CAPÍTULO 21
La llevo a un pequeño restaurante que no queda lejos de nuestro gimnasio. Ava está obsesionada con los huevos Benedict de este sitio, desde hace años, así que le he pedido eso. Pero casi no ha tocado los puñeteros huevos, se limita a pasear la comida por el plato.
—Come —le ordeno.
—Es que no tengo hambre.
Deja el tenedor y aparta el plato antes de retreparse en la silla.
Hago un gesto de desagrado. Si es necesario, le meteré la comida en la boca a la fuerza. Me importa un pito que estemos en un restaurante.
—Toma. —Agarro el tenedor y cojo una buena cantidad de huevo, que le ofrezco desde el otro lado de la mesa—. Come.
Mirándome mal y apretando la mandíbula, se aparta un poco más.
—No tengo hambre.
—Y yo no estoy de humor para que te pongas farruca. —Ladeo la cabeza en señal de advertencia—. Come.
—No.
—No me jodas, Ava, necesitas recuperar energías.
Retiro la silla arrastrándola ruidosamente por el suelo, sin levantarme, para ponerme a su lado, más cerca, dispuesto a abrirle la boca a la fuerza para meterle la comida.
—¿Para qué? ¿Para darte una patada en ese culo irracional tuyo?
Me reiría si no estuviera hecho una puta furia.
—No me hagas volver a pedírtelo.
Me noto inquieto, empiezo a moverme en la silla. El día ha empezado muy bien, y ahora ella se lo está cargando con la tontería de negarse a comer. ¿Por qué coño no se porta como es debido?
—¿Qué piensas hacer? ¿Empezar la cuenta atrás? —Pestañea unas cuantas veces y después frunce el entrecejo.
—Por ejemplo —confirmo, y ella resopla indignada.
Bajo la cabeza, intentando que se me pase un enfado que va a más. Joder, soy demasiado mayor para esta mierda. Ava se está rebelando por rebelarse, solo para salirse con la suya.
—Ava.
La miro, dispuesto a soltarle todos los detalles del castigo que le caerá cuando esté bien, pero al otro lado de la calle veo algo que pone freno a mis amenazas. Estiro el cuello para ver mejor: John está sentado en una terraza algo más arriba. Habrá salido del gimnasio a tomarse un descanso.
Dejo unos billetes de veinte libras en la mesa y pido a una confusa Ava que se levante.
—Esta vez te has librado, pero no volverá a pasar. —Vamos hacia la moto—. Espérame aquí.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
—Tengo que hablar un momento con alguien que está ahí. No te muevas.
Le doy el casco y me voy.
—Hola, John —lo saludo.
Se pone tenso en el acto, vuelve la cabeza despacio y veo la preocupación escrita en su rostro.
—¿Va todo bien? —le pregunto cuando llego a su mesa, que rodeo hasta situarme frente a él.
—Sí. ¿Qué haces aquí?
Mueve el corpachón en la silla con nerviosismo. Aquí pasa algo.
—He traído a Ava a comer enfrente.
—Y ¿dónde está?
Me siento y apoyo los codos en la mesa.
—Esperándome. Hace un rato he visto a Sarah.
Se quita las gafas despacio. Veo una mirada peligrosa en sus ojos.
—Dime que no fue en tu busca.
Ya no está nervioso, sino enfadado, los ojos echando chispas. Me hace sonreír por dentro, siempre leal y siempre preocupándose por mí.
—Nos hemos topado con ella en un café.
—¿Nos?
—Sí, Ava y yo. Naturalmente, mi mujer no la ha reconocido, pero Sarah se ha presentado. —Tuerzo el gesto, igual que John—. ¿No le dijiste que Ava había tenido un accidente?
—No era yo quien debía decírselo. Ya sabes cómo es esa mujer. Si le das la mano…
Me río entre dientes. A veces ni siquiera hacía falta que se le diera la mano. Yo no le di nada y se lo cogió todo. Y cuando digo todo, es todo.
—Bueno, sabe que hay algo raro, así que me imagino que te interrogará.
John deja las gafas en la mesa de cualquier manera, irritado.
—Y ¿qué quieres que le diga?
—Que no se me acerque —replico—. Dile lo que te dé la gana, pero insiste en eso.
John asiente y mira algo a mi espalda, obligándome a mirar a mí. Ava se aproxima, la cojera más acusada. Me asalta un sentimiento de culpa.
—Será mejor que te vayas —advierte John.
—Cualquiera diría que intentas librarte de mí.
Me levanto y me vuelvo hacia Ava cuando llega hasta nosotros.
—Lo siento, nena. Ya iba.
—¿Qué tal estás, guapa? —pregunta John.
Ella no contesta, se limita a pegarse a mí y mirarme para que… no lo sé. Entonces caigo. Claro.
—Este es John —digo al tiempo que señalo su corpachón embutido en la pequeña silla de metal—. Mi viejo amigo. Trabaja en el gimnasio.
—Encantada de conocerte.
Lo dice con una voz baja, teñida de una incomodidad que a John no se le escapa, y noto que se estremece. La miro y le escudriño el rostro. Parece algo ausente. Y cansada. Muy cansada.
—Tengo que llevar a Ava a casa. —Le paso un brazo por los hombros y echo a andar—. ¿Todo bien en el gimnasio?
—Todo bien.
John vuelve a ponerse las gafas, y me doy cuenta de que no le he preguntado qué está haciendo en esa terraza solo. Y sin tomar nada.
Estoy a punto de hacerlo cuando del café sale una mujer con una bandeja y viene directa a mi amigo. John se levanta deprisa y retira la silla de enfrente.
—Gracias —dice ella, dedicándole una sonrisa radiante al sentarse—. No tenían bizcocho de limón, así que te he pedido unos scones.
Tiene el pelo de un rosa vivo, recogido de cualquier manera, la falda larga y vaporosa, la chaqueta de punto de gruesa lana demasiado grande. Tendrá unos sesenta y pocos años, el rostro alegre y jovial. De paso me fijo en el café, que es pintoresco, las mesas viejas, la madera envejecida, las sillas industriales. Y en el centro de la mesa hay una macetita de estaño con brezo en abundancia. Muy romántico.
—Gracias —dice John.
Él también sonríe, una amplia sonrisa que deja a la vista un diente de oro. ¿Qué es esto? ¿Está pasando lo que creo que está pasando? Analizo la escena: él… y una mujer. Nunca, pero nunca, he visto al grandullón con una mujer. Jamás.
Noto que el niño grande que hay en mí pugna por salir a la superficie, que tengo ganas de tomarle el pelo. Probablemente me dé una hostia, pero…
—¿Jesse? —Ava me tira del brazo—. ¿Qué pasa?
—No pasa nada —le digo, mientras la llevo de vuelta a la mesa—, pero probablemente John me ponga en órbita de un puñetazo. —Sonrío tanto que me duele la cara.
—¿Por qué?
—Porque está con una mujer.
—¿No es su esposa?
—Qué va. —Me río—. No tiene. Nunca ha tenido ninguna mujer, de hecho. Eh, tío grande —digo alegremente cuando llegamos a la mesa.
Él gruñe, se lleva la mano a sus enormes gafas de sol y se las quita de nuevo para que le vea los ojos y sepa que no está de humor.
—¿No nos presentas a tu amiga? —Le dedico una sonrisa cordial, excesiva a más no poder a su acompañante—. Soy Jesse. —Le tiendo la mano, y ella se levanta deprisa y me la estrecha.
—Ah, he oído hablar mucho de ti. —Me aprieta la mano con entusiasmo, y pone la otra encima—. Soy Elsie.
—Un placer, Elsie. Los amigos de John son mis amigos. Esta es mi mujer, Ava. —Le suelto la mano a Elsie y acerco a Ava, que esboza una pequeña sonrisa.
—Encantada de conocerte.
La mirada de Elsie, comprensiva, me dice que sabe la situación en la que se encuentra Ava.
—Igualmente, Ava.
—Y dime, ¿cómo os conocisteis? —pregunto, y entreveo el diente de oro de John cuando gruñe. Nunca lo he visto tan hostil. Y nervioso. Es una novedad.
—Uy —responde Elsie.
Y se sienta entre risas, alarga el brazo y da unas palmaditas en la mano a John. El grandullón se encoge en la silla, y ello solo hace que aumente mi curiosidad.
—Juré que nunca me metería en una de esas páginas web de citas, pero me alegro de que una amiga me convenciera, porque de lo contrario no habría conocido a John.
Trago saliva, y a punto estoy de llevarme por delante la lengua.
—¿Una página web de citas? —balbuceo. John se niega a mirarme—. No me lo habías dicho.
Me mira despacio, con mala intención. No hace falta que diga nada: me la voy a cargar en cuanto Elsie no esté. Veo un millón de amenazas en sus ojos amusgados, todas ellas dirigidas a mí.
Ava percibe su animosidad, porque empieza a tirarme de la mano.
—Dejémoslos solos.
—Gracias, guapa —farfulla John sin dejar de mirarme. Sus ojos son peligrosos; los míos, alegres.
—Nos tomaremos un café con vosotros.
Le ofrezco una silla a Ava, me estoy divirtiendo como un enano viendo cómo este grandullón inescrutable se revuelve en su asiento.
—No te importa, ¿verdad, Elsie? —añado.
—Claro que no. —Quita de la mesa su bolso de patchwork—. Me alegro de conocer a los amigos de John.
Por su forma de mirarme, veo que John está planeando mi muerte. Será lenta y dolorosa. Y eso no me echa para atrás lo más mínimo.
Animo a Ava a que se siente, pero se resiste, se muestra un tanto reacia. Es posible que Elsie también se dé cuenta, porque actúa de inmediato y le coge la mano.
—Le estaba contando a John —empieza, sonriéndole— que tengo un centro de terapias alternativas. Meditación, yoga, esa clase de cosas. Puede que te ayude, Ava. A relajarte y hallar paz interior en este periodo difícil. —Su amable rostro se suaviza más si cabe al mirar a mi mujer—. Espero que no te importe que te lo diga.
Asiento con aire pensativo. Elsie es la típica mujer bohemia, en cuerpo, alma y cabeza. Pero mi mujer solo necesita relajarse conmigo.
—Es muy…
—¿Tú crees? —me corta Ava—. Porque la terapia no me está sirviendo de nada.
—Por supuesto. —Elsie parece entusiasmada con la idea de ayudar a mi mujer—. La meditación podría ser perfecta para desenmarañar todos esos pensamientos y dejar que los recuerdos fluyan. Deberías probar.
Ava me mira esperanzada, quizá incluso tan entusiasmada como Elsie. En el gimnasio tenemos instructores de yoga. Si de verdad quiere probar, la meteré en una de las clases. Sin ningún problema.
—Lo pensaremos —le aseguro, centrando de nuevo mi atención en John, con ganas de seguir poniéndolo nervioso—. Así que una web de citas, ¿eh?
John se pone las gafas con parsimonia, a propósito, para ocultar esa mirada que dice «que te jodan».
—¿No tienes que ir a ningún sitio?
—No. —Levanto la mano para llamar a la camarera, mirando a Elsie—. ¿En qué página lo encontraste, Elsie? ¿En Capullos malhumorados? ¿En Dale un hogar? —Suelto una risita cuando Ava me da en el brazo, y Elsie también se ríe.
—En Amor crepuscular. —Alarga el brazo buscando la mano de John, que aprieta cariñosamente—. Nada más ver la foto de su perfil supe que detrás de esa fachada de acero había algodón. Y no me equivoqué.
—Ohhh. —Me llevo la mano al corazón y miro a mi amigo con ojos de cordero degollado—. El oso amoroso. —Me va a noquear de un momento a otro.
—Deberíamos irnos —sugiere Ava, que percibe las ondas asesinas que lanza el corpachón negro de John y me dirige una mirada de advertencia que rivaliza con la del propio John—. Estoy cansada, Jesse.
La frase hace que deje de tener ganas de tomarle el pelo a mi amigo en el acto. ¿En qué estaba pensando? Ava está exhausta, mierda.
—Bueno, ya nos vamos —digo, mirando a Ava de arriba abajo.
—Adiós —refunfuña John.
—Ha sido un placer conocerte, Elsie. —Ava consigue esbozar una sonrisa a pesar de que está agotada—. Y gracias por tu ofrecimiento. Me lo pensaré.
—Pues claro. Si te animas a probar, pídele a John mi número.
Mientras vamos hacia la moto, Ava me mira, y sé lo que va a decir.
—Creo que me gustaría probar con el yoga.
—Ya hablaremos de ello cuando no estés tan cansada.
Le doy largas por el momento. Hoy ya hemos discutido bastante.