CAPÍTULO 20

Con Ava acomodada contra mi espalda, puede que haya escogido el camino largo para llegar a mi destino. No me disculpo por ello. Suerte tiene de que la deje bajarse de la moto. Se baja con elegancia pero con cierta cautela, como si lo hubiese hecho un millón de veces antes, como, en efecto, ha hecho. Después se desabrocha el casco, se lo quita y sacude con cuidado la larga melena de oscuras ondas.

Madre del amor hermoso. Mi polla se abalanza como un animal depravado que intentara escapar de una jaula. No es una mala comparación. Hace demasiado tiempo que no tengo sexo. Mis pelotas están a punto de estallar, y lo que ha pasado hace un rato, en la entrada, cuando se me ha echado encima, no ha sido lo que se dice de ayuda.

Después se baja la cremallera de la cazadora, dejando a la vista su camiseta blanca informal, ligeramente escotada. No demasiado. Tan solo deja entrever esas tetas que tanto me gustan. No debería mirar. Es como sufrir una lenta tortura.

—Eh. —Mi visor se levanta, por cortesía de Ava, que finge mirarme ceñuda—. ¿Me estás mirando las tetas?

—¿Qué tiene eso que ver contigo? —respondo sin pensar, haciendo que se debata entre reírse o mirarme boquiabierta.

—Que son mías.

Resoplo y me bajo de la moto.

—Tengo que recordarte un montón de cosas, y esta es una de las más importantes. —Le señalo el pecho con un dedo y voy bajando por el cuerpo—. Todo esto es mío.

Ella me da un manotazo en el dedo.

—Eres un capullo cabezota.

—Sí, sí. —Profiero un suspiro que indica cansancio—. Pero es mío.

Resopla y resuella unas cuantas veces y me mira con el ceño fruncido. No sé por qué, quizá para demostrar lo exasperada que está. Sería refrescante si no fuese aburrido de un tiempo a esta parte. Sin embargo, este tira y afloja que tenemos curiosamente es estupendo.

—Pero, bueno, ¿qué estamos haciendo aquí? —Contempla las extensiones de hierba de Hyde Park.

—Vamos a dar un paseo. O un garbeo, como te gusta decir a ti.

—Los garbeos se dan en las tiendas, no en los parques.

—No te gusta dar garbeos conmigo en las tiendas —informo.

—¿Por qué?

—Porque te echo por tierra todos los vestidos que te gustan —replico con franqueza mientras le cojo el casco de la mano y lo dejo con el mío en el asiento—. Así que suelo ir de compras por ti.

—¿Me compras la ropa?

El espanto le cubre la preciosa cara.

—¿Controlas lo que me pongo?

—Básicamente, sí, y no es momento de intentar cambiarlo.

Le tiendo la mano y ella la agarra automáticamente.

—Somos felices así.

—Querrás decir que eres feliz.

—Confía en mí, Ava. Eres feliz a más no poder.

Echo a andar, no demasiado deprisa, para que no le cueste seguirme el ritmo.

—Si necesitas descansar, me lo dices.

—Necesito descansar.

Me sitúo delante de ella, me agacho y, agarrándola por los muslos con delicadeza, me la echo al hombro. Suelta un gritito, pero me deja hacer.

—¿Mejor?

—¿Vas a ir cargando conmigo por todo el parque?

—Sí —contesto tajante, y aligero el paso, ahora que no tengo que preocuparme de que Ava se canse.

No pone ninguna objeción, pero sí formula una pregunta.

—¿Cuántos años tienes? —inquiere mientras me rodea el cuello con los brazos y apoya la barbilla en mi hombro.

—Veinticuatro.

—Di, cuántos.

—No.

—¿Por qué?

—Porque quiero que lo averigües tú sola.

—Y ¿cómo voy a hacer eso?

Miro con el rabillo del ojo y esbozo una sonrisa.

—Estoy seguro de que se te ocurrirá algo.

Veo que empieza a devanarse los sesos en el acto, en busca de ideas. Bien. Jamás me habría imaginado pidiendo en silencio que me espose y me ponga a su merced otra vez, pero ahora haría cualquier cosa, lo que fuera. Y esta vez no me pondría furioso ni perdería los estribos. Sonreiría durante todo el puñetero tiempo que durase la puta tortura.

—¿Vas bien ahí arriba? —pregunto, y le observo la cara, que descansa en mi hombro, mientras enfilo el sendero.

Me mira de soslayo y asiente con suavidad antes de darme un beso delicado en la mejilla.

—Mucho.

Cierro los ojos y disfruto de su afecto, sin saber de dónde sale pero sin ganas de cuestionarlo mucho. Luego vuelve a ponerse como estaba, con el mentón apoyado en mi hombro.

—Podría acostumbrarme perfectamente a esto.

—Ya te has acostumbrado, nena. —Cojo aire y lo suelto despacio—. Ya te has acostumbrado.

Sigo por el sendero, y me siento positivo y bastante entusiasmado con el resto del día, la verdad. Las muestras de cariño que me prodiga Ava le salen con facilidad, y quiero más.

Cuando llegamos al sitio exacto que tenía en mente, la dejo en el suelo con cuidado y le señalo la hierba.

—Túmbate.

Ella se ríe, entre recelosa y risueña.

—¿Por qué?

—Porque yo te lo digo.

—Y yo siempre hago lo que me dices, ¿no?

—Joder, más quisiera —farfullo mientras me tumbo yo boca arriba en la hierba.

Abro los brazos y las piernas, imitando a la rendida Ava la primera vez que la llevé a correr conmigo, cuando se tiró al suelo exhausta.

—¿Te dice esto algo? —pregunto.

—¿Debería?

Hago un mohín, decepcionado.

—Quizá debiera hacerte correr quince kilómetros.

—¿Lo dices en serio? —resopla—. Estaría muerta.

—Prácticamente lo estabas la primera vez, pero tardaste poco en acostumbrarte. Y ahora eres como Forrest Gump.

Se mira el cuerpo y ve que está en forma.

—Está claro que correr no beneficia a mis tetas.

Me acodo a la velocidad del rayo.

—Ah, no, señorita. —Me río, aunque más de miedo que porque me haga gracia—. Que no se te pase por la cabeza. —Cabeceo con vehemencia, desafiándola a enfrentarse a mí.

—No son como las recordaba —musita, y se las mira con la barbilla en el pecho.

¿De todas las cosas que no son como las recordaba le preocupan las tetas?

—Tus tetas son perfectas.

—¿Se puede saber qué coño te pasa?

—Tú —espeto, y le agarro la mano y tiro de ella.

Una maniobra rápida, experta y la tengo debajo en un abrir y cerrar de ojos. Atrapada. Y jadeando. Debo de tener una sonrisa monumental cuando me acomodo entre sus muslos, la cojo por las muñecas y le levanto los brazos por encima de la cabeza.

—Me gusta verte debajo de mí.

—Me gusta verte encima de mí.

Ahora también sonríe ella, y si yo no estuviera ya en el suelo, el impacto de ese cariño que me muestra sin que yo se lo pida me habría hecho caer de culo. Algo ha cambiado entre nosotros. Desde el beso de anoche, tengo la sensación de que estamos haciendo progresos, aunque no haya ninguna mejoría importante en su memoria. Ava se muestra receptiva. Veo que tiene curiosidad por muchas cosas, no solo por los últimos dieciséis años, sino por mí. Por este hombre. Por este hombre que es su marido. Por este hombre que la quiere con una fuerza que nos debilita a ambos.

Sonríe y me escudriña el rostro, leyéndome el pensamiento.

—¿Fue así como me entraste cuando nos conocimos?

Su pregunta me provoca una gran carcajada y mis músculos se ven forzados a activarse para que me sostengan y no la aplaste con mi peso.

—No exactamente.

—Entonces ¿cómo fue?

Esa curiosidad genuina, casi inquieta, que veo en sus ojos es otro golpe traicionero que me asesta al corazón. Ava cree que todo será romántico. Dulce y relajado. Haré que se desmaye y la cabeza le dé vueltas. Y sí, hice que la cabeza le diera vueltas. Lo recuerdo bien. Su sorpresa. Su indignación. Pero, sobre todo, esa mirada que me dijo que se preguntaba si gritaría mucho.

Toso para aclararme la garganta.

—No estoy seguro de que estés preparada para escuchar esa parte.

—¿Con todo lo que has soltado ya? —resopla, y yo profiero un sonido gutural—. No me fastidies.

—Te daré algo —musito, y pego mi entrepierna a la suya sin pensar.

—Estamos en el parque —susurra, la voz rebosante de deseo, sin que le preocupe lo más mínimo que estemos en el parque, solo está diciendo lo que cree que debe decir.

—Donde quiera y cuando quiera, nena, ya lo sabes.

No espero a que me bese. Veo que quiere que lo haga y el momento es demasiado perfecto para desaprovecharlo. Así que pego mis labios con suavidad a los suyos y la obligo a abrir la boca delicadamente, encantado de oír los ruiditos de gusto que hace.

—Aprendo deprisa.

Su boca se mueve sobre la mía al mismo ritmo, un ritmo regular, y sonrío. Esto es perfecto.

—¿Te gusta el Jesse dulce?

—Me encanta el Jesse dulce —asegura sin dejar de besarme, dejándose llevar por mi boca—. Ahora, di.

—Que te diga ¿qué?

No sé a qué se refiere y refunfuño mosqueado cuando se aparta.

—Cómo me entraste cuando nos conocimos. —Lanza un suspiro de exasperación.

—Te pregunté si gritarías mucho cuando te follara.

Ava se echa a reír de tal modo que el cuerpo entero le vibra, y aunque me quedo un poco sorprendido, también estoy encantado. Y verla así de feliz es de lo más gratificante.

—Y dime, ¿grité mucho? —pregunta, riendo entre palabra y palabra.

—Casi volaste el techo del Lusso.

Se vuelve a partir de risa como una loca, los ojos le lloran, su cuerpo pierde completamente el control. Podría quedarme así el día entero, admirándolo. Escuchándola.

—Me alegro de que te haga tanta gracia, señorita.

Luego espero, satisfecho, observándola mientras intenta tranquilizarse. He conseguido hacerla reír de verdad.

Tras recuperar el control, suspira profundamente y mueve un poco las manos para que yo se las suelte. Nada más hacerlo, me echa los brazos al cuello.

—Pensaba… —Respira hondo—. No sé. Todo lo que me cuentas, cómo eres, cómo soy, cómo somos, parece una locura. Y sin embargo el corazón me dice que es real. Que es normal. No tengo la sensación de que esté mal, sino justo lo contrario. Incluso los mosqueos.

Sonrío con suavidad y le aparto unos mechones de pelo de la cara.

—Es lo normal para nosotros, nena. Te lo he dicho siempre.

—Lo normal para nosotros parece la puta perfección.

—A ver esa boca.

—Vale. —Suelta una risita.

Me besa de nuevo, me tiene ganas desde la otra noche. No se cansa, y no voy a ser yo quien se queje. La dejo hacer todo el tiempo que quiere, siguiendo su ritmo pausado, sinuoso.

—Probablemente tengamos público —dice sin aliento.

Bien. A ver si se lo puedo quitar un poco más.

—Que les den.

Ahora soy yo quien marca el ritmo, cada sonido de placer que profiere Ava acariciando y calentando mi piel. No me importaría nada quedarme aquí el resto del día, pero soy consciente de mala gana de que tiene que comer.

—Debes de tener hambre.

Me aparto y recorro las líneas de sus pómulos, sonriendo al ver los sonrosados y carnosos labios.

—Un poco —admite suspirando—. Tengo más sed que hambre.

—Ya sé dónde podemos ir.

Clavo los puños en el suelo a ambos lados de su cabeza, me levanto y la ayudo a ponerse de pie. Señalo el café que hay al otro lado de la calle, la cojo de la mano y echo a andar.

—¿Crees que podrás ir andando hasta ahí?

—No.

Me mira, los labios apretados con descaro.

—Puede que tengas que llevarme a cuestas.

Sin decir nada, me doy la vuelta para que se me suba a la espalda. Estaremos a unos treinta pasos del café, poca cosa, incluso para Ava, pero quiere que la lleve, y no seré yo quien se niegue. Está jugando, y me encanta.

Con su cara junto a la mía, cruzo la calle y la dejo en el suelo a la puerta del bar.

—Señorita —digo, y le abro la puerta y muevo el brazo en abanico para indicarle que pase.

Sonrío, y ella también. Esta tarde es un festival de sonrisas.

—¿Por qué no fuiste así de romántico conmigo cuando nos conocimos? —inquiere, al tiempo que franquea la puerta—. En vez de hacerme preguntas tan inapropiadas, me refiero.

Arqueo una ceja y entro detrás de ella.

—¿Cómo iba a cortejarte si hasta te negaste a cenar conmigo? Estaba desesperado. Además, al final conquisté tu corazón. ¿Qué más da cómo lo hice?

Se echa a reír y se da contra mi hombro, ahora que estoy a su lado. No me muevo, pero Ava se tambalea un tanto, obligándome a cogerla antes de que pierda el equilibrio.

—¡Ava! —grito—. Joder, ten un poco de cuidado.

Ella se sobresalta y pestañea deprisa, sorprendida, mientras la sujeto por la parte superior de los brazos.

—No es necesario que me montes una escena.

Mira alrededor, al igual que yo, y vemos que algunas personas nos miran. Me importa una puta mierda.

—Vale, pero ten cuidado —musito, y le doy la mano y la llevo a la barra mientras me meto la otra mano en el bolsillo para sacar la cartera.

Pero freno en seco, haciendo parar a Ava, mis dedos inmóviles en la cartera de piel mientras clavo la vista en lo que ha captado de golpe y porrazo mi atención.

Sarah, en la cara la misma expresión de sorpresa que yo, nos mira alternativamente a Ava y a mí. Siempre le gustaron demasiado el bótox y los rellenos y al parecer durante el tiempo que hace que no la veo la afición ha ido a más. No está envejeciendo con elegancia. Tiene la piel demasiado estirada y los labios ridículamente abultados. Sostiene un café en la mano, parece a punto de irse.

—¿Jesse? —Ava me apoya la mano con suavidad en el antebrazo y yo dejo de mirar a Sarah para centrarme en mi mujer—. ¿Estás bien?

Toso, mi cabeza es un caos.

—¿Qué quieres tomar? —le pregunto.

Le paso un brazo por los hombros y sigo andando, evitando a Sarah y confiando desesperadamente en que Ava no la vea. Sarah se vuelve cuando nos movemos, situándose frente a nosotros. Noto que me pongo serio, el gesto de advertencia, amenazándola en silencio para que se vaya discretamente y sin llamar la atención. Su mirada es inquisitiva, aunque tenga cara de póquer.

Justo cuando llegamos a la barra, Ava se gira y se vuelve en dirección a Sarah.

—Me apetece un chocolate caliente, por favor. Necesito una servilleta.

Se aleja, literalmente rozándole el brazo a Sarah al pasar. Ni se inmuta al ver a la mujer que estuvo a punto de acabar con nosotros. A una de las mujeres, para ser exactos. Veo atemorizado que Sarah la sigue con la mirada hasta el montón de servilletas que hay al lado. Parece desconcertada. ¿John no le ha contado lo del accidente de Ava? Cuando vuelve, limpiándose la nariz, Ava repara en Sarah. Frunce el ceño y la mira al ver que Sarah no le quita los ojos de encima.

—Esa mujer me mira —comenta cuando se une a mí, arrimándoseme—. ¿La conozco?

—No —contesto en el acto, justo cuando Sarah se acerca.

Si las miradas matasen, Sarah habría muerto en el sitio. Sé positivamente que mi expresión debe de reflejar toda clase de amenazas, pero ella no hace ni caso.

—Jesse. Ava.

Nos mira a uno y a otro y el ambiente se enrarece en el acto.

—Me alegro de veros.

Mi mujer me mira interrogante y yo sacudo la cabeza, me vuelvo hacia la barra y tiro de Ava. Pido y empiezo a temblar de lo que me está costando no perder los nervios. ¿A qué coño está jugando? Joder, si Ava fuese ella misma, probablemente le hubiese tirado a Sarah todos los cafés de los que hubiera podido echar mano.

—¿Quién es? —inquiere Ava.

—No tiene importancia. —Prácticamente escupo mientras dejo un billete de diez libras en la barra y cojo las bebidas.

—Entonces ¿por qué estás tan arisco y tan cabreado?

—No lo estoy.

Le pongo el chocolate en una mano y le agarro la otra y tiro de ella, aunque se resiste e intenta zafarse de mí. Me cago en la leche.

—Jesse, suéltame.

La suelto, pero solo porque no quiero hacerle daño. Pero al soltarla vuelve a tambalearse, y al tratar de impedir que no vaya a parar al suelo, tiro las bebidas.

—Joder, Ava, ¿es que no puedes tener más cuidado?

Aparto los vasos de un puntapié y doy gracias por que lleve los pantalones de cuero, que la protegen del líquido caliente.

—¿Quién es? —exige saber, con firmeza, mirándome a mí y después a Sarah, pasando por completo del desastre que tenemos a los pies—. No me da buena espina. Habla.

Con la mandíbula tensa, la mando al carajo para mis adentros.

—Nos vamos —suelto, empujando la puerta con la mano—. Vamos, Ava, o no respondo.

Resopla y se vuelve hacia Sarah.

—¿Quién eres? —le pregunta.

Sarah me mira completamente perpleja, aunque una vez más pasa por alto la mirada amenazadora que le lanzo.

—Soy Sarah.

El lenguaje corporal de Ava cambia en un nanosegundo. Ahora está igual de arisca que yo.

—¿Sarah? —Me mira—. ¿Tu amiga Sarah? ¿La novia de tu tío que estaba enamorada de ti?

Si no estuviera metido en el lío en el que estoy, valoraría el hecho de que es evidente que a mi mujer esto no le hace ninguna gracia. Está que echa humo.

—¿La que te azotó?

Sarah, cautelosa, recula, a todas luces confusa con lo que está ocurriendo.

—Vete, Sarah, ahora —advierto antes de que la cosa se ponga fea, porque sabe Dios que mi mujer es perfectamente capaz de todo. Con la edad le ha ido echando más agallas. No le ha quedado más remedio, aunque solo fuera para manejarme a mí.

Con los hombros caídos en señal de derrota, Sarah por fin da media vuelta y sale del café, y yo me preparo para que mi mujer descargue su ira contra mí.

—Dijiste que ya no estaba en nuestra vida. Que ni siquiera estaba en el país.

—Y era verdad.

—Entonces ¿me estás diciendo que he perdido la cabeza además de la memoria? ¿Que son imaginaciones mías? —Extiende la mano hacia la puerta, que se cierra despacio después de salir Sarah.

—Apareció la semana pasada —confieso—. No tuve ocasión de decírtelo.

Se ríe, una risa sarcástica.

—Aunque lo hubieras hecho, daría lo mismo, ¿no? Porque lo habría olvidado y ahora no tendría ni puta idea, ¿no?

—Vigila esa puta boca, Ava. —Joder, las cosas se están saliendo de madre.

Se acerca un empleado del café con un cubo y una fregona y nos mira con nerviosismo. Me aparto del charco de café y agarro a mi mujer.

—No me toques —escupe, y se zafa de mí y se aleja cojeando.

Lanzo un suspiro y la sigo. Este sería un buen momento para echarle un polvo recordatorio. Solo para recordarle cuál es su sitio.

La sigo por el parque a una distancia prudencial, no excesiva, no vaya a tambalearse o a tropezar otra vez, hacia donde dejamos la moto. Veo que cada vez va más despacio y se le nota más que cojea. Pero mi pequeña tentadora cabezota no me pedirá ayuda. Es dura. Le está pillando el tranquillo. Aprieto el paso, la adelanto y me agacho para invitarla a subirse, en lugar de cogerla por las buenas, como acostumbro a hacer. Se me sube a la espalda sin rechistar.

—Que sepas que acepto solo porque me duele la pierna —musita—. Y no me apetece hablar contigo.

Pongo los ojos en blanco.

—Vale.

—Joder, ¿por qué no me lo contaste? —me grita al oído, asustándome y haciendo que me estremezca y cierre los ojos—. Ya es bastante malo que no me acuerde de nada como para que encima me tenga que preocupar de que alguien intente quitarme el marido.

—Nadie te va a quitar el marido —aseguro. Será boba…—. Sarah no significa nada para mí. Nunca ha significado nada para mí.

—Pues está claro que tú sí significas algo para ella. ¿Qué quiere? ¿Por qué ha venido?

—Ava —suspiro, hasta las narices de esta conversación. Sin embargo, aunque todo me resbala, veo que ella se siente vulnerable, y mi trabajo consiste en tranquilizarla—, no le des más vueltas.

No me hace ni caso, sigue a lo suyo.

—Y dime, ¿hay más zorras que quieran echarte la zarpa?

—Ava, ¿te importaría dejar el tema?

No lo digo de malas maneras, pero me falta poco para saltar. «No pierdas la calma, Jesse. No pierdas la calma».

—No. ¿Cómo quieres que sepa de quién tengo que guardarme las espaldas si no me acuerdo de nadie? Me lo tienes que decir.

Esta no es una de las cosas que quiero que recuerde. Además, me llevaría demasiado puto tiempo y no tengo energía.

—Te he dicho que lo dejes.

—Y yo te he dicho que no. ¿Cómo quie…?

Me paro, la bajo y, tras ponerla de cara a mí, le pongo las manos en las mejillas. Da un grito ahogado de sorpresa contra mi boca cuando la beso con fuerza, para que cierre el puto pico. Estoy desviando su atención, recurriendo a tácticas desesperadas. Y no pienso disculparme por ello. Además, parece que le gusta besarme. Gracias a Dios. La cojo en brazos y sigo andando hasta la moto sin dejar de besarla.

—Ha sido una mañana perfecta. No dejes que nada nos la eche a perder. —Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos que Sarah o mis ex—. Por favor.

Tuerce el gesto, es evidente que el agobio que se ha pillado le ha robado la energía, y apoya la frente en mi pecho. Le agarro la cabeza y le acaricio el pelo, evitando el sitio donde tiene la herida.

—Estoy cansada —se queja.

Y yo me siento culpable. La he presionado demasiado. Cojo su casco y se lo pongo con cuidado, preguntándome si sería poco razonable por mi parte pedir que, en el futuro, ella y los niños lleven casco siempre que vayan en coche. Después del accidente, nada de lo que pido para garantizar su seguridad debería parecer poco razonable, y será mejor que Ava lo acepte.

—Vamos, necesitas comer algo.

Le bajo el visor y le estampo un beso antes de ayudarla a subirse a la moto.