17. La marioneta del señor Quaker
Poco después de mi visita a los reyes, una tarde, al volver a casa del colegio, me encontré con un espectáculo de lo más insólito: había un cliente en la juguetería hablando con mi padre. No recordaba la última vez que había ocurrido eso, pues el burro y el perro salchicha solían ser los únicos visitantes, y no fue hasta que la campanilla de la puerta advirtió que yo estaba ahí de pie y tintineó sin mucho entusiasmo cuando el hombre se volvió y batió palmas, encantado.
—Y éste debe de ser su hijo —dijo con una extraña voz.
—Así es —repuso papá en voz baja.
—No es tan alto como esperaba.
—Bueno, todavía es pequeño. Aún no ha acabado de crecer. De hecho, apenas ha empezado.
—Hum, supongo que así es —dijo el hombre, y se acercó para estrecharme la mano con brusquedad—. Deja que me presente, chico. Me llamo Quaker. Bartholomew Quaker. Quizá hayas oído hablar de mí.
—Pues no, señor.
—Oh, caramba. —Quaker frunció tanto el entrecejo que casi se quedó sin frente—. Vaya desilusión. Sin duda, un golpe considerable para mi orgullo. Pero no importa. Soy el seleccionador oficial del pueblo para los Juegos Olímpicos de este año. Imagino que de ellos sí habrás oído hablar, ¿eh? —Se volvió hacia papá riendo, como si hubiera contado un chiste desternillante.
—No, señor —dije, encogiéndome de hombros.
—¿Qué no has oído hablar de los Juegos Olímpicos? —preguntó Quaker con asombro, inclinándose y quitándose las gafas para verme mejor—. ¡Bromeas!
—Llevamos una vida muy tranquila aquí en la juguetería —expliqué—. Me temo que no me entero mucho de los sucesos del mundo exterior. Aunque hace poco visité a los reyes y…
—Pero, muchacho —me interrumpió Quaker—, las Olimpiadas constituyen el mayor espectáculo que el mundo ha conocido nunca. Existen para fomentar el sentimiento de fraternidad entre naciones y para celebrar los éxitos deportivos más extraordinarios. Hay atletas que se pasan la vida entrenando para los Juegos, y ganar una medalla supone la cima de sus carreras.
—Bueno, parece muy divertido —contesté, y corrí un poco sin moverme del sitio para que la sangre circulara mejor—. Supongo que quiere que participe, ¿no?
—¡Exacto, muchacho! —exclamó Quaker asintiendo con la cabeza—. La noticia de tus éxitos como corredor ha llegado muy lejos. Y me avergüenza decir que el pueblo no ha ganado una sola medalla desde los tiempos del gran Dmitri Capaldi. Confiamos en que serás capaz de hacer que eso cambie. Semejantes expectativas suponen un gran peso sobre los hombros de alguien tan joven, pero, por lo que he oído, los tuyos son suficientemente fuertes para soportarlo. ¿Qué me dices? No nos defraudarás, ¿verdad?
—Si mi padre acepta —contesté mirando a papá en busca de su aprobación—, lo haré encantado.
—No estoy seguro —repuso él en voz baja, con el dolor de la pérdida inminente ya reflejado en su rostro—. Se celebran muy lejos. Y hay que pensar en tu educación. ¿No preferirías quedarte aquí conmigo? Ya sé que esta vida no es la más emocionante, pero…
—Lo tendrá de vuelta antes de que se percate de que se ha ido —le aseguró Quaker, pues no quería que me desanimara, y añadió dirigiéndose a mí—: Pero cuéntame, muchacho, me dicen que no hace mucho que corres.
—Así es —confirmé—. Antes no podía correr tan rápido. Mis piernas no daban la talla, pero desde que cumplí los ocho… bueno, las cosas han mejorado un poco.
—¿En qué sentido?
—A mi hijo no le gusta hablar del pasado —intervino mi padre, saliendo de detrás del mostrador para rodearme los hombros con un brazo protector—. Baste decir que, antes de mudarnos a este pueblo, mi hijo era un chaval muy distinto. Pero cuando decidió convertirse en un niño… en un buen niño, quiero decir, en el niño que siempre había querido ser… bueno, pues desde entonces se ha dado cuenta de que tiene ciertas dotes. La capacidad de correr muy rápido es una de ellas.
—Oh, no tiene que preocuparse por eso, estimado amigo —repuso Quaker con una sonrisa de oreja a oreja—. En mi trabajo, uno se encuentra con toda clase de personas, y yo nunca las juzgo. Me reservo mi opinión y no juzgo a nadie —repitió, como si quisiera recalcar ese punto—. ¿Sabe que una vez trabajé con un chico que se había pasado los primeros cinco años de su vida atrapado tras un espejo? Tenía dotes extraordinarias para el potro y las paralelas, pero, lamentablemente, quedó el último en las pruebas eliminatorias, y sufrió una gran decepción. Quedó destrozado, el pobre. Y en las penúltimas Olimpiadas, un chico del que se esperaba que ganaría el oro en la carrera de cuadrigas, perdió el sentido del humor en el tren que lo llevó a las finales, de manera que fue incapaz de concentrarse en la competición. Nunca volvió, por supuesto. Todavía sigue allí, buscándolo, pero jamás lo encontrará. Y me atrevo a decir que habrán oído hablar de Edward Bunson, del pueblo siguiente, ¿no es así?
—No, señor —contesté, sintiendo curiosidad.
—Era la gran esperanza en la competición de esgrima —recordó con un suspiro el señor Quaker—. Pero el día de la competición de florete se sintió abrumado por la cantidad de gente que había acudido a verlo, le entró un tembleque terrible y no pudo seguir. Después no volvió a practicarla. Fue una lástima.
—Hay cosas peores en la vida que no ganar medallas —intervino papá—. La juventud es un trofeo en sí misma. Míreme a mí, soy viejo y mis piernas ya no funcionan como deberían. Tengo artritis en la espalda. Estoy ciego de una oreja y sordo de un ojo.
—Lo has dicho al revés, papá —le dije.
—Qué va. No lo he dicho al revés, hijo mío. Y eso lo vuelve todavía peor.
—Todo esto es muy interesante —intervino Quaker, y consultó el reloj—, pero he de tomar un tren y no puedo quedarme aquí charlando todo el día. Confío en poder informar a mi comité que has accedido a participar. Lo consideraríamos un gran honor.
—Me encantaría, de verdad —contesté con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero ¡y el colegio! —exclamó papá, consternado—. ¡Y tu educación!
—No hace falta que se preocupe en ese sentido, señor —terció Quaker, golpeando tres veces el bastón contra el suelo en rápida sucesión, de forma que lo miré fijamente, preguntándome si iba a hacer un truco de magia—. Es nuestra política que, por cada centenar de menores en nuestro equipo, haya disponible un tutor plenamente cualificado para darles clases. Nos tomamos muy en serio la educación de nuestros jóvenes atletas.
—¿Y cuántos niños van a viajar a esos Juegos? —quiso saber mi padre, escéptico—. ¿Habrá otros de su edad?
—Sólo su hijo —respondió Quaker con orgullo—. Lo que significa que no habrá necesidad de un tutor y que nos ahorraremos el gasto, y que por tanto no desperdiciaremos un solo penique de esos impuestos que tantos esfuerzos le han supuesto, señor. —Se inclinó y asestó un suave puñetazo al mostrador—. Todos somos ganadores en esta carrera, ¿no es así, señor?
Mi padre suspiró y apartó la mirada para negar con la cabeza, agotado.
—¿De verdad quieres ir? —me preguntó al cabo de unos instantes, observándome realizar una serie de calistenias.
—¡Sí, claro! —exclamé.
—¿Y prometes que volverás?
—La vez anterior volví, ¿no?
—¿Lo prometes? —insistió papá.
—Lo prometo.
—Entonces, si de verdad es eso lo que deseas de corazón, no me interpondré en tu camino. Debes ir.
Para asombro de todo el mundo, me convertí en la primera persona que ganaba el oro en los 100 metros, los 200 metros, los 400 metros, los 800 metros, los 1 500 metros y los 10 000 metros en los mismos Juegos Olímpicos. Hasta conseguí la plata en los 400 metros vallas, pero quedé tan decepcionado por aquel relativo fracaso que preferí no volver a hablar de él, hasta ahora, y se borró rápidamente de mi biografía oficial. Y me convertí en el único olímpico que ha ganado los 4 x 400 metros relevos en solitario, pasándome a mí mismo el testigo en una complicada maniobra que no tardó en convertirse en leyenda.
Nadie era capaz de correr más rápido que yo; ésa era la pura y simple verdad.
En cuanto los Juegos llegaron a su fin recordé la promesa hecha a mi padre y me dije que era hora de volver a casa, pero entonces empezaron a llegar ofertas emocionantes.
En Japón, el emperador solicitó ver al chico que había privado al atleta estrella del país, Hachiro Tottori-Gifu, de tantas medallas en los Juegos, y crucé Europa corriendo para internarme en Rusia hasta Kazajistán, atravesar China y llegar a Tokio, donde hice unos cuantos circuitos alrededor de la Ciudad Imperial para el Soberano Celestial sobre Las Nubes. Su propio hijo, el príncipe heredero, me retó a una carrera, y aunque fue claramente derrotado, me mostré lo bastante generoso para no ganarle por mucho margen. Al fin y al cabo, los japoneses pagaban mi alojamiento y todos mis gastos.
—Muchas gracias por todo —dije finalmente a las multitudes que me aclamaban—. Ahora es tiempo de regresar a casa, porque debo cumplir una promesa.
Sin embargo, me marché a Sudamérica, donde un grupo de guerrilleros me invitó a participar en su Día del Desarme, una celebración semestral en que los miembros de dos bandos enfrentados en una disputa política se reunían durante veinticuatro horas y ofrecían una suerte de espectáculo de talentos. Se ocupaban de traer un invitado internacional todos los años, y aquél me tocó a mí.
—Te crees muy rápido, ¿verdad? —me dijo un general mientras fumaba un puro, después de haberme visto correr a través de los bosques en tiempo récord—. Te crees un tipo muy listo, ¿eh?
Parecía un poco ofendido por mi presencia, aunque era él quien me había invitado.
—Así es, señor, sí —contesté tras haber probado uno de sus puros y vomitado sobre mis zapatillas—. Y ahora he de regresar a casa, porque debo cumplir una promesa.
De camino a casa, me encontré en Italia, donde el Papa me desafió a dar mil vueltas a la plaza de San Pedro en una sola tarde. Cuando la multitud reunida me vitoreó, descubrí que me gustaba toda esa atención y no quería que aquello acabara.
—Ven a mis dependencias privadas, hijo mío —me dijo después el Papa, rodeándome los hombros con el brazo—. Tómate un tiramisú conmigo.
—No me será posible, Santidad —contesté—. De veras que tengo que regresar a casa. Debo cumplir una promesa.
Y, de camino a casa, me encontré en España, corriendo delante de los toros en Pamplona. Después me dirigí hacia el este, hasta llegar a Barcelona para la Diada de Sant Jordi, donde atendí todos los puestos de libros y rosas de la ciudad, precipitándome de uno a otro cada vez que se acercaba un cliente, y la ciudad entera quedó paralizada mientras corría como un rayo por las calles.
Más cerca de casa, me sentí un poco cansado por una vez y decidí descansar unos días en el oeste de Cork, donde fui uno de los jueces del concurso de la Doncella de las Islas de Skibbereen, un festival anual en que cada hombre, mujer y niño irlandés acude a la ciudad durante veinticuatro horas para competir en carreras, entonar canciones protesta y hablar de la recesión. Me invitaron a pronunciar un discurso, pero dije que prefería demostrarles lo rápido que era, y en ese momento una mujer de la multitud arrojó un juego de llaves al escenario.
—Creo que me he dejado un grifo abierto —dijo, y me dio una dirección en Donegal, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia—. ¿Podrías ir hasta allí y comprobarlo, chico?
—No te lo habías dejado abierto —contesté unos momentos después, devolviéndole las llaves junto con una gruesa chaqueta de lana roja—, pero he pensado que podías necesitar esto más tarde. Parece que va a hacer frío.
—¡Tus padres pueden estar orgullosos de ti, ya lo creo! —exclamó la mujer, jubilosa, y la multitud volvió a aclamarme.
—Muchas gracias —respondí—, pero no tengo madre, sólo padre. Y más vale que vuelva a su lado a toda pastilla. Le hice una promesa.
Desde allí, tomé un barco hasta Londres, donde me detuve un par de días para asistir a un festival literario, en el que entraba y salía con tanta velocidad de las lecturas de los autores que el viento que generaba les pasaba las páginas de los libros, dejándoles libres las manos para beber y gesticular. No importaba cuánto empeño pusiera: por más que lo intentaba no conseguía volver al pueblo. Parecía imposible, pero siempre había otra multitud que deseaba verme, siempre otra invitación que aceptar, otro festival al que asistir, otra carrera en que participar… Mi padre estaba muchas veces presente en mis pensamientos, pero al final traté de olvidar la promesa de volver a casa, pese a saber que los años pasaban, que mis días de colegial estaban quedando muy atrás y que mi padre no estaría rejuveneciendo precisamente.
No fue hasta que me entretuvieron en San Petersburgo y me encontré corriendo como un hámster en una rueda gigante, sin tomarme el menor respiro ni cansarme, cuando las cosas alcanzaron un punto crítico. Llegó una carta para mí, así que dejé de correr y bajé de la rueda. Leí la carta una y otra vez y las lágrimas afloraron a mis ojos. Le pregunté a un joven guardia por los horarios de los trenes desde San Petersburgo y me enteré de que eran terriblemente lentos, terriblemente escasos y terriblemente fríos.
—Pero tengo que llegar a mi casa —expliqué—, mi padre se está muriendo.
—Lo siento —contestó el joven encogiéndose de hombros, y parecía lamentar de veras no poder ayudarme—, pero no hay trenes.
—Entonces, será mejor que corra. Y prometo que esta vez nada se interpondrá en mi camino.
Y al menos esa promesa sí la cumplí.