26. Diez años después
La carta llegó la mañana en que Noah cumplía dieciocho años. Estaba tumbado en la cama, recordando que de niño siempre se levantaba muy pronto ese día y corría al piso de abajo para ver qué regalos lo esperaban, pero ese año decidió no hacerlo. Después de todo, ya era un hombre y resultaría un poco ridículo precipitarse escaleras abajo de aquella manera. Sonrió al acordarse de que su madre solía prepararle un desayuno especial de cumpleaños, pero ése era uno de aquellos recuerdos que ya no lo entristecían. Si algo hacía, era sonreír aún más ante aquellos recuerdos felices de sus primeros ocho años de vida que habían contribuido a convertirlo en la persona que era ahora.
En realidad era muy afortunado. Hay gente que no tiene ni un solo recuerdo feliz; él tenía ocho años con su madre y dieciocho con su padre. No estaba mal, visto en perspectiva.
Se levantó de la cama y se dirigió al escritorio que había en el otro extremo de la habitación. «Caramba —se dijo al ver el formón encima del mueble, pues estaba seguro de haberlo dejado en su taller del sótano la noche anterior—. ¿Lo habrá traído papá aquí arriba durante la noche?».
Llamaron a la puerta y un instante después entró su padre para desearle feliz cumpleaños. Había regalos de la tía Joan, el primo Mark, el tío Teddy, y un sobre bastante curioso.
—¿De quién es? —quiso saber Noah, sosteniéndolo como si fuera una bomba de relojería a punto de explotar.
—No lo sé —contestó su padre—. Ha llegado a primera hora por correo exprés. Tendrás que abrirlo para averiguarlo.
Noah lo hizo y extrajo un documento, al que le echó un vistazo antes de abrir más los ojos y releerlo con atención desde el principio.
—¿Qué es? —preguntó su padre.
Noah se limitó a mover la cabeza y tendérselo.
—Será mejor que lo leas.
Al día siguiente, Noah Barleywater recogió las llaves de la Juguetería de Pinocho y emprendió el camino hacia el pueblo. Su padre se había ofrecido a acompañarlo, pero él dijo que no, ese día no; quería ir solo. Habían transcurrido diez largos años desde la última vez que había estado allí, y lo asombró recordar aquel lejano día en que había llegado al pueblo y conocido al maestro artesano, así como todas las cosas extrañas que habían ocurrido allí. Había prometido volver a visitar al anciano alguna vez, pero de algún modo, una vez estuvo en casa, el recuerdo de aquel día había ido desvaneciéndose en su mente hasta casi desaparecer. De hecho, durante todos aquellos años prácticamente no había vuelto a pensar en él, ni siquiera cuando le dijo a su padre que quería familiarizarse con la carpintería y la talla de madera, y había organizado una zona en el sótano donde aprendió los rudimentos del alisado y el cepillado, el labrado y el cincelado, la pintura y el diseño: todo lo necesario para fabricar sus propios juguetes. Había llegado a hacerlo muy bien, además, y los vendía en los festivales de primavera y en los distintos mercadillos de los alrededores.
En realidad, no fue hasta la mañana de su dieciocho cumpleaños, con la llegada de la carta en que se le comunicaba que iba a heredar aquel sitio y todo lo que contenía, cuando aquellos recuerdos revivieron de golpe. Sin embargo, la herencia tenía una condición: que reabriera la tienda y continuara con el negocio de juguetes y marionetas de madera. Ni plástico ni metal; sólo madera.
—Bueno, eso puedo hacerlo —comentó, encantado con aquel regalo inesperado, pues trabajar como fabricante de juguetes había sido su intención desde pequeño, y ahora contaba con el sitio perfecto para empezar.
La juguetería estaba cerrada cuando llegó, y al abrir la puerta con la llave, despacio, reparó en que debería ponerle aceite para que no chirriara. Cuando alzó la vista, la campanilla exhaló un profundo suspiro y profirió un tintineo aparatoso. Noah sonrió, pensando que iban a tener que hablar un poco sobre su actitud. No le sorprendió descubrir que el suelo y los mostradores tenían una gruesa capa de polvo.
«Bueno, nada que una limpieza a fondo no pueda arreglar», pensó, y se dispuso a bajar los juguetes y marionetas de las estanterías para guardarlos bien ordenados en la trastienda, iniciando así el proceso de devolverle a la juguetería sus días de gloria y empezando su nueva vida como maestro fabricante de juguetes.
Pasó allí el resto de sus días, por supuesto, feliz y contento, trabajando con madera, formón y cepillo. Una vida llena de alegría, como deberían ser todas las vidas. Y, a diferencia de su predecesor, jamás hizo un juguete que no se vendiera, pues la Juguetería de Pinocho —conservó el nombre— no tardó en convertirse en uno de los negocios de mayor éxito en ochenta kilómetros a la redonda. De hecho, las únicas marionetas que nunca bajaron de las estanterías con el paso de los años fueron las integrantes de aquel curioso grupo de personajes que el padre del anciano, Gepeto, había tallado, y que le presentó aquel lejano día en que se conocieron: la señora Shields, el señor Wickle, el príncipe, el señor Quaker, el doctor Wings… Nadie las molestó nunca. Ningún cliente las tocó en los estantes. Ningún visitante las miró siquiera. Era como si no existieran. Pero Noah las conservó allí como recuerdo, porque pertenecían a un día que no quería volver a olvidar nunca más.
De hecho, todo lo que el anciano había reunido seguía presente en la juguetería la mañana en que llegó Noah, y cuidó y mimó cada pieza como si fuese de oro. Con excepción de una. Una en la que Noah no había reparado la primera vez que estuvo allí. Una solitaria marioneta de madera que había permanecido sobre el mostrador cubriéndose de polvo durante los diez largos años transcurridos hasta que Noah recibió la herencia. Una marioneta de un niño de piernas rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas, con un cuerpo liso y cilíndrico.
Estaba allí sentado cuando Noah entró en la juguetería. Éste dejó la puerta abierta mientras examinaba su nuevo hogar, permitiendo que cualquiera pudiese entrar, o escaparse.
Y cuando se volvió otra vez…
Como por arte de magia…
La marioneta de Pinocho…
Había desaparecido.