20. Noah y el viejo
—Creo que empiezo a entenderlo. Puede ser una vida muy solitaria, cuando uno deja atrás a toda la gente que quiere. Tienes que estar muy seguro de lo que estás haciendo. Llega un momento en que es demasiado tarde para volver a casa.
—Pero usted volvió —señaló Noah—. Cumplió su promesa. Una vez que hubo recibido la carta en que le decían que su padre estaba enfermo, regresó a su casa.
—La cosa no es tan sencilla —repuso con tristeza el anciano, tendiendo una mano para agarrar otra madera y estudiarla un rato antes de empezar a tallar un par de piernas en la base—. En realidad, todavía no he acabado mi historia. Pero mira qué hora es. ¿No crees que sería buena idea no escaparte, después de todo? Aún puedes llegar a casa antes de que oscurezca, si quieres hacerlo.
—Creo que si volviera a casa ahora tendría serios problemas —respondió Noah, que parecía un poco arrepentido—. Será mejor que siga con mi plan inicial.
—Estoy seguro de que tus padres te perdonarían. Estarían encantados de tenerte de vuelta.
Noah lo pensó un poco. Aunque sólo llevara unas horas lejos de casa, empezaba a echarla de menos. Pero, cada vez que pensaba en su casa, pensaba también en que regresar supondría enfrentarse a las consecuencias de su acto, y no sabía si estaba preparado para eso.
—Pero ¿por qué no? —preguntó el viejo sorprendiendo a Noah, que estaba seguro de no haber hablado en voz alta—. ¿Qué consecuencias serían ésas?
—Malas —contestó el niño.
—¿Cómo de malas?
—¿De verdad nunca tuvo madre?
—No, nunca —repuso el viejo con voz triste—. Sólo un padre. Deseé muchas veces tener una madre, por supuesto. Siempre he pensado que la mayoría de ellas parecen personas muy agradables. Hasta hoy, claro.
—¿Por qué? ¿Qué tiene hoy de distinto?
—Bueno —contestó el anciano sonriendo—, estás contándome todas esas historias maravillosas sobre tu madre, sobre lo buena y atenta que se mostraba contigo, y sin embargo has huido de ella. Sólo puedo deducir que no es tan agradable como la pintas.
—¡Pero eso no es así! —exclamó Noah con tono de frustración, y se puso en pie para acercarse a la ventana; advirtió que en la calle había una especie de alboroto—. Mire, hay un montón de gente reunida ahí fuera.
Bajó la vista hacia la pequeña multitud plantada enfrente; miraban hacia la juguetería y tomaban notas. El perro salchicha que tan servicial se había mostrado con él estaba entre ellos, cada vez más enérgico a medida que discutía con un hombre de mediana edad y de cara colorada que parecía estar al mando allí, pues hacía grandes aspavientos y pedía a todos que se callaran para que pudiera pensar. El burro se estaba comiendo una banana que una mujer distraída sostenía en una mano mientras miraba hacia la acera de enfrente.
—¿Qué quieren? —preguntó Noah.
—Oh, yo que tú no me preocuparía —contestó el anciano sin dignarse mirarlos siquiera—. De vez en cuando se plantan ahí y anotan cosas. Entonces redactan artículos para denunciarme en el boletín informativo que todo el mundo recibe pero nadie lee. No es que tengan algún problema conmigo, o con la tienda. El motivo de sus protestas es ese árbol —añadió señalando las ramas, que se mecían un poco a la brisa del atardecer y dejaron de hacerlo en cuanto se sintieron observadas—. Aseguran que lo que ocurre aquí no es normal, pero yo digo que me importa un pimiento. Además, ¿quién les ha pedido su opinión? El salchicha estará de mi parte, no te preocupes. Y el burro también. Mantendrán a raya a los agitadores. Bueno, ¿qué te parece esto?
Noah se volvió en redondo y tomó de manos del viejo la marioneta que acababa de tallar. Parecía una especie de mangosta.
—Está muy bien —respondió—. ¿Cómo la ha hecho tan deprisa?
—Tengo mucha experiencia.
Noah observó unos instantes más a la multitud y luego se sentó en la repisa de la ventana.
—Papá dice que los médicos harán que mamá se recupere —dijo al cabo de un momento—. Al menos eso decía antes. Ahora dice que tengo que ser muy valiente.
—¿Y tu madre? ¿Tengo razón si pienso que está en el hospital?
—Lo estuvo —contestó Noah, y se volvió para que el viejo no viera las lágrimas que le afloraban—. Ahora está en casa otra vez. En la cama. Verá, llegó a casa ayer. Insistió en hacerlo. Dijo que era donde quería estar cuando… cuando… —No logró pronunciar las palabras y apretó los puños y los labios para serenarse.
—Pero si está en casa y no se encuentra bien, ¿no deberías estar con ella?
Noah se volvió hacia el anciano.
—Usted también se fue de casa.
—Pero volví cuando me enteré de que mi padre estaba enfermo.
—¿Tardó mucho en hacerlo? —preguntó Noah, y se levantó para ayudarlo a recoger los últimos vasos y tazas de la mesa. Por fin tenía la barriga llena, y aunque había una bandeja con bombones en la encimera a su lado, sólo les echó un vistazo, dejándolos arrastrarse con desánimo de vuelta a un armario—. ¿Llegó a tiempo tras recibir la carta que le informó de que su padre estaba enfermo? ¿Llegó a casa antes de que… antes de que estuviera…?
—¿Muerto? —concluyó el viejo—. ¿Qué pasa, muchacho? ¿No puedes pronunciar esa palabra? Sólo es una palabra, ¿sabes? Sólo unas letras unidas al azar. La palabra en sí no es nada comparada con su significado.
—Ajá. —Noah miró el suelo y apretó los dientes y los puños, éstos con tanta fuerza que le pareció que los dedos le atravesarían las palmas. Vio que quedaba una última marioneta en el cofre, y la sacó para observarla: parecía un viejo conejo al que se le retorcían los bigotes cuando uno tiraba del cordel; la dejó en la mesa junto a las demás—. ¿Consiguió llegar a casa antes de que su padre muriera?