9. La carrera
Al cabo de unas semanas, prosiguió el anciano, empecé a pensar que quizá sería buena idea dejar la escuela por imposible. No tenía muchos amigos que digamos, y Toby Lovely me ponía las cosas cada vez más difíciles. Un día serró las patas de mi silla, de modo que al sentarme caí al suelo y me hice daño. Otro día puso un cubo de barniz sobre la puerta, y cuando entré me cayó encima y tuve que bañarme dos veces la misma semana. Me birlaba los deberes y se comía mis manzanas, ataba los cordones de mis botas y pronunciaba mal mi nombre. Decía que yo venía del espacio exterior y que tenía gelatina por cerebro. Me metió una rana por atrás de los pantalones y un hurón por delante, lo que resultó más divertido de lo que había previsto. ¡Oh!, podría seguir y seguir con la lista de cosas terribles que me hizo. Se pasó una tarde entera caminando a mi lado con un jersey que llevaba una flecha señalando hacia mí y debajo las palabras «Estoy con el imbécil». Las mañanas de los miércoles me hablaba en japonés, un idioma que dominaba, y empecé a entender unas cuantas palabras. Me echaba sal en los cereales y azúcar en los bocadillos. Convenció a todos los de la clase de llevar sombrero durante un día, de manera que me convertí en el bicho raro. Me enviaba flores y las firmaba con muchos besos de parte de una tal Alice. Fue terrible, absolutamente terrible. Empecé a tener miedo de ir al colegio; las cosas no podían estar peor.
Hasta que lo estuvieron.
Un martes por la mañana, la señora Shields se paseó por la clase interesándose por los empleos que nos gustaría tener de mayores, lo que quizá fuera un poco prematuro ya que éramos niños de ocho años, pero dijo que debíamos hacer planes para el futuro, incluso en esa etapa tan temprana. Quería saber no sólo qué nos gustaría ser de mayores, sino también a qué se dedicaban nuestros padres.
—Mi padre es una estrella de cine internacional —anunció Marjorie Willingham—, y mi madre es astronauta. Yo espero convertirme en piloto de helicópteros.
—Muy bien, Marjorie —asintió la maestra—. ¿Y tú, Jasper Bennett? ¿Qué hacen tus padres?
—Mi padre está trabajando en una cura para los resfriados. Mi madre se dedica a susurrar a los caballos. Y yo aspiro a ser sacerdote.
—Si pones empeño, conseguirás tu objetivo —declaró la maestra—. Matthew Byron, ¿qué me dices de ti?
—Mi padre es el jefe de las fuerzas armadas, y mi madre ayuda a la gente a evitar el pago de impuestos. Yo planeo ser futbolista profesional hasta los treinta y cuatro años y medio, momento en que me centraré en convertirme en poeta laureado.
—¡Qué ambicioso! —repuso la señora Shields sonriendo—. Toby Lovely, estoy segura de que tus padres son unos modelos de conducta maravillosos.
—Así es. ¿Sabe esos toboganes serpenteantes que cuando sales por el otro extremo caes en una piscina?
—Sí.
—Bueno, pues los inventó mi padre.
—Fascinante —opinó la maestra—. ¿Y tu madre?
—Ella inventó las piscinas. Fue así como se conocieron.
—Claro. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué te gustaría ser de mayor?
—Atleta —contestó Toby—. Después de todo, soy el chico más rápido del colegio. —Sonrió con aire de suficiencia y el resto de la clase lo aplaudió calurosamente.
—Sí, desde luego que lo eres —dijo la señora Shields mirando alrededor—. Bueno, ¿ya está todo el mundo? ¿No me dejo a nadie?
Todos asintieron con la cabeza menos yo, algo que lamenté de inmediato, pues la maestra se dio cuenta y me señaló.
—¿Y tú? —dijo—. ¿A qué se dedican tus padres?
Tragué saliva al levantarme.
—Mi padre fabrica juguetes —contesté—. Sobre todo marionetas, pero también otras cosas. Es muy hábil con las manos.
—Estupendo. Todo el mundo necesita juguetes. Bueno, al menos hasta cumplir los treinta. ¿Y tu madre? —Me sorprendió un poco que preguntara eso y agaché la cabeza—. Oh, por supuesto —añadió—. Lo siento. Se me había olvidado. No tienes madre, ¿no?
—No, señorita —repuse.
—¿Murió?
—No, señorita.
—¿Se fue de casa?
—No, señorita —respondí.
Pareció sorprendida y frunció el entrecejo.
—Bueno, ¿dónde está, pues? No puede haberse desvanecido en el aire, ¿no?
—Nunca he tenido madre —anuncié.
—¿Qué nunca has tenido madre? —exclamó Toby volviéndose para mirarme con cara de asombro—. En mi vida había oído nada tan ridículo.
—Entonces es que no te has oído cantar —espeté, atónito ante mi propia valentía al plantarle cara; se quedó sin habla y se limitó a mirarme y hervir de indignación.
Supe que la cosa no acabaría ahí, y en efecto, unas horas después en el patio, se acercó para propinarme una colleja como recompensa por mi insolencia.
—¿Cómo puede ser que alguien nunca haya tenido madre? —quiso saber—. No me dirás que te tallaron en madera o algo así.
—Son cosas que pasan —repuse—. Nunca he tenido madre. Tú nunca has tenido cerebro. Todos contamos con algo que nos hace destacar entre el resto.
¡Había vuelto a hacerlo! Quizá tantos meses de acoso me habían llevado al punto de no poder soportarlo un instante más. Toby me miró y rió un poco de puro asombro, antes de patear el suelo como un toro a punto de abalanzarse sobre mí, de forma que acabamos rodando en un lío de puños y tirones de pelo, mientras los demás nos rodeaban entre aclamaciones, encantados con el espectáculo de una buena pelea.
Lo aporreé por todas partes, y cuando por fin el señor Wickle, el profesor de gimnasia, nos separó, comprobé encantado que Toby sangraba por la nariz; aunque no me gustó tanto notar las magulladuras en las orejas y el ojo a la funerala que empezaba a hinchárseme en la cara.
—¿Qué ocurre? —quiso saber el señor Wickle—. ¿Niños peleándose en mi patio? ¡No pienso permitirlo! Bueno, ¿y por qué os peleabais?
No pude aguantar más y exclamé a viva voz:
—¡Se cree mejor que yo! ¡Y no lo es!
—Sí lo soy —respondió Toby.
—No lo eres —repuse.
—Sí lo soy —insistió él.
—No lo eres.
—Sí lo soy.
—No lo eres.
—Muy bien, muy bien —intervino el señor Wickle haciéndonos callar—. Ya basta, los dos. —Se volvió hacia mí—. Mira, Toby Lovely es uno de los deportistas más brillantes que el colegio ha tenido jamás. Se alzó con cuatro medallas de oro en los últimos campeonatos. Corre más rápido que nadie que yo conozca. Si dice que es mejor que tú en ese sentido, supongo que lo admitirás, ¿verdad? En cuanto a ti —añadió volviéndose hacia Toby—, deberías mostrarte más humilde.
—De acuerdo —repuso Toby tendiéndome la mano—. Deberías simplemente aceptar mi superioridad y no mirar por encima del hombro a los demás.
—Yo podría ganarte en una carrera —repliqué encogiéndome de hombros y sin pensar siquiera lo que decía.
Todo el mundo en el patio calló al oír aquello, y el silencio pareció interminable. Finalmente, el estómago del señor Wickle empezó a hacer ruiditos y todos salimos de nuestro estupor.
—Por favor —dijo, negando con la cabeza y mirándome con lástima—. Eso que has dicho es una tontería.
—Pero es verdad —contesté.
—No lo es —repuso Toby.
—Sí lo es —repliqué.
—¡Ya basta! —exclamó el señor Wickle—. Si crees que corres más rápido que el mejor atleta que he tenido en el colegio desde el gran Dmitri Capaldi, entonces sólo hay una manera de probarlo. ¡Celebraremos una carrera!
El colegio entero prorrumpió en vítores y, con increíble celeridad, se abrió para formar dos hileras. Todos los niños quedaron de un lado, y las niñas del otro, y se miraron con las expresiones habituales de miedo e interés combinados. En medio, al frente, nos hallábamos Toby y yo, con el señor Wickle entre ambos. Del edificio del colegio llegó corriendo la señora Shields, cargando unas zapatillas de deporte.
—Las zapatillas de Toby —dijo casi sin aliento—. No puede correr sin sus zapatillas de la suerte.
—¿Has traído las tuyas? —me preguntó el señor Wickle, bajando la vista hacia mis botas con tachuelas.
—No, señor, pero no importa. Puede llevar las suyas si quiere; aun así ganaré.
—Muy bien, entonces me las pondré —repuso Toby calzándoselas, y nos acuclillamos en los puestos de salida.
—Vista al frente, chicos —dijo el señor Wickle—. ¿Veis aquel manzano allá lejos? Está a unos cuatrocientos metros de distancia. El primer chico que me traiga de vuelta una manzana será declarado ganador. ¿Estáis preparados?
—¡Preparados, señor! —exclamamos, y me pregunté dónde me había metido, pues en mi vida había corrido una carrera, y mucho menos contra alguien como Toby Lovely, que era en efecto un corredor muy veloz.
—¿Listos?
—Listos, señor —contestamos, y tragué saliva con nerviosismo, observando el lejano árbol y decidiendo que, ocurriera lo que ocurriese, haría un buen papel y no me quedaría demasiado rezagado.
—¡Ya!
Salí disparado, sin mirar a derecha e izquierda, completamente ajeno a la ventaja que debía de estar sacándome mi oponente. Llegué al árbol, arranqué una manzana, me volví en redondo y eché a correr de nuevo para dejarla en la mano tendida del señor Wickle, y de pronto fui consciente del silencio reinante en las dos hileras de espectadores. Al volverme, vi a Toby a unos metros de distancia, deteniéndose para mirarme con asombro. Apenas se había alejado de la posición de salida y yo ya había ido y vuelto.
—¡Dios santo! —exclamó el señor Wickle—. Esto sí que ha sido una sorpresa.