5. El viejo

Noah abrió los ojos. Ya no tenía la sensación de que las marionetas lo acosaban, dispuestas a enterrarlo bajo su peso. Los murmullos habían cesado. Los susurros se habían desvanecido. Todas parecían haber vuelto a sus sitios en las estanterías, y el niño comprendió que había sido ridículo pensar que estaban observándolo o hablando sobre él. Al fin y al cabo, no eran seres vivos; sólo eran marionetas. Pero lo que sí era un ser vivo era el anciano que había hablado y que ahora estaba allí de pie, a unos palmos de él, sonriendo levemente, como si llevase mucho tiempo esperando aquella visita y se alegrase de que por fin se produjera. Sostenía un trozo de madera que tallaba con un pequeño formón. Noah tragó saliva de puro nerviosismo y, sin pretenderlo, dejó escapar un súbito grito de sorpresa.

—Oh, vaya —dijo el hombre alzando la vista—. No tengas miedo.

—Pero es que hace un segundo no había nadie aquí —respondió Noah, mirando alrededor con asombro. Seguía sin ver la puerta por la que el viejo había entrado en la tienda, de modo que su aparición continuaba siendo un misterio—. No lo he oído entrar.

—No pretendía asustarte —contestó el hombre, que era muy viejo, más viejo incluso que el abuelo de Noah. Tenía una mata de pelo rubio que parecía avena mezclada con maíz, y unos ojos brillantes que atrajeron la mirada del niño, pero su cara estaba más surcada de arrugas que cualquiera que hubiese visto—. Estaba abajo trabajando y he oído pisadas, eso es todo. De manera que he subido por si algún cliente necesitaba algo.

—Yo también he oído pisadas. Las suyas, subiendo por alguna escalera.

—Oh, no, Dios santo —repuso el anciano negando con la cabeza—. Difícilmente podría haber oído mis propias pisadas, y luego haber subido aquí a investigar, ¿no? Deben de haber sido tus pisadas.

—Pero usted estaba ahí abajo. Acaba de decirlo.

—¿De veras? —preguntó el viejo, frunciendo el entrecejo y frotándose el mentón—. No me acuerdo. Hace tanto de todo eso, ¿verdad? Y me temo que mi memoria ya no es lo que era. Quizá he oído sonar la campanilla de la puerta.

—Pero si no hay ninguna campanilla —respondió Noah. Y en ese preciso instante, como si recordara de pronto su tarea, se oyó un alegre tintineo encima de la puerta, que había reaparecido unos metros detrás de él.

—También es vieja —explicó el anciano encogiéndose de hombros a modo de disculpa—. Se supone que es lo único que tiene que hacer en todo el día, pero a veces se le olvida. Es posible que ni siquiera haya sonado por ti. Tal vez lo haya hecho por un cliente del año pasado.

Noah se volvió y miró boquiabierto la campanilla. Tragó saliva sonoramente, dudando de que aquello tuviese algún sentido.

—En cualquier caso, siento haberte hecho esperar tanto —se disculpó el anciano—, pero me temo que de un tiempo a esta parte me muevo como un caracol. De joven era muy distinto. Por aquel entonces sólo habrías visto la estela de polvo que levantaba a mi paso. ¡Ni Dmitri Capaldi podía ganarme!

—No se preocupe —lo tranquilizó Noah—. No llevo aquí mucho rato. Apenas eran las once cuando entré y… —Consultó el reloj, que le reveló que ya era mediodía—. ¡Oh! Pero ¡no puede ser!

—Estoy seguro de que sí puede ser —repuso el viejo—. Has perdido la noción del tiempo, eso es todo.

—¿Una hora entera?

—A veces pasa. Yo perdí un año entero una vez, si puedes creerlo. Lo dejé en algún sitio, y cuando fui a buscarlo ya no conseguí encontrarlo. Pero siempre tengo la sensación de que va a aparecer un día de éstos, cuando menos lo espere.

Noah frunció el entrecejo, no muy seguro de haber oído bien.

—¿Cómo puede alguien perder un año? —preguntó.

—Oh, es más fácil de lo que imaginas —dijo el viejo, y dejó la madera y el formón para quitarse las gafas y limpiarlas con un pañuelo que tenía los colores del arco iris—. A lo mejor ni siquiera fue un año; a lo mejor fue una oreja. —Y se tironeó de ambos lóbulos—. No; todo sigue en su sitio —comentó satisfecho—. Fue un año, sin duda. No hay de qué preocuparse.

Noah lo miró fijamente y trató de comprender de qué hablaba. Todo aquello no tenía sentido para él, y sospechaba que si hacía preguntas sólo conseguiría confundir aún más las cosas.

—Deben de haber sido todos estos juguetes —dijo Noah señalando las paredes de alrededor—. Supongo que he estado mirándolos mucho rato. Y las marionetas. Hay tantas que me he distraído.

—Sí, claro —repuso el anciano con un suspiro—. Culpa a las marionetas. La gente siempre lo hace.

—No las culpo. Sólo quiero decir que me he entretenido mirándolas, nada más. Casi parecen vivas. Y el tiempo ha pasado sin darme cuenta.

—Lo importante es que ahora estás aquí —dijo el anciano con una gran sonrisa—. ¿Sabes una cosa? Hace tanto tiempo que no tengo un cliente que ni siquiera sé qué hacer. Me temo que ya no tenemos un relaciones públicas oficial.

—No importa —respondió Noah, pues siempre le daba pena la gente que tenía que plantarse ante las tiendas diciendo «Bienvenido… bienvenido…». Le parecía una forma muy desgraciada de ganarse la vida.

—Por supuesto, si hubiese subido más deprisa podría haberte invitado a almorzar, pero ya es demasiado tarde para eso.

A Noah se le cayó el alma a los pies. El estómago le rugió tanto que tuvo que toser para enmascarar los vergonzosos ruidos. Entonces cambió de táctica, pensando que si el viejo lo oía rugir, quizá cambiaría de opinión y le daría algo de comer.

—Bueno, ahora que estás aquí —continuó el anciano—, estoy seguro de que hay un motivo para tu visita. ¿Vas a comprar algo?

—Probablemente no —respondió Noah mirando el suelo, un poco avergonzado—. Me temo que no tengo dinero. —A sus pies había un ratón de madera, pintado en gris y rosa, que le olisqueaba los zapatos, pero, en cuanto Noah lo miró, dio un respingo, soltó un chillido de sorpresa y corrió a esconderse bajo las patas de una jirafa en un rincón de la tienda.

—Entonces, ¿puedo preguntar qué te trae por aquí? ¿No deberías estar en el colegio?

—No, ya no voy al colegio.

—Pero sólo eres un niño. Y los niños deben estar en el colegio. ¿O ha cambiado la ley desde que yo tenía tu edad? No soy quién para decir nada, por supuesto. Yo mismo asistí muy poco tiempo. Siempre estaba escapándome. No imaginas en cuántos problemas me metí por culpa de eso.

—¿Qué clase de problemas? —quiso saber Noah, porque le gustaba enterarse de los problemas en que se metían otras personas.

—Oh, nunca hablo del pasado con el estómago vacío —repuso el viejo—. Ni siquiera he almorzado todavía.

—Pero acaba de decir…

—No importa, quiero saber qué te ha traído hasta aquí.

—Bueno, al principio fue el árbol —explicó el niño—. El que hay ante su puerta. Estaba en la acera de enfrente, contemplándolo, y me pareció el árbol más impresionante que había visto en mi vida. No sé por qué. Tuve esa sensación, nada más.

—Me alegra que te guste. Lo plantó mi padre, ¿sabes? El día que nos mudamos aquí. Adoraba los árboles. Plantó varios más en el pueblo, pero creo que éste es el mejor. La gente cuenta las historias más extraordinarias sobre él.

—Sí, he oído una —dijo Noah con entusiasmo.

—¿De verdad? —repuso el viejo arqueando una ceja—. ¿Puedo preguntarte quién te la ha contado?

—Había un perro salchicha muy servicial ahí enfrente. Estaba con un burro muy hambriento. Me ha contado que, cada pocas noches, el árbol se queda pelado y que se las arregla de algún modo para que le salgan ramas nuevas al cabo de un par de días. Dice que nadie sabe cómo o por qué ocurre eso.

—Oh, ése sabe un montón de historias —comentó el anciano, riendo—. Es un viejo amigo mío. Pero yo que tú no creería demasiado en lo que diga. Los perros salchicha inventan las historias más inverosímiles. En cuanto a ese burro… bueno, mejor ni empiezo. Cuando la mayoría de la gente se conforma con doce o quince comidas al día, él necesita tres o cuatro veces más o se pone a lloriquear.

—¿Doce o quince comidas al día? —repitió Noah, sorprendido—. Le aseguro que yo nunca he…

—De todos modos, aunque hay mucha gente que cuenta historias sobre esta tienda —lo interrumpió el viejo—, te aseguro que nadie ha puesto nunca un pie en ella.

—¿De verdad?

—Bueno, hasta ahora, quiero decir —rectificó el anciano con una sonrisa—. Tú eres el primero. Quizá hay una razón para que te mandaran aquí. Por supuesto, mi padre murió hace muchos años, así que nunca vio lo alto y fuerte que se ha vuelto el árbol. —Su semblante se ensombreció y apartó la mirada, momentáneamente alterado, como embargado por un desgraciado recuerdo.

—Mi padre es leñador —explicó Noah—. Se gana la vida talando árboles.

—Vaya por Dios. ¿No le gustan, pues?

—Creo que le gustan mucho. Pero la gente necesita madera, ¿no? De otro modo no habría casas en que vivir o sillas en que sentarse o… o… —Trató de encontrar más cosas hechas de madera. Al mirar alrededor, esbozó una sonrisa y añadió—: ¡O marionetas! No habría marionetas.

—Eso es muy cierto —admitió el anciano asintiendo despacio con la cabeza.

—Y por cada árbol que tala, planta diez —comentó Noah—, de manera que en realidad lo que hace es bueno.

—Entonces, quizá algún día, cuando seas tan viejo como yo, podrás caminar entre ellos y recordar a tu padre de la misma forma que yo recuerdo al mío.

Noah asintió, pero frunció un poco el entrecejo; no le gustaba pensar en esa clase de cosas.

—Pero aún no me he presentado —dijo el anciano unos instantes después, y le tendió la mano al tiempo que pronunciaba su nombre.

—Noah Barleywater —respondió el niño.

—Es un placer conocerte, Noah Barleywater —repuso el viejo sonriendo un poco.

El niño abrió la boca para corresponderle, pero volvió a cerrarla, pues en torno a su cabeza volaba una mosca de madera y temió que se le colara en la garganta. Así pues, permaneció en silencio, pero al final, tras mirar tanto rato al viejo que le pareció que oía crecer su propio cabello, rebuscó en la mente y encontró su siguiente pregunta, oculta justo encima de la oreja izquierda.

—¿Qué está haciendo? —Y señaló el trozo de madera que el viejo había seguido tallando mientras hablaba. Las astillas que caían al suelo eran recogidas por un cepillo y una pala que se movían con la elegancia de una pareja de bailarines.

—Parece alguna clase de conejo, ¿no crees? —repuso el anciano sosteniéndolo en alto, y en efecto lo parecía, con las grandes orejas y unos buenos bigotes de madera—. No era lo que pretendía hacer, pero aquí lo tienes —añadió con un suspiro—. Me pasa continuamente. Empiezo con una idea en la cabeza y acaba siendo algo totalmente distinto.

—¿Por qué, qué era lo que pretendía hacer? —quiso saber Noah.

—Ah —contestó el viejo con una leve sonrisa, y luego silbó una melodía para sí—. No estoy seguro de que me creyeras si te lo dijera.

—Probablemente sí le creería —se apresuró a decir Noah—. Mi madre dice que me creo todo lo que me cuentan y por eso me meto en tantos líos.

—¿Estás seguro de que quieres saberlo?

—Por favor, dígamelo —insistió Noah, intrigado.

—No eres un chismoso, ¿verdad? No irás por ahí contándoselo a la gente…

—No, por supuesto que no. No se lo diré a nadie en absoluto.

El anciano sonrió y pareció considerarlo.

—Me pregunto si puedo confiar en ti —dijo en voz baja—. ¿Qué te parece? ¿Eres un niño digno de confianza, Noah Barleywater?