CAPÍTULO 34

Ava

Cuando Jesse insistió en llevarme hoy a yoga, no discutí. Vi que se quedaba pasmado. Pero tengo un motivo. Le cojo las llaves de la mano y abro el coche.

—Conduzco yo.

Resopla, es evidente que lo que le he dicho no le hace gracia.

—De eso nada.

Recupera las llaves y me manda hasta el asiento del copiloto.

—¿Por qué?

Mi resistencia ni siquiera hace mella en su fortaleza.

—No volverás a ponerte al volante.

¿Nunca? ¿Nunca más?

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque no es necesario.

Hace tintinear las llaves delante de mis narices mientras me sien ta y me abrocha el cinturón.

—Y me estoy planteando buscarte un chófer.

Me planta un beso casto en la mejilla y cierra la puerta deprisa, antes de que pueda poner objeciones. Y cuando se acomoda en su asiento, centra la atención en la carretera, pasando por alto la mirada asesina que le estoy lanzando. Esto no admite discusión: volveré a conducir.

Tras poner música, una estratagema evidente para romper el silencio, sale disparado calle abajo con Sweater Weather sonando a todo volumen y da golpecitos en el volante al compás de la música.

Hasta que se acaba la música. Mira con el rabillo del ojo cuando me vuelvo en su dirección en el asiento, en la cara una mueca de desdén.

—¿Me estás diciendo que no me vas a volver a dejar conducir?

—Sí.

Pone música otra vez y yo la apago de nuevo. ¿Es que se ha vuelto loco?

—De eso nada, Jesse. No puedes impedírmelo.

Tose y se ríe a la vez.

—Ya lo verás.

Pulsa un botón en el volante y The Neighbourhood inunda de nuevo el coche.

—Ya lo verás tú —respondo, levantando la voz para que me oiga con la música y retrepándome en el asiento—. Si no me dejas conducir, me moveré por mi cuenta, a partir de hoy. Volveré a casa en metro. No estás siendo muy razonable. Fue un accidente, una posibilidad entre un millón. Te estás comportando como un estúpido.

—¿Estúpido? —tose—. Pues mira, esa posibilidad entre un millón le tocó a mi mujer, así que perdóname si mi instinto protector ahora es mayor.

Da un manotazo al botón del volante y apaga la música, luego aparca junto a la acera, picajoso a más no poder. No está siendo nada razonable. Me coge la ofendida cara y la vuelve hacia él. Estoy cabreada, y lo miro amusgando los ojos. Los suyos están más entornados aún.

—Escúchame, señorita —ordena, las aletas de la nariz ensanchándose—. Mi trabajo es protegerte. No hay nada irracional en que quiera que no te pase nada, Ava.

Ahora su voz solo es un susurro, los ojos empañados, y sé que es porque está pensando en lo que podría haber pasado.

—Todos los miedos que he tenido en mi vida han estado a punto de convertirse en realidad: he estado a punto de perderte. Así que no me digas que estoy siendo poco razonable o irracional o estúpido, ¿me oyes? Tendrás que dejarme hacer lo que debo hacer o me volveré loco de remate.

—Y yo me volveré loca de remate si me agobias. Necesito espacio, Jesse. Si quieres que vuelva a enamorarme de ti, tendrás que dejar que lo haga sin que me asfixies.

Odio ver el dolor que veo en sus ojos verdes. Lo odio. Su atractivo rostro está teñido de agonía, y él traga saliva, en su expresión también cierta rabia.

—Puedes coger el metro.

¿Que puedo coger el metro? ¿Como si necesitara permiso? Joder, pues sí, está loco de remate. Así y todo asiento, pese a que me haya apuñalado por dentro.

—Bien.

Me pongo cómoda y miro por la ventanilla mientras Jesse arranca de nuevo. Y me pregunto…

¿Cómo me enamoré de semejante locura?

No lo sé. Pero está volviendo a pasar, y no podría impedirlo aunque lo intentase.

La paz que siento siempre me envuelve cuando llego a Elsie’s. Zara ya está esperando en la sala, sentada en la esterilla. Parece toda una profesional, vestida con lo que me figuro es ropa de yoga de marca.

—Me siento un poco desaliñada —observo mientras desenrollo mi esterilla a su lado.

Ella se ríe, una risa suave y grave.

—Estás todo menos desaliñada, Ava. —Pone los ojos en blanco—. Es solo que pasé por el centro comercial y tenían unas rebajas muy buenas. ¡Uy! —Se levanta de un salto y hurga en su bolsa—. Te he comprado una cosa. —Me enseña un top negro—. Me da que tienes la misma talla que yo.

—No deberías haberte molestado, Zara —respondo mientras cojo la prenda y le doy un beso en la mejilla.

—Ya basta —le quita importancia—. Cinco libras en el cajón de las oportunidades.

—Me encanta —digo, y se me ocurre una cosa—: Oye, deberíamos ir un día de compras.

Así seré yo quien elija mi propia ropa. Puede que mi reciente aventura en la boutique saliera estupendamente, pero solo porque mi cerebro decidió permitirme recordar algo. Soy consciente de que la cosa podría haber sido muy distinta.

—Oh, sí, claro. —Le brillan los ojos.

—Vamos, cotorras. —Elsie cruza la habitación como flotando, y nos lanza una mirada de fingida desaprobación—. Hoy no parece que haya mucha paz aquí.

Miro a Zara como diciéndole ¡uy! y ambas nos acomodamos en nuestras respectivas esterillas y cerramos los ojos.

Paz. No tarda en llegar, y dejo que me invada.

Cuando la clase está a punto de terminar, estoy tumbada boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos, el cuerpo ingrávido. He desconectado por completo, estoy totalmente tranquila, así que cuando las imágenes empiezan a aparecer en mi cabeza, no me dejo llevar por la sorpresa o el pánico. Sigo inmóvil, asimilando las imágenes distorsionadas, borrosas como si las plasmase un proyector anticuado. Imágenes de Jesse y, por primera vez, de Maddie y Jacob. Noto que los ojos se me entornan, intentando aferrarse a la imagen de los niños sobre el pecho de Jesse, bultos minúsculos, la cara de su padre enterrada entre sus cabezas. Noto que una lágrima me corre por un lado de la cara y me pasa alrededor de la oreja. Y después las imágenes desaparecen. Pero en realidad no han desaparecido. Nunca desaparecerán.

—¿Ava?

Alguien me toca con suavidad en el hombro, y cuando abro los ojos, veo a Zara.

Tardo unos segundos en saber dónde estoy, y veo que Elsie se está yendo de la sala.

—Creo que me he dormido. —Tengo la voz pastosa, y no sé si es por la emoción o por haberme quedado adormilada.

Zara sonríe, la cordial cara tan alegre.

—Pues sí. ¡Elsie es increíble! —Se levanta, haciendo un mohín, ahora parece decepcionada—. Esperaba que pudiéramos tomarnos un café, pero me acaba de llegar un correo electrónico del trabajo: no sé qué estupidez con un proyecto que tengo que resolver.

—Tranquila. De todas formas yo hoy no puedo.

¿No puedo? ¿Por qué no puedo? Puedo, y debería, aunque hoy lo haré sola. Puedo ir a tomar un café yo sola, no hay ningún problema. Debería hacer algo sola.

—¿No?

—Mi marido…

Lo dejo ahí para no decir algo que dé la impresión equivocada.

—Últimamente lo hemos pasado mal, y él es un poco protector. Se preocupa por mí. —Me encojo de hombros.

—No pasa nada. —Pone morritos—. Te llamaré. Hacemos esos planes de los que hemos hablado y me lo cuentas todo.

Sonrío, aunque no me entusiasma mucho la idea. Lo que más me gusta de ir a tomar café con Zara es que no tengo que contarle mis penas, porque las desconoce.

—Perfecto.

—Muchas gracias por dejar que me cuele en tu clase, Ava. Significa mucho para mí.

Me besa en la mejilla y se marcha, dejándome sola en la sala. Puede que sea una estupidez, pero cierro de nuevo los ojos confiando en que los recuerdos vuelvan. Sin embargo, más de cinco minutos después me doy por vencida, y me digo que debería estar satisfecha con lo que he conseguido.

Me despido de Elsie con un beso de agradecimiento y me dispongo a salir y a reflexionar sobre la clase yo sola mientras me tomo un café, pero cuando salgo a la calle veo que Jesse me está esperando.

Hace un mohín desde donde está, junto al coche, los ojos de cachorrillo suplicándome que no me enfade con él. Freno en seco y ladeo la cabeza, frunciendo la boca en un fingido gesto de desaprobación.

—Te quiero —me suelta, y me dedica una sonrisa bobalicona, como si esas dos palabras fuesen la respuesta a todo; y, la verdad sea dicha, lo son.

Cómo voy a enfadarme con este grandullón blandengue. Estoy demasiado eufórica con el efecto que ha tenido la pasada hora con Elsie y el hecho de que haya recordado algo. Así que, en lugar de echarle la bronca, me refugio en su corpachón y lo abrazo con fuerza. Me doy cuenta de que le sorprende que yo haya consentido así como así, ya que tarda unos segundos en devolverme el abrazo.

—¿Dónde coño está mi mujer?

Sonrío y me separo, y le lanzo una sonrisa radiante.

—¡Te he visto!

Tengo que hacer un esfuerzo para no ponerme a dar botes por la calle como una caja sorpresa de las de muelle.

—Estaba superrelajada, y me has venido a la memoria. Con claridad. Te he visto con los mellizos cuando nacieron.

—¿En serio?

Su cara es el colmo de la felicidad cuando me coge en el aire y me da una vuelta en mitad de la calle. Me río, sin marearme, porque mis ojos están clavados en los suyos.