacia la puerta, llamándome idiota por no haber echado el pestillo. Me cago en todo, estoy a cien.
—¿Jesse? —Ava me llama.
Me vuelvo. Veo que me señala la entrepierna mientras ella se agacha para coger las cosas que hemos tirado de la mesa.
—Quizá sea mejor que te la guardes. Y que te pongas la camiseta.
Me la lanza y la cojo; luego me miro la bragueta.
Mierda, la tengo toda fuera. Escucho sus risitas mientras sigo hacia la puerta, metiéndome la polla en el bóxer y abrochándome los vaqueros. Abro y veo a Cherry fuera, roja como un tomate.
Me mira el pecho, su cuerpo ablandándose visiblemente.
—Uy, vaya —farfulla.
—¿Qué?
Sale de su pequeño trance y levanta la vista.
—Me alegro de verte, Jesse.
Su tono de voz es ronco sin que tenga que esforzarse, los ojos le brillan, alegres. Sonríe y me da otro repaso, abrazando contra el pecho las carpetas que lleva. La presión hace que las tetas se le suban. Y no es que yo esté mirando adrede. Es solo que… están ahí.
Paso por alto su descarado flirteo y miro detrás de ella, al pasillo, al oír pasos: unos pasos pesados, que solo pueden ser de un hombre. John viene hacia nosotros con brío, sus gafas de firma bien asentadas.
—Cherry —dice, saludando bruscamente con la cabeza a la mujer que está a la puerta de mi despacho antes de centrarse en mí—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Nosotros nos vamos.
Me pongo la camiseta mientras retrocedo hacia el despacho para dejarlos pasar, haciendo caso omiso de la sonrisita de Cherry.
John ve a Ava en la mesa y la tersa frente se le arruga un tanto.
—Hola, guapa.
—Hola —saluda ella en voz queda.
Ava observa a la mujer que está en el umbral de su despacho, detrás de mí. También parece recelosa. Quizá un poco cabreada, y no porque nos haya cortado el rollo.
Me hago a un lado deprisa cuando entra Cherry, su brazo rozando el mío.
—Me alegro de verte, Ava.
Llega a la mesa y sonríe alegremente a mi mujer, que la mira con cierta suspicacia.
—Sí, claro —masculla con hostilidad—. ¿Nos das cinco minutos? —le dice a Cherry, y la pregunta es todo menos una pregunta, el tono inexpresivo, la dulce sonrisa forzada.
—Cómo no.
Cherry retrocede, se vuelve y va hacia la puerta. No hay duda de que endereza la espalda, y no hay duda de que hace un mohín. Hay que joderse. Pongo los ojos en blanco y miro a mi mosquea da mujer. Quizá «mosqueada» se quede corto. Furiosa parece más apropiado. No está lo que se dice contenta, y yo estoy encantado. Ladea la cabeza con aire inquisitivo y yo me limito a encogerme de hombros. ¿Qué puedo decir?
—Como Ava no estaba, le he dado a Cherry más responsabilidades —informa John con cierta cautela—. Lo siento si te he disgustado, guapa.
—No te preocupes —contesta Ava malhumorada—. Tampoco es que me acuerde de cómo hacer mi trabajo.
Recoge unos papeles del suelo y les echa una ojeada antes de dejarlos en la mesa y sentarse en la silla.
—Hay que llevar el control de las cuentas, cobrar las cuotas, pagar los suministros —continúa el grandullón, mostrando una faceta apaciguadora poco habitual.
—No hace falta que te preocupes por el trabajo ahora mismo —añado yo.
Me sumo a John en su intento de hacer que Ava se sienta mejor, porque que se desanime por el trabajo no es bueno cuando no para de darme la tabarra con lo de trabajar en otra cosa. Por encima de mi cadáver.
—Tenemos que centrarnos en tu recuperación.
Me mira, ceñuda, aunque sé que está más enfadada consigo misma.
—Estoy bien —gruñe, al tiempo que se levanta—. Y tampoco hace falta que me preocupe por una fresca que le entra a mi marido.
John tose, y yo sonrío como un loco para mis adentros. No solo está siendo posesiva conmigo, algo que por sí solo ya es emocionante, también está siendo posesiva con su trabajo. Y eso está bien, que se vaya olvidando de la estupidez esa de cambiar de empleo.
—Mi mujer es la única que me hace volver la cabeza —le recuerdo, y me acerco a ella y le cojo la mano—. Y lo sabes.
Su exagerado mohín es divino. Quiere sentirse segura, y yo le proporcionaré esa seguridad, todo el día, todos los días. Confío en que volvamos a llegar al punto en que deje de necesitarla.
—Lo sé.
Se apoya en mi pecho, me pasa los brazos por la espalda, la mejilla contra mi camiseta.
—Para ser tan mayor estás muy solicitado, Jesse Ward —añade.
Reculo, y John se ríe, con esa risa capaz de hacer temblar un edificio.
—Vete a casa —me aconseja mientras se va hacia la puerta—. Mantendré a raya a Cherry.
—Gracias, John. —Separo a Ava de mí, le doy la vuelta y la empujo hacia la puerta—. ¿Mayor?
Sus hombros suben bajo mis manos.
—Tu edad no parece ser ningún impedimento para la atención que recibes. Esa Cherry debe de tener diez años menos que yo.
—¿Y ese punto posesivo?
Le doy un beso en la mejilla mientras volvemos a la planta principal del gimnasio, yo aún detrás de ella, sus manos ahora sobre las mías, que siguen en sus hombros.
—Porque me gusta —digo al final.
Ava se detiene y su cuerpo empieza a sacudirse un poco bajo mis manos. Preocupado, le doy la vuelta. Tiene una sonrisa enorme en la cara.
—¿Qué? —pregunto.
Levanta un brazo y señala algo, lo que hace que yo gire la cabeza.
—Máquinas de remo —dice, con tono de guasa sin lugar a dudas, aunque es evidente que no está muy segura de por qué, una pequeña mirada ceñuda empañando la sonrisa cuando la miro de nuevo.
—¿Qué tiene tanta gracia? —quiero saber.
—No lo sé. —Menea la cabeza—. ¿Te gusta el remo?
Sonrío y miro de nuevo las máquinas, pensando en lo mucho que han evolucionado con los años. No sería capaz de ejecutar ese deslizarse adelante y atrás perfecto en uno de esos chismes. Me alegro de haber conservado la antigua.
—Nos encanta el remo.
—¿Ah, sí? —Mi revelación parece sorprenderle—. ¿Se me da bien?
Me río para mis adentros, sintiendo que el fuego de mis ojos se vuelve a avivar.
—Se te da muy bien.
—¿Cómo? ¿En plan romántico, como remar por el río? ¿Solecito, paz y palabras románticas empalagosas?
Los ojos le brillan. Estoy a punto de reventarle la idílica burbuja. Le paso una mano por los hombros, la pongo a mi lado y echo a andar hacia el lado opuesto a las máquinas de remo.
—No exactamente.
Noto que mira con aire inquisitivo, animándome a continuar.
—Nuestra forma de remar es única.
—¿Por qué no me sorprende? Bueno, pues dime: ¿cómo remamos?
Saludo con la cabeza a algunos clientes con los que me cruzo, los hombres secándose la sudorosa frente con una toalla.
—Yo me siento en el asiento y tú te me subes encima.
—¿En esos chismes? —inquiere, haciendo que ambos nos paremos a mirar de nuevo las máquinas—. ¿Cómo es posible?
—No creo que lo sea.
La miro, sonriendo, la cojo de la mano y tiro de ella.
—Ven, vamos a probar.
Se resiste en el acto, la otra mano agarrándome la muñeca para detenerme, clavando los pies en el suelo.
—Jesse —se ríe, pero es una risa nerviosa—. Estamos en medio de la sala.
—¿Y?
Mi fuerza ganará siempre, y la tengo donde quiero que esté en cuestión de segundos. Sus oscuros ojos recorren el metal, la preocupación escrita en la preciosa cara. Sin soltarle la mano, me acomodo y me doy unas palmaditas en el muslo.
—Todos a bordo —bromeo, y le da un ataque de risa, el sonido inundando el espacio que nos rodea.
—Déjalo.
—No.
Tiro de ella y la tengo a horcajadas en el regazo antes de que pueda volver a poner otro pero, su torso pegado a mi pecho, las mejillas juntas.
—Es algo así —le digo en voz baja al oído, utilizando los pies para deslizarnos por la base—. Adelante. —Susurro la palabra y vuelvo atrás hasta que nuestro cuerpo pega una sacudida en el otro extremo.
—Y atrás —termina la frase por mí.
El impacto de su pecho contra el mío, sus partes rozando las mías, esas palabras que le salen de muy dentro. Todo ello un cóctel potente que provoca una actividad frenética al otro lado de la bragueta de mis vaqueros, una actividad que no pasa inadvertida a mi mujer. Se echa hacia atrás, apoyando las manos en mis hombros, y ladea la cabeza.
—Uf —musita, y mueve las caderas con picardía contra mí.
—Ahora déjalo tú —le advierto.
Me levanto deprisa del asiento con ella antes de que pierda el control y dé ante un montón de socios de nuestro gimnasio un espectáculo que no olvidarán. Ava suelta una risita y se pega a mi pecho, pone una mano en mi nuca que hace que nuestros labios se unan. Me besa con fuerza. De manera posesiva. Me desconcierta, pero desde luego no me quejo.
—¿Y eso? —pregunto cuando su curiosa lengua se detiene.
—Es solo que me apetecía besarte. —Se echa hacia atrás, haciendo un mohín—. Puedo, ¿no?
—Esa sí que es una puta pregunta estúpida.
Damos media vuelta para seguir nuestro camino y nos topamos con Cherry.
—Uy. —Ava se sitúa a mi lado y me coge del brazo—. Lo siento, no he visto que estabas ahí.
Cherry sonríe apretando los dientes y yo suspiro, tirando de mi mujer antes de que se ponga en plan apisonadora. Le dirijo una mirada cansada cuando empezamos a bajar la escalera.
—¿Qué? —pregunta toda inocencia y morritos.
—Nada.
Hago un esfuerzo por contener una sonrisa burlona. Me cuesta. Porque me acaban de marcar.