3. El salchicha servicial y el burro hambriento
Las cosas no tardaron en complicarse. El sendero empezó a difuminarse y los árboles se fundieron unos con otros, para abrirse de pronto. La luz consiguió penetrar para mostrarle el camino, pero al punto se volvió tenue otra vez y el niño tuvo que aguzar la mirada para asegurarse de que seguía la dirección correcta.
Se miró los pies y se sorprendió: el tortuoso sendero había desaparecido del todo y parecía hallarse en una parte del bosque completamente distinta. Allí los árboles eran más verdes, el aire traía un olor más dulce y la hierba se percibía más espesa y mullida bajo los zapatos. Oyó correr un arroyo cerca, pero cuando miró alrededor, extrañado, pues sabía que no había agua en aquel bosque, el arroyo volvió a guardar silencio, como si no quisiera que lo encontrasen.
Noah se detuvo y permaneció inmóvil unos instantes, mirando por encima del hombro hacia el segundo pueblo, pero era imposible ver nada desde tan lejos. En dirección al pueblo sólo había árboles y más árboles que parecían apiñados para ocultar de la vista lo que había detrás. En algún sitio, sin duda, estaba el sendero que había seguido desde que salió de casa por la mañana. Sólo se había desviado una vez, cuando tuvo que correr a ocultarse detrás de un árbol porque se hacía pipí. Luego, cuando se dispuso a proseguir su viaje, no supo si había llegado hasta allí por la derecha o por la izquierda, de modo que eligió la dirección que le pareció correcta y echó a andar.
¿Tal vez había cometido un error? Pero ya no podía hacer otra cosa que seguir caminando, y al cabo de unos minutos lo alivió comprobar que los árboles volvían a abrirse y que en la distancia aparecía un tercer pueblo.
Mucho más pequeño que los dos anteriores, consistía tan sólo en unos cuantos edificios de formas curiosas, situados a intervalos irregulares a lo largo de una única calle. No era lo que esperaba, pero confió en que la gente de allí fuera simpática y lograra por fin comer algo antes de desfallecer del todo.
Al cabo de poco, un edificio muy curioso al inicio de la calle, en la acera de enfrente, despertó su interés.
Si algo sabía Noah sobre las casas era que se construían con paredes en ángulos rectos y con un tejado encima para impedir que la lluvia empapara las alfombras o que los pájaros te ensuciaran la cabeza.
Aquella casa, sin embargo, no era así en absoluto.
La contempló, asombrado de que paredes y ventanas fueran totalmente deformes y que aquí y allá hubiera salientes sin motivo aparente. Y aunque tenía en efecto una techumbre más o menos en el sitio que tocaba, no era de pizarra o tejas, ni siquiera de paja como la de la casa de su amigo Charlie Charlton. Era de madera. Noah parpadeó y volvió a mirar la casa, ladeando un poco la cabeza para comprobar si torcida se veía mejor.
Pero, por curiosa que fuera aquella casa, no lo era nada comparada con el enorme árbol que se alzaba ante ella, medio ocultando de la vista el letrero que había encima de la puerta. Entre las ramas logró distinguir algunas letras: una J en la primera palabra, una CH y una O al final de la última. Aguzó la vista, tratando de utilizar sus rayos X para ver a través de las ramas, hasta que recordó que él no tenía visión de rayos X; ése era un niño de uno de sus libros. Quería ver el letrero y sin embargo no conseguía apartar la mirada del árbol. Por algún motivo, éste había captado toda su atención.
Sí, era alto, pero no más que muchos árboles que había visto a lo largo de su vida. (Su casa estaba junto a un bosque). Llevaban allí cientos de años, o eso le habían dicho; no era de extrañar que alcanzaran semejante tamaño. Con los árboles pasaba todo lo contrario que con las personas: éstas, cuanto mayores eran, más pequeñas parecían volverse. Con los árboles, funcionaba al revés.
Y sí, la corteza de aquél era de un saludable tono marrón, más parecido al de una deliciosa tableta de chocolate que al de una corteza corriente, pero aun así no era más que la corteza de un árbol sano y frondoso; algo que difícilmente puede subyugarte por completo.
Las hojas que pendían de las gruesas ramas eran lustrosas y verdes, pero no más que cualquier hoja que aleteara a la brisa del verano en los árboles del mundo entero; y tampoco eran distintas de las de los árboles que había frente a la ventana de su habitación.
No obstante, en ese árbol había algo extraordinario, y no acababa de explicarse qué era. Algo hipnótico. Algo que le hacía abrir mucho los ojos y quedarse boquiabierto, incluso olvidarse de respirar por unos instantes.
—Supongo que has oído las historias, ¿verdad? —dijo una voz a su derecha.
Noah se volvió en redondo. Era un viejo perro salchicha que se acercaba a él con una sonrisa torcida en el hocico, acompañado por un burro rechoncho que paseaba la vista por el suelo como si hubiese perdido algo.
—Mucha gente viene a echarle un vistazo. No eres el primero, jovencito, y tampoco serás el último. ¡Guau! —Soltó un ladrido al final de su comentario y apartó la mirada, arqueando las cejas altivamente con el aire de quien acaba de hacer un ruido grosero en un ascensor.
—No sé de qué me habla —respondió Noah—. No he oído ninguna historia. Verá, es que no soy de aquí. Sólo estoy de paso, y este árbol delante de esa casa tan rara me ha llamado la atención.
—Llevas casi una hora de pie en el mismo sitio —dijo el chucho, y soltó una risita—. ¿No lo sabías?
—No habrás visto un sándwich por aquí, ¿verdad? —preguntó el burro alzando la mirada hacia Noah—. Me han llegado rumores de que alguien había perdido un sándwich aquí. Era de carne y mermelada picante.
—No, me temo que no lo he visto —repuso Noah, y deseó haberlo hecho.
—Cuánto me apetece comerme un sándwich —dijo el burro con voz cansina y moviendo la cabeza, tristón—. A lo mejor, si sigo buscando…
—No le hagas caso —intervino el salchicha—. Siempre tiene hambre. No importa cuánto le des de comer, siempre quiere más.
—Tú también tendrías hambre si llevaras más de veinte minutos sin probar bocado —soltó el burro, al parecer un poco dolido.
—Bueno, lo que te he dicho es cierto —continuó el salchicha—. Estabas ahí de pie cuando salí a dar mi paseo, y acabo de volver. Verás, es que todos los días corro por los campos hasta el pozo, así me mantengo en forma. Y tú has estado todo ese rato contemplando el árbol.
—¿De verdad? —preguntó Noah con cara de asombro—. ¿Está seguro? Pensaba que habían sido sólo unos minutos.
—No me sorprende. La gente pierde la noción del tiempo cuando mira ese árbol. Es lo más interesante que hay en nuestro pueblo, desde luego. Aparte de la estatua, por supuesto.
—¿Qué estatua?
—¿Quieres decir que no la has visto? La tienes justo detrás.
Noah se volvió y, en efecto, allí se alzaba una alta estatua de granito de un joven con aspecto furibundo, con pantalones cortos de deporte y una camiseta. Levantaba los brazos en gesto triunfal y bajo los pies, talladas en la piedra, se leían las palabras «DMITRI CAPALDI: RÁPIDO COMO EL VIENTO». Noah se quedó perplejo, pues estaba seguro de que aquella estatua no estaba allí un momento antes.
—¿Tienes alguna golosina? —le preguntó el burro, acercándose tan de repente a hurgar con el hocico en los bolsillos de Noah que éste retrocedió de un salto.
—¡Deja en paz al chico, burro! —espetó el salchicha—. No lleva ninguna golosina encima. —Y añadió mirando a Noah con los ojos entornados—: ¿Verdad?
—No, nada —respondió el niño—. Da la casualidad de que yo también tengo hambre.
—Qué desilusión —comentó el burro con gesto de hacer pucheros—. Qué desilusión tan grande…
—¿Sabes qué? —continuó el salchicha, inclinándose un poco y bajando la voz—. Hay quienes piensan, y me incluyo entre ellos, que el árbol es más interesante que la estatua. Por eso la gente lo mira tanto rato. Yo mismo intento no mirarlo si puedo evitarlo. En cierta ocasión me perdí por su culpa la fiesta de cumpleaños de un amigo. Dos años seguidos.
—Lo que te perdiste fueron dos pasteles de rechupete —intervino el burro, permitiéndose una sonrisa al recordarlo; tenía humedecidos sus grandes ojos—. Los dos estaban recubiertos de una capa de glaseado, con forma de rosas. Un año el glaseado fue verde y el siguiente, naranja. Ahora me muero de curiosidad por saber de qué color será este año. ¿Crees que será rojo? Podría serlo, ¿no? O quizá azul… —Y tras una pausa añadió—: Claro que también está el amarillo.
—Vale ya, burro —repuso el salchicha—. En el mundo hay muchos, muchísimos colores. Ya lo hemos entendido. No agotemos la paciencia de nuestro nuevo amigo.
—¿No tendrás unos pastelitos escondidos por ahí, por casualidad? —insistió el burro.
—¿Qué tiene de especial el árbol? —inquirió Noah, haciendo caso omiso de la pregunta, y se volvió para mirarlo—. O sea, hay millones de árboles en el mundo.
—Ah, no —contestó el perro sacudiendo la cabeza—. No, ése es un error habitual. En realidad sólo hay uno. Verás, resulta que comparten una raíz universal, en el centro de la tierra, y todos brotan de ahí, de manera que, estrictamente hablando, hay sólo uno.
Noah lo consideró antes de negar con la cabeza.
—Eso no es verdad —concluyó, riéndose un poco ante lo absurdo de aquella afirmación.
Aquello provocó que el salchicha se pusiera a ladrar como un poseso, babeando y enseñando los dientes, y continuó de esa guisa durante unos minutos. El burro se limitó a apartar la mirada y exhalar un suspiro de resignación, antes de hurgar en la hierba con el hocico en busca de algo que pudiese servirle de tentempié.
—Discúlpame —dijo el salchicha, un poco avergonzado, cuando hubo recobrado el control—. Soy así, lo siento. No me gusta que me contradigan.
—Bueno, tranquilo —repuso Noah—. En cualquier caso, parece un árbol muy especial, venga de donde venga.
—Lo es. Y no me importa admitir que es el único árbol del pueblo en el que nunca he… —Se ruborizó un poco y miró alrededor, como si temiese que lo oyeran—. Me refiero a que hay ciertas cosas que los perros hacen fuera y los niños dentro, ya me entiendes.
—Sí —contestó Noah con una risita, sin revelar que él lo había hecho fuera esa misma mañana—. ¿De modo que nunca ha hecho…?
—Ni una sola vez en cincuenta y seis años.
—¿Tiene cincuenta y seis años? —preguntó el chico—. Vaya, entonces tenemos la misma edad.
—¿De veras? No parece que tengas más de ocho años.
—Claro, tengo justo ocho —repuso Noah—. En años de perro equivale a cincuenta y seis.
El salchicha soltó un bufido y la sonrisa se desvaneció de su cara.
—Me parece un comentario de lo más irreverente. ¿Qué te hace decir algo así? He sido simpático contigo, ¿no? No he hecho comentarios ofensivos sobre tu estatura. —Y añadió con afectación—: O sobre tu falta de ella.
Noah lo miró y lamentó sus palabras.
—Lo siento —dijo, pero no entendía por qué el salchicha se lo había tomado como algo personal—. No pretendía ofenderlo.
—¡Guau, guau! —ladró el perro, y entonces esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Vale, ya está olvidado. Volvemos a ser buenos amigos. Pero estábamos hablando del árbol… Bien, lo interesante de verdad no es el árbol, sino…
—La tienda que hay detrás —precisó el burro.
Noah miró más allá del tronco hacia la casa deforme, oculta en gran parte por las ramas, como si durante ese rato se hubiesen extendido para protegerla de su inquisitiva mirada.
—¿Qué tiene de interesante? —quiso saber—. A mí me parece sólo una tienda destartalada. Y los constructores no parecen haberse esmerado mucho que digamos. Está hecha sin ton ni son. Me sorprende que un viento fuerte no se la haya llevado.
—Eso te pasa porque no la miras como es debido —explicó el salchicha—. Vuelve a mirar.
Noah fijó la vista en el otro lado de la calle y espiró con fuerza por la nariz, confiando en ver lo que fuera que veía el perro.
—Esa tienda lleva ahí más tiempo del que yo he vivido —añadió el salchicha con tono solemne—. El anciano caballero que vivía ahí, ya fallecido, plantó el árbol ante la puerta hace muchos años para alegrar un poco el sitio. Pero la tienda es mucho más antigua.
—¿Era amigo suyo? Me refiero al dueño.
—Un gran amigo. Siempre me arrojaba un hueso cuando pasaba, y yo nunca olvido esas muestras de amabilidad.
—¿Por casualidad no te quedará alguno todavía? —quiso saber el burro.
—Ya sabes que no. Eso ocurrió hace décadas.
—Roer huesos es una delicia —dijo el burro con convicción, mirando a Noah—. Sí, toda una delicia.
—El hijo del viejo también es amigo mío —continuó el salchicha—. Otro tipo excelente. Vivió aquí de niño, pero luego se marchó durante muchísimo tiempo. Al final volvió, y hoy en día todavía vive ahí. ¡Guau! Mi padre me contó cómo el viejo plantó una semilla que se convirtió en un arbolillo, y el arbolillo no tardó en volverse un grueso tronco del que brotaron ramas, y de las ramas brotaron hojas, y antes de que alguien en el concejo municipal tuviera tiempo de votar al respecto, este árbol formidable se alzaba en el centro del pueblo. Una historia muy especial, ciertamente.
—Tiene aspecto de llevar ahí varios siglos —comentó Noah.
—Sí, ¿verdad? Pero en realidad no es tan viejo.
—Aun así, no me parece una historia tan rara —dijo Noah—. La naturaleza es así. He estudiado la naturaleza en el colegio, y no tiene nada de raro que este árbol se haya desarrollado tan bien. Quizá el terreno es muy fértil. O las semillas eran de crecimiento rápido. O alguien ha estado echándole fertilizante Milagro cada semana. Mi madre lo hace, y una vez me pescó vertiéndomelo en la cabeza para ganar estatura. Me hizo quitar la ropa y me regó con la manguera en el jardín, donde todo el mundo pudiera verme. Claro que entonces era mucho más pequeño y muy poco sensato.
—Qué historia tan interesante —intervino el burro, y soltó un bufido dando a entender todo lo contrario.
—Pero ¿quién ha dicho que mi historia tuviese algo de raro? —preguntó el salchicha, ofendido otra vez.
—Usted mismo —respondió Noah—. Ha dicho que tenía algo especial.
—Pues aún no has oído lo mejor —repuso el perro, y de pronto se puso a correr en círculos alrededor de Noah de pura excitación—. Es muy curioso. Cada pocos días pasa algo muy raro en ese árbol. Cuando el pueblo se va a dormir, el árbol tiene el mismo aspecto que ahora. Sin embargo, por la mañana, cuando despertamos, vemos que le han podado varias ramas durante la noche, aunque no hay rastros de leña caída. Y un par de días después, ¡han vuelto a crecer! Es asombroso. Me refiero a que es la clase de cosas que pasan en… —Mencionó el segundo pueblo que Noah había atravesado aquella mañana y se estremeció un poco, como si el mero nombre de aquel terrible lugar le dejara un regusto amargo—. Pero aquí no suelen ocurrir cosas así.
—Muy interesante —dijo el niño.
—Ya te lo he dicho. ¡Guau!
—Y la tienda tiene unos colores muy vivos.
—Por supuesto que sí. ¡Guau! Es una juguetería.
El chico abrió los ojos como platos.
—¡Una juguetería! ¡Mis dos palabras favoritas!
—Para mí, no —repuso el salchicha—. Me gusta «una», pero «juguetería» no me fascina que digamos. Prefiero «resistencia», la capacidad de encajar los problemas sin sucumbir. Me da la impresión de que tendrías que reflexionar sobre esa palabra, jovencito.
—A mí me gusta «flan de frutas» —intervino el burro—. Tres palabras magníficas.
—No tengo ninguno —se apresuró a decir Noah, anticipándose a la pregunta.
El burro pareció desconcertado, y el niño se preguntó si estaría considerando comérselo.
—Ya veo que no me prestas atención —dijo el perro al cabo de un rato, al parecer ofendido otra vez. Se ciñó la bufanda con los dientes, pues de pronto se había levantado viento y empezaba a hacer frío—. Y si es así, no te entretendremos más. Seguiremos nuestro camino. Buenos días.
—Sí, buenos días —añadió el burro, volviéndose con un suspiro.
Noah les dijo adiós, pero su despedida fue menos calurosa de lo que correspondía, dada toda la información que el salchicha (y en menor medida el burro tragaldabas) le había ofrecido.
Unos instantes después se encontró cruzando la calle. Se detuvo ante el árbol y tendió una mano para tocarlo, pero antes de hacerlo le pareció que gruñía, de manera que se apartó, asustado. No fue el suave susurro del manzano del primer pueblo; fue algo mucho más agresivo, como el rugido de un tigre protegiendo a sus cachorros.
Noah pensó en sus padres allá en casa y en lo preocupados que estarían por su desaparición, de la que sin duda ya se habrían enterado. No lo entenderían, por supuesto. Pensarían que era un egoísta. Pero la idea de quedarse y ver aquello… Se estremeció; no debía pensar en esas cosas.
Se alejó del árbol, tratando de olvidarse de sus padres, y centró su atención en la juguetería.
Y en la puerta de entrada.
Y en el pomo.
Y, sin pretenderlo en realidad, se encontró girándolo y abriendo la puerta, y, antes de darse cuenta siquiera, estaba dentro de la tienda y había cerrado la puerta a su espalda.