CAPÍTULO 44

Tardo un segundo exacto en darme cuenta de qué es lo que no encaja cuando mi cerebro despierta a la mañana siguiente: Ava no está en la cama conmigo. Luego un segundo más en sentir pánico. ¿Dónde está? Y otro en salir de la cama y del dormitorio. Corro por el descansillo, bajo la escalera como un loco y entro derrapando en la cocina.

Veo a Maddie en la isla, desayunando.

—¡Por favor!

Su grito de horror me taladra los oídos, la cuchara deteniéndose antes de llegar a la boca. Tiene los ojos muy abiertos durante el breve instante en que los veo, pues acto seguido se da la vuelta en el taburete, hacia el otro lado.

—Papá, ¿en serio?

Por un momento estoy confuso. Luego caigo en cuál es el motivo de alarma. Reculo y me miro: estoy desnudo. «¡Mierda!»

—¿Dónde está tu madre? —pregunto, llevándome las manos a la entrepierna para tapármela.

Me muero de vergüenza, pero no me marcho corriendo. Estoy demasiado preocupado.

Maddie señala el cuarto de la plancha justo cuando Ava aparece con el cesto de la colada en las manos. Mi mujer reacciona igual que mi hija. El cesto lleno de ropa cae al suelo y después se oye un gritito.

—Hombre, Jesse, no jorobes. —Ava coge un paño de la encimera y se me acerca deprisa para taparme cuanto antes.

—No estabas en la cama —espeto, dejando escapar una mirada ceñuda—. Me preocupé.

Mechones de pelo color chocolate oscuro enmarcan su rostro, que me mira cansado.

—Los niños vuelven hoy al colegio. Necesitaba ponerme en marcha antes.

—Deberías haberme despertado. Acabo de tener veinte ataques al corazón entre la cocina y el dormitorio, Ava.

—Estabas cansado.

—No estoy cansado —niego mientras ella sigue ocupada en taparme mis partes con el trapito—. No vuelvas a levantarte sin avisarme, o acabarás conmigo.

—No seas tan teatrero.

Mientras se empeña en ocultar mi dignidad, su mano me roza la cara interna de la verga, y la muy capulla se despierta. Cojo aire con ganas, Ava también, mientras veo cómo se mueve la tela gracias a mi creciente erección. Mordiéndose el labio con furia, Ava sacude la cabeza. Y allá vamos, de vuelta a esa cosa llamada autocontrol.

—Me cago en la leche —farfullo—. ¿Hay algún pantalón corto en el cesto?

Volviendo a la vida, Ava corre hasta donde ha dejado tirada la colada y revuelve en ella.

—Toma.

Saca unos pantalones cortos negros y me los lanza. Me aseguro de que Maddie sigue mirando hacia otro lado y sustituyo el patético paño por el pantalón.

—Ya estoy visible, hija —anuncio.

—Esto es taaaan incómodo.

Me dejo caer en el taburete de al lado y le lanzo el paño a Ava, le da en el pecho y va a parar al suelo, pues ni siquiera levanta las manos para cogerlo. Y es que está demasiado ocupada recreándose en mi pecho. Hago un mohín y me miro el tonificado torso; después, con la vista baja, la miro a ella.

—¿Desayunamos? —inquiero, y la pregunta logra que suba la vista.

Pone los ojos en blanco y coge el cesto antes de echar una ojeada con cautela a nuestra hija:

—Compórtate —me advierte sin articular la palabra, y vuelve al cuarto de la plancha.

Me río entre dientes. ¿Que me comporte? Eso nunca.

—¿Desde cuándo llevas levantada? —quiero saber, y busco café en la isla; no hay.

—Desde las seis y media —responde Ava.

Voy a la cafetera y la preparo, no dejo que el hecho de que no esté lista me fastidie.

—Pero Maddie ya estaba aquí abajo —añade.

¿Ah, sí? Miro a mi hija enarcando las cejas y ella se encoge de hombros mientras mastica sus cereales. Por lo general no hay forma de que salga de la cama.

—Pensé que hoy me podía preparar yo el desayuno.

Esbozo una sonrisa afectuosa y le guiño un ojo.

—Buena chica.

Intenta ayudar, hacer cualquier cosa que rebaje la carga de trabajo a su madre. Estoy a punto de encender la cafetera cuando oigo un taco en el cuarto de la plancha. Suspiro y miro al techo. Señor, dame fuerza.

—Ava —advierto.

Mi día no está empezando lo que se dice bien. Ataques al corazón. Palabrotas.

—Mierda, no puede ser tan difícil —la oigo refunfuñar mientras voy hacia ella.

La encuentro con la vista clavada en la lavadora.

—No te lo voy a repetir, controla esa puñetera boca —siseo, y apoyo el hombro en la puerta mientras ella mira los botones de la parte frontal, sin hacerme el menor caso—. ¿Qué pasa?

Suspira.

—No sé cómo va la lavadora. —Se pone a darle a botones al tuntún y a girar ruedas al azar, cada vez más mosqueada—. No creo que sea tan difícil.

Me acerco a la lavadora y le quito la mano con suavidad, antes de que rompa el puñetero chisme.

—Calma —digo con tono tranquilizador—. Lo haremos juntos.

Me agacho a inspeccionar los millones de botones de la parte frontal y Ava se une a mí. Por Dios, ¿para qué servirá tanto botón? ¿Qué es eso del aclarado y el centrifugado? Me muerdo el labio, preguntándome dónde estará el manual.

—No sabes cómo va, ¿no? —dice Ava burlona.

La verdad es que no.

—No tengo ni puta idea —admito sin asomo de vergüenza, mirándola despacio—. La lavadora siempre ha sido cosa tuya.

—¡Capullo jeta! —suelta indignada, y me da un golpe en el brazo.

—Esa boca.

—Cierra el pico. Y ¿qué es cosa tuya?

Mi irritación se desvanece. Me río, la cojo y me lanzo a su cuello unos segundos preciosos mientras pego mi pelvis a la suya sinuosamente.

—¿A ti qué te parece?

Deja escapar una risita e intenta apartarme, con poco éxito. La agarro con fuerza, no estoy dispuesto a soltarla.

—Así que se te da bien una cosa y solo una cosa, ¿no?

La levanto, la siento en la encimera y la cojo por las caderas. Su sonrisa es distraída. Preciosa. Y le brillan los ojos, teniendo en cuenta la hora que es.

—Soy todo un experto en la mayoría de las cosas que hago.

No estoy fanfarroneando, es así. Tiro de ella hasta que sus partes entran en contacto con las mías y mi polla cobra vida de nuevo. Bajo la vista y suspiro.

—Ya estamos.

—Ya estamos —repite ella.

Me levanta la cara y me besa en la boca, abrazándome los desnudos hombros. Buenos putos días. Y bienvenido a casa.

—Tengo que preparar a los niños para el colegio —musita, y me atrapa la punta de la lengua.

Justo a tiempo, escuchamos la adormilada voz de Jacob, que nos llama desde la cocina.

—Se están besuqueando en el cuarto de la plancha —lo informa Maddie con cansancio—. Por lo visto ya hemos vuelto a la normalidad.

A la normalidad. No del todo. Pero saber que a los niños les da tranquilidad ver que Ava y yo volvemos a las andadas tiene un efecto balsámico en mí. ¿Tan sencillo es para ellos? ¿Que su madre y su padre estén juntos, queriéndose, siendo como son siempre, aunque no sea así? Empezaba a sentirme culpable por haberlos mandado fuera, pero ahora estoy más seguro que nunca de que fue buena idea. Cuando traje a Ava a casa, los primeros días fueron un infierno. Las emociones, los gritos, el agotamiento. No me gustaría que viesen a su madre tan perdida y a su padre tan desesperado. El tiempo que pasamos nosotros dos solos fue muy valioso. Y era necesario. Para que Ava descubriese quién soy y lo que represento y lo aceptase. Y lo acepta. Por suerte lo acepta.

Me sacan de mis pensamientos unos golpecitos en el hombro y cojo aire y miro esos ojos que me han subyugado desde el primer día. Me entretengo unos momentos echándole hacia atrás las oscuras ondas del pelo antes de cogerla y bajarla al suelo.

—Quedas relevada de tus funciones.

Le doy una palmadita en el culo para que se ponga en marcha y la mirada traviesa que me lanza al volver la cabeza no ayuda en nada a controlar lo que está pasando dentro de mis pantalones. Le dirijo una mirada de advertencia, pero ella se limita a esbozar esa sonrisa tan suya. En cuanto se ha ido, le doy un buen gol pe a la lavadora y asiento, satisfecho, al oír que el agua entra en el tambor.

—Buenos días, mamá —oigo decir a Jacob cuando Ava entra en la cocina, conmigo detrás.

Está mirando las cajas de cereales de la isla, las seis que hay. Ava debe de haber cogido todas las que había en la despensa, para cubrir todas las bases, supongo.

—¿Y lo mío? —pregunta mi hijo.

Todas las bases excepto lo de Jacob. Ava hace una mueca de disgusto y a mí se me cae el alma a los pies; por su parte, Maddie, rápida, da un puntapié en la espinilla a su hermano.

—Imbécil —dice.

Siento una punzada de dolor cuando Ava me mira, los ojos húmedos.

—No pasa nada. —Corro al armario y saco las Pop-Tarts de Jacob, que me apresuro a meter en el tostador—. ¿Lo ves? Listo.

—Lo siento, mamá.

El niño está compungido, y yo me debato entre consolarlo o ir con Ava. Ella decide por mí cuando sale a toda prisa de la cocina. Abatido, miro a los niños, que ven salir a su madre corriendo, secándose la cara con las manos. Joder. Después de alborotarles el pelo con un gesto rápido, tranquilizador, voy tras mi mujer. La encuentro en el cuarto de baño de abajo, cogiendo papel higiénico.

—Ava, nena. —Entro y cierro la puerta—. No es para tanto.

El corazón se me parte cuando se vuelve hacia mí, el labio inferior tembloroso, las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—Ni siquiera sé qué es lo que más le gusta desayunar a mi hijo. —La voz se le quiebra y baja la cabeza—. ¿Qué clase de madre soy?

Esa frase hace que me vuelva loco antes de que pueda impedirlo y alargo la mano para quitarle el papel que se está llevando a la cara.

—Ya basta —ordeno, con más aspereza de lo que pretendía.

Me mira con cautela, los ojos muy abiertos, las lágrimas aún cayéndole por las mejillas. Me pego a ella, le agarro la cara, apoyo mi frente en la suya, y la miro cabreado.

—No dudes nunca, jamás, de tu capacidad como madre, ¿me oyes? —Ella asiente—. Bien. —Mi boca se une a la suya y la beso con fuerza—. Y ahora sécate esos ojos y mueve el culo a la cocina.

—Vale.

No discute ni protesta, se sorbe la nariz para contener las emociones y recomponerse.

—¿Me das el papel?

—No.

Le paso los pulgares por las mejillas para que no se note que ha llorado.

—Andando.

Le doy media vuelta, la agarro por los hombros y la conduzco a la cocina. Le aprieto los hombros para darle confianza antes de soltarla.

Ella asiente y va al armario a coger un plato para Jacob, saca las Pop-Tarts del tostador y se las pasa por la isla.

—Gracias, mamá. —Se muerde el labio y me lanza miradas nerviosas.

—¿Qué? —pregunta Ava, mirándome también.

—Nada.

Me acerco a la nevera, saco la mantequilla de cacahuete y se la doy a Jacob, que empieza a untarse con ella las Pop-Tarts.

—Ah. —Ava se desanima al ver la operación, y hace una mueca de dolor—. Que le pone mantequilla de cacahuete al desayuno, claro.

—Qué asquito das —le espeta Maddie a su hermano al salir de la cocina—. Me voy a la ducha.

—Y yo a preparar las fiambreras. —Ava se vuelve y observa los armarios.

—Arriba a la izquierda —le recuerdo.

Termino de preparar la cafetera que había dejado a medias. Cuando acabo, me siento junto a mi hijo y abro la boca para que me dé un poco de su desayuno, sonriendo cuando me mete el último bocado que le quedaba.

—Ve a la ducha —le digo, y se marcha deprisa, dejándonos a Ava y a mí solos en la cocina.

Miro a mi mujer con aire pensativo mientras devoro el tarro de mantequilla de cacahuete. He estado tan centrado en todas las cosas importantes que tiene que recordar que no se me pasó por la cabeza que las sencillas, como qué les gusta desayunar a los niños, pudieran disgustarla. Algo tan trivial, y sin embargo tan revelador. Si primero estoy esperanzado, sintiendo el amor y los sentimientos que me demuestra mi mujer, después la realidad me golpea con fuerza con algo tan absurdo como las Pop-Tarts. Pero, como no paro de recordarme, esto es una maratón, no un esprint.

Bebo un sorbo de café. Ava está delante de la nevera abierta. Inmóvil. Observándola. Frunzo el ceño y, al dejar la taza, veo que sus hombros se estremecen ligeramente. Preocupado, me levanto y me acerco a ella, la vuelvo hacia mí para verle la cara: las lágrimas le caen por las mejillas y van a parar a la camiseta.

—Tampoco sé qué les gusta que les ponga para comer —solloza, cada palabra teñida de desesperación.

—Eh.

Bajo la cara para pegarla a la suya, mis mejillas humedeciéndose con sus lágrimas. Estamos juntos en esto, estrés, amor, desesperación… y lágrimas. Aunque ahora no sea yo quien las derrama, también son mías. No me da tiempo a abrazarla: ella se me adelanta, me echa los brazos al cuello y prácticamente se me sube encima. ¿Qué puedo hacer? No hay ninguna solución sencilla. Es solo cuestión de tiempo y de esa puta cosa llamada paciencia.

La llevo a un taburete y la siento encima de mí, a horcajadas, su cara oculta en mi pecho, sus lágrimas mojándome la piel. Con mi cara en su pelo, profiero un suspiro, la abrazo. Le concedo el tiempo que necesita para superar esto. No es más que otra parte de este espantoso proceso. Un bache más en este camino pedregoso. Cuántos más baches, reveses y llanto quedan es algo desalentador. Pero debo ser fuerte.

El hombre con el que se casó.

—A Maddie le gustan los sándwiches con Marmite —le digo, la boca pegada al pelo—. Y a Jacob…

—Con mantequilla de cacahuete —dice, sorbiéndose la nariz y levantando a duras penas la preocupada cabeza hasta mirarme a los ojos.

Sonrío, le cojo las manos y las sostengo entre el pecho de ambos.

—Estaré contigo a lo largo de todo el camino, nena. En las subidas y en las bajadas, en lo bueno y en lo malo, estaré a tu lado. Para ayudarte, para secarte las lágrimas, para quererte. Te amo un puto huevo, señorita. —La beso en la mejilla, y me quedo ahí unos segundos, aspirando su olor—. No te rindas, ¿me oyes? Tenemos mucho por lo que luchar.

Lanza un pequeño sollozo lleno de emoción y alivio.

—Volver a enamorarme de ti ha sido fácil —musita en voz muy queda—. Pero esto. Los niños. Los quiero. No me hizo falta enamorarme, me bastó con mirarlos para saberlo. Pero ser una buena madre no es solo quererlos incondicionalmente. Es conocerlos a fondo. Lo que les gusta, lo que no les gusta.

Cierra los ojos, la realidad es demasiado insoportable, y yo le tomo la cabeza con suavidad y la abrazo.

—Me siento más perdida ahora que nunca. La cara que ponen cuando me equivoco en algo.

—Para —insisto—. Para ahora mismo.

—Es solo que odio decepcionarlos.

—No los decepcionas olvidando de qué mierda les gustan los sándwiches o lo que les gusta desayunar. Solo podrías decepcionarlos si no los quisieras. Si te rindieras. ¿Es que voy a tener que llevarte arriba y echarte un polvo recordatorio? —Lo digo muy en serio, así que será mejor que no cuestione mi amenaza.

—¿Recordatorio? —Me mira, se sorbe la nariz y se ríe un poco.

—Sí, recordatorio.

Me pongo de pie y ella resbala por mis piernas hasta levantarse. Despacio. Sus manos en mi pecho desnudo. Y también su mirada. Rebosante de deseo. Sonrío para mis adentros, porque aunque el momento sea una mierda, la he distraído y he conseguido levantarle el ánimo, y nunca me disculparé por eso. Distraerla siempre ha sido mi especialidad. Doy gracias por no haber perdido el don. Coloco una mano entre sus muslos y la dejo ahí, y Ava respira hondo.

—Jesse.

La voz se le quiebra con la pasión desenfrenada que irradian sus ojos castaños, pero no intenta escapar de mí. Subo la mano a la cadera, sonriendo, y le hago cosquillas. Suelta el aire que estaba conteniendo, aunque no mueve ni un músculo.

—Dime que no volverás a poner en duda tu capacidad como madre —exijo, y muevo un poco los dedos para hacerle ver la tortura que está a punto de sufrir si no me lo dice—. Vamos, nena.

—No volveré a ponerla en duda. —Las palabras le salen de la boca deprisa, apenas audibles.

Le hago cosquillas y ella suelta un gritito agudo.

—¿A qué ha venido eso? —Mi cara risueña se acerca a su rostro ceñudo—. Dilo otra vez. Despacito, para que pueda oírte.

—No-volveré-a-dudar-de-mí-misma.

Nada más decirlo, coge más aire y lo aguanta, a la espera, preparándose.

La abrazo unos instantes para crear expectación antes de mover mi mano de nuevo a sus muslos y entrar a matar, plantando mi boca en la suya y poniéndola contra la pared que nos queda más cerca. Esta arma, mi capacidad de devolverle la vida, de distraerla para que olvide un poco el mal momento que está pasando, es todo lo que tengo, y la usaré sin remordimiento y sin vacilar. Sentir sus tetas mullidas contra mi duro pecho, cada una de sus curvas fundiéndose en cada uno de mis marcados músculos, dispara mis ganas.

Algo que no es muy recomendable cuando los niños pueden oírnos gritar. Nada recomendable. Ello no me impide que la bese con fuerza, explorando su boca con la misma avidez con la que ella explora la mía, sus uñas clavándose en mis hombros y mi espalda, sus gemidos de placer instalándose en mi cerebro y haciendo que me vuelva loco de deseo, más que de frustración.

—Luego. —Le muerdo el labio y tiro de él hasta que se me escapa de los dientes—. Estás a mi merced, señorita.

—¿Acaso no lo estoy siempre? —Unos dedos firmes me cogen el pelo y me acercan a ella, haciendo que vuelva a besarla.

—Y no lo olvides.

Tenemos los labios y los dientes enredados, con premura y torpeza. Ella adelanta las caderas y atrapa los abultados pantalones.

—¡Papá! —A la cocina llega el grito estridente de Maddie y la erección se me baja, así, sin más—. ¡Papá!

Me rindo, sin sobresaltarme, y Ava se ríe y mi mosqueo disminuye. Tenerla para mí solo, aunque fuese traumático en algunos momentos, fue un regalo excepcional. Poder satisfacerla cuando me apetecía fue una suerte, sobre todo dadas las circunstancias. Esa conexión fue la clave. No tener que preocuparnos de que nos pillaran los niños me quitó un peso de encima. Un ligero sentimiento de culpa me asalta por ser tan egoísta.

Refunfuñando, me separo de Ava y le aparto el pelo de la pegajosa mejilla.

—No más lágrimas —advierto, y voy a la puerta de la cocina—. ¿Qué pasa? —pregunto a Maddie.

—Que no encuentro el uniforme del colegio.

—Yo tampoco —corea Jacob, que aparece en lo alto de la escalera en calzoncillos.

No tengo ni puta idea de por dónde empezar a buscar los uniformes. Y sé que Ava tampoco. Cuando se une a mí, al pie de la escalera, temo que vuelva a desmoronarse, y los mellizos también, a juzgar por su expresión cautelosa. Sin embargo, coge aire y va hacia ellos.

—Si no los encontramos, tendréis que ir desnudos.

—Puaj, qué asco. —Maddie se ríe al ver pasar a Ava, los ojos radiantes de felicidad.

—A mí no me importaría. —Jacob se encoge de hombros y me mira como diciendo: «¿Cuál es el problema?».

—Está claro que la seguridad la ha sacado de ti —dice Ava, lanzándome una mirada penetrante.

Y yo sonrío, orgulloso a más no poder de mi mujer. Y de mis hijos. De todos ellos. Somos un equipo. Podemos con todo.