22. Noah y el viejo

—Siento mucho lo de su padre —dijo Noah con la vista fija en el suelo—. ¿Todavía lo echa de menos?

El viejo asintió con la cabeza y miró alrededor.

—Pienso en él cuando entro aquí todas las mañanas. Cuando tomo el desayuno, cuando considero la jornada que tengo por delante. Y por las noches, cuando me siento junto al fuego a leer un libro, imagino que está a mi lado, velando por mí. Lo siento muy cerca, y le digo que lamento no haber estado aquí al final.

Noah guardó silencio durante un buen rato. Oía las conversaciones que tenían lugar en su cabeza, un montón de discusiones; quería escuchar algunas de ellas, pero otras prefería ignorarlas por completo.

—¿Podemos ir abajo? —preguntó, poniéndose en pie y frotándose los brazos—. Aquí arriba hace un poco de frío, y de todos modos es probable que no tarde mucho en irme.

—Por supuesto, muchacho —respondió el viejo, y se dirigió hacia Henry para abrir—. Vamos, sígueme.

Salieron a la escalera y se hicieron a un lado para permitir que la puerta bajase primero, y una vez estuvo bien encajada en la pared de abajo, la abrieron y entraron una vez más en la juguetería.

—¿Nunca se siente solo viviendo aquí? —preguntó Noah, y miró alrededor con la curiosa sensación de que algunas marionetas estaban ahora en sitios distintos que antes.

—A veces. Pero ahora ya soy viejo y no busco compañía.

—¿Cuántos años tiene?

El anciano pensó un poco, frotándose la barbilla.

—Si he de serte sincero, he perdido la cuenta. Pero no soy ningún jovenzuelo, eso sí que lo sé.

—Me sorprende que haya decidido quedarse aquí, después de que su padre muriera. Podría haber corrido un montón de aventuras el resto de su vida. Podría haber viajado por todo el mundo.

—Pero cada día ha sido una aventura para mí —respondió el viejo con una sonrisa—. No importa si estoy aquí con mis marionetas o a diez mil kilómetros de distancia. Siempre ocurre algo interesante, dondequiera que estés. No sé si me explico, pero…

—Sí que se explica —interrumpió Noah, y añadió—: ¿Vende a veces algunas marionetas?

—Oh, no —contestó el anciano—. No están a la venta.

—¿Qué no están a la venta? —Noah rió—. Pero esto es una tienda, ¿no?

—Es un sitio en que se fabrican cosas, sí. Y hay una puerta de entrada para el público, claro. Y por ahí hay una caja registradora, aunque no estoy seguro de que funcione todavía. ¿Es una tienda? Es posible. No lo sé. ¿Importa acaso? Es mi hogar.

Noah reflexionó un poco y luego recorrió los pasillos, mirando las marionetas como si pudieran revelarle sus secretos. Finalmente seleccionó dos de las estanterías, ambas figuras tradicionales de hombres.

—¿Tienen nombre? —preguntó, sosteniéndolas en alto.

—Por supuesto —repuso el viejo con una sonrisa—. La de tu mano izquierda está inspirada en mi padre. Se le parece bastante. Y la de la derecha… bueno, fue vecino de papá antes de que yo naciera; el maese Cereza. Tira de los cordeles y verás algo que te gustará.

Noah tiró de las cuerdas bajo los pies de los dos muñecos. Levantaron los brazos y las piernas, tal como esperaba, pero —¡qué maravilla!— el pelo se les levantó también.

—¡Llevan peluca! —exclamó, riendo.

—Siempre las llevaron. Una vez, tuvieron una pelea terrible y casi se quedaron sin ellas.

—¿Por qué se pelearon?

—Por un malentendido, nada importante.

—Ah. ¿Y volvieron a ser amigos después?

—Grandes amigos —contestó el viejo con orgullo—. Y juraron seguir siéndolo el resto de sus vidas.

Noah asintió con la cabeza, complacido con aquella historia, y dejó las marionetas en la estantería.

—¿Y éstas? —Eligió dos más y las sostuvo ante sí—. El zorro y el gato.

—Unas criaturas terribles —dijo el viejo, frunciendo el entrecejo; su voz sonó más grave al mirar a aquellos malévolos animales—. Menudo par de granujas infames. Me robaron cinco monedas de oro e hicieron que me mandaran a la cárcel. Nunca confíes en un zorro o un gato. Ya está. Ya lo he dicho.

Noah se mostró sorprendido, y se volvió de nuevo hacia la estantería para escoger otra marioneta.

—¿Y ésta? —preguntó señalando una criatura de brillantes colores.

—Ah, el grillo —respondió el anciano—. Un tipo estupendo al que traté fatal.

—¿De veras? ¿Qué le hizo?

—Lo aplasté contra la pared con un martillo de madera y lo maté.

Noah se quedó espantado.

—¿Por qué? —quiso saber—. ¿Por qué hizo una cosa así?

—Me acusó de tener la cabeza de madera. Es posible que… —Miró alrededor, al parecer un poco avergonzado—. Es posible que me excediera con mi reacción. Pero no pongas esa cara de horror, muchacho. El grillo volvió con una forma distinta, como una especie de fantasma. Después de eso, nos hicimos buenos amigos.

Noah no dijo nada, se limitó a señalar la siguiente marioneta en la pared.

—Sí, ése es un tipo al que llamé el Tragafuego. No era un hombre agradable, en absoluto. Una vez trató de quemarme vivo. Y a su lado hay dos asesinos que intentaron matarme.

—¿Qué es eso que llevan en las manos? —preguntó Noah, inclinándose para verlo mejor.

—Un cuchillo y una soga. No sabían si matarme a cuchilladas o ahorcarme.

—Desde luego, tuvo algunos enemigos en su juventud —comentó Noah con asombro.

—Así es, aunque no sé por qué. La gente se volvía contra mí por alguna razón.

—¿Y todas estas marionetas las hizo usted?

—Todas y cada una de ellas.

—Menuda tarea —suspiró el chico.

—Permanecen así para siempre —dijo el anciano con una leve sonrisa—. Una marioneta puede viajar y correr aventuras y nunca envejece un solo día. Un chico… un niño de carne y hueso envejece, y ante sí no tiene otra cosa que la muerte. —Hizo una pausa. Cuando volvió a levantar la vista, el niño lo miraba con gesto de preocupación, y el anciano añadió en voz baja—: Nunca debes desear ser otra cosa que lo que eres. Recuérdalo. Nunca debes desear más de lo que te hayan dado. Podría convertirse en la mayor equivocación de tu vida.

Noah no supo qué significaban aquellas palabras, pero las guardó en un rincón de su mente, justo encima de la oreja derecha, seguro de que una parte de él querría recuperarlas algún día para pensar en ellas, y prefería tenerlas a mano cuando llegase ese momento.

—¿Puedo contarle un secreto? —preguntó.

—Claro.

—¿No se lo dirá a nadie?

—A nadie en absoluto.

Noah abrió más los ojos. ¿Qué era eso? ¿Era posible? La nariz del viejo estaba… ¿creciendo?

—¡A una persona! ¡Sólo a una persona! —se apresuró a exclamar el hombre, apretándose la punta de la nariz con la palma de la mano, avergonzado—. A lo mejor se lo digo a una persona, pero sólo a una.

Ante esas palabras, la nariz pareció retraerse hasta su posición normal, y Noah parpadeó varias veces, no muy seguro de haber visto lo que creía haber visto, o de si se trataba de alguna clase de ilusión.

—Tengo un amigo —explicó el viejo con una leve sonrisa—, un cerdo bastante mayor que vive en una granja cerca de aquí y al que visito con regularidad, y compartimos nuestros secretos. ¿Te importaría si se lo contara? Es muy discreto.

Noah lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza.

—Está bien. Pero sólo al cerdo.

—Sólo al cerdo —confirmó el hombre.

—Muy bien. Es sólo que pienso que a lo mejor me he equivocado al escaparme de casa. Me parece que no pensé en realidad en lo que podría significar. —Suspiró y miró alrededor. De pronto sacudió la cabeza como si quisiera librarse de aquellos pensamientos, y volvió a fijar la vista en las marionetas—. Creo que debería irme a casa. ¿Puedo quedarme una? Para llevármela, me refiero.

El viejo reflexionó un buen rato sobre aquel pedido, pero finalmente negó con la cabeza.

—Me parece que no. Lo siento, pero forman parte de la familia. Son parte de la vida que he tenido.

—Entonces podría tallarme una, ¿no?

—Lo siento —repuso el hombre—. Es curioso, pero siempre que tengo un trozo de madera delante y me dispongo a crear una marioneta, nunca me sale lo que pretendo tallar. Empiezo con una idea en la cabeza, pero entonces surge de la madera algo completamente distinto. Mira esto, por ejemplo —añadió sosteniendo en alto la pieza de madera, que se había transformado en un babuino—. No trataba de hacer un babuino.

—¿Qué intentaba hacer, pues?

El viejo apartó la vista unos instantes y se encogió de hombros; ya era hora de revelar la verdad.

—Bueno, quería hacerme a mí mismo, por supuesto —contestó con una sonrisa.