CAPÍTULO 17

Estoy haciendo café de nuevo y todo el ruido posible para llenar el silencio cuando Ava entra con paso firme en la cocina. Su gesto de determinación me coge por sorpresa. Entonces se detiene, y sus ojos centellean un poco al ver mi pecho desnudo. Según desciende la mirada, las chispas se disipan y señala mi estómago. O las dos cicatrices que lo afean.

—¿Qué te ocurrió?

Bajo la vista, no sé por qué.

—Nada.

Niego con la cabeza y vuelvo a centrar mi atención en Ava. Todavía no estoy preparado para hablar de eso. Además, sé que no ha venido tan decidida para preguntarme sobre mis cicatrices. Es la primera vez que las ve desde el accidente.

—¿Qué pasa?

Niega brevemente con la cabeza y endereza su cuerpo en una postura erguida que denota seguridad.

—Cuéntame cómo nos conocimos. Quiero que me lo cuentes todo.

Me siento con cautela en un taburete, dividido entre la felicidad de que lo haya preguntado y el temor a la presión de tener que responder. Fue un inmenso torbellino de sentimientos y emociones. Fue todo tan intenso, que la idea de tener que explicarlo me intimida mucho de repente.

—No sé por dónde empezar, Ava —admito, y ella se reúne conmigo en la isla—. Me da miedo no hacerle justicia a nuestra historia.

Inspira hondo, pensando, y me mira a la cara.

—Entonces muéstramelo.

Me río, pero es una risa nerviosa.

—No sé si estás preparada para eso.

No quiero asustarla teniendo en cuenta su estado de confusión. Esto no es como cuando nos conocimos. No puedo ir arrollándola como entonces. Ahora está delicada. Frágil. Tengo la sensación de que todo pende de un hilo.

—¿Preparada para qué?

Cierro los ojos con fuerza y trago saliva.

—Para mi manera de ser.

—¿Tu manera de ser?

—Sí, mi manera de ser.

Abro los ojos y me encuentro con los suyos. Su expresión de perplejidad no hace sino acrecentar mi preocupación.

No sabe cómo interpretar eso. O a mí.

—Así es como tú te refieres a ello —le digo—. Mi «manera de ser» —continúo al ver que ladea la cabeza con aire interrogante—: Soy irracional. —Me encojo de hombros—. Al parecer. —Inspiro hondo para reunir fuerzas y seguir—. Un obseso del control. —Vuelvo a encogerme de hombros patéticamente—. Al parecer. —Ya me está costando y ni siquiera he llegado a rozar la puta superficie—. Soy posesivo y controlador y… —Aprieto los labios al ver que abre ligeramente los ojos—. Al parecer —añado en voz baja.

—Has dicho «al parecer» un montón de veces.

—Al parecer —farfullo, y aparto la mirada.

Me cuesta expresar lo que necesita saber.

—Joder —exclamo frustrado.

—También dices muchas palabrotas.

La miro de nuevo y me encuentro con un gesto de desaprobación. Podría echarme a reír, pero me limito a toser.

—Claro, tú no las dices. Casi nunca, de hecho.

Me niego a mentirle tan descaradamente al respecto. Esto podría terminar con esa boca tan sucia.

—¿Ah, no?

Niego con la cabeza.

—Nunca.

—Ah —dice, y se sume en sus pensamientos durante unos instantes.

Se dispone a hablar en varias ocasiones, hasta que ha aspirado tanto aire que me preocupa que lo que vaya a salir de su boca requiera tanta preparación.

—Estoy lista —declara.

No entiendo.

—¿Lista para qué?

—Para que me lo muestres.

Se muerde el labio inferior ligeramente y me mira mientras yo intento comprender lo que me está pidiendo que haga.

—No estoy seguro, Ava.

—Yo sí estoy segura.

Se acerca y coloca las manos sobre mi pecho. Su tacto me obliga a inspirar hondo.

—Tengo un inmenso agujero en la cabeza donde deberíais estar los niños y tú, y me está matando que no estéis ahí. —Me da un empujoncito y aproxima su rostro al mío—. Estáis aquí, en mi vida, pero no aquí. —Despega una mano y se da unos suaves toquecitos en la sien, aunque hace una mueca de dolor.

Ese gesto nos recuerda a ambos que tiene que tomarse las cosas con calma. Sus heridas visibles tampoco han sanado todavía.

—Y es que sé que deberíais estar, y ver esas fotografías no ha hecho sino intensificar esa sensación. —Su voz se quiebra de nuevo y me apresuro a bajarle la mano de la cabeza y a sostenerla firmemente en la mía—. Necesito que hagas lo que sea preciso.

Su feroz determinación a través de sus palabras rotas me deja pasmado. Entonces recuerdo con quién estoy hablando. Puede que sea un desconocido para ella, pero, para mí, Ava sigue siendo mi mujer. La mujer más fuerte que he conocido jamás. Tiene que serlo o, de lo contrario, yo no estaría en su vida, o ella en la mía. Se ha enfrentado a mí otras veces, ha soportado todo lo que le he hecho.

—¿Lo que sea preciso? —pregunto, solo para que lo repita, para asegurarme de que estamos en la misma onda.

—Lo que sea preciso —confirma asintiendo con la cabeza.

Me está dando permiso. Me está diciendo que está bien que sea… ¿tal y como soy del todo?

—¿Nada de presión, entonces? —bromeo, y me pregunto por dónde empezar.

La respuesta no tarda en llegar.

—Pues ve a ducharte. Nos vamos de excursión.

Cuando levanto la vista hacia el imponente edificio llego a la conclusión de que esto es tan raro para mí como debe de serlo para Ava. La Mansión sigue siendo La Mansión, solo que ahora es La Mansión Golf Resort y Spa. Los campos están perfectos, tal y como lo estaban cuando lo vendí, y el edificio sigue igual de impresionante.

—¿Nos conocimos jugando al golf? —pregunta Ava divertida—. Qué romántico.

—Nuestro encuentro no tuvo nada de romántico, nena —digo, y la guío por los escalones hasta las puertas de entrada controlando su cojera que, aunque leve, está ahí.

—¿Ah, no? —Parece decepcionada.

Echa la cabeza atrás todo lo que puede para admirar la extraordinaria estructura.

—¿Sabes qué? Esta podría ser una oportunidad perfecta para cambiar eso.

Me detengo al instante y la miro algo pasmado. Ella permanece callada mientras yo intento buscar una respuesta. No la tengo, de modo que continúo tirando de ella, dándole mil vueltas a la cabeza. No por su insinuación de que tal vez debería ser más romántico, sino porque ha mostrado un lado insinuante, y eso me gusta muchísimo. No obstante, no debería tomarme ese indicio tan sutil como una luz verde para abalanzarme sobre ella. Al menos no todavía.

—Por aquí.

La llevo hasta el bar, la levanto y la coloco sobre un taburete intentando pasar por alto el hecho de que, a pesar de que el exterior de La Mansión sigue exactamente igual, el interior ha cambiado drásticamente. Es una mierda absoluta. Echo un vistazo a mi alrededor, a medio camino entre el resentimiento y la reminiscencia. La disposición general es la misma, pero la decoración es muy diferente.

—¿Por qué frunces el ceño? —pregunta Ava.

Seguramente este sitio no la ayudará a recordar. ¿Cómo, si ni yo mismo lo reconozco?

—Es que no es como yo lo recordaba —le digo, y señalo al camarero, que viste un traje de pingüino verde a juego con el resto de la decoración—. Mario era mucho mejor.

—¿Quién es Mario?

—Mi camarero principal.

—¿Tú camarero principal? —repite estupefacta.

—Ah, sí. —La miro y sonrío nervioso—. Es que esto antes era mío.

—¿Tenías un club de golf? —Se queda boquiabierta y echa un vistazo a su alrededor—. La casa, tu flamante Aston, este lugar. ¿Somos ricos?

—Vivimos cómodamente —digo con aire despreocupado con la esperanza de que la cosa quede ahí, al menos por el momento.

La complejidad de La Mansión y de cómo llegué a poseerla no está entre mis prioridades en la lista de cosas que tengo que contarle. Lo que importa somos nosotros.

Pido dos aguas y le pregunto al camarero si puedo hablar con el gerente.

—¿Por qué lo vendiste?

—Cuando era mío no era un club de golf —digo, plenamente consciente de que acabo de abrirle las compuertas a un interrogatorio. Cojo el vaso y se lo paso esperando lo inevitable.

—¿Y qué era entonces?

Bebe un pequeño sorbo, me mira y aguarda una respuesta.

Me quedo callado y evito sus ojos, como si pudiese encontrar la respuesta en los míos.

—Anda, mira qué cuadro tan bonito de Saint Andrews.

Señalo con el vaso hacia la pared que está al otro extremo del bar, de la que solía colgar arte con gusto.

Mira por encima de su hombro un momento sin el más mínimo interés.

—¿Qué era este lugar cuando lo regentabas tú? —repite, y me mira con impaciencia.

Esa pregunta tan sencilla ha hecho que me dé cuenta de lo mucho que tiene que recordar. Joder, esto se está volviendo más aterrador a cada minuto que pasa.

Me siento en el taburete que hay al lado de Ava y lanzo un largo suspiro, vencido.

—Un club de sexo —digo en voz baja a pesar de que no hay nadie alrededor que pueda oírme.

—¿Perdón? —Se atraganta y el vaso de agua aterriza sobre la barra.

—Era un club de sexo exclusivo para gente rica y guapa.

Apoyo el codo en la barra y la cabeza en la mano.

Su preciosa boca se abre de nuevo y me río para mis adentros. Aún no ha oído nada de todo lo que hay, y por primera vez me pregunto si debería reservarme algunas cosas para siempre. Cosas que casi acaban con nosotros. Cosas que me encantaría haber borrado de su memoria incluso antes del accidente. Pero eso no sería justo. Al fin y al cabo, nuestra historia es nuestra historia, y tengo fe en que, si pudo superarla entonces, podrá superarla de nuevo.

—Espera. —Se echa hacia atrás en su asiento—. Has dicho que nos conocimos aquí. —Levanta el dedo y lo gira en el aire alrededor de su cabeza al caer en la cuenta. Los temores de su mente resultan encantadores—. Dime que yo no…

—Tú no —le garantizo con una leve sonrisa.

—Uf, gracias a Dios —suspira aliviada, y se lleva la mano al pecho—. Asimilar que estoy casada y con hijos ya es suficiente como para tener que añadirle que era una zorra pervertida.

Me río ante su evidente alivio.

—Ah, eres una pervertida, señorita, y tienes tu propio estilo.

—¿Qué quieres decir? —Se pone colorada.

Hacía años que no veía ruborizarse a mi mujer. Sigue estando preciosa así.

Me deleito con la imagen y me inclino hacia delante para aproximarme a ella.

—Eres una provocadora y una seductora, nena. Una salvaje cuando quieres.

—¿Una salvaje?

—Muerdes. Arañas. —Sonrío un poco al ver cómo aumenta su incredulidad—. Gritas. Muyyy alto. Somos perfectos juntos.

Su rubor se intensifica y aparta los ojos de los míos rápidamente.

—Ah.

Me río por lo bajo de su mojigatería.

—Vaya, vaya, esto sí que es raro de ver.

—¿El qué?

—Mi mujer toda tímida y reservada.

—Bueno, es que una no descubre todos los días que su marido era el propietario de un glamuroso club de sexo.

—Y no todos los días tu mujer olvida quién eres —respondo sin intención de hacerle daño y sin aspereza, solo constato un hecho—. Ambos estamos fuera de nuestra zona de confort, Ava.

Me contempla silenciosa.

—¿Por qué tengo la sensación de que estoy a punto de experimentar algo increíble?

Sonrío, la tomo de la mano y la ayudo a bajar del taburete.

—Porque lo estás. Porque nuestra historia es verdaderamente increíble. Vamos.

Encuentro al gerente y hablo un poco con él en privado mientras Ava permanece en el vestíbulo mirando hacia la inmensa es calera que lleva al descansillo del balcón. Verla ahí admirándolo todo, tan fuera de lugar, me trae muchísimos recuerdos. Resulta dulcemente evocador, pero también doloroso. La imagen es preciosa, pero los sentimientos no. En mi interior, ya no me devora la intriga y la fascinación como en aquel entonces. Ahora solo siento ansiedad.

Me reúno con ella y miro también hacia el primer piso. Todas las puertas del descansillo están cerradas: puertas que dan a las habitaciones de los huéspedes del hotel en lugar de a horas de placer como antaño.

—Por aquí —le susurro al oído, y da un pequeño respingo.

Le ofrezco la mano, sonrío al ver que la acepta y me dispongo a hacer un tranquilo recorrido por lo que fue La Mansión. Cuando llegamos al salón de baile, que ahora es un inmenso restaurante con terraza al campo de golf, miro hacia atrás e intento no poner demasiadas esperanzas en que algo de esto le resulte familiar. Las probabilidades son escasas, ya que todo está muy distinto de como lo recordaba.

—Nuestro primer desayuno después de la boda fue en esta sala —digo por encima de mi hombro y la guío a través de las mesas.

—Por favor, dime que vendiste este lugar antes de que nos casáramos.

—No puedo.

Vuelvo a mirar hacia delante y sonrío cuando suspira. Mi sonrisa se intensifica al ver un elaborado ramo de flores de todos los colores imaginables en un enorme florero de cristal. Nos desviamos hacia la mesa sobre la que descansa. Inspecciono el buqué y encuentro justo lo que estaba buscando. Solo hay una. Pero no importa. Solo necesito una. Extraigo la cala del centro, me giro y se la entrego a Ava.

Ella la coge vacilante y su mirada oscila entre la flor y yo.

—Es muy bonita.

Sonrío suavemente y continúo ganándomela.

—Elegancia sencilla —digo, y me deleito al ver la sonrisa que me regala como respuesta—. Son tus flores favoritas.

—¿Desde cuándo?

—Desde el día en que me conociste —le respondo mientras nos aproximamos a la puerta de mi despacho.

Después de todo, sí que era bastante romántico por aquel entonces. Levanto la vista hacia la puerta de madera maciza y me vienen un millón de recuerdos a la mente. El más intenso e importante es el de la primera vez que Ava O’Shea las cruzó. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Tenía resaca, estaba de mal humor y no me apetecía nada tener una aburrida reunión con una decoradora de interiores. Así que John la trajo al despacho y el dolor de cabeza y la irritabilidad se disiparon, sustituidos al instante por la intriga, el deseo y el anhelo.

—Espera aquí —le ordeno suavemente.

Suelto su mano, abro la puerta y entro en un torbellino de recuerdos.

Ava asoma la cabeza intentando ver el despacho.

—¿Que espere?

—Quiero que esperes un minuto y que después llames.

Ella se ríe un poco.

—¿Por qué?

—Porque así fue como nos conocimos. —Cierro la puerta y me doy media vuelta para observar mi despacho—. ¿En serio? —pregunto al aire.

¿Qué coño han hecho aquí? Corro al rincón y arrastro la mesa donde debería estar. No tengo tiempo de arreglar la habitación entera para dejarla tal y como estaba todos esos años atrás, así que con esto tendrá que bastar. Oigo unos golpes en la puerta, me siento en la silla, me subo rápidamente las mangas de la camisa y me revuelvo un poco el pelo.

—¡Adelante! —grito, y cojo un boli y anoto algo en un cuaderno que hay a un lado.

El sonido de la puerta abriéndose inunda el despacho. Levanto la vista y me la encuentro asomando la cabeza.

—Ni siquiera sé para qué he venido —dice encogiéndose de hombros.

Me hundo en la incómoda silla de oficina.

—Tú pasa. —Le hago un gesto impaciente con la mano para que entre.

Cierra la puerta y se queda en la otra punta del despacho, mirando a su alrededor, desorientada.

—Es bonito.

—Lo era más cuando era mi despacho —digo, y, siguiendo su ejemplo, observo el lugar.

Resoplo disgustado y vuelvo a centrarme en mi mujer. Es lo único que parece estar bien aquí, incluso a pesar de que me está mirando con cara de no entender nada. Su cabello oscuro, ahora recogido en un moño despeinado, ya no brilla tanto, y sus ojos tampoco. Pero sigue dejándome sin aliento.

Me levanto de la silla, rodeo lentamente la mesa y arrastro los dedos por la madera. Después apoyo el culo en el borde, cruzo las piernas a la altura de los tobillos y los brazos sobre el pecho. Ava dirige su mirada hacia mi torso y sonrío para mis adentros.

—¿Qué ves? —pregunto, y sus ojos, enmarcados por las pestañas, me miran a la cara.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí. —Señalo mi alta figura con las cejas.

—Te veo a ti.

—Juega un poco, Ava —le advierto con un tono grave y sensual que provoca una evidente reacción en ella.

Eso está mejor. Está nerviosa. Bien. Que empiece el espectáculo.

Inspira hondo. Está buscando el valor para decir lo que quiere decir, y, sin hablar, la animo a continuar.

—Veo un pelo rubio oscuro —empieza, y se aclara la garganta, como si el estúpido acto y el creciente deseo fueran a robarle la voz—. Unos ojos verdes.

—¿Y?

—Y un cuerpo de infarto…

Sonríe con timidez y encoge levemente uno de sus hombros mientras sus mejillas se sonrojan una vez más.

—El cual, imagino, debe de costarte mucho esfuerzo mantener, teniendo en cuenta tu edad.

Logro evitar enarcar las cejas ante la sorpresa de ese comentario.

—No me cuesta tanto esfuerzo —le aclaro, y pienso en que este sería el momento perfecto para iniciar la cuenta atrás y advertirle que lo retire. Pero ahora no procede—. Y no sabes cuántos años tengo —señalo.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintitrés.

Ella se ríe ligeramente y aparta la mirada. Le cuesta mantener el contacto visual, y sé que es porque la situación le resulta demasiado intensa. Eso es bueno.

—Crees que soy atractivo —afirmo, porque sé que es verdad.

Puede que haya perdido la memoria, pero no puede haber perdido su gusto para los hombres. Yo soy de su gusto. Yo. Solo yo.

—Terriblemente —confiesa sin vacilar y sin pudor, hallando la fuerza que necesita para mirarme a los ojos.

—Entonces empezamos bien. —Sonrío a medias.

Ella también lo hace y continúa moviendo los pies.

—También eres arrogante.

—Te encanta mi arrogancia.

Evito decirle que también le encanta mi polla. Es demasiado pronto. ¿O no?

Entonces sus ojos descienden hasta mi entrepierna, como si me hubiese leído la mente, y mi polla, esa que tanto adora, grita tras la cremallera. La obligo a calmarse de inmediato. Es definitivamente demasiado pronto para eso. No creo que su mente lo soportase, y menos aún su malherido cuerpo.

Me acerco a Ava con cautela y su respiración se vuelve más trabajosa hasta que al final se rinde por completo y contiene el aliento. La alcanzo, me inclino y le beso suavemente la mejilla.

—Es un placer —susurro, y sonrío al ver que se estremece de la cabeza a los pies antes de salir de su estado de trance y retroceder—. Tuviste esa misma reacción la primera vez que nos vimos.

Deja escapar una carcajada de incredulidad y aparta la mirada, como si se avergonzase de sus reacciones respecto a mí.

—Tú… eh… sí… —Menea la cabeza, y entonces hace una mueca de dolor y se lleva la mano a un lado y presiona—. Está claro que tienes presencia —termina, con la cara descompuesta.

Me siento culpable al instante.

—Ha sido demasiado y demasiado pronto.

Me acerco, la cojo en brazos y ella me lo permite, agradeciendo mi ayuda.

—Tengo piernas, ¿sabes? —dice mientras apoya la cabeza en mi hombro.

—Ya, ya. Me lo dices casi todos los días.

Con un movimiento rápido pero cuidadoso, coloco sus piernas alrededor de mi cintura.

—Y esta suele ser la postura.

De repente, nuestros rostros vuelven a estar cerca el uno del otro y me mira a los ojos con inseguridad.

—Lo llamas el abrazo del monito —continúo en voz baja.

Ella sonríe débilmente y observa mi rostro como si jamás se cansase de mirarlo.

—Supongo que no me cogerías en brazos la primera vez que nos vimos, así que, ¿qué pasó después de que te me acercaras de ese modo?

—Que saliste corriendo.

—¿Salí corriendo?

—Sí. Prácticamente volaste escaleras abajo para escapar de mí. Bueno, después de que te mostrara la ampliación y de que te dijera que me gustaba tu vestido.

—¿La ampliación? No entiendo.

—Te contraté para decorar las nuevas habitaciones que había construido.

Su mirada se ilumina ligeramente cuando empieza a encajar las piezas. Acaba de entender lo que pasó.

—¡Por eso estaba en un club de sexo para pijos!

Asiento y me dirijo a un sofá de cuero negro, me acomodo y siento a Ava en mi regazo.

—Háblame de tu último recuerdo. ¿Qué es lo más reciente que recuerdas, Ava?

Cojo sus manos, las coloco en mi pecho y las retengo ahí mientras ella piensa y su frente se arruga en un gesto de concentración.

Aguardo pacientemente a que encuentre lo que está buscando, animándola en silencio.

—Trabajaba para una empresa llamada Rococo Union. —Frunce los labios y me mira—. Salía con alguien, pero no eras tú.

Siento como si me clavaran un puñal en el puto corazón y, aunque me esfuerzo por ocultarlo, sé que mis orificios nasales aletean peligrosamente.

—¿Y ya está? ¿Nada más? —Intento no sonar demasiado esperanzado. Me cuesta, porque jamás había deseado tanto algo. Solo quería un detalle para poder trabajar a partir de ahí—. ¿Nada?

Su cara impasible y el hecho de que no contesta me indican que no.

—Lo siento. —Aparta la mirada, probablemente para evitar ver la decepción en mi rostro.

Su desánimo me mata. La abrazo, rodeando sus hombros.

—Tranquila.

—Llévame a casa.

Se acurruca contra mí y noto sus lágrimas empapando mi camisa.

—Por favor.

Me levanto del sofá rápidamente con ella en brazos, procurando no sentirme vencido. Aún es pronto y todavía no ha oído más que una pequeñísima parte de nuestra historia, aunque ha sido suficiente para dejarla agotada. Pero no me rendiré. Rendirme no está en mis genes, y menos en lo que concierne a esta mujer.