7. La marioneta de la señora Shields

Fue papá, mi padre, quien decidió que debíamos abandonar nuestra cómoda casita junto al bosque e internarnos más en la espesura. Los árboles eran tan viejos que le proporcionarían mejor material para los juguetes y marionetas que tallaba todos los días, y le gustaba la idea de empezar de nuevo. Ese año, la vida había cambiado tanto para nosotros que, cuando oímos hablar del pueblo —un poco más allá del primero, justo pasado el segundo—, nos pareció el sitio perfecto para empezar nuestra nueva vida.

Por entonces yo tenía sólo ocho años, pero no había llevado una vida convencional. Verás, resulta que era un poco travieso, algo nada insólito en un niño de mi edad, y era proclive a meterme en líos terribles. Siempre parecía acabar conociendo a gente peculiar que pretendía llevarme por el mal camino. Era la clase de chaval que podía ir caminando por la calle en busca de una botella de leche y encontrarse de pronto secuestrado en una feria ambulante, o trabajando de criado para un villano. Cada vez que lograba escapar, le prometía a papá que no volvería a salirme de la buena senda, pero tarde o temprano acababa rompiendo la promesa. No es algo de lo que me sienta orgulloso, pero era así y no puedo fingir lo contrario.

Cuando cumplí los ocho decidí ser buen chico y, para señalar ese cambio en mi suerte, a papá le pareció buena idea empezar de nuevo en algún sitio en que nadie nos conociera.

—Después de todo lo que ha pasado —dijo papá cuando me explicó su plan—, creo que lo que necesitamos es un cambio. Empezaremos de cero.

Así pues, una mañana, antes del amanecer, antes de que los perros despertaran, antes de que el rocío dejase de caer sobre los campos, emprendimos el viaje a través del bosque, sin pararnos a hablar con nadie por el camino, y sólo nos detuvimos cuando llegamos a este pueblo.

Mi padre me preguntó si me parecía un buen sitio para echar raíces, y no tuve que pensármelo.

—Sí —contesté—. Creo que sí.

La primera criatura que conocimos fue un joven burro que se había visto distraído por nuestra llegada mientras comía hierba en la calle del pueblo y que, tras engullir unos bocados más, se acercó a saludarnos.

—Estáis pensando en mudaros aquí, ¿no? —preguntó, y parecía contento de que un niño más o menos de su edad fuera a vivir cerca, alguien que podía llevarlo de vez en cuando a cabalgar por los campos cercanos—. Os lo recomiendo sinceramente. ¡Ji, jaaa! Vivo aquí con mi manada desde que nací. Somos diez o doce, pero yo soy el mejor si os apetece galopar un poco. Corro más que los demás. Nunca os dejaré caer. Y también soy mejor conversador. ¡Ji, jaaa! Supongo que no llevaréis encima unas salchichas, ¿no?

—Gracias por tu ofrecimiento —respondió mi padre antes de que yo pudiera decir nada y tiró de mí calle abajo.

Entonces se puso a dar golpecitos en el suelo con el bastón a breves intervalos. Respiraba hondo y se agachaba para tocar la hierba y los setos que bordeaban el camino, y luego mantuvo una serie de breves conversaciones informativas con distintos ejemplares de la fauna que había por allí; todo ello para gran consternación del burro que, por lo que advertí, confiaba en que no cambiásemos de opinión.

—Tu padre quiere estar seguro antes de decidirse, ¿no? —preguntó acercándose a mí para olisquear en mis bolsillos, como si buscase algo.

—Así es —contesté—. Confía en que podamos vivir aquí para siempre.

—Bueno, pues espero sinceramente que escoja este pueblo. Si lo hace, vendrás a verme a menudo, ¿verdad? Soy el mejor… ¿te lo había mencionado? Y si vienes, trae algo de comer. Nunca debe emprenderse un galope con el estómago vacío.

Por lo visto, el pueblo era perfecto para nosotros, porque, cuando mi padre volvió a donde estábamos el burro y yo, asintió satisfecho con la cabeza y me rodeó con los brazos.

—Éste es el sitio, hijo mío —dijo—. El sitio ideal para nosotros. Estoy seguro. Aquí podremos ser felices.

—¡Ji, jaaa! —exclamó el burro, encantado con la noticia—. ¡Ji, jaaa! ¡Ji, jaaa!

Y así, sin perder un segundo, papá se puso a construir nuestra nueva casa, levantándola ladrillo a ladrillo con sus propias manos. No fue una gran idea por su parte, pues, por bueno que fuera con la madera y el formón, no era tan hábil con la construcción, y la casa resultante fue un poco insólita, con paredes que no formaban ángulos rectos y ventanas que sobresalían en todas direcciones.

—Qué más da —le dije, una vez instalados sobre la juguetería, pues no quería que se sintiera decepcionado—. Siempre y cuando se tenga en pie, lo demás no importa.

—Supongo que no —admitió—. Bien, ahora tenemos que empezar a pensar en tus estudios.

—No me parece necesario, ¿no crees?

—Pues claro que sí —insistió—. Has perdido ya muchas clases; vas a rezagarte con respecto a los demás niños, y eso no está bien, ¿verdad?

—No me importa —repuse encogiéndome de hombros, y papá frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—Pensaba que a partir de ahora ibas a ser un buen chico —me recordó con un dejo de decepción.

—Y voy a serlo, papá —contesté, recordando todas mis promesas—. Lo siento. Por supuesto, iré al colegio si quieres que vaya. Un poco, al menos.

Y así, antes de que pudiese cambiar de opinión, mi padre fue a ver a la directora del colegio, la señora Shields, y le preguntó si tenía una plaza para mí.

—Por supuesto, en nuestra clase siempre damos la bienvenida a nuevos alumnos —contestó la señora, sonriéndonos y con un leve rubor en las mejillas, pues mi padre era un hombre guapo y el señor Shields se había marchado en septiembre del año anterior con un circo—. Tenemos varios pupitres libres. Estaríamos encantados de que su hijo se uniera a nosotros. Por cierto, ¿no vendrá también su esposa a hablar conmigo sobre su educación? —preguntó entonces, y se inclinó hacia mi padre mientras se enroscaba un mechón de pelo en los dedos—. Es bueno que todos los miembros de la familia participen en una cuestión tan importante como la educación de un hijo.

—No tengo esposa —anunció papá, y titubeó antes de continuar; el asunto era complicado y no quería causarme más dificultades de las estrictamente necesarias.

—Bueno, no importa —repuso la señora Shields, encantada al descubrir que no tendría rival—. Aquí nos ocupamos de toda clase de niños. Tenemos a una niña que vivió en la selva los primeros cinco años de su vida y habla todavía una curiosa mezcla de inglés y mono. Se llama Daphne. Estoy segura de que te llevarás de maravilla con ella.

—Ya veremos —dije, no muy convencido.

—Y hay un niño que antes era un elefante, pero logró dejar atrás esa vida justo antes de Navidad —continuó la señora Shields—. Tuvo que ver con una serie de deseos que pidió, según tengo entendido. Pero aún se está adaptando y parece un poco perdido, el pobre. No para de intentar comer por la nariz, lo que resulta terriblemente molesto.

—Qué asco —murmuré, y la señora Shields me miró con expresión bastante más fría.

—Qué chico tan vehemente —comentó.

A la mañana siguiente, cuando entré por primera vez en el aula, todos los alumnos se volvieron para mirarme: cada niño, cada niña, cada pupitre y cada silla. Hasta la pizarra, que era corta de vista, saltó de sus ganchos y se acercó a olisquearme, para luego volver a la pared sacudiéndose polvo de tiza y murmurando: «No, no encaja. Nunca encajará».

—Este sitio está ocupado —dijo un chaval bastante repelente, llamado Toby Lovely, que se creía mejor que los demás. Se sentaba siempre cerca de la maestra, con la intención de congraciarse con ella, y puso sus libros en el pupitre de al lado cuando yo pasé.

—Lo siento mucho —dijo una niña llamada Marjorie Willingham, feúcha y con coletas sujetas con lazos rosas, causando risitas en las niñas que la rodeaban—, pero me temo que este sitio también está ocupado. Y no me hables, por favor. No me gusta charlar con extraños.

Continué por el pasillo, más abatido a medida que todos los niños y niñas me rechazaban, pero llegué a la última fila y observé esperanzado el sitio libre que quedaba.

—Puedes sentarte aquí, si quieres —dijo el niño que se sentaba al lado, Jasper Bennett. Tenía una serie de feos chichones y magulladuras en la cara.

Despejó el pupitre y acercó otra silla, así que me senté agradecido, sonriendo a mi nuevo compañero de asiento. Jasper me observó unos instantes, parpadeando y con sus grandes ojos llenándose de lágrimas. Al cabo de un largo silencio, dijo:

—A mí también me odia todo el mundo.

—¡Jasper! —exclamó la señora Shields, golpeando la mesa con el borrador y arrojándole un pedazo de tiza que le dio en la oreja y cayó al suelo, de donde se levantó para regresar despacio al pupitre de la maestra—. Ya te he dicho que no se habla en clase, ¿verdad? Y bien, ¿te lo he dicho o no?

—Sí, señora… —empezó Jasper, pero la maestra lo interrumpió.

—¡Jasper! —ladró—. ¡Nada de hablar!

Me llevó mucho tiempo entablar amistad con los demás niños de la clase, sobre todo porque ellos se conocían de mucho antes.

—No nos gustan los niños nuevos —me dijo Toby Lovely una tarde, sentándose en una esquina de mi pupitre para apoderarse de un cubilete de madera para lápices que mi padre había tallado para mí—. ¿No puedes irte a otro colegio? Tienes en contra a toda la clase.

—No hay otro sitio al que ir —respondí encogiéndome de hombros—. Éste es el único colegio del pueblo. A menos que quieras que vaya a la escuela con los burros.

—Bueno, es una opción, desde luego —repuso Toby.

—Le he prometido a mi padre que vendría aquí todos los días a partir de ahora —insistí.

—Conque eres un respondón, ¿eh? —espetó entonces, y se volvió hacia sus amigos, que estuvieron de acuerdo en que aquello era un insulto tremendo.

Así que esperaron al recreo del almuerzo para abalanzarse sobre mí, sujetarme los brazos a la espalda y darme tirones de pelo. Cuando me zafé de la encerrona estaba cubierto de moretones y arañazos, un espectáculo penoso para cualquiera que me viera por la calle de regreso a casa. Incluso Jasper Bennett, a quien ya no acosaban desde que los otros niños habían encontrado un nuevo chaval al que zurrar, se había abalanzado sobre mí, lo que demostraba que en este mundo uno no puede confiar en nadie, o al menos en Jasper.

—Esto nunca habría pasado si fueses como antes —me dijo mi padre aquella noche mientras me ponía tiritas en las heridas y me desinfectaba los rasguños—. Ahora tendrás que andarte con más cuidado. Debes esforzarte en hacerte amigo de los demás chicos, no meterte en peleas con ellos.

Al día siguiente, papá fue a hablar del problema con la señora Shields, y ella le dijo que vigilaría que nadie me acosara, pero que los niños eran niños y en realidad no podía hacerse gran cosa. Dijo que si quería pasar un tiempo feliz en el colegio tendría que defenderme porque, en definitiva, sólo yo mismo podría ayudarme.

Para serte franco, Noah Barleywater, su consejo no me fue de gran ayuda.