CAPÍTULO 1
El tamborileo de mis pies sobre la cinta de correr es rítmico y reconfortante. El sonido de Believer de Imagine Dragons en el iPhone queda amortiguado por el pulso latiendo en mis oídos. El martilleo de mi corazón me dice que estoy vivo. Ya no necesito correr hasta no sentir las piernas para saberlo.
Acelero, mi respiración empieza a ser trabajosa cuando comienzo a esprintar. El sudor resbala por mi pecho desnudo mientras miro el reloj en la otra punta del gimnasio y observo cómo la manecilla pequeña gira lentamente por la esfera. «Dos minutos más. Aguanta el ritmo durante dos minutos más».
Incluso cuando llega el momento y la máquina se ralentiza automáticamente, mis piernas no lo hacen. Aplasto con la mano el botón del más para volver a acelerar el ritmo, ahora mismo mi ego me impide parar. Un kilómetro más. Subo el volumen y sigo en esprint un poco más, inspirando con fuerza por la nariz, secándome con un gesto brusco el sudor que me cae por la frente. Bajo la mirada a la pantalla de la cinta y compruebo la distancia. Veinticuatro kilómetros. Hecho.
Golpeo el botón con el puño y dejo que la máquina disminuya el ritmo hasta un trote suave. Me arranco los cascos de las orejas y agarro la camiseta para secarme la cara con ella.
—Ayer lo hiciste en menos tiempo, cabrón testarudo.
Mi paso se ralentiza hasta detenerse y me cojo a los asideros, dejando caer la cabeza mientras recupero el ritmo de la respiración.
—Que te jodan —consigo resollar volviendo la cara hacia uno de mis amigos más antiguos.
La sonrisa engreída de John, esa que deja ver su diente de oro en todo su esplendor, hace que me entren ganas de arrancárselo de un puñetazo.
Se ríe, grave y estruendosamente, y me lanza una toalla al pecho.
—¿Aún no lo asimilas o qué?
Me bajo de la cinta y me seco el pecho empapado antes de tirarle la toalla de vuelta.
—No sé de qué me hablas.
Miento, sé perfectamente de lo que me habla el muy cabrón, y ya estoy hasta las narices de que me machaquen con el tema. Ni siquiera sé cómo ha pasado, cómo se ha esfumado el tiempo. Porque, que Dios me ayude, cumpliré cincuenta este fin de semana. Cincuenta putos años. Mi ego se hunde más y más cada vez que lo pienso.
Camino hacia la fuente de agua fría, John me sigue.
—Los cincuenta te sientan bien.
Pongo los ojos en blanco y cojo un vaso de plástico para ponerlo bajo el grifo.
—¿Querías algo?
Más risitas entre dientes a mi espalda mientras engullo el agua y me giro para mirar al capullo engreído. No sé a qué viene tanta alegría. John se acerca a los sesenta, pero nadie lo diría. Está en plena forma, aunque no pienso decírselo.
—Las nuevas máquinas de musculación llegarán dentro de un rato.
—¿Podrás encargarte? —le pregunto rellenando el vaso.
—No hay problema.
—Gracias.
Echo un vistazo alrededor del gimnasio del que soy dueño, el ambiente está vivo, con música, sudor y corazones palpitando. Retumba Daylight, de los Disciples, la adrenalina bombeando, se oyen gritos de ánimo. Resultó que al final echaba de menos ser el dueño de un club. No el sexo y la indulgencia de La Mansión, sino la gente, el aspecto social, y llevar un negocio en el día a día. Así que abrí uno nuevo, este no tan secreto pero sí bastante exclusivo. El JW’s Fitness & Spa no ha hecho más que crecer desde que se inauguró hace seis años.
—¿Dónde está Ava?
John me coge el vaso vacío de la mano y lo tira a la basura antes de alejarse.
—En el despacho.
«¿En el despacho?» Una sonrisa se dibuja en mi cara mientras cruzo el gimnasio, el ritmo de mi pulso acelerándose de nuevo, aunque esta vez lo noto bajo los pantalones cortos.
Aprieto el paso e irrumpo en el despacho con un plan en mente…, pero freno en seco cuando veo que Ava no está. Gruño, saco el móvil del bolsillo y empiezo a marcar su número mientras camino hacia su mesa.
—Hola —responde.
Parece algo crispada, pero no le pregunto por qué. En estos momentos, la verdad es que no me interesa.
—¿Dónde estás? —Me dejo caer en su silla.
—En el spa.
—Tienes tres segundos para traer tu culo al despacho —le digo, y sonrío ligeramente cuando la oigo resoplar.
—Estoy en la otra punta del club.
Me encojo de hombros para mí mismo.
—Tres —susurro poniendo las piernas sobre su mesa y relajando la espalda.
—Jesse, intento solucionar una desavenencia entre el personal.
—Me da igual. Dos.
—Venga, joder.
La mandíbula me tiembla a causa del enfado.
—Pagarás por esto. Uno.
Al otro lado de la línea se oye el ruido de sus pasos acelerados y yo sonrío victorioso.
—Tic, tac —digo como si nada mientras me recoloco la polla tiesa.
—Estamos trabajando.
—Donde quiera y cuando quiera —me burlo. Ya sabe a qué me refiero.
—Eres muy exigente, Jesse Ward.
Su voz ronca me obliga a aspirar de una forma profunda y controlada. Sí, a veces sigue huyendo de mí, pero otras viene corriendo a buscarme. Como ahora. Cuando sabe que estoy excitado y esperando en su despacho. Mis ojos se fijan en la puerta, siento un torrente de energía. «Vamos, nena». Oigo sus pasos apresurados aproximándose por el pasillo y luego la puerta se abre.
Y ahí está ella. Mi bellísima esposa. No ha cambiado nada desde el día que la conocí. Sexy. Guapa. La mezcla perfecta entre elegancia y descaro.
—Cero, nena —murmuro cortando la llamada y dejando el móvil sobre su mesa.
Un estremecimiento familiar me recorre la espalda y sonrío, observando cada maldito centímetro de perfección. Ava pone una mano en el marco de la puerta y se apoya en él mientras se muerde el labio, sus ojos llenos de deleite.
Deleite al verme a mí. Su marido. El hombre al que ama.
—¿Un buen día? —pregunta.
—Ahora es mejor —admito—. ¿Vas a conseguir mejorarlo aún más?
Su ávida mirada me absorbe. Me encanta. Me encanta el modo en que ella tampoco puede controlar su necesidad de comerme con los ojos constantemente. Sí, este fin de semana cumplo cincuenta años. Y ¿qué coño importa? No he perdido el atractivo. De repente me siento como el dios que ella cree que soy. El dios que sé que soy.
—¿Y bien? —le suelto.
Sabe que solo hay una respuesta correcta a esa pregunta. Se encoge de hombros, haciéndose la dura. Está perdiendo el tiempo. Y yo también.
—No juegues conmigo, señorita.
—Te encantan nuestros juegos.
—No tanto como me encanta tenerla metida hasta el fondo dentro de ti.
Bajo las piernas de la mesa y me pongo en pie.
—Estás perdiendo un tiempo precioso. Ven aquí.
—Ven tú a por mí.
Cierra la puerta tras ella y echa el pestillo mientras avanzo, sus ojos brillando cada vez más a cada paso que doy.
Su cuerpo se tensa, preparándose para mi ataque. Cada terminación nerviosa en mi cuerpo cobra vida y grita su nombre. En un movimiento rápido, la agarro, la cargo sobre un hombro y vuelvo al escritorio.
Ava se ríe, sus manos se deslizan bajo la goma de mis pantalones cortos y hasta mi culo. Lo pellizca, clavando las uñas en la carne.
—Estás empapado en sudor.
La tumbo en la mesa y me pongo encima, inmovilizándola con una mano mientras le subo el vestido y ella se retuerce desafiante. Es inútil.
—Deja de resistirte, nena —le advierto quitándole el vestido por la cabeza y tirándolo a un lado antes de ir a por las bragas. Le sonrío al encaje que me separa de ella, acerco la boca y lo aparto a un lado con los dientes.
—¡Jesse! —grita echando la cabeza atrás y volviendo a levantarla, su cuerpo retorciéndose.
Me río por lo bajo. La competición por el poder nunca pasa de moda.
—¿Quién manda aquí? —le pregunto, y arranco la tela de su cintura y la lanzo por ahí.
—Tú, tú, ¡puto controlador!
—Cuidado con esa boca…
Tiro hacia abajo de las copas de su sujetador y me quito como puedo los pantalones cortos, liberando mi erección.
Una mirada muy seria se pone a la altura de la mía cuando se sienta, me agarra la polla y ejecuta una caricia mortal hacia abajo. Mi torso se pliega, la sensación de su cálida palma en contacto con mi piel es arrolladora.
—Joder, Ava —consigo decir mientras apoyo las manos en sus hombros, la barbilla rozando el pecho—. Estoy seguro de que podría ir a la luna y bajarla cuando me tocas.
Creo que podría hacer cualquier cosa. Soy invencible, indestructible. Y a la vez también soy completamente vulnerable.
Vuelve a tumbarse en la mesa y arquea la espalda, la respiración profunda, la cara húmeda y colorada. Es una visión de otro planeta, los sonidos son mágicos.
—Fóllame —me pide impaciente y ansiosa—. Por favor, fóllame.
—Esa boca, Ava —le advierto agarrándola por las rodillas y atrayéndola hacia mí—. Te aseguro que voy a follarte, esposa mía. Fuerte. Rápido.
El maravilloso calor de su coño me atrae como un imán. La ardiente necesidad se intensifica.
—Joder, nena…
Me doblo y le beso un pezón y luego el otro antes de apoyar los pies en el suelo y embestirla sin piedad, jadeando como un cabrón mientras ella grita de sorpresa. Siempre es igual de bueno que la primera vez.
Ava levanta las manos por encima de la cabeza para agarrarse a la mesa.
—¡Dios!
Aprieto los dientes, saliendo y entrando. Con fuerza.
—¡Jesse!
—¿Te gusta, señorita?
—Más fuerte —me suplica, la mirada salvaje—. Recuérdamelo.
—¿El qué?
—Lo que sea. —Flexiona las caderas, alentándome—. Enséñame quién manda aquí.
Dibujo una sonrisa enorme y satisfecha mientras observo cómo espera a que haga lo que me ha ordenado. Pero no lo haré. No hasta que diga las palabras mágicas. Paro de golpe y me quedo quieto, dentro de la calidez de su cuerpo, aguardando.
—Dilo —suspiro pegando mi pecho al suyo y besándola en la comisura de los labios—. Dame lo que quiero y yo te daré lo que quieres.
Se vuelve para mirarme y me mordisquea los labios con dulzura.
—Te amo —murmura mientras nuestras lenguas se entrelazan—, mucho.
Sonrío sobre sus labios y, lentamente, vuelvo a entrar en ella.
—Espera, nena.
Su cuerpo entero se tensa, preparándose. No voy a contenerme. Nunca lo haré. Me hundo en ella con una fuerza brutal una y otra vez, provocando constantes gemidos de éxtasis que son como música para mis oídos.
Sin embargo, quiero ver cuánto me desea, así que salgo y llevo las manos a sus rodillas y le echo las piernas hacia atrás, exponiendo por completo su coño mojado. Está muy excitada.
—Jodidamente preciosa —suspiro impresionado.
Lentamente, vuelvo a entrar en ella, echo la cabeza atrás y busco mi ritmo, empujando, hundiéndome hasta el fondo, moviéndome con fuerza.
—Vamos, cariño —digo por lo bajo, empezando a sudar—, córrete.
Más gemidos. Más jadeos. Mis sentidos son un caos. La sangre que se acumula en mi polla está a punto de tumbarme, las embestidas hacen que agarre cada vez más fuerte las piernas de Ava. Los signos de su inminente orgasmo están todos ahí: ojos muy abiertos y brillantes, los dedos clavándose en la madera. Se va a correr, y una mirada a sus increíbles tetas hace que me corra con ella. Mi pecho se tensa y convulsiona, un terremoto de placer me sacude de pies a cabeza. Es potente. Muy potente. Me corro como una bestia, temblando como una puta hoja mientras Ava gime en su orgasmo, mis dedos agarrándole las rodillas. Joder. Dios. Madre mía.
—Mierda —murmura, relajándose, dejando caer de lado la cabeza al tiempo que cierra los ojos—, joder, Jesse.
Suelto sus rodillas y me tumbo sobre ella, asegurándome de que sigo en su interior, disfrutando de las contracciones de las paredes que envuelven mi polla.
—Cuidado… —jadeo— con esa… —beso su mejilla sudada y dejo caer todo mi peso sobre ella— boca.
—Eres bueno.
—Lo sé.
—Y un cabezota.
—Lo sé.
—Te amo.
Me acurruco contra su cuello y suspiro.
—Lo sé.
Sus brazos me rodean y me aprietan contra ella. Estoy en casa. La alegría inunda mi interior.
—Tengo que ir a buscar a los niños al colegio.
—Mmm… —Soy incapaz de reunir fuerzas para decir nada, y mucho menos para moverme.
En ese instante llaman a la puerta y gruño, y me levanto perezosamente de su mesa.
—¿Mañana a la misma hora?
Ava sonríe mientras baja de la mesa y empieza a recomponerse, yo haciendo pucheros a cada pedazo de piel que se va cubriendo lentamente.
—Voy corriendo —anuncia en dirección a la puerta mientras se pone el vestido por la cabeza.
Yo me enfundo los pantalones cortos y me siento en el sofá al otro lado de la habitación.
—Ya te has corrido.
Pone los ojos en blanco al ver mi sonrisa descarada y va hacia la puerta, dándose un minuto para arreglarse el pelo antes de coger el pomo. Está perdiendo el tiempo. Sus mejillas relucen, toda ella tiene aspecto de recién follada. Abre la puerta e inmediatamente sé quién está al otro lado cuando veo los hombros de mi esposa elevarse y tensarse.
—Cherry —dice Ava sin más, dando media vuelta y volviendo a su escritorio.
De camino, me lanza una mirada que me confirma algo que ya sé. No le gusta Cherry. Según mi esposa, está loca por mí. Aunque no sé de qué se sorprende: todas las mujeres están locas por mí.
—Me iba a buscar a los mellizos. —Ava coge su bolso y se lo cuelga al hombro—. ¿Qué querías?
Cherry entra pavoneándose en el despacho y deja una carpeta sobre la mesa. Lleva su pelo rubio enroscado con firmeza en un moño en lo alto de la cabeza y unos cuantos botones abiertos de la blusa, demasiados en mi opinión. No estoy mirando intencionadamente, es que es imposible no darse cuenta.
—Los informes de los socios que me pidió.
—Perfecto, mañana les echaré un vistazo.
Ava se dirige hacia la puerta y me mira, tirado aquí en el sofá.
—Acompáñame —dice, y no es una pregunta.
Sonrío. Mi esposa está siendo posesiva. Me levanto del sofá, cojo la camiseta de la mesa y me la pongo de camino a la puerta. No se me escapa la mirada de admiración de Cherry mientras me bajo la camiseta por el pecho, y a mi esposa tampoco.
—Vamos.
Cojo a Ava y empiezo a avanzar antes de que saque las garras.
—Le gustas —gruñe pasándome un brazo alrededor de la cintura—. Si no fuera tan buena en su trabajo y no la necesitara tanto, ya no estaría aquí.
Me río.
—No ha hecho nada malo.
—Sí lo ha hecho. Te mira.
Aprieto a mi esposa con más firmeza contra mi costado.
—No puedes cargarte al personal por que me mire.
—¿Qué harías tú si un empleado me mirara a mí así?
Calor. Lo noto de inmediato en las venas, y no es del que da gustito. Me sale un gruñido automático y ella se ríe y se separa de mí cuando llegamos al pie de la escalera, en la zona de recepción.
—Ni pensarlo, señorita. —La atraigo hacia mí de vuelta y la rodeo con los brazos—. No digas cosas que podrían volverme loco de remate.
Estampo mis labios en los suyos y la devoro durante unos minutos de vértigo.
—Te veo en casa.
Le muerdo el labio, me aparto y sonrío al confirmar lo aturdida que está.
—Ve a buscar a los niños —le digo.
De repente, vuelve a la realidad y echa un vistazo alrededor. Nadie nos presta atención. Todos saben cómo funcionamos. Esto ya no es solo nuestra normalidad, sino también la de nuestro personal. Tiene que serlo si quieren conservar sus empleos.
Mi esposa se marcha y yo empiezo a contar los minutos que quedan para volver a casa y ver a mis hijos.