CAPÍTULO 12
Llego al hospital y me encuentro al médico de Ava hablando con la jefa de enfermeras. Ella asiente, él asiente, ella habla, él habla, ella frunce el ceño, él también.
—¿Va todo bien? —pregunto al acercarme.
—Justo ahora íbamos a llamarlo.
Inmediatamente me preocupo.
—¿Por qué?
Miro hacia la habitación de Ava y la veo sentada en el borde de la cama, vestida y esperando, sus dedos jugando con la alianza.
—Su esposa empezaba a estar un poco inquieta —sonríe el doctor Peters, orgulloso—. Le he dicho que le encontraría.
—Lo siento, es que los niños se van fuera con sus abuelos —le digo.
Observo que Ava levanta la cabeza y me ve. Dibujo una ligera sonrisa y recibo otra a cambio. Esto es tan raro, y no parece que esa extrañeza vaya a disminuir ni un ápice. Devuelvo mi atención al doctor.
—Debía asegurarme de que tenían todo lo necesario.
—¿Los niños se marchan? —pregunta, haciendo que suene como que los he echado.
Se me erizan los pelos del pescuezo pero me esfuerzo por controlarme. No quiero que nadie cuestione mis decisiones como su padre ni como marido de Ava.
—Necesitan pasar algún tiempo alejados de esta locura —le explico, diplomático y tranquilo, aunque para ello empleo todas mis fuerzas—. Y si voy a ayudar a Ava a que nos recuerde, debo volver atrás, al principio de nuestra historia.
—¿Su historia?
Me río entre dientes.
—Sí, nuestra historia. Digamos que con ella se escribiría una novela genial. —Me paso la mano por el pelo—. No somos una pareja del montón, doctor.
Suspiro, pensando en cuál sería la mejor manera de explicárselo para que lo entienda. Tendría que conocernos para comprendernos. Tendría que haber visto por todo lo que hemos pasado.
—Cuando conocí a mi mujer, fue como si una bomba nuclear me estallara en el pecho.
Evito añadir que también fue una bomba nuclear en mis pantalones. Es inapropiado.
—Es como si una parte de mi alma se hubiera fundido con una parte de la suya y no había nada que hacer para detener eso. Fue un sentimiento increíble.
Miro de nuevo a la habitación y veo que Ava sigue observándome.
—Inolvidable —susurro, viendo cómo los ojos de mi mujer se dirigen a mis labios—. Lo que hace que todo esto sea aún más difícil de aceptar porque, ¿cómo ha podido olvidarlo? A nosotros. La intensidad de nuestra relación y todo lo que hemos pasado juntos…
Aparto la mirada de la mujer que tiene mi vida en sus manos y vuelvo a poner mi atención en el médico.
—Estoy jodidamente aterrorizado de pensar que todos esos recuerdos se hayan ido para siempre.
Sonríe como si lo entendiera, pero la verdad es que no lo entiende. Nadie podría.
—Crearán nuevos recuerdos.
Niego con la cabeza.
—Nada puede sustituirlos.
Esta vez asiente sin contradecirme.
—Aquí tiene el alta de Ava. —Me entrega un sobre—. Le hemos quitado el vendaje de la cabeza esta mañana. Está curando muy bien pero hay que mantener la herida bien limpia. Lo mismo con la pierna. Tiene mi número, señor Ward. Cualquier cosa que le preocupe, llámeme.
Cojo el sobre y voy hacia la habitación de Ava. Me pesa el cuerpo. Me siento como si caminara contra un viento huracanado, el instinto implacable no solo me agarra el cuerpo sino que también atasca mi garganta, dificultándome la respiración.
Cuando entro, me quedo quieto como una estatua unos segundos, sin saber qué viene ahora.
—La bolsa —digo, y corro a cogerla de su lado—. ¿Puedes caminar?
En cualquier otro momento la hubiera cogido en brazos sin más, le gustara o no. La verdad es que todo esto de preguntar es muy raro. Y lo detesto.
Se impulsa ligeramente para levantarse de la cama con cautela y mi instinto se dispara. Suelto la bolsa de inmediato, desesperado por suavizar el sufrimiento de Ava y ayudarla a ponerse en pie.
Se apoya en mí con ambas manos, cada una en uno de mis antebrazos hasta quedar derecha. No sé si porque lo necesita o porque quiere.
—Gracias.
—No se te ocurra darme las gracias por cuidarte, Ava.
No quiero que suene como una afrenta pero es inevitable.
—Eres mi mujer. Es lo que he venido a hacer a este mundo.
Me mira frunciendo un poco el ceño y yo me veo conteniendo la respiración, esperando a que me diga que recuerda algo. Que recuerda que le he dicho eso antes, porque lo sé segurísimo, se lo he dicho. O cualquier detalle, no importa lo pequeño o insignificante que ella crea que sea. Pero cuando niega con la cabeza, me doy cuenta de que no es así.
Suspiro profundamente y empezamos a movernos, lentos pero seguros, sin dejar de vigilarla por si hubiera signos de dolor o de que este pequeño desplazamiento es demasiado. Está concentrada en avanzar, muy concentrada en el simple acto de poner un pie delante del otro. Es tan doloroso verla sufrir. No puedo soportarlo.
Me giro hacia el control de enfermería.
—¿Hay alguna maldita silla de ruedas por ahí?
Una enfermera examina la sala, claramente alarmada. Ni siquiera consigo sentirme mal por ello.
—En estos momentos están todas ocupadas, señor. Pero, si no le importa esperar, intentaré conseguirle una.
—Ya me la llevo en brazos. No se moleste.
Me vuelvo hacia Ava y me la encuentro con los ojos muy abiertos, sorprendidos.
—Te voy a llevar en brazos —le informo, aunque solo por cortesía, y la cojo y la levanto con cuidado.
No protesta, lo que está muy bien porque no pienso verla salir cojeando de aquí.
Me observa atentamente mientras avanzo por el pasillo, seguramente evaluando lo tensa que está mi mandíbula. Intento relajarla, intento destensar los músculos agarrotados. Siento que podría explotar de estrés. De esperanza. De desesperación.
Delante de mí se abren unas puertas y aparece una camilla empujada por un celador. Y, en ella, un cuerpo, cubierto de pies a cabeza con una sábana blanca. Me sorprendo ralentizando el paso e imagino a Ava allí. En esa camilla. Muerta.
Se me hiela la sangre.
—¿Jesse?
Me sobresalto y bajo la vista, mi mujer me mira preocupada. Despejo rápidamente mis macabros pensamientos de lo que podría haber sido. Ella sigue aquí. Conmigo. Puede que no sea la de siempre pero sigue aquí. La agarro con más fuerza. No puedo evitarlo.
—Venga, vamos a casa.
—A casa —suspira, y aparta la mirada—. ¿Y dónde me dijiste que estaba?
—Dondequiera que yo esté —le digo con mi habitual franqueza. ¿Está sonriendo un poquito?—. ¿Vale? —pregunto, no queriendo ni pensar que cree que soy gracioso o que reconoce trocitos de nosotros. Pero ¿por qué otra cosa podría estar sonriendo?
—Tienes pinta de ser un mandón.
Me río a carcajadas, una explosión de regocijo imparable.
—No tienes ni idea, señorita. Ni idea.
—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Para tu información.
—Ya lo sé.
Y me río de nuevo, sintiendo que la presión que llevo sobre los hombros se libera un poco. Solo un poco pero… ya es algo.
La miro y dejo salir una sonrisa, la que reservo solo para ella, esa que no ha visto desde que despertó. Decididamente, tiene el efecto deseado, su cuerpo se relaja en mis brazos. Es otra pequeña señal.
—Y para que lo sepas, eso está a punto de cambiar.
Se burla. Esa risa es el sonido más dulce que existe, aunque sea forzado.
—No lo creo.
Mi sonrisa se amplía, porque esa sí que era mi mujer. Desafiante. Difícil.
Mía.
La esperanza crece con fuerza en mí.